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Neverland por Jahee

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XIX

Ruleta rusa

 

¿Cuánto tiempo tenía sumido en la semioscuridad de su despacho, haciendo girar el globo terráqueo sobre el eje de oro bruñido, perdiendo los continentes en el profundo azul que representaban los océanos? No sabía con exactitud, pero presentía que los minutos se habían vuelto horas. Horas deslizando la esfera y deteniéndola abruptamente con el nombre de un país en la cabeza, intentando adivinar si la yema de su dedo se había posicionado sobre la región que estaba pensando. No atinó en ninguna ocasión. Ni siquiera cuando pensó en Rusia. Tan extensa y dominante. Las probabilidades de acertar eran diminutas, como lo era salir triunfante de los planes suicidas de Grozny.

Estaba atrapado. Grozny, Mikheil, Korsakov. Todos ellos le llevarían a una muerte inminente, que tenía años cocinándose. Y estaba bien, la muerte era lo único certero de la vida. Pero él moriría como un traidor y cobarde; como una rata, arrodillado por la policía. Y era precisamente este pensamiento intranquilizador el que le robaba el descanso por las madrugadas; esto y la silueta de Karol tendido a su lado, frunciendo el ceño aún dormido, ajeno al cruel destino que podía depararle. Más cruel incluso que el suyo.

¿Qué significan las estrellas en los hombros, León? Le había preguntado su padre el día de la coronación, sentado en el centro del medio círculo que lo rodeaba. Tenía porte de rey y la mirada de verdugo. Vor V Zakone, respondió con claridad, ausente de emoción. ¿Qué significan las estrellas en las rodillas? Agregó, apenas separando los labios y sin embargo enérgico de voz. León acomodó el cuerpo sobre sus pies, como si tuviera muy clara la respuesta y sólo buscara enfatizarla con su presencia maciza y desnuda, ensombrecida por los tatuajes siniestros. No me arrodillo ante nada, ante nadie.

Ante nada. Ante nadie. Había jurado y había fallado.

Giró el globo de un manotazo iracundo, haciéndolo tambalear sobre el escritorio. Bailó en un siseo frenético, como una rama cortando el aire, y se detuvo paulatinamente, bajo la mirada inescrutable de León, en su amada Rusia. Suspiró melancólico y recorrió Siberia con el asomo de una triste sonrisa, memorando sus páramos desolados y el lago Baikal, profundo y oscuro como los ojos de su padre; pasó por San Petersburgo y se detuvo un momento en Moscú, donde vivió gran parte de su juventud, eclipsado por la sombra de su hacedor; ganándose el respeto y un nombre propio junto a Mikheil, cuando la vida parecía inacabable y bendita y ambos fantaseaban con volverse leyendas del hampa; hacer de sus tumbas monumentos a la opulencia y el poder en el mítico cementerio de Yekaterinburgo. Se habían prometido aquello: si Mikheil moría primero, León se encargaría de fabricarle un mausoleo que haría despertar a los muertos de envidia y, si era lo contrario, Mikheil retrataría en piedra a su hermano y amigo envestido en un traje elegante, con su Mercedes favorito por detrás. Promesas van, promesas vienen. Ahora, León tendría que matarle y quizá, si aún le quedaba tiempo de vida, cumplir con aquel deseo de juventud y locura, antes de que la Muerte lo cubriera con su manto por igual.

Cerró los ojos y apretó los párpados grasientos por el sudor. Al abrirlos, observó a Chechenia: minúscula e insignificante. A Grozny, más exigua y casi invisible. Un territorio de montañas y estepas. De allí provenía su mano ejecutora; se hacía llamar igual. Terrible. ¿Y cómo un hombre de sus características iba a pasar inadvertido en una ciudad, o en toda la República, si esta apenas estaba habitada después de dos cruentas guerras? Grozny era una máscara que escondía a un hombre como todos, con debilidades y temores. León sólo tenía que descubrirle para equilibrar la balanza.

Empezar por saber su verdadero nombre era vital.

Tocaron a la puerta dos veces seguidas. León no era vidente pero sabía de quién se trataba, pues acudía a su cita puntual. Se acomodó el nudo de la corbata y permitió el paso, apoyando su peso sobre el filo del escritorio de caoba, próximo al globo terráqueo que noches atrás dio respuestas en medio de su desesperación.

Era uno de sus guardaespaldas y otro hombre que jamás había visto. Rebasaba en altura a los presentes y su apariencia intimidaba como si estuviera armado hasta los dientes, pero León estaba acostumbrado a los de su clase. Había convivido con ellos desde que tenía uso de razón; uno era su propio padre, los otros, sus hermanos. Él mismo era un Vor. Los Vory intimidaban usando sólo su respiración. El hombre, bien entrenado, escaneó toda la estancia antes de entrar y observar a León. Era cauto y desconfiado hasta la médula. Era un mercenario.

—Me han desarmado al llegar. ¿No me arriesgo demasiado al entrar a la guarida de un Vor que además es ruso e hijo de El Intocable? —Debatió al fijar sus ojos afilados sobre los de León. Su ruso tenía un acento peculiar que le recordaba al de Grozny, aunque menos trabajado, débil en la primera sílaba.

—Aquí no las necesitarás. Tienes mi palabra.

Desapareció sus ojos al entrecerrarlos. Y caminó seguro, después de echar una miradita despectiva al escolta de León.

—Dicen que la palabra de un Vor lo es todo. Y si he llegado hasta aquí, ¿qué importancia tiene ya? Me han prometido una suma de dinero que haría reconsiderar mi retiro. León Korsakov, hijo de El Intocable, apodado La Leyenda, ¿qué puede hacer éste ex mercenario entrado en años que tus hombres más jóvenes y fuertes, que tus propios hermanos y tu padre, o incluso tú mismo, tienen que delegar?

