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Sânge por nezalxuchitl

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Notas del capitulo:

I've made myself to believe in something that is nothing. I've made myself to believe in you.


Me he hecho creer en algo que no es nada. Me he hecho creer en ti. - Norther, Believe, fragmento.

11º Through it all.

 

I’ve made myself to believe in something that is nothing. I’ve made myself to believe in you.

Me he hecho creer en algo que no es nada. Me he hecho creer en ti. – Norther, Believe, fragmento.

 

Estupefactos, los guardias miraban el escarpado camino que conducía a la entrada principal. No daban crédito a sus ojos. Atraída por la potente voz, la gente se asomaba por las troneras, salía a las atalayas cada vez en mayor cantidad. El silente asombro de los soldados fue sustituido por la algarabía de la plebe; murmullos excitados, tontas risitas. Pero clara y fuerte, alzándose por encima de todas las voces, se hallaba la voz que clamaba a Áquel a quien todos los habitantes del castillo habían renunciado.

-Kyrie, eléison; – cantaba mater Benedicta, y en una nota más baja respondíase – Kyrie, eléison. Christe, eléison; Christe, eléison. – avanzaba sola por el camino escarpado, dispuesta a tomar ella sola la fortaleza, con la diestra bien alta empuñando el crucifijo, con la siniestra balanceando solemnemente un incensario – Kyrie, eléison; Kyrie eléison. Christe, áudi nos; Christe, áudi nos.

Con la fuerza de su fe, Benedicta acometió su empresa. Sola, pues nadie quiso acompañarla. Le dijeron que era una locura, le dijeron que moriría, pero ella confiaba en su intuición: todo saldría bien. Con la ayuda del Señor lograría rescatar a su hija de las manos de los impíos. Es temeridad, le dijo el sacerdote de Jassy, es tentar a Dios. Más Benedicta sabía que no, que no era así.

Sin instrucción militar, sin más ayuda que la fuerza con que el Señor dotaba a sus viejas piernas, la abadesa de Voronets se dirigió a donde la princesa de Moldavia.

-Christe, exáudi nos; Christe, exáudi nos. –la letanía había terminado. Benedicta la inició de nuevo – Kyrie, eléison; Kyrie, eléison…

-¿Pero qué payasadas son estas? – preguntó Ibrahim en voz bien alta - ¿Quién osa invocar a ese en la mismísima morada dela Domina?

Dos soldados, también humanos (el sol aun no se ponía) se miraron entre sí, mirando luego al judío. No sabían que contestarle, o si debían contestarle.

-Maten a esa vieja imbécil. – ordenó.

Los soldados se quedaron quietos.

-¡¿Acaso no tienen oídos?! ¡He dicho que maten a esa vieja demente!

El capitán de la guardia diurna se acercó.

-Tú no das órdenes a mis hombres.

Ibrahim miró hacia arriba al hombretón cubierto de hierro.

-¿Cómo que no? ¡Soy el senescal dela Domina!

El capitán se rió, coreado por sus soldados.

-¿Tú? ¡Si no eres más que un triste bodeguero!

El judío apretó puños y dientes: si su puesto dentro de la corte de Sânge nunca había sido puesto en claro, desde el día de su pública humillación resultaba claro que no era importante. Como suele sucederle a los lacayos petulantes que se muestran más altaneros que el amo, habíase granjeado la general antipatía de los moradores del castillo, en especial de los humanos.

-¡El gato que cuida el queso es más importante que tú! – gritó la cocinera en jefe.

-¡Judío! – le escupió el caballerango mayor.

Del árbol caído todos hicieron leña; el que más y el que menos le gritó al judío todo lo que sentía por él, o quizá no era por él, quizá eran solo el odio, la rabia que bullían dentro y que cuando había oportunidad surgían como saetas.

A esto, caía el crepúsculo y mater Benedicta, siempre cantando su letanía, siempre rodeada por el halo místico del incienso, había llegado al portón principal de la fortaleza. Con una fuerza que nadie le habría atribuido a una vieja levantó la pesada aldaba, la lengua de un demonio que te hacía gestos amenazantes, y llamó tres veces.

