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Neverland por Jahee

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27

 

 

La multitud enardecida llenaba el espacio de Neverland como pocas veces Grozny había atestiguado. Las plataformas tenían a más bailarines de los conocidos y todos bailaban un mismo estilo aunque sus coreografías eran inusuales comparado a lo que Neverland solía ofrecer. Grozny había repasado a cada bailarín desde la entrada pero no reconoció a ninguno, después descubrió que aquellos jovencitos pertenecían a una compañía de cierta fama, según los carteles de publicidad.

Fue a parar a su sitio acostumbrado: un reservado demasiado espacioso para un solo individuo. Karol lo encontró con los brazos extendidos sobre el borde de la sala, observando su reflejo entre los biseles de la lámpara del techo. Dejó la botella en la mesa, junto a las copas. Grozny enderezó la cabeza y le recorrió con una ceja arqueada.

Tenía la sonrisa ladeada con cierto goce y el cabello recogido en un peinado elegante. Karol también lucía un vestido dorado sin mangas, largo y entallado, cuya tela parecía lanzar destellos como un espejo frente a una luz intermitente.      

—¿Qué es lo que estás celebrando? —Inquirió fuerte, haciéndose escuchar sobre la música.

—La reunión es en dos días. —Respondió Karol enseguida, llenando las copas. —¿Sabes que Léon ha prometido dejarme en paz después? —Anunció. 

Grozny permaneció impasible. Un rostro parco entre la oscuridad iluminada brevemente por colores chillantes.

—Tú tampoco le crees. —Ahogó una risilla, entregándole su trago en seco. Se deslizó por el sillón circular hasta su costado mientras Grozny le estudiaba con sospecha. —Pero quiero tener esperanza. —Chocó el cristal de la copa contra el de su indeseable invitado. —Brindo por eso, por la esperanza.

Y se zampó el vodka en un brindis unilateral, tragando el líquido como si el alcohol fluyera a través de su garganta como una caricia reconfortante.    

—Mira a los chicos, Grozny. Son muy talentosos, puedo hacer el esfuerzo de traerte a uno. ¿Te gusta alguno?

Se sirvió un nuevo trago bajo la mirada poco amistosa del checheno.

—¿Alguna vez te gustaron los chicos? —Resaltó un ligero tono acusatorio. —¿Te cogiste a Andrei o sólo simulabas hacerlo?

Grozny recogió los brazos, torciendo el cuello para observarle de frente.

—Léon tiene razón: el alcohol te pone valiente. ¿Hay algo que te inquiete, Karol?

Los dedos de Karol se crisparon en torno a la copa. Bebió hasta el fondo sin dejar de observarle. Tragó a fuerzas y oprimió el puño contra su boca, como si contuviera un reflujo. Grozny pensó que iba a vomitarle encima pero la amenaza quedó en falsa alarma; Karol volvió a tomar el control de su cuerpo a tiempo. 

—Sé lo que has estado haciendo aquí.

El aludido parpadeó con desdén, dando paso a una expresión de hastío.

—¿Reuniéndome con Léon?

Karol lanzó un suspiro sardónico.

—Me refiero a tu puto espía. Sé que Andrei no sólo bailaba, también te llevaba información. ¿Fue así desde el inicio o lo compraste en el camino?

Volvió la cabeza al frente, hacia el espectáculo insospechado: un jovencito pálido, tatuado hasta el cuello, bailaba en tacones desde la plataforma que había pertenecido a Andrei. Grozny desvió la mirada, aturdido por la escena.   

—Andrei no es un agente. Tampoco le dejé muchas opciones así que no lo culpes.

—Es un cobarde. Un cobarde que me ha enseñado una gran lección.

Debido a la estrechez en su mirada pensó que le preguntaría, pero para ser policía, Grozny le inquiría poco.

—Léon me ha pedido hacerte llegar su mensaje: que tiene asuntos pendientes con el Príncipe. ¿Te molestaría esperarlo?

Grozny entendió la implicación del mensaje observando al protagonista del escenario. Karol pudo notar su evidente incomodidad. En ese aspecto, Grozny no era diferente a Léon: hombres de doble moral que cobijados en las sombras se acostaban con hombres y chiquillos y sin embargo en la claridad del día rechazaban tajantemente tal comportamiento.

