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Sânge por nezalxuchitl

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Notas del fanfic:

Bueno, supongo que es un poco raro escribir un relato que una personajes fantasticos como los vampiros con la rigurosidad historica con que me gusta escribir mis historias, pero asi es. Este relato es de vampiros, pero de vampiros historicos, no pijolinos como los de "Chepusculo" (dicho con todo respeto para los fans de Crepusculo).

La protagonista de esta historia yuri/femslash/lesbica es una vampiresa (me cago en el termino mujer-vampiro o vampiro hembra) pero he procurado respetar las costumbres e ideologia de la epoca.

Advertencias: lemon, violencia y poca correccion politica.

Notas del capitulo:

Gracias por darle una oportunidad a este relato.

Enjoy it!

Sânge

 

1° Lídice

 

La tempestad azotaba las copas de los árboles. El bosque moldavo, entero, parecía retorcerse bajo el dominio de la tirana. ¿No era suficiente que los moldavos agonizaran estertóricamente entre sus manos? ¿También el bosque debía sufrir sus bofetadas?

Sânge dominaba todo el territorio entre el Dniéster y el Prut. No era la señora feudal de los moldova, pero si de los vampiri, de los verdaderos amos. Ni los húngaros ni los turcos eran tan temidos como los señores de la noche.

A un húngaro, a un turco, lo puedes matar. Tal vez su fantasma te persiga hasta el día de tu muerte, pero no te matará en el acto. El vampir si. Oh, si, el vampir si.

Te huele en la noche y te encuentra en las sombras. No necesita la luz para sorprenderte. Te huele en la noche, te encuentra ahí donde tu aroma es mas fuerte, en tu lecho. Te encuentra en la noche y te ase en sus manos, clavándote las uñas, esas uñas como garras y te bebe la sangre mientras tu te retuerces como uno de esas pobre hayas en medio de la tempestad.

Los campesinos no saben que pensar del mal tiempo. Se reúnen en torno a los monasterios decorados. ¡El gran rey Stefan los hizo! Los hizo, uno tras otro, cada vez mas escondidos dentro de los bosques de la Bukovina, decorados por fuera para ahuyentar a los vampiri, decorados por dentro para solazo de las monjas.

¡Las monjas! Esas piadosas vírgenes que enseñan cosas buenas a los niños, cosas buenas como venerar los iconos, como fabricar licor de ciruela. Cuando se es niño es fácil ser feliz, más fácil dentro de los muros decorados de los monasterios de Humor, de Voronets, de Moldovitsa.

Dentro del mundo azul de Voronets vivía una niña. Doncella aún, a pesar de tener cuerpo de hembra. Sin haber tenido la necesidad de casarla, o dotarla, sus padres la dejaban vivir ahí.

Había entrado ahí cuando la destetó su madre; todavía conservaba el sabor de la leche materna en los labios cuando mater Benedicta la recibió. Lídice hubo de berrear, hubo de aprender a comer el buen gulash. Lídice era una niña buena, tranquila; había algo en su semblante que calmaba hasta los más revoltosos, que dormía hasta los más llorones.

Aunque no había profesado, mater Benedicta la convirtió en su teniente. "Toma ya los votos", la instaba la buena madre. Pero Lídice sonreía y no decía nada; se estaba bien así, a salvo del mundo, pero con los cabellos largos y con derecho a poseer un espejo de plata.

Aquel espejo de plata, caro regalo de sus padres, era la posesión predilecta de Lídice. Había algo mas allá de la vanidad, mas allá de permanecer invisible para los vampiri que hacía a Lídice mirarse largamente en él.

"Si no me veo en el espejo, ¿Cómo sé que existo?", se preguntaba Lídice mientras se miraba. "Los otros, cuando me miran, saben que existo. Pero yo, si no me miro, ¿Cómo se que existo?" El temor a profesar alguna herejía la hacía detenerse y no pensar en si acaso, lo que determina la existencia de una cosa es que haya quien la mire.

Por eso, desde lo más profundo de su ser, Lídice compadecía a los vampiri.

Los compadecía mientras observaba por la ventana, buena ventana con cristales pintados con cobalto. Los compadecía como compadecía al niño que arrullaba, pues por ser varón estaba condenado a abandonar Voronets cuando el pelo despuntara en su barba, en su pubis o en sus axilas. Dejo al pequeño Romanesco al calor de la paja, entre los otros niños, y se acercó a la ventana.

Abajo y afuera, los campesinos que no sabían cómo explicarse el mal tiempo se reunían, rodeaban el monasterio como un ejército enemigo. No había nada que temer de aquellas buenas gentes, pero sus hachones humeantes, encendidos, les proporcionaban una apariencia temible. Las barbas parecían más sucias, las greñas mas enmarañadas.

