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La sombra sobre Hasetsu [Yuri on Ice!!!, OMEGAVERSE, AU] por Korosensei86

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Los hechos que voy a relatar a continuación son de una naturaleza tan abyecta que aun cuando me he decidido a fijarlos por escrito, su mero recuerdo amenaza con debilitar mi recobrada voluntad. Y sin embargo, al mismo tiempo, el temor de que estos terminen por arrasar mi conciencia y con ella todo registro cabal de autenticidad es lo que mueve esta noche mi pluma.


 


Escribo esto bajo el pleno conocimiento de que lo que voy a contar implica a mi persona de la peor manera imaginable. Ciertamente, aquellos desventurados que se topen con este escrito terminarán hondamente repugnados por lo que en este se describe, por los actos que me vi forzado a cometer.


No en vano me hallo en disposición de narrar las circunstancias que condenaron a mi familia a la más pronunciada y ominosa decadencia. Y con ella, a gran parte de la especie, pues fuimos nosotros quienes ajenos a los resultados de nuestras decisiones introdujimos nuestra depravación en su torrente sanguíneo de la Humanidad.


 


Es por ello por lo que me veo en la necesidad de poner sobre aviso al virtuoso lector, pero, al mismo tiempo no puedo sino dejar constancia de la horrible verdad que todavía hoy late en mis venas.


 


Todo comenzó de manera sencilla y casi inocente, como acostumbran a iniciarse las grandes tragedias. Un día de otoño me llegó una misiva por la cual se me informaba del fallecimiento de mi padre. A pesar de la contundencia del mensaje, me sorprendió notar mi ánimo apenas afectado. He aquí la primera confesión vergonzosa de las muchas que van a poblar esta historia: nunca fui un hijo dedicado, ya que eran muchas las diferencias que hacían de mi padre y de mi, dos espíritus irreconciliables.


 


Mi padre fue el Doctor Victor Nikiforov, un eminente cirujano y biólogo, una mente adelantada a su tiempo que contó con ser uno de los primeros estudiosos rusos en defender las teorías de Darwin. Aunque si me permiten la observación, este en realidad se trata de un dudoso honor, puesto que, por desgracia, si algo caracteriza a mi pobre patria en el momento de esta escritura es la decrepitud intelectual y la corrupción de una aristocracia que, seducida por la ostentación y la autoindulgencia de Occidente, se regodea en su propio hedonismo de una manera no muy distinta a como lo haría un cerdo en un lodazal. Mientras, susurros insidiosos y desleales avivan a una plebe que empieza a ambicionar lugares que no le corresponden en el orden natural de las cosas, presagios casi inaudibles de la purga que se cierne sobre los impávidos señores de esta tierra.


 


Pero cuando mi padre era joven, este país aún era decente, por lo que su cuidada cultura unida a un abrumador carisma le proveyeron un lugar destacado en los más exquisitos círculos de su San Petersburgo natal. Sin embargo, ni mi hermana ni yo pisaríamos jamás tan distinguida urbe. Lo poco que sé al respecto es que de la noche a la mañana, mi padre abandonó aquella ciudad y con ella su prestigio y posición, huyendo con las prisas de quien acarrea un inenarrable crimen a sus espaldas. Se llevó consigo tan solo la fortuna que había llegado a amasar, de la cual invirtió buena parte en la construcción de una mansión a una varias jornadas en coche desde Tsaritsyn, en el tramo más recóndito e inhóspito de la estepa rusa. El lugar estaba tan alejado de cualquier indicio de civilización o incluso de fuentes de agua, que los sirvientes tuvieron que construir un pozo para almacenar la poca lluvia que se dejaba caer por aquel abandonado lugar, algo que en los tiempos del moderno alcantarillado, lo asemejaba a algún embrutecido y caprichoso señor feudal.