León le estudió con detenimiento: tenía los huesos anchos y la cara cuadrada, la nariz bulbosa y colorada hacía juego con sus mejillas abotagadas por el exceso de alcohol. Pero su mirada seguía fiera y brava como debió ser en sus mejores años.  León sentía respeto por los combatientes veteranos, una especial admiración que le había causado estragos cuando tuvo que eliminar a Karatch, su padrino y segundo padre.  

—Los Vory tenemos un dicho: “Las cosas hechas por uno mismo siempre resultan mejores”. No puedo estar más de acuerdo. No te requerí por tus servicios sino por información.

El aludido arqueó las cejas en suspenso, tomándole un breve lapso recuperar la compostura. Paseó la mirada por el despacho elegante, librándose de los ojos turbios de León y escogiendo delicadamente la respuesta más política. Aunque no fuese su fuerte. 

—Yo confío en mis habilidades, Korsakov. Estuve en dos guerras. Mis armas y mi cuchillo, mejores amigos no encontré. Es mi campo. Pero lo que tú me pides… verás, los juegos de espías no son mi especialidad —aclaró suspicaz.

León habría reído, lleno de sorna porque hasta un vil mercenario presumía de un honor que ya le era ajeno, y a veces, increíblemente indiferente. Más valía que le arrancaran las estrellas de la carne, pues un Vor sin honor era peor que nadie: era nada. 

—Espías tengo y son de élite. Sin embargo el nombre que quiero está sellado bajo la protección de la FSB y ni los agentes corruptos tienen acceso a él. Sé su mote, sólo eso. Pero alguien de su pasado puede darme la información que necesito —precisó con cierto fastidio: recapitular sus intentos fallidos por obtener los datos de Grozny eran como hiel directo al paladar.

—Y supongo que ahí es donde entro yo — echó una risilla al aire, agitando su cabello entrecano—. No tengo gratos recuerdos de la KGB, ni de la FSK, ahora FSB. Es una avalancha de mierda que te aplasta sin consideración. No voy a morir a causa de mi lengua, Korsakov. Asfixiado por la espalda o envenenado en mi propia casa por un hombre invisible, enguantado y cobarde.

El Vor asintió, con las palmas juntas a la altura de la boca, reflexivo en la postura de su invitado y los ojos clavados en los botones desgastados de su parka.

—Presentía que la negociación no sería sencilla. Aun así, eres un mercenario, debes tener un precio. Pídelo y yo mejoraré la cifra.

El hombre resolló con escándalo. Volteó medio cuerpo a la entrada, carente de disimulo, y volvió a ver al centinela en el mismo lugar, con la misma expresión: el mentón tirado hacia abajo, la mirada avispada y sus manos cruzadas en la espalda baja, como una bestia lista para atacar a la orden de su amo.  

—¿Y cuánto vale mi vida?—Inquirió, concentrado en echarle mala cara al perro guardián.

Quiso decirle que nada, que podía torturarle y sacar el nombre de Grozny de sus labios ensangrentados, ahorrarse tiempo y dinero. Pero suficientes enemigos ya vendrían y su deuda de sangre alcanzaba para cinco vidas. Esta vez, quería optar por la paz que no tendría ni en migajas en los próximos días. Días oscuros que amenazaban con tragarlo y no escupir ni sus huesos. 

—¿Cinco millones?—Lanzó la oferta, suave, como dulces a un tropel de niños. 

Enderezó el torso con expresión atónita. El dinero también era experto en enterrar el honor, en menguar temores, inclusive el de la muerte.  

—Si le ofrecen almas al diablo, ¿cómo puede éste rehusarse a aceptarlas?—Se pasó la lengua por los labios agrietados en una mueca perniciosa— que sean diez —negoció decidido. 

—Diez serán —aceptó el moreno sin pensarlo. Un precio justo por el infeliz checheno que le había traído la ruina. Una pequeña fortuna a cambio de una verdadera esperanza de sobrevivencia, tangible y segura, por un territorio firme, alejado de las arenas traicioneras que eran las promesas de Grozny. Con todo y su jodido honor.

—El efectivo es fácil de rastrear. Los quiero en diamantes cortados. Limpios y listos para el mercado.

León encogió los hombros, cediendo a su petición.

—Diez millones en diamantes. Es un trato. Mañana estarán listos a primera hora.

—Y mañana este gallo cantará. Esta vez, Korsakov, bajo mis condiciones. Yo pongo el lugar y la hora —dijo, apuntándole con los dedos torcidos, emanando un orgullo natural en alguien que se piensa dominador de la situación—. ¿Cómo se apoda este hombre que aseguras que conozco? Vamos yendo a lo seguro. Mi mente despistada puede jugarme una mala pasada y quizá necesite toda una noche para recordar.

León sonrió autosuficiente. Un Vor no tomaba decisiones arriesgadas sin tener la certidumbre de su lado. Esa era la diferencia sobre cualquier otro criminal. El respeto que sintió por el mercenario se evaporó y deseó deshacer el trato y obligarle a hablar mediante el dolor. A veces es sabio hacerle creer al enemigo que él tiene el control le dijo el viejo Karatch alguna vez y él honraría su palabra. Porque todos eran enemigos. Todos. Menos Karol.  

—Dudo que sea el caso. Mi fuente dice que Ibrahim Áushev fue buen amigo de Grozny durante el entrenamiento en Kapustin Yar.

Se hizo un silencio opresor que puso en alerta hasta al escolta que imitaba a la perfección a una gárgola milenaria. Ibrahim, el mercenario, rascó el indicio de su barba canosa con semblante contrariado.

—Tu fuente sabe lo que dice… —aceptó en voz baja, apenas audible—, lo conocí en Moscú, ambos contratados por el FSK en ese entonces. Grozny y yo fuimos los únicos sobrevivientes del escuadrón que invadió Chechenia. Y sí, fue mi amigo.

