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Sânge por nezalxuchitl

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Notas del capitulo:

I'm death and I'm everlast. I'm the future breed, evil and mean: no-one will stay alive and see; they all will die and join me.


Yo soy la muerte y soy eternal. Soy lo que el futuro significa, el mal que proliferará: nadie quedara vivo para verlo; todos morirán y se unirán a mi. – Norther, Death unlimited, fragmento.

16° Death unlimited.

 

I'm death and I'm everlast. I'm the future breed, evil and mean: no-one will stay alive and see; they all will die and join me.

Yo soy la muerte y soy eternal. Soy lo que el futuro significa, el mal que proliferará: nadie quedara vivo para verlo; todos morirán y se unirán a mi. – Norther, Death unlimited, fragmento.

 

 

Benedicta oró toda la noche frente a la cruz de la espada del rey Stefan. Era una reliquia que databa de la fundación del monasterio, y en el centro de la cruz, una esfera de cristal azul contenía una astilla de la cruz del Redentor: invaluable reliquia.

Benedicta la sustrajo de su nicho, situado justo encima del sagrario. Procedió con mucha devoción la tarde anterior, cuando las hermanas dormían la siesta. Llenó una cantimplora de agua bendita y se internó en el bosque.

Las hermanas lanzaron un anatema contra Lídice al descubrir su fuga, no tanto por la sospecha de que había regresado para saciar su lujuria con la réproba vampiresa, sino por haber robado la bendita propiedad de la iglesia, el borrico que facilitaba sus labores y sin el cual tendrían que cargar sobre sus propios lomos las mercancías que llevaran al pueblo.

Benedicta había sufrido al descubrir la evasión de Lídice. Su corazón de madre fue atravesado por esta nueva herida. Pero a diferencia de las hermanas, ella no podía culpar a Lídice. Su hijita, su pequeña niña había sido sin lugar a dudas hechizada por aquella pecadora, por la bruja que bebía sangre.

Las hermanas no quisieron escucharla, pero cuando el demonio aporta su poder en un hechizo los efectos de este no terminan hasta que la bruja muere: ese, y no otro, era el motivo por el que las brujas tenían que morir. Para poder liberar a sus inocentes víctimas.

Al ver que su propuesta de rescatar a Lídice era acogida con negativas y amenazas en lugar de la incredulidad de la primera vez Benedicta calló. Oró y ayunó durante nueve días, y al noveno se aventuró, sola de nuevo.

Pero esta vez tomaría el atajo que los mismos súcubos le enseñaron. Bendito fuera Dios, que en su infinita sabiduría hizo que los propios enemigos pusieran en sus manos el arma. Bendito fuera Dios que daba fuerzas a su viejo cuerpo. Lo más difícil fue levantar la pesada losa que ocultaba la salida del pasadizo cerca del manantial donde nacía el arroyo donde ahora Petru espantaba.

La sagrada reliquia del rey Stefan despedía un brillo azul que bastó para iluminar su camino a través del espantoso túnel. La humedad caló sus huesos, pero su pie no resbaló. Al llegar al otro extremo supo que aun era de noche, que aun eran las oscuras horas del reinado de los vampiri.

Clavó la espada en el suelo: la hoja de metal hendió la piedra como si se tratase de mantequilla. Se arrodilló frente a la cruz y rezó: pidió a Dios que le devolviera a su niña. Pidió a Dios que librara a su patria del yugo impío de los vampiri. Pidió a Dios que le devolviera a su niña.

Esta vez tampoco obtuvo respuesta alguna: ni siquiera esa intuición íntima, ese susurro en el corazón que sintió la primera vez y que según los griegos cismáticos era la voz de Dios. Ningún aumento en el brillo de la esfera de cristal que contenía un fragmento de la cruz del Redentor.

Pero supo cuando el día llegó. En su mente pudo ver como el sol surgía por oriente, iluminándolo todo con sus rayos bienhechores. Pudo sentir la calidez de su luz en su rostro y supo que no viviría para ver otro amanecer. Mientras pudiera salvar a su niña no le importaba. Confiaba en que se encontrarían de nuevo en el reino de los bienaventurados. Llena de consuelo en la promesa de una vida eterna y mejor, Benedicta levantó una rodilla, apoyándose en ella para levantarse.

-Hágase Tu voluntad, Señor, no la mía. – parafraseó antes de empuñar la espada.

Tocó la cerradura con el mango y la puerta se abrió. Penetró en un armario lleno de lujosas ropas de mujer y espió por la cerradura. Tardó un poco en poder enfocar, pero ahí en la cama, a través de los doseles vio a Lídice desnuda. Retiró el ojo de la cerradura, dolida, con el pudor afrentado. Al volver a mirar y ver que detrás de su hija estaba la vampiresa  sintió la cólera, algo más fuerte e intenso que la cólera, algo que Benedicta no había experimentado jamás… el odio.

