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Sânge por nezalxuchitl

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Notas del capitulo:

Look into the mirror of madness, drown in the chasm of sadness.


(Mira dentro del espejo de la locura, arrójate en el abismo de la tristeza. Norther, Norther, fragmento)

10º   Mirror of madness.

Look into the mirror of madness, drown in the chasm of sadness.

(Mira dentro del espejo de la locura, arrójate en el abismo de la tristeza. Norther, Norther, fragmento)

 

El judío había sido el pagano. Lídice se había encerrado a piedra y lodo en su habitación con Tavastia, apilando los muebles contra la puerta de manera por demás ridícula. Como si tan endeble defensa fuera a detener a la princesa de los vampiros. Aquel gesto pueril dio ganas de reír a Sânge. Pero no se rió, se contuvo: todavía estaba molesta. Sin embargo aquella gracia, aquel gesto espontaneo la alegró tan sinceramente como antes el otro la molestara hizo a la Domina, en su magnificencia (solo los señores pueden ser magnánimos) perdonar la vida de la esclava, a la que pensaba ejecutar con los peores tormentos para ver si su humor mejoraba.

Pero no hizo falta, porque Lídice, con su comportamiento infantil, alegró su corazón. Sin embargo, el patio estaba acondicionado, el verdugo listo, el público expectante...

-Ibrahim. - llamó.

Con la nariz muy en alto, luciendo con suficiencia su birrete amarillo el capado se inclinó frente a la domina.

-Por tu impertinencia hacia mi concubina serás castigado.

La sonrisa se congeló en el rostro del judío, grotesca.

-Algo ligero. - indicó a Clemente, con lo que este entendió que no podía lisiarlo y debía recuperarse en menos de una semana.

Lídice, que del otro lado de la puerta todo lo oía con la claridad que da el temor detuvo sus rezos. Tavastia, abrazada a ella, seguía rezando. Cuando el ruido se alejó de su puerta, cuando el bullicio se concentró en el patio y los alaridos del judío se elevaron hasta su torre Lídice dejó caer el rosario y se asomó a la reja lo más que pudo. Clavándose los barrotes en la cara alcanzaba a ver como el judío era azotado. Sonrió de manera insana. Se regocijó al ver la sangre del judío cruzar el aire, rápida, roja, como las pinceladas de un pintor loco. Una, dos, tres, cruzaban el aire y el aroma excitaba a los vampiros. Excitaba sus apetitos, se relamían los colmillos y buscaban la presa más próxima. Uno no pudo contenerse y cogió a una pequeña esclava. Pero Lídice ni siquiera lo vio. Estaba concentrada en el castigo del judío, su más odiado enemigo.

En su mente, Lídice lo había responsabilizado de todo lo malo. Y ahora pagaba por ello. Gracias a Sânge. Su Sânge. La cadena que la unía a ella endureció su material con la gratitud. Gracias, Sânge, por castigar a mi enemigo, gracias por vengarme. Te amo.

Tavastia inició un nuevo rosario al ver la miraba enfebrecida de su protectora.

 

***

 

Tururun-tún-tún, tururun-tún-tún...

Ibrahim tarareaba mientras se curaba a si mismo con los emplastos de telaraña.

Tururun-tún-tún, tururun-tún-tún...

Su día de gloria se había convertido en día de humillación.

Tururun-tún-tún, tururun-tún-tún...

Y se lo debía a esa pequeña bastarda. Las palabras de su señora resonaban en sus oídos, no podía sacarlas de su mente ni tarareando. "Por tu impertinencia hacia mi concubina serás castigado." Castigado. Castigado. ¡Concubina!

-¡Aaagggh!

Su grito animal rompió el aire. No tenía nada que ver con que apretaba tanto el trapo empapado de agua salada, hirviente, contra su carne lacerada que esta olía mal. No, no. Era la palabra concubina. Concubina. La palabra se repetía una y otra vez en los oídos de su alma, tan obsesivamente que perdía sentido, descomponiéndose en silabas inconexas, en letras sin sentido.

Concubinaconcubinaconcubinaconcubina...

Si lo repetía lo suficiente no significaba nada. No significaba que otro había ganado el corazón de su señora, corazón que creía inmune al amor. Y era ese su consuelo. Ahora este le había sido arrebatado. No podía engañarse más. Fue forzado a encarar el hecho de que una mujer como Sânge jamás se fijaría en un judío castrado, miserable y salvado de la hoguera como él. Nunca. Ni aunque el infierno se derritiera.