El moreno avanzó dos pasos, firmes y determinados. Un Vor de traje sofisticado contra un soldado retirado con la parka de botones desgastados. No necesitaba apuntarle con un arma para que el viejo supiera cuál era su posición ahí. Y su posible fin si decidía no cooperar con un Ladrón de Ley.  

—Entonces, como lo esperaba, recuerdas bien su nombre —y dejó implícito en su voz áspera que camaradas o no, Ibrahim debía hablar.

El checheno volvió a mirarle, perfilando una sonrisa de dientes amarillentos, una sonrisa cínica y mordaz. 

—¿Cómo olvidar el nombre del hombre que me salvó la vida?

Hubo silencio. Amenazante silencio disfrazado de prudencia. Una palabra de más o la falta de ella eran diferencias entre vivir o cruzar la última puerta, entre un apretón de manos o hacer desbordar un río de sangre. 

—¿Eso afecta nuestro acuerdo? —Preguntó León, esperando por la respuesta sin parpadear. Casi sin respirar. Sin mover un músculo.

Era curioso, el eufemismo de los Vory.

—Lo afectaría, si no fueses un Vor, hijo de El Intocable, apodado La Leyenda y tu oferta fuese una ofensa comparada a la gratitud hacia el hombre por el que todavía respiro. Pero en Kapustin Yar todos éramos mercenarios, él incluido. Yo seguí aquella senda, él la cambio por una placa. Su lealtad es hacia el FSB, la mía es el dinero. Tú me ofreces diez millones en diamantes, Grozny, en cambio, nada…

León hizo un gesto, como sopesando si hablaba con honestidad.

—Estoy un poco escéptico, Ibrahim. Empiezo a creer que quizá saliendo de aquí te comuniques con él y le pongas en alerta.

Áushev pareció comprender su recelo; eso, además de poseer un temple de acero.  

—Sería lo más honorable para un hombre cuyo amo no es el dinero. Voy a darte un adelanto, Korsakov, sobre el hombre que se refugia detrás de su careta, como prueba de mi resolución: yo mismo le puse el mote. Su madre era rusa y su padre bosnio. Y aun así, parecía escupido de los glaciales de Tebulosmta y descendiente del clan más antiguo de las montañas: era recio y duro, osado y honorable en sus causas. Taciturno y sangre fría. Pero con el corazón prorruso. En Grozny había perdido todo. Salió de allí con un agujero en la cabeza y el último vestigio característico del checheno promedio: el palpitante deseo de vengar la sangre derramada de un familiar querido. Su nombre era muy occidental para mi gusto y su apellido más ruso que el borsch. El perfecto mercenario de nombre noble y apellido decente no resultaba congruente. Lo bauticé. Yo tenía el derecho porque era su superior y amigo. Nació y murió en la capital. Lo tuvo todo y se desvaneció; era el más checheno de todos. ¿De qué otra manera iba a ser? Grozny, le puse, y le dije que quizá así sería llamado antes de morir.

 

1

 

No pudo despedirse de Sergey apropiadamente. Le dijo adiós por teléfono y le recomendó salir del país, incluso del continente. El ruso se negó al principio, como era de esperarse, pero ahora estaba en la mira de Mikheil y El Príncipe había advertido claramente: iba a seguir de cerca sus pasos e iba a matarle si volvía a verles juntos. Karol no podía permitirlo. Sergey accedió cortante y rompió toda comunicación. Ya había pasado una semana. Una semana sin noticias de su primo y amante. Nunca se sintió tan solo y desprotegido. Karol no lloraba más, se limitaba a beberse los vinos de León y aspirar cocaína hasta no diferenciar día o noche. Tenía un aspecto deplorable cuando León llegó una tarde y demandó su presencia en Neverland, pues una reunión con Grozny apremiaba. Ni siquiera notó sus aletas nasales inflamadas y rojas, el maquillaje corrido y la mirada perdida. León vivía últimamente en el despacho, viéndose con personas sospechosas. A Karol le habría gustado investigar, pero apenas coordinaba lo suficiente para servirse una copa sin derramar más de tres gotas.

Acudió a Neverland limpia y perfumada, escondiendo tras el maquillaje las secuelas del exceso. Habría preferido quedarse en casa que volver allí; sin Sergey, el lugar parecía la prisión que en realidad siempre fue, el infierno que atentaba con encadenarlo y reducirlo a cenizas. Quería dormir. Quería escapar. Quería soñar. Aunque fueran pesadillas, ninguna podría ser peor que su realidad. Soñó, había soñado con él mismo cuando era un chiquillo con el negro flequillo cubriendo su frente, sentado a la orilla del río Dniper donde solía reunirse con Sergey. Pero su versión infante no le veía ni escuchaba. El niño se levantó y caminó hacia el río sin detenerse. Se hundió gradualmente en el agua parda, como si llevara metal pesado en los pies, y se perdió bajo los lirios amarillos para nunca emerger. 

Pavel le tendió una cerveza humeante, blanca por la escarcha.

—¿Ha estado buena la fiesta? —Inquirió con su usual gesto fanfarrón: el pecho velludo echado adelante, la cabeza sesgada y los pómulos resaltados por la sonrisa irónica.  Karol salió del estupor y aceptó la botella;  bebió casi la mitad—. Estás pálida y tus ojos parecen brasas ardientes ¿sabes?, un poco de sangre falsa en las comisuras de la boca y estás perfecta para Halloween, mujer. 

Karol sonrió, triste, vago.

—¿Cómo está James?

Pavel suspiró y miró hacia el estrado principal, como si añorara con verle de nuevo sobre la pista, bailando como nadie allí podría imitar.

—Ansioso por regresar —las luces cambiaron a rojizas y violetas; el nombre de Yuriy apareció en las pantallas gigantes y este salió a dar su espectáculo—. Es un milagro, Karol. Que se haya recuperado tan rápido y sin secuelas. Ahora su única preocupación es lo corto que está su cabello.

