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Requiem por starsdust

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Albafica no solía alejarse demasiado de los dominios de Piscis. Ese era el lugar donde había crecido. Su maestro Lugonis era más que un padre para él, era el sol que brillaba con calidez sobre su mundo de rosas, desde que podía recordarlo. Y aunque no hubieran nacido compartiendo la misma sangre, cada día realizaban un ritual especial que terminaría por unirlos también de esa manera. Aquella ceremonia era parte de su entrenamiento, que podía por momentos llegar a ser extremadamente exigente y doloroso. Pero Albafica podía soportarlo. Mientras tuviera a su maestro, no necesitaba de nada ni de nadie más.

Sin embargo, a veces no podía evitar sentir curiosidad por lo que había más allá. Cuando tenía oportunidad de visitar otras zonas del santuario, Albafica se maravillaba con la variedad de fragancias, texturas y colores diferentes con los que se encontraba. Aunque su maestro le enseñara acerca de muchos tipos de flores y plantas, en el lugar donde pasaba la mayor parte del tiempo solamente había rosas.

Fue en una de sus escapadas que conoció a Manigoldo, aunque en realidad, había estado observándolo de lejos desde antes. De su manera de moverse, de pararse, y de mirar por encima de su hombro a la búsqueda de perseguidores invisibles se desprendía el aroma de la desconfianza. Dejaba tras de sí un hedor que recordaba a la fetidez de las flores de dragoneta. Podía no ser del todo agradable, pero era llamativo. Albafica estaba intrigado.

Su primer encuentro cara a cara había sido bastante incómodo. Cada uno de ellos, por razones particulares, tenía sus propios problemas a la hora de relacionarse con el resto del mundo. Quizás por esa misma razón, un lazo invisible pareció conectarlos, provocando que sus caminos volvieran a cruzarse muchas otras veces. No era exactamente una amistad, pero era algo en lo que Albafica pensaba cuando recordaba las palabras de su maestro, acerca de que llegaría un día en que debería elegir entre el mundo de los hombres y el solitario jardín de Piscis. De todas maneras, Albafica no tenía dudas acerca de cuál era su camino a seguir. Quería honrar a su maestro dando lo mejor de sí.

Con los años, sus habilidades fueron floreciendo, al igual que su belleza, por más que él no le diera importancia a ello. Hasta que por fin llegó el momento en que todo cambió. Cuando tenía dieciséis años, superó a su maestro de la manera más dolorosa: provocándole la muerte. Aunque no hubiera sido su intención, aunque hubiera sido engañado, aunque todo hubiera sido consecuencia de su exceso de inocencia, nunca lograría perdonárselo.

Pasó a ocupar el lugar que antes le pertenecía a Lugonis de forma completa, y eso incluía vivir el mismo tipo de vida. Ya no podría escaparse de vez en cuando, para visitar otros jardines, como en el pasado. Era demasiado peligroso. Cargaba dentro de sí un veneno mortal. Para realizar su tarea con eficiencia, primero debía proteger al mundo de sí mismo.

Su aislamiento era la consecuencia de las decisiones que había tomado en el pasado, sin importar que estas hubieran nacido de la ingenuidad. Era muy tarde para echarse atrás, así que tomaría a la soledad como única compañera, tal como lo había hecho Lugonis durante tanto tiempo. Para él no existía otra opción posible. Pero Manigoldo no estaba dispuesto a aceptarlo tan fácilmente.

―¿Por qué? ―insistía, cada vez que pretendía acercarse a Albafica.

―Porque es el destino de Piscis ―respondía Albafica, evitando encontrarse con sus ojos. Sabía lo que hallaría en ellos. Confusión, rabia, incredulidad.

―¿El destino...?

Muy pronto, Albafica comprendió que no le sería tan fácil evadir a Manigoldo. Ambos eran santos dorados que servían al santuario y residían en la zona de las Doce Casas Zodiacales. Y haciendo caso omiso a las advertencias, Manigoldo volvía a él como una abeja va hacia la flor, una y otra vez.

―Nunca lo vas a entender, ¿verdad? ―murmuró Albafica aquel día. Utilizó un tono cortante, aunque muy en el fondo de su ser, una parte de él se alegraba de la tenacidad de Manigoldo.

Allí estaba él, como tantas otras veces antes. El único idiota capaz de ir a cuestionarle a la rosa por qué tenía tantas espinas.