—No lo veas así, Grozny. Con reprobación y algo parecido al desprecio; ¿crees que es fácil bailar en tacones? Y no me refiero sólo a su habilidad sino al acto en sí: es subversivo y valiente. En un mundo donde cuesta aceptarse y vivir coherentemente, no todos tienen las agallas. Ver a un tipo bailando en zapatillas frente a una multitud quizá sea lo más bravo que he presenciado en mucho tiempo.

Karol acarició el borde de su copa en un movimiento circular y distraído. En la pausa, rumió un pensamiento en particular.

—Pudimos ahorrarnos tanto, Léon y yo, si él hubiese tenido una pizca de la valentía de ese bailarín. Escogió ser cobarde y me condenó con su decisión. Le propuse, al principio de todo, le rogué que abandonara lo demás: que me escogiera, que nos escogiera. Yo lo amaba en verdad, a él, al hombre. Pero él prefirió a su hermandad y su título de Vor. Y ahora aquí estamos, al final de todo.

Grozny cogió su mano y la apartó de la bebida; Karol lo observó con extrañeza al percibir la calidez en su toque, un acceso de gentileza del que nunca antes había sido meritorio. Casi sintió remordimiento por los planes que rondaban en su cabeza, pues su complejo de perro apaleado le persuadía a confiar nuevamente en la mano del verdugo. Echó arena a ese incipiente sentimiento. Estaba cansado de las migajas de esperanza.  

—Será un buen final. Te garantizo un amanecer digno de apreciar, Karol.

Él sonrió con falsa ternura. Apoyó su mano libre sobre la de Grozny y la presionó para capturar su atención.

—No puedes garantizarme nada. No cuando tu adversario es un Vor V Zakone, ¿crees que honrará su acuerdo… por mí? Él ya me ha traicionado antes, me lo recuerda el espejo. A Léon sólo le importa él mismo. No esperes un trato diferente, te traicionará porque es lo que mejor sabe hacer. Y tu ansiado cónclave… ¿será un skhodka en verdad? Me ves así, pusilánime y quejándome de todo lo que pudo ser, encerrado en mi burbuja de sufrimiento. Pero los años no me han pasado en vano. Un skhodka siempre coincide con una celebración. Así que explícame por qué tu cónclave parece más funeral que fiesta.    

Karol arrastró las manos lejos del roce de Grozny; él arrugó el entrecejo, viendo su dorso solitario.

—¿Qué desea tu corazón?—Inquirió de soslayo. —A quien menos le conviene una traición, es a ti.

Karol se acomodó los pasadores de su peinado.

—La verdad es que mi esperanza reside en que Léon y tú se despedacen y me dejen fuera de su umbral. Puedo emborracharme esta noche brindando por ese anhelo.

—Karol…—Le llamó con mofa. —Tú puedes emborracharte sin motivo.

Karol reculó sobre el sillón de media luna.

—Léon demorará—le recordó—, supongo que tú más que nadie debe saberlo.  

Grozny le vio partir tambaleándose en sus primeros pasos. La advertencia echó raíces y marchó fuera de Neverland con más rodeos que al abrirse paso. El frío de madrugada se impregnó dentro de sus ojos y le importunó el parpadeo. La fila de hombres esperando entrar se había alargado, algunas miradas curiosas enfocándole por un momento. Grozny alzó la barbilla al cielo, hundiendo sus manos heladas en los bolsillos de su abrigo; el presagio de Karol había dejado un amargo resabio.

—Grozny, ¿puedes ayudarme?

Era un centinela hablándole. El largucho que tenía dos mujeres y más hijos de los que podía hacerse cargo. El aliento a tocino condimentado chocó contra su mejilla como una fiebre picante. Grozny respondió apenas con un imperceptible asentimiento para ojos extraños.

—Es una mujer. Es rusa pero no habla inglés, parece buscar a Andrei.

El nombre le despabiló mejor que el viento nocturno. Siguió el rastro señalado y encontró a una mujer joven, apartada y tiesa como un animalillo asustado al filo de una carretera. El cabello alborotado enmarcaba el óvalo de su rostro con una expresión doliente. Grozny se aproximó cauteloso, la mirada oscura idéntica a la de Andrei viéndole ir.