Karol terminó con la cerveza y la azotó sobre la barra, como un ebrio satisfecho. Ni el chocante ruido provocó que el ruso apartara la mirada de la silueta de Andrei contoneándose sobre el escenario que le correspondía a James. Se había puesto furioso cuando supo que sería precisamente el pelirrojo el que supliría a James, aun cuando Robbie era el más indicado para sucederle, pero había recuperado la serenidad pensando que en algún momento él mismo se encargaría de hacer pedazos el papel de víctima de Yuriy ante los ingenuos ojos de Karol. Y lo gozaría. De verdad que sí.

—Se han vuelto cercanos. No era así antes del incidente.

Pavel rió, validando la apreciación con el cálido sonido de su risa. 

—No, no lo éramos. Pero no pude evitar conmoverme después de verlo en el hospital, luchando por su vida. Es admirable y está lleno de vida. Es arrogante, el muy cabrón lo es, a veces insufrible y desesperante. Sin embargo es aferrado y valiente. Nunca conocí a alguien con tantas ganas de vivir.

—Te escuchas orgulloso de él. ¿Te estás enamorando, Pavel?

Sintió helado el cuerpo, como si una ventisca de invierno lo abrazara sin advertencia. Encontró a Karol con la mirada fija en el horizonte de luces y humo artificial. No había sido una pregunta, sino aseveración, por ello no esperaba respuesta.  

—Apresúrate a averiguarlo. El chico está loco por ti desde hace tiempo —Sugirió al sentir la penetrante mirada.

No era la primera vez que Pavel lo escuchaba. Yuriy fue el primero, aunque él lo había dicho con la intención de avergonzarle. Y había surtido efecto. Todavía sentía el ardor punzante bajo la piel, provocado por la culpa; a veces, ni toleraba la mirada de James más de dos segundos, abrumado por la vergüenza de saberse alevoso y traicionero. Ambos sentimientos no se irían hasta confesarse; debía contar la verdad al moreno ojos de mar, pero temía que fuese alejado sin más. Que los brillantes orbes le enfocaran con odio, un odio ganado y merecido.

Quizá no estaba enamorado. No obstante, James le atraía, podía aceptar, incluso, que le gustaba demasiado. 

León y Grozny salieron de la puerta reservada para el personal y se acomodaron en el lugar de siempre, robándole la atención de Karol, pues a partir de aquel momento ya nada la hizo regresar; Pavel notó que la sacudía un ligero temblor.

—Has estado ausente, también Sergey, ni siquiera contesta el celular. ¿Está todo bien?—conjeturó, volviendo a capturar su interés con el solo nombramiento del rubio del Este.

—Sergey no vendrá más. Se ha marchado del país. —Anunció, con semblante trágico. —Tú ocuparás su lugar.

La música alta tergiversaba palabras; en ocasiones se preguntaba cómo León y Grozny podían tener reuniones serias allí. Pensó que su oído le había engañado, pero el tenaz encaro de Karol no lo sacaba de su probable error. Por el contrario, le daba énfasis.

—No puedes rechazar el puesto y tampoco puedes preguntar por qué Sergey se ha ido. Por favor, Pavel. Neverland está ahora a tu cargo.

No, no lo había imaginado. La boca se le resecó.

—Karol… —su áspera voz expresó todo el asombro que el rostro no fue capaz. Pero Karol ya le daba la espalda, sorteando la multitud con soltura y elegancia.

Se fue para no comprometerlo a un juramento que pugnaba por salir de sus labios pálidos: que si moría o simplemente desaparecía, bañara a Neverland con gasolina y lo volviera un palacio de fuego. 

 

2

 

Las juntas de Grozny y León siempre se reducían a un estira y afloja de acuerdos donde era el checheno el que casi siempre se llevaba la victoria. Mas no esta vez. León viajaría a Moscú para reunirse con el viejo Korsakov y hacer entrega del informe del traidor de Mikheil. Grozny debió aceptar que era necesario y es que el padre de León se negaba a abandonar la Mansión Roja a menos que fuese absolutamente necesario. Aceptó con los dientes apretados: autorizar los viajes de León era semejante a soltarle la correa a un perro de pelea en medio de un parque de diversiones: demasiada tentación y libertad. Irónicamente, en Moscú, Grozny apenas podía darle seguimiento. Pero Karol era una eficaz garantía y León siempre regresaría por él, sin importar qué.

El Príncipe caería y por méritos propios. León sólo tenía que revelar sus pequeños secretos, como el que estuviese detrás de una campaña política, actuando solo y en secretismo. Este hecho ya era catalogado por sí mismo como traición y muchos Vory habían perecido por la mano de otro debido a actos menos graves.

Para culminar el plan, León también mostró las fotografías del político teniendo sexo con un jovencito reportado como desaparecido. Las mismas capturas de pantalla que Mikheil le había mostrado en su residencia de Londres y que el ruso, inteligentemente, había conservado. 

Grozny observó las imágenes por encima de la mesa, imperturbable. Juntó la evidencia y la regresó al folder. León lo interpretó como incomodidad por ver algo tan explícito y era cierto, pero con raíces más profundas: le recordaba lo sucedido con Andrei. El Andrei que en ese preciso instante bailaba a unos metros de distancia y que Grozny ignoraba con esfuerzo.

—Así que Mikheil planea apoderarse de Georgia por medio de un político demócrata claramente homosexual — resumió, tratando de apartar en vano el fresco recuerdo del pelirrojo desnudo sobre sus sábanas.

—Y pederasta.

Grozny arqueó una ceja.

—Va en el paquete. Según mi padre, si eres maricón también te gustan los niños. Si eres maricón, probablemente hasta se la metas a tu perro. —Lo dijo con amargura personal. Grozny le observó sin juzgarle como Vor, sintiendo su resentimiento; viéndole como hombre. Un Ladrón de Ley homosexual era como… como… no encontró punto de comparación, quizá sólo con un hombre muerto.  