 


En aquella casa, mohosa y lúgubre, se refugió lo que le quedó de vida. Allí, como la fruta pasada, se echó a perder, dejándose contaminar por la esterilidad impía del paisaje, convirtiéndose en el hombre frío y de corazón agreste que me crió. No recuerdo por parte de él, ni un solo gesto de cariño y comprensión que muchos niños ingenuamente esperan de sus progenitores. Más bien, conforme fui creciendo me pareció interpretar una ahogada llama azul de decepción y hastío en sus indiferentes y encapotados ojos grisáceos. Esa es la razón por la cual, nuestra incómoda relación, lejos de la calidez paterno-filial, terminó convertida en un mero ritual, un hábito decoroso del que escapé tan pronto como pude encontrar un oficio respetable en Tsaritsyn y al que solo aquella muerte pudo devolverme.


 


El viaje de retorno hacia el que alguna vez fuera mi hogar se me hizo aburrido y fatigoso, no solo por su tardanza sino también por su falta de estímulos. Cada vez que alzaba la vista por el estrecho espacio que me dejaba la ventanilla del carruaje, una eternidad de tierra yerma y pasto a punto de marchitarse se extendía ante mí. La quietud era tal en aquella silenciosa estampa que ni una sola alimaña, ni una sola señal de vida se atrevía a romper la simetría mortuoria que en él imperaba. Pronto, los primeros copos de nieve salpicaron el funesto cielo gris con su lividez, sellando así la imperturbable infertilidad que reinaba en aquellos lares, conveniente acompañamiento del funeral al que me dirigía. Con esta inquietante contemplación, recordé la naturaleza exacto del sitio al que me dirigía. Muchos fervorosos creyentes, cuando piensan en el Infierno, lo imaginan caluroso y llameante hasta la extenuación. Sin embargo, yo, en mi infancia, fui ya consciente de habitar un gélido y baldío tártaro. Es posible que ya desde tan tierna edad haya tendido a la blasfemia.


 


Al final de una fatigosa jornada, a largo de la cual, la nieve fue acumulándose en la ruedas de madera y los adoloridos cascos de los caballos, la mansión de mi padre empezó a vislumbrarse en el horizonte. Su visión no pudo producirme menos alivio. Era tan grotesca y desapacible como la recordaba, tal vez incluso más, ya que el tiempo, leal consuelo de las almas sensibles, había dulcificado mi memoria. O quizás, porque, tal y como viene siendo costumbre, las cosas se habían tornado peores de lo fueron. La fachada principal estaba cercada por intrincados torreones que apuntaban amenazantes hacia un cielo que en su esterilidad no le había causado mal alguno, y de cuyos angustiosos ventanucos no escapaba ni la más tímida luz. Los yesos y estucados se habían contagiado del polvo del camino, adquiriendo un tamiz sucio y enfermizo. Incluso las maderas nobles que adornaban la puerta principal se habían empezado a pudrir, rezumando negrura. Todo ello, aunado con su desproporcionada enormidad acrecentaba más aún el aura imponentemente demoníaca de la mansión que me vio crecer. Era como si esta, en un ataque de conciencia casi humana, hubiera decidido acompañar a su dueño en su proceso de descomposición.


 


De esta forma, cuando me hallé por fin frente a ella, dudé por un instante si llamar, por miedo a contaminar mis manos con tanta decrepitud. Sin embargo, y como es lógico, finalmente lo hice. El eco de unos pasos precedió al rechineo de una puerta putrefacta. Tras ella, me aguardaba el semblante ojerizo y cansado del más antiguo mayordomo de la casa, quien me reconoció al instante.


—¡Señorito Nikolay! —me saludó con su voz de olmo seco— ¡Qué bien que haya llegado a tiempo para el funeral! ¡Por favor, pase, pase! ¡No se quede fuera con esta nevada!