―Dime que la razón por la que quieres que me mantenga lejos es porque no me soportas, y lo consideraré ―respondió Manigoldo―. Pero mientras sigas con lo del estúpido veneno, no vas a conseguir que te escuche.

―¿Quieres morir?

―¿Morir? ―Manigoldo hizo suya la palabra, cargándola de sarcasmo y arrojándosela de vuelta con desprecio―. Qué absurdo.

―Personas más fuertes que tú murieron por mi causa.

Sabía que sus consejos caerían en oídos sordos, pero no estaba preparado para la hiriente respuesta de Manigoldo, que se rió entre dientes.

―Entonces dudo que fueran realmente más fuertes... ―señaló con soberbia.

―¡Irrespetuoso! ―exclamó Albafica, indignado. Manigoldo se valió de la turbación que nublaba los reflejos del otro para tomarlo del brazo con firmeza.

―En todo caso, la muerte no me asusta... al contrario... Llegará el día en que me enfrente a ella y le diga unas cuantas verdades en la cara...

―Suéltame.

―¿Qué pasaría si no tuvieras ese veneno, entonces? ―preguntó Manigoldo. Por primera vez en mucho tiempo, había conseguido acercarse a Albafica lo suficiente como para desarmar su defensa, aunque hubiera sido utilizando un golpe bajo.

A pesar de la resistencia que imponía, Albafica estaba a su merced, tal como una flor ante un insecto. Aunque quizás, pensándolo mejor, el caso fuera exactamente el contrario. Después de todo, era la flor la que llamaba al insecto, invitándolo a posarse ella, desplegando ante él sus tentadores pétalos.

―Esa es una pregunta sin sentido. Este veneno es parte de lo que soy.

―¿En serio...? ―Manigoldo sonrió con un dejo de malicia. Después de tanto esperar por el momento justo de actuar, este por fin había llegado. Albafica se crispó al percibir un repentino cambio en el cosmos de Manigoldo, pero no pudo reaccionar a tiempo. Lo que siguió a continuación fue irreal.

Sekishiki Meikai Ha.

Albafica sintió que una fuerza lo levantaba hacia arriba con violencia, y al mirar hacia abajo vio su propio cuerpo caído sobre el piso. La visión no duró mucho tiempo, porque pronto fue arrastrado hacia otro lugar donde aterrizó de pie, aunque aturdido. El escenario a su alrededor no se parecía a nada que hubiera visto antes. Era un lugar oscuro, infinito pero agobiante.

A lo lejos le pareció ver viejas estructuras carcomidas por la humedad, y luego figuras que se movían, pesadamente, caminando hacia el borde de un precipicio donde finalmente desaparecían. La vaga luminosidad de los fuegos fatuos cubría el suelo. Manigoldo estaba a poca distancia, observándolo por el rabillo del ojo.

―¿Qué...? ¡Manigoldo! ¿Qué lugar es este...?

―Un lugar donde tu veneno no tiene ningún efecto ―dijo Manigoldo, señalándolo con el dedo índice.

―¿Cómo...?

―La antesala del inframundo. Aunque las sensaciones que experimentes aquí se sientan reales, tu cuerpo físico está en la tierra. Traje tu alma hasta este lugar utilizando una de las técnicas de Cáncer.

La explicación de Manigoldo tenía sentido, pero eso no hacía que la situación fuera menos grotesca. Albafica vio a Manigoldo acercarse, y retrocedió por reflejo.

―¡Estás loco!

Manigoldo dejó escapar una carcajada. Estaba en su elemento y sabía bien cómo manejarse, así que no le costó volver a acorralar a Albafica, que todavía no podía creer lo que estaba ocurriendo.

―Como tu cuerpo real no está aquí, tu veneno no es parte de ti ―dijo Manigoldo, tomando la muñeca de Albafica―. Es como si no existiera. No me hará ningún daño.

La mano de Manigoldo fue recorriendo el camino que iba desde el antebrazo de Albafica hasta llegar a su cuello, donde se apoyó. Albafica tembló al sentir la caricia, apabullado por los sentimientos encontrados que esta le provocaba.

Había pasado tanto tiempo desde la última vez en que había experimentado el contacto con la piel de otra persona que casi había olvidado lo que se sentía. Manigoldo tenía razón, era como estar en su cuerpo real. Pero tenía la impresión de estar haciendo trampa.

―Este lugar... ―Albafica intentó mirar a su alrededor, pero Manigoldo sostuvo su cabeza de modo que no tuviera más remedio que verlo a los ojos.

―¿Sabes para qué te traje? Es solamente para sacarme una duda. Dime la verdad, y te enviaré de vuelta.