—Sigues sin demostrar que Arveladze está ligado al ataque a Karatch, a la operación infructuosa en España y al escape frustrado de Romanov. Ante mis ojos, Mikheil no tiene nexos con la FSB. Sólo es un perro codicioso cegado por el poder.

León sonrió engreído.

—Estás pensando como policía, no como Vor. Un policía necesita pruebas, hacer encajar cada maldita pieza. Un Vor, a veces, sólo hace uso de su intuición. Lo que Mikheil está haciendo se castiga con la muerte. Yo sólo aprovecharé que el hoyo ya está hecho y que él mismo cavó. ¿Has escuchado sobre el examen del pato? Ya sabes… camina como pato, hace como pato...

Grozny lo cortó con un manoteo desinteresado.

—Pues bien. Mikheil es un puto pato. Nadie lo dudará, no con tremendos antecedentes.  Pero este pato es un Ladrón de Ley. Y habrá consecuencias. No puedes rehusarte a pagar la obshchak. No puedes financiar una campaña política sin autorización. Simplemente no puedes hacer tratos con un sodomita que encima es demócrata y se coge a un mulato. Y Mikheil… para coronar su grandísima cagada escogió Georgia. La tierra de los clanes más peligrosos del mundo. Debe tener el apoyo de uno o no se hubiese atrevido a tanto.

—Provocará una guerra entre ellos y se echará a la espalda a más de un Vor. Por supuesto que no está actuando solo —Estuvo de acuerdo el checheno.

—Y la FSB entra perfecto a ese resquicio: entregar cada cierto tiempo a alguien de tu hermandad a cambio de la corona de Georgia. Parece un buen trato. Mi padre lo creerá y si lo tengo a él, también a los demás.

Grozny se mostró parco, analizando la situación calladamente.

—No negaré que la FSB viene bien a tu versión —dijo, aprovechando el estribillo suave de la canción para hacer notar su inconformidad con mayor reciedumbre—. Pero en la real, aun con el visto bueno de cualquier clan, no es un plan muy brillante si habrá Vory acechando tu sombra.

El ruso bajó la mirada hacia sus blancos nudillos; los tatuajes resaltaban sobre la mortecina piel de los dedos: calaveras, cruces, letras y números. Ninguno al azar. Cada uno bien logrado y con significado.

—Él cree tener mi aprobación —musitó, en claro dilema moral—. Y si La Leyenda está de su lado, El Intocable de igual manera. Y mi padre todavía es un jerarca supremo. Conmigo, tendría la mitad de la hermandad ganada.

Grozny le castigó con sus palabras conscientemente.

—Entonces, camina seguro en la penumbra porque tú iluminas su sendero —señaló con placer, pero León estaba demasiado absorto en su propia infamia para darse cuenta.

—Así se lo hice ver. No fue casualidad que me llevara a la reunión con el político. Ni que matara al amante y al periodista inglés. Todo lleva una intención. Es un argot criminal que tú también entiendes a la perfección. Me uní a él con el silencio de mi complicidad y le ofrecí respaldo cuando le dije cómo debía manejar la situación al momento que los rumores amenazaran con arruinarlo. Piensa que voy a ayudarle, pero es todo lo contrario. Voy a hacer que lo asesinen, al amigo que le profesé lealtad… lo traicionaré. Pero lo haré mirándole de frente. Porque si he de condenarlo con mis palabras tendré el valor de matarlo con mis propias manos. Y no podré lamentar su muerte ni sepultarlo en Yekaterinburgo como planeaba. Pues nadie le llora a un traidor y una rata no tiene lugar en la tierra sagrada donde sólo pernoctan capos de honor.  

Sonrió resignado, burlón ante su propia tragedia. Echó un rebelde mechón de cabello hacia atrás y deseó agrietar la otra mejilla de Grozny para hacer combinar las cicatrices. Incontables veces lo había matado en su mente, de todas las maneras posibles e inimaginables también.

—¿Recuerdas el momento exacto en que te volviste hombre? —Preguntó al checheno, que continuó en silencio—. Claro que sí. Yo también lo recuerdo bien: fue a los dieciséis. Mi padre me trajo a su puta favorita, una exuberante morena de Balkaria que me instruyó en las artes del placer; luego, Karatch me obsequió mi primera Kaláshnikov y me enseñó cómo dispararla, y Valentín… mató a un abogado frente a mí, de una forma agónica y letal. Tres lecciones en un día y sin embargo fue el regalo de mi madre, sencillo e inocente, el que terminó por ayudarme en momentos de desesperación —su rostro adquirió una momentánea paz que Grozny nunca le había visto. Era lógico, siendo él mismo el encargado de arrebatársela y mantenerle en vilo—. Ella vino de noche, y yo, aún con la adrenalina por lo experimentado, desprecié su regalo: un globo terráqueo acompañado de una frase que desestimé al segundo después de escucharle. La Tierra en maqueta porque un hombre debe recordar el lugar donde está parado. Ahora, yo agregaría: y recordar lo pequeño e insignificante que es.

—Coger, disparar un arma o ver morir a alguien no te hace hombre. Ese día, a pesar de lo vivido, seguí siendo un chiquillo. Maté hombres, con cuchillos y balas, tampoco hubo diferencia; ni siquiera cuando la sangre de mi madre me saltó a los ojos y vi su cabeza reventada por un Cincuenta Ligero, meses después de mi iniciación en el mundo criminal. No, nada de eso lo cambió. Sólo capturando al responsable y separando su cabeza del cuello con un machete oxidado, lo fui. La Leyenda nació entonces y dejé de ser el joven Korsakov, hijo de mi padre, al vengar la muerte de mi madre eliminando de raíz a punta a la banda rebelde.

Grozny detectó la amenaza merodeando en la historia que era bien sabida por él y por cada agente de la FSB. La Leyenda se había ganado su apodo rebasando en fama al propio Korsakov, cuando con tan solo dieciséis años capturó al francotirador, líder de la bratva, y le cercenó la cabeza. Quizá cualquiera lo pudo haber hecho, pero lo que hizo después, no. León había mandado el cuerpo a sus familiares y en el funeral, reunidos los restantes integrantes, hizo estallar el lugar, sepultándolos bajo el escombro. .