 


Con la promesa de que algún mozo se haría cargo de mi frugal equipaje, el buen hombre me guió por los tenebrosos pasillos de la mansión, apenas iluminados por tímidos candelabros que en la lejanía se asemejaban más a siniestros fuegos fatuos. En el interior, la corrupción que había apreciado se hacía aún más patente. Como si de la exposición de la ponzoñosas vísceras en la autopsia se tratara, pude observar claramente los síntomas de aquel mal. Los motivos que decoraban las paredes se hallaban desconchados, afectados por impúdicas goteras que supuraban un penetrante hedor. El paso de los años y del calzado había desgastado las antaño orgullosas alfombras rojo sangre, afeitadas de formas ridículas, como un mínimo convaleciente. Una capa de mugre, patética rémora de las nieves de las eras, cubría los lujosos y mal conservados muebles, haciendo imposible que ningún invitado considerara sentarse en ellos para descansar. Por último, por la mansión circulaba un soplo glacial que mordía los huesos de aquellos desgraciados a los que conseguía azotar, posible augurio del vacío abisal y demente que parecía agazaparse en cada esquina.


 


Solo el fuego que sobrevivía en la chimenea del salón principal pudo caldear mis ánimos al final de aquel desafortunado viaje por mi pasado. Atraído por el calor, me interné en la sala, como un animalillo necesitado de refugio. Entonces, la vi. Aquella silueta recortada por la sombra que emanaba de la hoguera tenía dueña y esa no era otra mi querida hermana menor, María Svetlana Hikaru Nikiforov. La primera emoción que me suscitó su imagen fue pavorosa admiración. En las largas décadas que nos habían separado, mi hermana no había perdido ni un ápice de su gallarda belleza. Su baja estatura y diminuta cintura le dotaban de un falso aire de vulnerabilidad, adorable armazón que escondía una férrea determinación de la que siempre carecí como varón. En su nívea piel de alabastro, sobresalían de perfil una graciosa y pequeña nariz que muy bien podría haber sido tallada por algún avezado artesano, y unos pequeños labios de un color sonrosado, como de flor abriéndose en pleno invierno. Esto contrastaba con su abundante cabello, de un negro puro como la noche más oscura, como las alas del más taimado cuervo, que le caía por la espalda como ondulados ríos de azabache. Ni siquiera el velo del luto podía ensombrecer el brillo de semejante diamante.


 


Quise acercarme a ella con cuidado, como quien intenta acariciar a un cervatillo en el bosque, pero, una vez más, mi torpeza me delató. La madera crujió bajo mis humedecidas botas y ella se tornó hacia mi. La sorpresa turbó levemente el mar congelado de sus enormes y afilados ojos azules, para luego recobrar su tranquila elegancia habitual.


—Nikolay —constató con parsimonia—,mi querido hermano, veo que has decidido honrarnos con tu presencia en estos aciagos días.


El peso de esos insidiosos zafiros me obligó a ladear la cabeza para evitarlos.


—Así es. No me perdería el funeral de Padre por nada del mundo. Creo que no descansaré hasta que vea por mí mismo como ese viejo da con sus huesos en la tumba.


La mirada de Hikaru se volvió cortante como el acero. Se acercó a mí, levantando la barbilla con un gesto altanero de desprecio.


—Atrevidas palabras para alguien que no estuvo en sus momentos de agonía- me recordó ofendida, avanzando con las delicadas manos de porcelana entrelazadas en el regazo-. Te recuerdo, hermano, que mientras tú huías a la ciudad, era yo la que cargaba con el deber de cuidar de Padre, de intentar frenar la vejez de esta casa. Todo ha sido en vano y mientras tanto, tú correteabas por Tsaritsyn, sin escribir una sola carta que preguntara por nuestro estado. Sin preocuparte lo más mínimo por tu pobre hermana.


 


Un renovado rubor subió a mis mejillas, azuzado por las certeras dagas que mi hermana me lanzaba.


 


—Hikaru-chan -la llamé lastimosamente- Sabes que no tuve otra opción...


Los ojos de mi hermana relampaguearon.


—¡No malgastes apodos cariñosos conmigo! ¡No te atrevas! —me reprendió de pronto.


 


Al comprobar mi temor, mi hermana decidió reblandecer su expresión. Suspiró arrepentida, al acercarse para acariciar mi tembloroso rostro.