Y eso dolía. En su negro corazón, cauterizado por el cinismo, requemado por la maldad, dolía. Dolía como no creía capaz sentir que doliera. Dolía. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y caían sobre los emplastos de telaraña que colocaba tras curar con agua salada. Tarareó para tranquilizarse. Una vieja y alegre melodía de cirqueros que conservaba como único recuerdo grato de su niñez.

Tururun-tún-tún, tururun-tún-tún...

El mono no dejaba de verlo. Sacaba su cabecita por entre los barrotes, justo como la monja bastarda hacia mientras lo humillaban. Los rasgos simiescos del animal se confundieron con los rasgos simiescos de la mujer. La afeó en su mente hasta convertirla en un mono. En un mono que se reía diabólico, de él. Tomó el machete y se acercó, cauteloso. El mono lo seguía con la mirada, con la cabeza salida entre los barrotes. Sus compañeros monos jugueteaban, pues aun no experimentaba con ellos.

Ibrahim sintió acelerarse su pulso. Sintió calentarse sus  mejillas. La expectativa de la mala acción que iba a cometer lo excitaba. Tenía que hacerlo a la primera, tenía que hacerlo bien. Se relamió los labios y se encomendó a los infiernos. El machete silbó cortando el aire antes de cortar de un certero y limpio tajo el cuello del mono. Chorros de sangre salieron proyectados, a intervalos rápidos. El corazón de los animales late más de prisa que el de los humanos. Quizá porque sus días sobre la tierra son menos.

La cabeza del mono lo miró desde el suelo. Juraría que lo miró. Con cara de qué me pasó. Era absurdo, porque los monos no saben lo que les pasa. Porque tan pronto como la cabeza es desprendida del cuerpo la vida escapa. Era absurdo, pero Ibrahim quedó convencido. El cuerpo se desplomó dentro de la jaula, los otros monos, escandalizados, se acercaron a él. Su algarabía se volvió insoportable. Chillaban, gritaban. Uno sacaba la manita tratando de arañarlo.

¡Chaz! Se la cortó. La gritería se intensificó. La sangre salpicaba a los monos. Ibrahim rió.

Tururun-tún-tún, tururun-tún-tún...

Se le había ocurrido una idea.

Tururun-tún-tún, tururun-tún-tún...

Cogió un trozo de comida. Los monos, hambrientos, sacaban manos, cabezas... Ibrahim calculó atinarle al que estaba en el extremo izquierdo.

Tururun-tún-tún, tururun-tún-tún...

La hoja de acero produjo su música macabra. Una nueva fuente de sangre decoró  la estancia. Los ojos de Ibrahim brillaban en su ceniciento semblante. El siguiente mono fue más precavido antes de sacar la cabeza. Igual la perdió. Era solo una cuestión de tiempo. De paciencia.

Al final, todos seremos uno con la muerte.

Tururun-tún-tún, tururun-tún-tún...

 

***

 

Lídice se mostró solicita como nunca. Agradecida con su ama por la prueba de amor que le diera haciendo despellejar al judío. Si torturar a tu enemigo no es muestra de afecto, no sabía que lo fuera. Lídice aceptó su lugar en el mundo, su puesto como amante de la princesa de los vampiri, dispuesta a gozarlo hasta que se acabara.

Procuraba no pensar en el mañana, en la sombría y silente tumba que inexorablemente está ahí, al final, para todos. Procuraba no pensarlo, y sin embargo, al mirarse al espejo, acudían a su mente instantáneas de su cadáver, pálido, frío, sin una gota de sangre pero más hermoso que la doncella que la miraba desde el regalo de Sânge.

De su cadáver desvirgado que caía en el vacío, que caía por los desfiladeros afilados que protegían el castillo en lugar de foso, perdiéndose en la oscuridad. Y aquello estaba bien: no habría una tumba para la novicia que desprecio a Jesucristo a favor de una vampiresa.

Se desvanecería con la misma facilidad con la que el reflejo se desvanece cuando se apaga la luz.

La luz fue apagada por Sânge. Con sus labios carnosos sopló sobre el candelabro, apagando siete de las nueve velas negras. Su vahído de muerta erizo los vellos de la nuca de Lídice, pero de puro placer.