Lidiaba con un Vor V Zakone y además, con una leyenda. Estaba consciente de ello y era demasiado cuidadoso al respecto. Grozny cambió su postura sosegada por una de alerta.

—Estoy al pendiente de tu singular historia. ¿Cuál es el punto?

León vislumbró a Karol a la distancia, caminando hacia ellos. Respiró pausado. Él era el punto. Siempre.  

—Está muy claro: dejé de ser un Vor, La Leyenda no existe más. Soy sólo León, el medio hombre. Te lo entregué todo, incluido mi destino. Y está bien, lo que pase conmigo no importa, todo lo que hago es por Karol. Pero si a él le pasa algo, si la cagas… Grozny…no habrá lugar en la Tierra donde puedas esconderte.

Y Grozny sabía que las amenazas de un Vor eran como sus juramentos: se cumplían. Tarde o temprano.

—¿Dónde está Karol?

León lo apuntó con el índice tatuado con una siniestra calavera.

—Allí viene, mírale, se puso uno de los vestidos de puta que más aborrezco. Lo hizo a propósito para molestarme porque le hice venir. Estaba muy cómodo en casa, atascándose de alcohol y aspirando hasta el polvo para hornear. —Carraspeó para librarse del veneno de reclamos que parecían adherirse a su garganta y ahogarle con su propia saliva—. Casi hago que me maten por mantenerle a salvo ¿pero qué hacer para protegerle de sí mismo?

Grozny entrecerró los ojos, oteando en el aire una nueva sospecha.

—No han salido de casa en días. Pensé que estaban en una prolongada luna de miel.

Fue un comentario poco afortunado. Grozny lo reconoció al momento.

—¿Luna de miel? ¿Te crees muy gracioso, verdad? Le quitas la libertad a un Vor, amenazas a su mujer y encima me hechas en cara que nos mantienes vigilados. Eres temerario, Grozny, fustigando a una serpiente.

—No es tu mujer. Es un hombre, por eso estamos en esta situación. ¿Lo recuerdas o has empezado a creer tus propias mentiras?

León rió con desfachatez. Se vio ligero y despreocupado. Y sus ojos resplandecieron misteriosos, casi altaneros. Como si guardasen un secreto y este le confiriera una ventaja sobre todos. Karol se detuvo en su mesa, alternando la visión entre León y Grozny. 

Fue el Vor el que le incluyó en la conversación.

—Karol, ¿por qué no te levantas los dos milímetros que faltan para que todo mundo pueda ver tu verga y así convenzas a nuestro invitado de que todo sigue en su lugar? —Grozny percibió cómo Karol apretaba los labios para evitar el temblor de ira en su mandíbula femenina. 

—No es necesario, Karol. Sólo quería cerciorarme de que estuvieras bien —Se apresuró a decir. Karol asintió imperceptiblemente, fingiendo serenidad.

—Pues ya ves que sí. No hay truco. No hubo ninguna jodida cirugía —Karol miró al Vor por el rabillo del ojo, perturbado por su inusual descaro, buscó en la mesa la presencia de alcohol pero no halló la menor evidencia—. Aprovechando la reunión, ¿podrías decirme, Grozny, en qué momento Karol se fue de lengua? —Asió el delgado antebrazo y zarandeó su cuerpo, obligándole a torcer la columna para quedar palmo a palmo—. ¿No quisiste perder la costumbre, verdad, cariño? —Lo observó con desprecio—. ¿Te arrastraste entre lloriqueos pidiendo  su ayuda? ¿O te ofreciste a chupársela a cambio?

Tocó una fibra demasiado sensible. Grozny empujó la mesa hasta hundirle el filo en el abdomen. Y le advirtió, alterado:

—Estás cruzando la línea, Korsakov.

Atrapado entre el asiento y el mueble de madera, León permaneció impávido, ignorando el punzante dolor; soltó al aterrorizado Karol.

—Te esperaré en casa. No tengo nada más que hacer aquí.

Apartó la mesa de un brusco empujón. Se levantó sacudiendo el saco y se marchó sin volver la vista atrás, elegante y confiado en su andar. Grozny vislumbró la espalda ancha perdiéndose entre la muchedumbre.

—Siéntate —le ordenó al ucraniano. Este obedeció, sobándose el antebrazo que León había machacado.

—Te lo dijo Andrei —afirmó tímidamente. No podía existir otra explicación. Sólo Grozny tenía el poder de imperar sobre León—. Estaba muy borracho… creo que lo hice a propósito. Tenía la esperanza que tú intervinieras y frenaras esa locura, pero soy demasiado cobarde. No me atreví a decírtelo yo mismo.

—Sí, me lo dijo. Él estaba preocupado por ti.

Karol intentó sonreír. Giró la cabeza hacia la tarima pero Andrei ya no bailaba, en su lugar, estaba Robbie.

—Es un buen chico, Grozny. No le hagas la vida miserable.

El checheno se agitó desde su posición, irritado. Andrei. Andrei. No soportaba escuchar su nombre: se le revolvía el estómago y la frecuencia cardiaca se le disparaba. Escuchar su nombre le enojaba y verle… le nublaba los sentidos. Quería golpearlo. Besarlo. Humillarlo. Volver a besarlo. Hacía una semana que no sabía nada de él. Hacía una semana que Nina estaba en Londres.  —Lo que haga con él no te concierne.

Hablar de Andrei lo ponía a la defensiva. Se volvía grosero y su comportamiento era capaz de igualarse al de una bestia. El pelirrojo no había intentado comunicarse con él en aquellos días y este acto le había molestado tanto como si lo hubiese hecho. No lograba comprenderse, era un caos y Nina ya lo había notado. Estás distraído. Estás diferente. Le dijo noches atrás, con la voz entrecortada. Roman lo negó y la besó con ímpetu. Le hizo el amor hasta el amanecer. Pero era cierto y tan obvio que tampoco podía engañarse a sí mismo.