—Perdóname, mi amado Nikolay. No pretendía asustarte. Es este genio mío tan endiablado —se disculpó tiernamente—. Ya sabes que me cuesta controlarlo. Disculpa que pierda la compostura. No han sido días fáciles para mí —con una delicadeza conmovedora, mi hermana levantó mi barbilla para obligarme a mirarla—. Pero, por favor, no digas que no tuviste opción. Tú, más que nadie, pudiste elegir. Ojalá yo hubiera podido alejarme de este maldito páramo como tú. Pero si los hombres sois libres, a las mujeres solo nos está permitida la cárcel del hogar. Bien sabes que yo tampoco apreciaba a nuestro padre, pero hasta en su muerte, tú sigues siendo más afortunado que yo. Tú eres el heredero, los restos de su patrimonio te están destinados solo a ti. ¿Pero qué será de mí, mi tierno hermano mayor? Aquí, sola y encerrada, como un pobre jilguero condenado a morir de hambre y de pena en esta cochambrosa jaula —se lamentó.


—Vamos, Hikaru-chan —intenté torpemente animarla— Sabes que Padre te apreciaba mucho más que a mí. Algo te habrá cedido en su testamento...


—Tu inocencia resulta casi encantadora, querido hermano —sonrío cínica— pero te recuerdo que nuestro padre no tenía espacio en su corazón para nadie que no fuera él mismo.


—Entonces, tal vez deberías procurar dejar de atemorizar a tus pretendientes y casarte de una vez— repliqué sin pensar.


 


Y era cierto. Mi bella e inteligente hermana era capaz de atraer a todo un entusiasta ejército de buenos partidos, solo para repelerlos después. Algunos jóvenes valientes se habían atrevido a contraer nupcias con ella, pero en la noche de bodas, justo cuando la intimidad carnal debía confirmar la incipiente unión, algún hecho funesto y misterioso debía de producirse. El mismo marido que besaba a la novia y bailaba la víspera, se levantaba a la mañana siguiente con la cara descompuesta por un insondable terror, rogando por anular el matrimonio y negándose a aportar causa alguna de su drástico cambio de parecer. Esto le había ido acarreando a Hikaru una fama de mujer maldita que la separaba del altar y por ello, de la estabilidad que le correspondía a una dama de su posición.


 


Mi hermana se tensó por la ira retenida, de la que solo dejó escapar una mueca de desprecio. Su contraataque no se hizo esperar.


—Al menos, les gusto al principio. Eso ya es algo. No como tú, mi dulce y apocopado hermano, por el que las mujeres no sienten más que total indiferencia.


 


La estocada verbal de mi hermana no pudo ofenderme demasiado, puesto que contenía una lacerante veracidad a la que ya me había acostumbrado. Era habitual que las mujeres, ya fuera en salas de baile, en bares o en la propia calle, me esquivaran como la inmundicia que apenas se consigue ver de soslayo. Ni siquiera las prostitutas se dignaban a ofrecerme sus servicios, cuando vagabundeaba por los barrios menos recomendables. A sus ojos tal vez ni existiera y esto era casi un sentimiento compartido, lo que a su vez, justificaba mi escasa preocupación al respecto. Debo, asimismo, confesar que a largo de mi vida, solo una dama había conseguido dejar una impresión indeleble en mi corazón. Tan solo una.


 


Ante la falta de respuesta por mi parte, mi hermana volvió a calmarse. Me dirigió una mirada llena de una profunda compasión que solo corresponde a los seres con cicatrices compartidas.


 


—Descansa, mi querido Nikolay —me aconsejó, mientras se volvía para contemplar las mistéricas formas que yacían en la fogata—. Mañana por la mañana, enterraremos a Padre al lado de Yuuri. Recemos porque la tierra no esté demasiado dura y que así todo esto termine cuanto antes.