Abrió la puerta del armario y corrió hasta la cama. Lídice abrió los ojos primero y los desorbitó al verla. “No temas, mi pequeña.” Pensó Benedicta y levantó la espada. Lídice soltó un grito agudo, aterrado, furioso, y jaló a Sânge. El golpe de Benedicta cayó sobre el viejo golpe de Petru. La vampiresa despertó exhalando un grito de agonía.

Benedicta cayó de bruces, dejando la espada clavada en Sânge. Lídice bramó furiosa y desclavó la espada del cuerpo de su amada y con la fuerza que le daba la ira se giró blandiéndola.

-¡Hijita! – desde el suelo, mater Benedicta extendía la mano hacia Lídice.

Pero la respuesta que obtuvo su mirada cariñosa fue un mandoble que si no le cercenó la cabeza fue solo porque las fuerzas de Lídice no bastaban para cortar hueso. Incrédula, Benedicta llevó las manos al cuello y mientras se ahogaba en su sangre oyó a Lídice gritarle:

-¡Muere perra! ¡Te maldigo por toda la eternidad!

Sintió el salivazo caliente caer sobre su frente y resbalar.

-¡Sânge! – en el grito desgarrador de Mircea Benedicta reconoció el dolor de quien pierde un hijo.

Con un nuevo alarido bestial su propia hija le clavó la espada en el pecho. La sangre inundaba sus narices y su vista se volvía borrosa. Su propia hija… el sufrimiento que experimento Benedicta antes de morir fue indescriptible.

La vieja murió abandonada, maldecida por la hija que significaba todo para ella.

-¡Sânge! – Lídice arrojó la espada y se arrojó anegada en lágrimas al lecho donde Mircea sostenía a Sânge. -¡Oh, Sânge!

La sangre manaba de la herida espesa, negra, a borbotones. Herida sobre otra herida: el dolor hacia apretar los puños a Sânge.

-¡Hija mía! – lloraba Mircea.

Lídice cogió una sabana y la puso sobre la herida en el flanco. Casi de inmediato se empapó. Lídice soltó un lamento desgarrador.

-¡Domina! – Ibrahim corrió al escuchar el grito. Se llevó la mano a la boca al ver el espectáculo.

-Cúrala – suplicó Mircea, con la desesperación de un padre.

-Mi señora…

Lídice se apartó para que el judío examinara la herida. Su rostro lo dijo todo al verla.

-¿Cómo esta? – Mircea tiraba de la manga de su túnica. Ibrahim apretó los labios - ¡Habla esclavo!

-No necesito que me lo diga el judío – hablo débilmente Sânge – Sé que ha llegado mi hora.

-¡Nooo! – gritó Lídice – Te pondrás bien, te pondrás bien…

-La fortuna ha sonreído una vez a mi señora – añadió el judío – cauterizaré la herida de mi señora con fuego y la impregnaré de cataplasma de telarañas. Le daré a beber sangre de bebés y embarazadas.

-Dale mi sangre. – ofreció Lídice – Bébela toda – rogó a Sânge – pero, por favor, cúrate.

-Mi amor… - Sânge tomó la mano de Lídice. El judío salió corriendo por sus instrumentos médicos.

-Vamos – dijo Lídice, acercando su cuello – bébeme.

-No Lídice. – le acarició el rostro – Ya ni siquiera eres virgen.

Lídice gimió.

-Está bien. – dijo Sânge – Ha sido una buena vida: junto a ti, pater… conociéndote a ti, Lídice… ha sido una buena vida.

Mircea lloraba como un niño y Lídice se ahogaba entre sollozos.

-No llores por mi pater… lo mejor que me pasó en la vida fue perder aquella cabra… eres eterno, pater, y tan fuerte. Puedes comenzar de nuevo.

Las lágrimas manaban, ininterrumpidas, de los ojos de Mircea.

-Lídice – la joven alzo el rostro – puedes permanecer aquí o ir a donde desees.

-Yo solo quiero estar contigo.

-Pero yo voy a morir… aun peor, a desaparecer.

-Entonces quiero morir contigo.

-Eres humana Lídice, las puertas de la eterna gloria están abiertas para ti.

-Al diablo con la eterna gloria. Yo te amo. A donde tú vayas, iré.

-Tendrías que convertirte en vampiresa – explico Sânge – el tiempo no acabaría contigo, pero cuando acabes… no habrá nada para ti.

-No hay nada para mí sin ti. Dame tu sangre, es eso, ¿no? Como se hace un vampiro.

Lídice apartó las sabanas.

-No, pater detenla…

Mircea detuvo a Lídice.

-Así no – dijo – tienes que hacerlo bien. Tienes que perder casi toda tu sangre antes de tomar la suya.

-Sânge, por favor… bebe mi sangre.

Mircea clavó sus colmillos en la muñeca de Lídice y la acercó a los labios de Sânge.

-Por favor. – insistió también él, conmovido por el amor que la niña le profesaba.