—Como tú digas…—suspiró Karol.

Grozny masajeó el puente de su nariz y descendió hacia la mandíbula. Un simple movimiento que reflejó desesperación y cansancio.

—León mencionó que has estado alcoholizándote y metiéndote cocaína hasta no saber de ti. ¿Es una especie de celebración porque la cirugía se canceló? —La pregunta, cargada de burla, no permitió a Karol idear una respuesta; sólo silencio. La determinación había vuelto a la mirada del checheno—. ¿Dónde está Sergey, Karol?

Y la compuerta invisible que mantenía sus lágrimas controladas, de repente, se desvaneció. Lloró colmado de amargura, prensando los dientes para no emitir gemidos de aflicción. Ojeó a la redonda, apenado que alguien pudiera verle en aquel estado, pero la mayoría miraba el espectáculo o se entretenían hablando entre ellos mismos. Neverland era un lugar extraño para llorar; Karol lo sentía como un infierno con vista al edén. Y por ello era más retorcido: podía ser testigo de la felicidad en los demás. Del gozo y la diversión. De todo aquello que no estaba a su alcance.

—Explícate de una puta vez. ¡Explícate bien, maldita sea! —Exclamó Grozny apretando los puños sobre la mesa. Karol se negaba a ver su rostro; su mirada iba a matarle.

—¡Lo sabe! —Hipó con fuerza—. Mikheil sabe de mi relación con Sergey. ¡Lo sabe y me ha amenazado con dárselo a sus perros como festín! No tuve más opción que apartarlo de mi lado… para siempre.Nos descubrió en Battersea, nos besamos en público. ¡En el jodido motocross! ¿Cómo iba siquiera a imaginar que ese cerdo arrogante estaría ahí? Cree que es una aventura pasajera. Un capricho. No parece saber que es mi primo. Pero me advirtió que le vigilaría y que si nos descubría juntos de nuevo, iba a matarle. ¡No le dirá a León, no le dirá nada! Quiere evitarle sinsabores.

Ahogó un alarido de rabia. A esas alturas, que León se enterara o no carecía de importancia. Era El Príncipe quien le preocupaba.

—Eres un imbécil, Karol. ¿Sabes lo que pudiste haber provocado? ¡Que se sepa de Neverland; de las reuniones de León con un tipo sospechoso; que tú tienes de mujer lo que yo de ortodoxo! Todo por tu puta calentura… ¡¿cómo puedo estar seguro que Mikheil no lo sabe ya?!

Karol desorbitó los ojos, negando frenético.

—¡No lo sabe, te lo juro, Grozny! Si lo supiera, no estaríamos manteniendo esta conversación. Estaríamos muertos. 

Le pitaron los oídos y se mareó por algunos segundos. Supo que debía controlarse o colapsaría allí mismo, al ser incapaz de drenar su cólera.

—Sergey y tú no deben verse más, ¿entiendes? Tampoco mantener ningún tipo de comunicación. Lo vas a apartar de tu vida de raíz. Como si nunca se hubiesen  conocido. De lo contrario… Mikheil sospechará que es más que un revolcón; se pondrá curioso y ya está lo suficientemente entrometido... ¡No vas a arruinar mi trabajo de años! Porque si lo haces… si lo haces, rezarás para que un Vor venga por ti. ¡¿Te queda claro?!     

Karol limpió su rostro con manos temblorosas. La amenaza de Grozny no le hizo sentir nada. En absoluto. Le despertaba más terror imaginándose viviendo la vida que les prometió: él, al lado de León, como dos personas nuevas, lejos de todo lo conocido, especialmente de Sergey. 

 

3

 

Su cabello estaba húmedo, seguramente por el sudor y la brisa nocturna, llevaba el flequillo largo, hasta la mejilla pecosa; pasó sus dedos por las hebras, como si intentara matar el ondulado natural que le hacía lucir aún más encantador. Tenía una gran sonrisa en el rostro, se le marcaban los hoyuelos y sus ojos, negros y brillantes como la obsidiana, se volvieron rendijas enigmáticas que tentaban a la perdición de cuerpo y alma. A olvidar los deberes y el honor, cuando miraba y sonreía de aquella manera. Caminó hacia él, a pesar que su coche estaba aparcado en dirección contraria y que él no estaba solo; que le sonreía a alguien más.

Zapatos deportivos casuales, jeans ajustados y a la cintura; chamarra amarrada sobre las caderas y una sencilla camiseta sin mangas, de grabado incomprensible. Lucía tan jovencito que Grozny pensó en detenerse y volver a su auto. Nina le esperaba en el hotel. Entonces, renació la rabia y se expandió con abrumadora facilidad: el hombre desconocido al que Andrei le sonreía lo cogió por la cintura y el cuello, dispuesto a besarlo, pero el pelirrojo le esquivó con coquetería, volteando la cabeza y encontrándose con la mirada apática de Grozny.

El desconocido advirtió de la parálisis de Andrei; dirigió la vista a la dirección que los ojos del pelirrojo apuntaban; Grozny ya caminaba hacia ellos.

—Será mejor que te vayas —cuchicheó Andrei al oído de su nuevo amigo, con su pobre inglés. Este frunció el entrecejo, dubitativo—. En serio—insistió.

—¿Es tu padre? —Andrei se carcajeó.

—Es mi amante —corrigió—, o algo así…

—Demasiado viejo y aburrido para ti —Andrei amplió su sonrisa; podría ser cierto… vio al tipo que tenía enfrente, recio a marcharse: cuerpo de hombre, cara de niño. Dudaba que pasara de los veinte años. Sí, viejos y tal vez aburridos. Así le gustaban, irremediablemente.