 


Con la taciturna figura de mi hermana frente al hogar danzando en mis melancólicos pensamientos, regresé a mis antiguos aposentos. El nombre que había terminado por pronunciar resultó ser la llave de una parte de mi niñez que había ocultado, sin saber muy porqué, en las profundidades de mi mente.


Al llegar a este punto, algún alma sensible pudiera haber pensado que el amor tierno y devoto de una madre podría haber aplacado la gelidez paterna. Sin embargo, quiso el destino que yo no tuviera tan dulce consuelo. Nunca conocimos a nuestra madre. No sabemos si murió antes de que nos percatáramos de que una vez debimos nacer de una mujer, si nos abandonó junto a nuestro padre o si seguía viva en otro lugar. Nuestro padre se negó en rotundo a facilitarnos las más mínima información sobre ella. Contrariamente a lo que se podría imaginar, esta supuesta carencia no me causó molestia alguna. Más bien al contrario, se me antojó toda una fuente de esperanzadoras fantasías. Tal vez, nuestra madre no existiera porque no éramos hijos de aquel hombre cruel. Tal vez, solo tal vez, fuéramos adoptados. Eso explicaría la lejana relación que alguien como yo podría tener con mi excelsa hermana. Aquel ser superior, tan fuerte y adorable al mismo tiempo, no podía ser una niña normal. A veces, para explicarme sus incontestables virtudes, soñaba que ella era en realidad una princesa perdida, raptada por nuestro malvado progenitor. Pero algún día nos escaparíamos de estos parajes helados y moribundos , para volver a nuestro verdadero hogar: un reino mágico en el que mi hermana me dejaría reinar a su lado, incluso amarla como el angelical que era. Como ya comenté, siempre he sido a mi manera, un tanto cándida, inexplicablemente blasfemo. Alguna vez cometí el ingenuo error de expresar tales escandalosas fantasías en voz alta. Así y de la misma manera que ocurría con toda idea hermosa, mi padre la desaprobó ferozmente. A decir verdad, se necesitaban pocos argumentos para desmontar mi desesperada y pueril invención. Bastaba con observar la expresión altiva de mi hermana en aquellos azules, destelleantes y azules como un carámbano de hielo para constatar que mi hermana era el vivo reflejo de mi padre. Era yo el que en realidad sobraba, con mi pelo liso como púas de un harapiento color rubio ceniza y mis horrendos ojos, pequeños como los de bestiecilla nocturna y marrones como el lodo. Mi patente vulgaridad me hacía preguntarme si el único adoptado no sería yo. Sin embargo, ¿qué hombre acaudalado y solitario querría adoptar a un niño como yo? Más aún, pese a nuestro reticente parecido, si había algo que mi hermana y yo tuviéramos en común era la desconcertante y casi antinatural forma de nuestros ojos: afilados por arriba y bulbosos por abajo, una característica tan rara que forzosamente nos convertía en parientes.


 


Por mucho que persiguiera aquel rasgo durante mi niñez, nunca pude encontrarlo en otro ser humano, con la salvedad de Yuuri. Él, con sus afilados ojos negros era el único que se acercaba a nuestra peculiaridad. Fue este extraño aunque afable hombre el que contribuyó a crear con sus cuidados un entorno algo menos hosco para nosotros. Y sin embargo, a pesar de la familiaridad y el candor con el que nos trataba hasta su figura resultaba enigmática en nuestra casa. Escuchamos de los criados, posiblemente tan intrigados como nosotros por su inaudita presencia, que Padre se lo había traído del Lejano Oriente hacía ya muchos años para que lo ayudara en sus crípticas investigaciones. Debía serle de mucha ayuda, pues con frecuencia lo mantenía a su lado e incluso, en contadas ocasiones, se mostraba inesperadamente íntimo con él. Fue Yuuri quien jugaba con nosotros a diario y nos enseñaba palabras de su extraña jerga cuando Padre no escuchaba. El tercer nombre de mi hermana, así como su curioso apodo, se debieron también a él.