Había fuerza en esas manos que labraban la tierra, que talaban el bosque. Aquellas manos nervudas habían sido capaces de herirla a ella, a Sânge, princesa de los vampiri...

¿Sería cierto? Que ella había sido herida... Aquel cielo encapotado, aquella tormenta que doblaba a las pobres hayas, ¿era un signo de un Cielo furioso, de un cielo que echaba en cara su iniquidad a la Dómina de los vampiri? ¿O era un Cielo airado que mostraba su desdén a aquellos que no habían sido capaces de matar a quien lo ofendía? ¿O... o era un signo de la furia de Sânge? ¿Una amenaza de los horrores de su venganza?

Al ver tronarse un haya, con seco chasquido, Lídice se santiguó. Temiendo profesar alguna herejía dejó de pensar en la lluvia. La lluvia caía porque era buena.

Afuera los campesinos comenzaron a cantar. Un himno ortodoxo con entonación pagana.

 

***

 

El cielo parecía reflejar el humor de Sânge. Estaba furiosa, furiosa consigo misma, por haber dejado que aquellas bestias le hirieran. Su sadismo a la hora de matar al campesino que la hirió fue bestial. Ni siquiera bebió su sangre, la regó por todo el suelo de tierra de la choza, formando lodo rojizo con la buena tierra de Moldavia.

¡Aquel gusano se atrevió a herirla, a ella, con su hoz! ¡Con una hoz! ¡Con un instrumento campesino! La sangre negra no dejaba de manar. Surgía lenta, espesa, de la herida que destrozaba su hígado, ¡Su hígado!

Sânge bramaba de rabia, no de dolor, mientras el médico judío trataba inútilmente de aplicar sus conocimientos fisiológicos a una vampiresa. La sangre no se detenía por más emplastos de telaraña que le aplicara, esa sangre negra, espesa, tan abundante que no había modo de que saliera toda de aquel esbelto cuerpo de mujer.

Las caderas orondas manchadas de sangre, los pechos perlados de sudor... el judío negó, moviendo su birrete amarillo.

-Esto rebaza mi ciencia. - dijo.

El anciano vampiro estrechó a Sânge.

-¡Morirás! - amenazó al judío.

-La ciencia médica no puede dar vida a un muerto.

-¡Sangre de virgen! Con sangre de virgen sanarás.

El angustiado anciano consoló con la mirada a Sânge.

-Iré a su bosque y destrozaré los iconos de sus puertas, entraré en su iglesia y sacaré de los cabellos a sus malditas vírgenes! ¡Venid todos! - convocó a los habitantes de la fortaleza.

-Id a Voronets - pidió Sânge - id a Voronets, Mircea, y traedme a la que huele así.

Mirándole a los ojos le comunicó el recuerdo, el perfume que venía percibiendo desde hacía varias lunas, cada vez más intenso. Cada vez más delicioso.

 

***

 

La tormenta daba un respiro a las hayas y a los moldavos. Quizá se encontraban en el ojo del huracán, quizá la calma era obra de los vampiri. Pero el agua había dejado de caer y solo los nubarrones negros, ominosos, se suspendían sobre la tierra, tan densos, tan oscuros, que no se adivinaba el sol.

Era menester enterrar a Petru y a Slava, o sus espíritus podrían volver a vengarse. Sin limpiar la carne que embarraba las paredes de su chocita y que ya apestaba por causa de la humedad amortajaron sus cuerpos, reuniendo los trozos, en el caso de Petru. Su cadáver era horrible.

Slava, en cambio, se veía más hermosa en muerte de lo que se viera en vida. Algo del brillo de gestar otra vida permanecía aún en su piel, pálida como un cirio, pues la Dómina la bebió toda. El pajizo cabello de Slava quedó oculto bajo la mortaja hasta el día de la resurrección de la carne, cuando, no sin muchos trabajos por parte del Salvador, Petru volvería a estar de una pieza.

El sacerdote habitaba en Jassy; aún sin el fango y los ríos crecidos no vendría para dar sepultura a un par de campesinos. Mater Benedicta, la superiora, estaba facultada para bendecir las sepulturas. Con ella a la cabeza el cortejo fúnebre partió. Una calma antinatural hacia que pendieran lacias sus tocas negras. El réquiem en latín no bastaba para conjurar la ominosa sombra en el bosque.

Haciendo pendular en incensario Lídice avanzaba dos pasos detrás de mater Benedicta. Sus tocas blancas, como de novicia, ocultaban su negra cabellera. No podía dejar de preguntarse si Slava, la pobre Slava, se había visto en un espejo alguna vez.