―Si piensas que puedes hacer lo que te plazca conmigo... ―comenzó a decir Albafica. Quiso alejarse, pero no lo hizo.

―Cierra los ojos, Albafica. Olvida el lugar por un momento.

La respuesta de Albafica se limitó en un principio a una mirada cargada de rabia y de desolación. Manigoldo estaba siendo injusto. Las circunstancias del momento eran extraordinarias, pero el mundo real, donde ellos tenían que vivir, no funcionaba de esa manera. El veneno de su sangre no desaparecería mágicamente. Cuando notó que sus ojos se llenaban de lágrimas, no pudo evitar pensar que en la superficie, ese líquido podría resultar letal para cualquiera. Cerró los ojos para ocultarlas, avergonzado de sí mismo.

Fue entonces que cayó en la cuenta de que acababa de cumplir con el pedido de Manigoldo, pero ya era demasiado tarde. Manigoldo lo atrajo contra su pecho, rodeándolo con sus brazos, que se aferraron a su cintura y recorrieron su espalda para cubrirla, con el mismo poco respeto de una planta trepadora.

Albafica aceptó el beso de Manigoldo, hambriento, ávido. Sus labios recibieron a los de Manigoldo al igual que un campo que le da la bienvenida a la lluvia después de una larga sequía. No conocía ese tipo de intimidad, y estaba confundido por la manera en que se manifestaba, provocándole espasmos de ansiedad y de alegría al mismo tiempo. El miedo quedó olvidado por un instante, y Albafica respondió al abrazo de Manigoldo, rindiéndose a su instinto tal como los pétalos cuando son empujados por el viento.

―Pídeme que me aleje, ahora ―dijo Manigoldo, depositando el susurro dentro de su boca, junto con un último beso―. Dame una excusa diferente a la de siempre, algo que no tenga que ver con el veneno, y te dejaré en paz.

Al escuchar esto, Albafica se tensó y buscó apartarse, arrepentido. Pero las fuerzas lo traicionaron, y la lengua le falló cuando intentó responder que aquello estaba mal, que no podía ser, porque el camino de Piscis es un camino solitario, porque en la superficie, nada de eso sería posible, y que Manigoldo no tenía ningún derecho a pedir nada de él, y mucho menos de arrastrarlo sin permiso hasta la maldita antesala del infierno para cumplir con un capricho.

Muchas eran las cosas que quería decirle, pero simplemente no fue capaz de hacerlo. Enterró su cabeza en el pecho de Manigoldo, y emitió un murmullo casi imperceptible.

―No puedo...

Albafica escuchó a Manigoldo chasquear la lengua, y de pronto sintió que un violento remolino comenzaba a envolverlo, alejándolo de allí. Para cuando volvió en sí, estaba de vuelta en el templo de Piscis, donde el aire olía a rosas. En su cuerpo verdadero, donde el veneno corría por sus venas. En la realidad, donde nunca podría estar tan de cerca de nadie como lo había estado de Manigoldo. Todavía abrumado por la experiencia, se apoyó en sus manos sin incorporarse del todo, y levantó la cabeza. Manigoldo estaba parado de espaldas a él, unos pasos más delante.

―Bien, creo que eso responde a mi pregunta. Espero que también haya respondido a alguna de las tuyas ―dijo el guardián de la cuarta casa, sin volverse para mirarlo. Su voz sonaba sombría.

Los pasos de Manigoldo se alejaron, y Albafica no hizo nada para detenerlo. Sintió el sabor amargo de las lágrimas que corrían por sus mejillas, y odió no poder hacer nada para detenerlas. Su cuerpo se estremecía, al ritmo de los recuerdos del placer que acababa de experimentar, y del dolor que le provocaba no poder ser más fuerte contra el deseo. Quiso pronunciar el nombre de su maestro en busca de consuelo, pero la palabra se atoró en su garganta y terminó siendo consumida por un agrio llanto de impotencia.

Fin

Notas finales:

 

Si sirve de consuelo, en mi mente, Manigoldo volverá a intentar insistir xD Lo que quería era saber cómo se sentía realmente Albafica, y hacer que además, Albafica también pensara sobre cómo se sentía él en realidad.

La flor de dragoneta (dracunculus vulgaris) se puede encontrar en la zona del Mediterráneo y despide un aroma desagradable.

La historia de Albafica y su maestro la pueden leer en el manga de Lost Canvas, en el gaiden de Albafica (está en submanga).

 


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