 


Pese a todo, la amable y reconfortante figura de Yuuri no siempre estaba a nuestra disposición. Recuerdo que una vez al mes, aproximadamente, desaparecía durante largas jornadas, a veces, semanas enteras, aquejado de misteriosas fiebres intermitentes. Durante esos días, Padre lo encerraba en unos húmedos y claustrofóbicos sótanos que había construido con este propósito. A nosotros se nos estaba absolutamente prohibida la entrada en esas escalofriantes dependencias, pero no importaba tal detalle, ya que ni siquiera mi valerosa hermana se atrevía a perderse por ahí, a causa de todos los gritos y sollozos que de ese lugar provenían. Entonces y sin mayor aviso, la apacible llama de Yuuri se apagó para siempre. Padre se sintió desolado, manifestando un dramatismo del todo desconocido en él. Tardó días en asimilar la muerte de su ayudante, mientras el cuerpo del pobre hombre se descomponía progresivamente en su habitación. Al final, lo enterramos en el jardín, en un agujero sin lápida, condenándolo quizá a seguir inmerecidamente atrapado en el purgatorio en que se había convertido este despiadado paraje. Con su muerte, nuestra vida se volvió un poco más vacía y miserable, al tiempo que mi Padre se encerraba todavía más en su propia acritud.


 


En ese mismo sitio enterramos a Padre la mañana siguiente. A pesar de los muchos conocidos que mi padre mantuviera en su prolífica juventud, ninguno acudió a darle un último adiós, como si todos aquellos ilustres caballeros hubieran concordado condenarlo exiliarlo al olvido. Por ello, fue un funeral tan áspero y pragmático como lo fuera el propio homenajeado en vida. Únicamente asistimos la servidumbre, su abogado, mi hermana y yo. En el silencio mortecino de la nieve y la tundra endurecida, nadie se atrevió a interrumpir el solemne trabajo de los enterradores. Nadie pronunció palabras de despedida que llevaran a emoción alguna.


 


Una vez se hubo completado el higiénico rito, la triste comitiva se encaminó al despacho de mi padre, donde su abogado se dispuso a repartir la esperada herencia. Así supe que, contra todo indicio, el buen Doctor Nikiforov sí había contemplado legarme algunas de sus pertenencias, concretamente, los pocos rulos que habían sobrevivido a la destrucción de su fortuna. Por su parte, a la pobre Hikaru le correspondió la posesión de la misma casona en la que estábamos confinados. Mi padre, tal y como leyó el abogado, había considerado que el dinero en efectivo me vendría bien para empezar algún negocio, o simplemente para subsistir en la ciudad con un poco más de comodidad. En cuanto a mi hermana, Padre creyó, irónicamente, que la casa constituiría un buen asilo para una solterona como ella, cuando no una muy improbable dote. Como solía ser habitual, nuestro padre no nos satisfizo a ninguno. Terminamos la lectura del testamento, suspirando frustrados e intercambiando miradas de recelo.


 


Al término de la lectura del testamento, me apresuré en salir de la habitación, resuelto a seguir con mi vida tal y como la había dejado. Un pequeño tirón de mis ropas me impidió llevar a cabo mis planes. Era mi hermana, quien me retenía agarrándome de la camisa. Cuando nuestros ojos se encontraron, los suyos me sorprendieron anegados en una devastadora expresión de hondo desasosiego.


 


—Querido hermano —me llamó con la voz desquebrajada por la palpable soledad— ¿Qué planeas hacer ahora?


Antes de que me atreviera a responder que deseaba alejarme de aquel funesto emplazamiento lo más rápidamente posible, ella se tomó la libertad de responder por mí.


—Sé que quieres regresar a tu hogar en Tsaritsyn, pero la tempestad aún no ha amainado- me previno con una leve nota de afecto y preocupación. La tensión con la que se aferraba a mi ropa se incrementó —Por favor, mi amable Nikolay —me rogó— Quédate conmigo. No me abandones tan pronto... no me dejes sola en este lugar.