-¡Abrid, abrid, que es Dios Omnipotente quien os lo ordena!

La diversión ceso como por ensalmo. Si los señores la oían, se disgustarían, como se disgusta uno cuando lo ronda un mosquito, cuando te muerde un piojo.

-¿La mató? – preguntó uno de los soldados del principio al capitán, tensando ya su arco.

-¡No! – gritó una voz que los vasallos habían aprendido a reconocer.

Asomada al balcón de la domina, estaba su joven amante. Alguien la jaló violentamente hacia atrás y la voz de Mircea tronó, imperiosa:

-Conducid a esa mujer a la sala del trono.

La orden era tan sorpresiva que los murmullos eran apagados. Los goznes giraron fácilmente sobre sus lubricados ejes y el portón se abrió de par en par para permitir el paso de la vieja monja. Esta, sin amedrentarse, sin rezar más, avanzó con paso decidido por donde los soldados le indicaron. Cuando las puertas de la sala del trono se cerraron tras sus espaldas, la única luz provenía de las brasas de su incensario.

-¿Quién eres? – preguntó una voz femenina llena de autoridad.

-Benedicta, abadesa de Voronets.

Unas ventanas altas y estrechas permitían el paso de una luz gris, sucia, como todo lo que habitaba ahí. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra Benedicta pudo vislumbrar una silueta sentada en el trono y una silueta de pie detrás del trono.

-No es cortés presentarse en casa de un príncipe sin haber solicitado audiencia.

-Como emisaria del Rey de reyes no necesito solicitar audiencia.

La arrogante verdad dicha por la monja hizo a Mircea fruncir el ceño.

-¿Leíste, por ventura, la leyenda inscrita sobre el dintel de mi puerta: “Abandonad toda esperanza, vosotros, los que entráis”?

-Sé que este es el infierno, y sé que tú eres la hija del diablo. Aun sabiéndolo, he venido a rescatar a mi hija.

Ya estaba dicho: lo que Sânge temía. ¿Qué otro motivo podría tener la abadesa para ir? Sabía que una tregua no le seria concedida, que los vampiri no pactarían con su alimento. Sabía que Lídice estaba por ahí detrás, oculta, expectante. Había intentado escapar, así que ahora querría irse con los suyos. No quería dejarla ir, la decisión le pertenecía… ¿Por qué no podía tomarla? Tan fácil es decir sí como no.

-Tu hija está perdida.

-¡No, no lo está! – aseveró Benedicta – Lídice, mi Lídice es la niña mas buena que conozco, la criatura más dulce que el Señor ha enviado a esta tierra maldita. Tu poder no alcanza sobre ella, tu maldad no puede corromperla.

El corazón le latía con tal violencia a Lídice que los vampiros sabían exactamente donde estaba. Mater Benedicta había venido por ella, tal como lo había deseado… al principio. Ahora comprendía porque el dicho reza: “ten cuidado con lo que deseas porque puede hacerse realidad”.

Sânge no decía nada: una lucha se libraba en su corazón. Mircea estaba atento a la reacción de su hija.

-Regrésamela – dijo Benedicta – has manchado su cuerpo, pero nunca, ¡nunca!, podrás manchar su alma. Ella es pura y tú eres pura abominación. Tu destino es más horrible que el de los condenados; te disolverás en la nada pues ni el cielo ni el infierno tienen lugar para un ser como tú.

-Basta. – dijo Mircea.

No comprendía cómo era que Sânge toleraba semejantes palabras de una simple abadesa. Era un desafuero monstruoso que una religiosa se atreviese a hablar así a una princesa. Mircea no entendía como era que su hija no ordenó simplemente que mataran a aquella monja imprudente.

-Devuélveme a mi hija – continuo Benedicta – tu nunca tendrás hijos, tu nunca podrás amar, pero si conocieras el modo entrañable en que una madre ama a su hija me devolverías a la mía enseguida.