Lídice se volteó, agradecida y mimosa como nunca, tomando la iniciativa de jalar a Sânge sobre si, de buscar el placer dentro de su boca, de sobar sus formas voluptuosas. Nalgas, senos, la herida, casi cicatriz, en el costado, casi a la altura de la cintura. Esta vez Sânge no le apartó la mano de un manotazo. No se negó a que la empujara para quedar arriba y poder moverse con libertad. No protestó cuando ella besó su herida, casi cicatriz.

A la luz de las tres velas observo las aletillas de su nariz hincharse, gozosas, cuando frotó su sexo húmedo. Con la bata abierta, todavía cubriendo sus brazos, Lídice lamió el sexo de Sânge. Su sexo, tibio, empapado. Lídice saboreó aquella baba trasparente, espesa, tragándosela, buscando más, hurgando en la vagina de Sânge, a la que tenía libre acceso pues no existía mas el velo virginal.

Aquello intrigó a Lídice: ¿Quién habría sido? No imaginaba, no conseguía imaginar a su poderosa princesa debajo de un hombre, sometida. Era inverosímil.

-Así, sigue así... - Sânge ronroneó bajo ella, gozando de las irrupciones de su lengüita en su vagina, de las caricias en su entrada.

Acarició sus cabellos y luego se acarició el monte de venus, aplicando presión sobre su clítoris para un doble placer. ¡Umh! Si tan solo su amante fuera tan depravada como ella podría utilizar sus dedos para penetrarla por el ano, regalándole un triple placer.

Cansada de beber sus jugos Lídice se sentó entre las piernas abiertas de Sânge. Esta las recogió, las flexionó, mirando con lujuria a la adolescente introdujo dos de sus dedos por su vagina. Con los ojos muy abiertos Lídice jadeó. Un mareo procedente de su bajo vientre la orillaba a desear un objeto fálico en su femineidad. Llevó la mano a su sexo y trato de imitar a Sânge, pero dolió.

-¡No! -advirtió Sânge con dulzura, sentándose para alcanzar su mejilla. - Yo te desfloraré cuando llegue el momento.

-Si... - Lídice besó la punta de sus dedos justo antes de que se alejaran para tomar una de las velas negras apagadas.

Al calor de una de las encendidas calentó la cera, moldeándola para que tuviera una punta redondeada. Lídice la observaba, extrañada. Al finalizar su labor Sânge sopló sobre la punta, para enfriarla, metiéndola luego en su boca, chupándola con abundante saliva.

Mirando a Lídice con lujuria se recostó con las piernas bien abiertas, introduciendo ahora la vela negra en su vagina. El objeto largo y grueso se hundía en su carne rosada, y la vampiresa gemía.

-Hazlo tú. - indicó luego de enseñarle.

Temerosa, excitada, Lídice lo hizo. Retiró la vela y la volvió a meter, una y otra vez, cuidadosamente, hasta que Sânge le indicó que no debía sacarla por completo, poniendo su mano sobre la suya le enseñó a realizar el mete y saca. Era como hacer mantequilla, solo que aquí, la que se derretía era Sânge. Untuosa movía sus caderas, licenciosa acariciaba sus pechos, y todo provocado por ella, por Lídice, penetrando con una vela negra. Celosa de la vela la sacó y metió sus dedos, dos, tres, rebuscando en el suave interior de Sânge, resbalando por su cavidad mojada, tan deliciosa.

Ansiosa de sentir algo se montó sobre el muslo de Sânge y se frotó contra él como ella le enseñara, sin dejar de penetrarla, besando de vez en cuando su pubis, lamiendo de vez en cuando sus labios hinchados y resbalosos. Cuando su lengua resbaló entre ellos y rozó el botón de la vampiresa esta se corrió apretando sus dedos con fuerza.

Pasado el clímax la tumbó sobre la cama, y todavía con la bata detenida sobre los hombros devoró su delicioso sexo.

Continuará...

 

Notas finales:

Muchas gracias a quienes todavía se acuerdan de esta historia y la siguen. Estoy a punto de terminarla y espero publicarla hasta el final antes de que termine el año.

Link a la canción: http://www.youtube.com/watch?v=HHKa59jCjCs

Kiitos!


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