¡Entonces sucedió! Como una tormenta de fuego, como si la tierra se rasgara. Los vampiri cayeron sobre ellos, encerrándolos en un círculo de fuego. Los deudos de Petru y Slava, parientes, amigos, conocidos que sabían que podían terminar así se vieron súbitamente presos de su peor pesadilla: vampiri atacando de día.

Ningún vivo recordaba, ni siquiera la venerable Olja que aquello hubiera ocurrido. Los hombres que cargaban las parihuelas las soltaron aterrados y los trozos de Petru rodaron pendiente abajo, sueltos de su mortaja, hasta perderse en el arroyo. Mater Benedicta, con el crucifijo en alto, ahuyentaba a los seres de la oscuridad. En vano gritaba que permanecieran cerca de ella, los siervos, aterrados, huían perseguidos por la jauría.

Los que osaban tocar el cerco de llamas caían en el acto, pero los vampiri no hacían caso de ellos. El hecho de que no se lanzaran en picada sobre un hombre vencido implicaba que no buscaban comida sino venganza. Las mujeres, llorando muy cerca unas de otras, comprendían al fin el significado del mal tiempo: la ira de Sânge, la venganza de Sânge.

Mater Benedicta cayó abatida por la espalda, atrapando el crucifijo bajo su grueso cuerpo. Mircea, el más anciano de los vampiros, cayó con la precisión de un halcón sobre Lídice. El incensario se abrió al caer y las brasas se apagaron sobre el fango, chisporroteando. Prendida por manos como garras, Lídice fue alzada en vuelo. El terror la sobrecogía. No sabia que era mas espantoso, si lo pequeños que se veían los árboles bajo ella o la palidez de las manos que la aferraban.

Mareada y un tanto necesitada de aire Lídice fue depositada en un suelo de losas pulidas, más brillantes que las de la catedral de Jassy. Las ropas amarillas delataron como judío al hombre que la levantó, palpándola, libidinosamente, le pareció a Lídice. Se apartó en cuanto pudo tenerse en pie.

La estancia donde se encontraba era impresionante: más alta que la catedral de Jassy, con ventanales oscuros, extrañamente oscuros. La luz era poca para tanto espacio y dominaba la sombra. Y dominando la estancia, en lo alto de un podio, soberbia en su trono, Sânge.

Nunca antes había visto a la señora de los vampiros, pero la reconoció. Era indudable que era ella. Tal majestad, tal presencia... hasta que no se levantó no se percato de que estaba herida. Gravemente, a juzgar por la mancha húmeda en su manto. Tal vez no toda la sangre maloliente de la choza fuera del difunto Petru.

La magnifica vampiresa se acercaba a ella, acaparando su atención. Lídice pensó que era hermosa como una Virgen, pero una oscura, pues no conocía a las diosas paganas. Sus ojos eran negros, negros como las profundidades que solo ella y los suyos habían conocido. Su cabello era negro como el manto de la noche. Su manto era oscuro como ella y estaba manchado de sangre.

Se llego a Lídice, hipnotizada por su penetrante mirada. No era capaz de moverse. Era como si su cuerpo no le perteneciese más. Se estremeció cuando Sânge la tomó en sus brazos, temió no volver a ser capaz de mirarse al espejo cuando sus labios se cerraron sobre su cuello, cuando sus colmillos penetraron su vena.

Sentía la respiración fría de Sânge, sentía su voluntad rodeándola, sentía su mano bajando por su cadera, apretando su nalga de un modo que no le pareció libidinoso. Sentía que la vida la abandonaba, que la oscuridad la envolvía... cuando perdió el conocimiento creyó hacerlo para siempre.

Sânge arrojó su cuerpo exánime al médico judío.

-Haz que se recupere. - le ordenó.

Ella era la Dómina, no tenía necesidad de usar amenazas: el mero hecho de que dirigiera la palabra era ya una amenaza. Ibrahim la sacó de la estancia como quien carga una novia a su lecho nupcial.

Detrás de Mircea los súbditos habían hacinado a todas las jóvenes vírgenes que pudieron encontrar, novicias o monjas la mayoría. Temblorosas, se apretujaban unas contra otras, ofreciendo un apetitoso espectáculo a los ojos de Sânge.

 Al ver que sus ojos tomaban un tinte rojizo y su cabello se levantaba en abanico Mircea sonrió. Su niña estaba fuera de peligro.

Sânge se entregó a una orgía de sangre, y en aquel aciago día solo las pecadoras de Voronets escaparon de la muerte.

 

Continuará...

 

Notas finales:

Cualquier duda que el internet no les pueda aclarar, yo con mucho gusto puedo intentarlo.

Les dejo el enlace al dibujo de una sirena que se me hizo parecedisima a como yo imagino a mi vampiresa Sange (de la cara sobretodo):

> http://i1026.photobucket.com/albums/y326/NezalXuchitl/Snge-siren.jpg Carpe noctem!


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