Las palabras de la monja entristecieron a Sânge: era cierto que no podría tener hijos (si bien nunca lo deseó), su seno estaba muerto; era cierto que no podría amar, su corazón estaba muerto… Lídice: podía olerla, podía oírla, podía verla con los ojos del alma. Lídice se merecía algo mejor, y ella lo sabía. Era por eso por lo que no ordenó que mataran a la monja imprudente. Sabia, desde el primer momento que la vio, que la dejaría marcharse con Lídice.

Lídice pertenecía al paraíso: no podía ser para ella.

-Lídice. – llamó. La joven salió de su escondite, sin mirar a mater Benedicta, quien si la miraba a ella con regocijo. – Vete con tu madre.

Su orden sorprendió a Mircea tanto como a Lídice, quien se quedó helada, mirándola con vehemencia.

-Ven hijita, iremos a casa… - Benedicta se acercó, agarrándola con delicadeza. Pero Lídice se soltó con violencia.

-¡No! – exclamó, echándose a los pies de Sânge - ¡No me apartes de tu lado! ¡No quiero volver a Voronets! – Sânge la miraba con frialdad, con la nariz en alto – Por favor… - suplicó Lídice – te amo. ¡Te amo!

Fue el turno de Benedicta de quedarse helada. No obstante, seguía creyendo en sus palabras: el alma de Lídice era pura, su corazón, noble.

-Sânge, por favor, te amo… te amo. No me apartes de tu lado.

Sânge se paró y de una patada apartó a Lídice.

-Llévate a tu hija, monja. Me he aburrido de ella. Prefiero una barragana mas experimentada en las artes del amor.

Lídice lloraba desconsolada en los brazos de su madre, mirando a su amada, extendiendo los brazos hacia ella. Mircea observaba detalladamente aquella escena, a sus protagonistas.

Sânge salió y Mircea salió tras de ella.

-¿Las mato? – le preguntó.

Sânge pareció confundida.

-He dicho que las dejaría ir.

-¿Vas a dejar salir vivos a dos enemigos de tu fortaleza? – Mircea remarcó la estupidez de semejante acción. – Si la puta ya no te gusta, la matas. Al enemigo, lo matas: lo sabes Sânge, te lo enseñé.

Sânge sacudió la cabeza. Mircea llevó la mano a la empuñadura de la daga. Sânge se la sujetó con fuerza.

-He dicho que se van, pater. Aquí mando yo: no tendría que recordártelo.

-Yo tampoco tendría que recordarte las reglas básicas de la guerra.

-Son un par de mujeres – menospreció Sânge - ¡de monjas!

-No hay enemigo despreciable. Si las dejas ir, solo mal vendrá de esa acción. Lo presiento.

Sânge dobló el codo y apoyó su frente sobre su puño cerrado.

-Sácalas por el pasadizo del pozo. – Mircea bufó – No puedo dejar que mi reputación siga sufriendo. Quiero que crean que las mate y las comí.

-¡Mátalas y cómelas! – gritó Mircea exasperado – Es lo que deberías hacer. El amor nubla tu mente y estas actuando como una estúpida.

Sânge sabía que era verdad, por eso se enfureció.

-No abuses del cariño que te tengo, Mircea. – sus ojos brillaban como dagas.

-Si es verdad que estas cansada de tu amante, mátala, ¿Qué importa? Si por el contrario la amas, mátala, termina con su sufrimiento. Esa niña te quiere, lo entenderá.

La idea de Lídice muerta la desesperaba hasta la locura. Ni siquiera cuando temía que su padre muriera se ponía tan enferma.

-Obedece. – a penas iba a abrir la boca Mircea para protestar cuando Sânge lo calló – Una palabra más y te mando empalar. Obedece, Mircea.

Rabiando, Mircea se inclinó ante su hija y regresó a la sala del trono. Sacó a la patética Lídice y a su madre por el pasadizo del pozo, el que hasta ese momento solo ellos dos conocían, y las amenazó de que nunca volvieran. Cogió al primero que se atravesó en su camino y lo masacró en la sala del trono, cuidando de hacer trizas y ensuciar las tocas de la abadesa.

Continuara…

 


Notas finales:

Gracias a quienes sigen esta historia por leer! Ya la tengo terminada y solo me falta retocar los ultimos capitulos ^^

Proximo capitulo: Wicked game!!!


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