 


Yo entendía mejor que nadie la terrible situación de mi hermana. Ver a alguien tan orgulloso y notable como ella rebajarse a tan frágil estado despertó en mí la más acuciante culpabilidad. Pensé que podría acompañarla una temporada en el duelo, tal vez hasta que consiguiéramos vender la casa, quedarme un par de días de fingida convalecencia en el trabajo, en definitiva, lamernos el uno al otro las heridas como las criaturas maltratadas que éramos. Pero, como siempre, resolví ser cobarde. Después de todo, la compañía de mi hermana resultaba tan placentera que se me hacía doloroso, una tentación en la que se me hacía demasiado difícil no caer. Me solté tembloroso del amarre de Hikaru.


 


—Me quedaré hasta que deje de nevar —prometí, desviando la mirada— Ni una noche más.


 


Y antes de que esta pudiera rebatirme, corrí a resguardarme entre las sábanas de mi lecho. Sin embargo, y por mucho que el cansancio arremetiera contra mis agarrotados músculos, esa noche no conseguí conciliar el sueño. En vez de eso, el infatigable repiqueteo de los copos sacudiendo furiosos mi ventana, el viento aúllando cual hambrientos lobos esteparios en la lejanía y la cara atribulada de mi adorada hermana rondaban mi mente como espectros vengativos, privándome de todo descanso. Puesto que Morfeo había decidido castigarme con la misma indiferencia que yo tan injustamente le había mostrado a Hikaru, decidí pasar aquella tétrica madrugada deambulando por los oxidados rincones de mi pasado, en un pacato intento de reconciliarme conmigo mismo. De esta manera, candelabro en mano y sin atender al rumbo de mis pisadas, me vi vagando por los tenebrosos recovecos del edificio. Terminé, por obra del destino y de cierta rebeldía inconsciente , adentrándome en aquellos subterráneos de los que mi padre me desterrara en su día. Este recorrido lejos de hacerme revivir viejos temores, amansó en un principio mi agitado ánimo. Bajo tierra, el incesante ulular de la tormenta no se escuchaba tan amenazador. En su lugar, se instauró un silencio balsámico que poco a poco fue haciéndose más denso. De este modo, me vi de pronto, frente a las que fueran las salas de experimentación de mi padre. No quise entrar en los laboratorios, dado la ingente colección de deformes y grotescas criaturas en formol cuyas depravada anatomía se podía contemplar en las agolpadas vitrinas exteriores. En vez de ello, preferí resguardarme en una estrecha y escasamente amueblada oficina. La cámara no contaba con nada más que con una bombilla eléctrica en el techo a modo de lámpara, una mesa con un tintero y, eso sí, bosques enteros de carpetas y documentos manuscritos. Pese a todo aquel diluvio de papel, mis ojos consiguieron fijarse en un solo detalle. Era una pequeña libreta de apenas el tamaño de una cuartilla, envuelta en cuero marrón obviamente desgastado por el uso, tacto que se adaptó fácilmente a mis manos. No tardé en desatar la correa que confinaba su prosa y hojear las ajadas y amarillentas páginas, tatuadas en tinta con la inequívoca letra de mi padre.


 


Diario de trabajo de Victor Nikiforov. Año 1896, rezaba el diminuto librillo.


 


Como descubrí más tarde, hay pequeños gestos en la vida que guían nuestras vidas a un rumbo concreto, ligeras coincidencias, sencillas elecciones que acarrean poderosas mareas de consecuencias. Yo, por el mero hecho de reparar en aquel breve volumen, había puesto a girar los proverbiales engranajes que me condenarían a la perdida de mi cordura y mi fe en todo lo que creí hermoso y noble. Sin embargo, lo que por entonces podía saber era simplemente que mi atención había recaído sobre el capítulo dedicado al día 15 de abril de aquel lejano año 1896.

Notas finales:

Hace tiempo que se me ocurrió esta historia y ahora, por fin, me he atrevido a ponerla por escrito. 

Espero que les guste este delirante fic que he escrito como un especial de Halloween. 

 

Muchas gracias por leer. 


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