Grozny se plantó a dos pasos de distancia. La diferencia era abismal. Un hombre en todo su esplendor y el otro… un chiquillo que pensaba que embriagarse era la cosa más genial.  

—El coche está en el otro extremo. Vámonos —Lo dijo en ruso, excluyendo a propósito al advenedizo.

Andrei le miró, arqueando su ceja. Ni el menor ademán por obedecer a su orden.

—Oye, lárgate, estamos en un asunto, él y yo —se quejó el acompañante de Andrei. Además de joven, también era estúpido. Quizá sobrio no se hubiese atrevido a hacerse el rudo. No con hombres como Grozny.

Roman se pensaba una persona sensata. Justa y para nada pendenciera, a menos que le provocaran, y aun así intentaba ser razonable. Y luego, estaba Grozny, el Grozny que León había hecho enfurecer instantes atrás y que Karol casi hizo explotar. Normalmente no hubiese reaccionado así con un muchachito engrandecido debido al alcohol. Pero ese mocoso, arrogante e irrespetuoso, había estado a punto de besar a Andrei y, para colmo, le había retado. Una vez cruzada la línea del respeto ya no había marcha atrás.

Aplacó los alebrestados bríos del jovencito en menos de un suspiro mientras Andrei, espectador de la inusual escena, se hacía a un lado, presa del asombro y la incredulidad. Si bien el más joven no tenía nada que envidiarle al checheno en cuanto a altura y hechura, la fortaleza del segundo era superior, por mucho. Cuerpo de gimnasio, pensó Andrei, con sorna. No fue un digno oponente, aunque era de esperarse: la fuerza de Grozny había sido adquirida en entrenamientos simulados, en el fango del campo de batalla, entre la sangre amiga y enemiga que salpicaba en las guerras. Lo retuvo contra una camioneta y la mole que era su cuerpo; la cabeza aplastada en la ventanilla y las manos torcidas sobre la espalda baja. Gritó suplicando liberación. Disculpándose una vez tras otra.    

Grozny le dejó ir después de un rato. Sin palabras de por medio.

—Adiós, droga gratis, adiós…—lamentó Andrei.

Alcanzó a escucharle; Grozny reaccionó cogiéndole por la muñeca. El rostro encendido de furia.

—¿Ahora te prostituyes por un porro?

Andrei lo percibió como un bofetón. Más indignación que dolor.

—No, Grozny —realizó un extraño movimiento con la lengua, como si buscase algo debajo de esta; le mostró la punta. Un diminuto papel, cuadrado y colorido, estaba adherido a ella—. Pero quizá por esto sí lo hice —Era mentira, aunque el checheno no tenía manera de saberlo. Socarrón, Andrei volvió a guardar el LSD.

—Dámelo —exigió. Extendió la mano bajo la barbilla de Andrei, esperando a que lo escupiera.

—¡No te doy nada! —Chilló, dedicándole una especial mirada cargada de aborrecimiento—. ¡Y suéltame, quiero largarme de aquí! — Sacudió su brazo. Fue inútil.

—Me vas a dar ese puto papel por las buenas o yo mismo te lo saco así tenga que arrancarte la lengua.

Y lo haría. No le arrancaría la lengua pero sí le quitaría la droga a la fuerza. Andrei decidió  doblegarse. Sus ojos, chispeando de malicia, le contemplaron cuando escupió sobre la camisa oscura, antes impecable. El papel, colorido por el rostro de Jesucristo, se quedó en la camisa de Grozny, a la altura del pecho. Hubo un momento de atirantado silencio; Andrei sin diezmar su actitud cínica y Grozny, evaluando el escupitajo sobre su ropa.

Entonces, lo cacheteó. Con la palma cerrada y tomando el suficiente vuelo para hacerlo fuerte y doloroso. Andrei no lo vio venir. Cayó de bruces al suelo, Grozny pudo haberlo evitado pero dejó de sostenerle intencionalmente. Se quedó tirado, con los brazos raspados y el rostro escondido entre sus mechones de cabello escarlata. El moreno no se arrepintió, ¡claro que no! Ese chiquillo era más que un simple dolor de cabeza: era migraña, era un puto tumor en el cerebro. Ingobernable, caprichoso, soberbio y vulgar. Se lo había merecido. Si se comportaba como un mocoso, iba a darle el trato que se le da a un mocoso; y los golpes, a veces eran necesarios para meter en cintura.

—Levántate, Andrei —le había calmado. Golpearle le tranquilizó. Se notó en su voz.

Contra todo pronóstico, Andrei acató en sigilo. Se puso de pie, apocado. Un hilillo de sangre resbalaba por la comisura de la boca. Andrei la limpió con el dorso de su mano.

—Lo siento, Roman… —dijo, quedito. Sumiso como Grozny nunca le había visto—. ¿Vas a llevarme al departamento y luego te marcharás? No lo hagas, por favor… —los ojos le brillaron intensos—. Te eché tanto de menos. Una semana… una semana sin saber de ti.

A Grozny le causó inexplicable júbilo verlo así: sincero y entregado. Sometido a su voluntad. Su respiración se aceleró cuando Andrei le pasó las manos por el cuello y se aproximó a su boca. El aliento era cálido y agradable. No quería seguir huyendo. Estaba cansado de correr cada vez que sentía la imperiosa necesidad de estar con Andrei.

—Mi esposa está aquí, en Londres —se halló diciendo.

Andrei desfiguró sus facciones en un gesto de aversión.

—Le he comprado el boleto de avión. Mañana tendrá que irse.

El jovencito destensó los suaves músculos de su rostro.

—¿Eso significa que hoy no te quedarás conmigo?

Grozny enredó los brazos en la cintura del pelirrojo; ladeó una sonrisa y descendió las manos hasta sus nalgas.

—Significa que mañana se irá. Y sí. También que me quedaré contigo.

 

 

Notas finales:

Gracias por la paciencia:D


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