Sânge abrazó entonces a Lídice y bebió de ella por su cuello. Bebió y bebió mas de lo que nunca había bebido, dejando atrás los limites donde la vida de Lídice corría peligro. Eran tan deliciosa su sangre. Se detuvo antes de quedar satisfecha. No quedaría ahíta ni bebiéndola toda toda.

Mircea separó a Lídice, mordió rápidamente a Sânge, acercó la boca de Lídice al cuello de Sânge y le indicó que bebiera.

Casi exánime Lídice se aferró a Sânge. Probó su sangre, encontrándola deliciosa. Clavo sus dientitos y bebió más, y más…

Bebió hasta que el judío los interrumpió.

-Aquí está la sangre de los gemelos de la esposa del palafrenero – dijo Ibrahim procurando mostrarse entusiasmado- la traje en copa porque sé que a mi señora no le gusta morder bebés…

-Retírate. – ordenó Sânge.

-Pero domina, necesitáis curación, o moriréis. – replicó desesperado.

-Ya no hay cura para mí. Déjame morir dignamente, esclavo.

-Pero…

La mirada furibunda de Mircea lo hizo dar un paso atrás. Se retiró lentamente, pasito a pasito, caminando hacia atrás. Chocó con los ayudantes que llevaban el fuego y los instrumentos, se habían quedado petrificados. De la copa que aferraba se derramaron grandes gotas.

-Lídice, mi amor… debes vivir. – Lídice negaba con la cabeza- Quédate con Mircea, ¿la aceptarás pater?

-Claro hija. – la consoló Mircea. Veía ya la sombra de la oscuridad adueñarse de las negras pupilas de Sânge. Otra vez.

-Lídice… - le costaba ya trabajo respirar – a nadie amé como te amo a ti.

-Te amo. Me iré contigo.

-Lídice… - la besó en la boca. Luego la abrazó contra su pecho y miró a su pater – Dame el beso de despedida pater.

Mircea se inclinó y Sânge quiso besarlo en los labios, pero él la beso en la frente.

-¿Cuál era tu verdadero nombre, para pronunciarlo en tus exequias?

-Sânge – sonrió – Sânge es mi nombre para siempre.

Sus pupilas titilaban en dirección a Mircea. Luego se quedaron quietas. Mircea cayó de rodillas, maldiciendo a Dios, que había encontrado el modo de castigarlo en esta tierra ya que no podría ir al infierno.

 

***

 

Lídice cerró los ojos de Sânge y luego los besó cada uno. Canturreó acariciando con sus deditos el rostro helado y pálido de Sânge. El piso de la habitación era un lago de sangre donde Mircea chapoteaba, pegando puñetazos al piso y aumentando el caudal con sus lágrimas.

Cuando lo escuchó calmarse e incorporarse se volvió muy calmada y dulce hacia él.

-Mircea, mátame por favor. Lo haría yo misma pero no tengo valor. – se disculpó.

-De verdad la amabas. – dijo él. Desenfundó su espada, Lídice tembló al verla.

-Entiérrame junto a ella, por favor.

-Nosotros no nos enterramos, nos cremamos. – no tenía sentido explicarle que era parte de la tradición romana y más coherente con el destino final de un vampiro disiparse con el viento.

Lídice asintió.

-Crémame junto a ella.

-¿Quieres irte ahora?

-Quisiera contemplarla un poco más… pero… es tan doloroso.

Mircea aguardó de pie a su lado: la comprendía perfectamente.

Tanta hermosura, desperdiciada. Tantos años, malgastados. Tanto esfuerzo, en balde.

Tanto amor que no sirvió para nada.

-Hazlo ya – dijo Lídice. No podía soportarlo más.

Mircea atravesó su corazón desde la espalda, certeramente, para que no sufriera. Lídice ahogó un grito. Al sacar la espada Mircea la giró, destrozándolo para que muriera rápido. Lídice cayó sobre Sânge, trató de darle un último beso, pero la vida no le alcanzó. Murió con los labios a la altura de su barbilla.

Mircea lloró al verlas: tanto, desperdiciado.

Aquella habitación era un cuadro del triunfo de la muerte. De la Todopoderosa. Sólo faltaba su cadáver, pero ese ardería después. Siendo el único que habia quedado atrás, a él correspondía preparar las exequias.  Al apartarse para prepararlas tropezó con el instrumento de la tragedia. Levantó la espada del rey Stefan, con la reliquia refulgente. La rompió contra su rodilla y arrojó los pedazos con desprecio. Pateó el cadáver de la abadesa para escupir a su rostro. Luego lo pisó con su bota, destrozándole la cabeza. Dejaría que los cerdos profanaran su cuerpo y luego lo empalaría a la vera del camino.

 

Continuara…

Notas finales:

Lamento la demora, no quise publicar el dia de la melchocha por parecerme poco acorde y se me fue el tiempo hasta hoy.

Death unlimited, una obra de arte: http://www.youtube.com/watch?v=mbCBtIx8jGk

Kiitos!


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