—¿Katrina? —La identificó a una distancia prudente. Su vientre despuntaba como la cabeza de una flecha. Ella retrocedió, luciendo insegura. —Andrei no está aquí. Es a él a quien buscas, ¿no es así?

—¿Quién eres tú?

Grozny le mostró la identificación de el Servicio.

—Conozco a tu hermano, trabajaba para mí.

Katrina enarcó una ceja, rebulléndose en la oscuridad.

—¿Para el FSB? —Preguntó con escepticismo—. ¿Aquí?

—Así fue. Su contrato terminó. Tengo su número de teléfono y la dirección de su nuevo domicilio, puedo dártelo si lo que quieres es encontrarlo.    

Katrina asintió, dando un tímido paso hacia Grozny. Buscó entre sus pertenencias su celular pero el bolso era espacioso y la poca iluminación no ayudaba.

—Perdona mi tosquedad, la verdad es que estoy desesperada por encontrarlo… a él y a mi marido.

—¿A tu marido?

—Él está en la ciudad… si encuentro a Andrei también lo encontraré a él.

Grozny se sintió tocado por su ansiedad. Se llenó de pena.

—Vladimir Fesenko está en prisión esperando su juicio. ¿No fuiste notificada de su situación legal?

La expresión de horror contestó claramente.

—No. No. Estás equivocado. ¿En prisión? ¡¿Por qué estaría en prisión?!

—Apuñaló a tu hermano.

 

2

 

El auto de Léon estaba mal aparcado sobre la terracería que circundaba la casona típica del Condado. Mikheil descendió de su vehículo, sonriendo al suponer la prisa de su amigo por retomar las viejas costumbres de Moscú: ambos sin vigilancia, adentrándose a una casa de placer para compartir alcohol y mujeres sin la insidiosa noción del tiempo. Recordaba esos tiempos y los añoraba. Léon había jugado por mucho tiempo a la casita feliz con Karol. Pero ella le había pagado con traición. ¿Podría ser que su amigo recién lo hubiese descubierto y por esa razón buscara desahogo?

Si era así necesitaría más que drogas y sexo, necesitaría un hombro sobre el cual asirse para quebrarse en silencio o ruidosamente. Mikheil estaba dispuesto a serlo. No estaba a su alcance otra forma de consuelo, ¿qué podría decirle? Desde luego no admitiría que lo sabía desde hacía un tiempo. Todas son unas putas, amigo. Al menos las de este lugar no fingen quererte primero.

Atravesó el pabellón pensando en el consejo de su madre: no confíes nunca en una mujer. Son traicioneras y todas unas zorras. Y sí, lo eran. Todas a excepción de su madre, que era una santa.

El vestíbulo desierto lo descolocó por un momento.

Mikheil quitó el seguro de su funda sobaquera por instinto, luego se relajó; el sonido de una música suave llegó a sus oídos. Mikheil la siguió, subiendo los peldaños de la escalera de caracol en el centro.  

Llegó al segundo nivel, encontrándolo alfombrado y atascado de puertas simples, aunque igual de solitario que abajo. La música se hacía más nítida con cada paso dado. Así atravesó el pasillo carmesí, y a mitad del mismo, reconoció la melodía.

Cuando el sol se esconde al anochecer,

nace un poema en Moscú.

Es que la ciudad

despertando va,

a la luz de una luna azul.

 

Mikheil tarareó, encontrando el origen: al final había una puerta de doble hoja semiabierta, un trazo de luz intensa brotaba hacia afuera.

 

En Moscú la dicha y el sinsabor,

juntos cantan una canción

que te hará vibrar,

que te hará soñar.

 

Cogió el pomo dorado y empujó.

 

La escena de una pintura clásica era animada por Léon y una bella mujer: el ruso sentado al filo del diván, con las piernas abiertas y los antebrazos recargados en sus rodillas; la postura inclinada pero cómoda; su mano izquierda en torno a una copa de contenido ámbar que bailaba en el aire, y el cuello girado hacia la mujer. Una puta, se recordó Mikheil. Ella mantenía el brazo alzado, con un racimo de uvas enroscadas entre los largos dedos. Léon le vio de soslayo, apenas un gesto de reconocimiento y volvió la atención, devorándose casi la mitad del racimo con el ansia de un famélico. No había lujuria. Sólo gula y… algo más. Léon masticaba con furia.

 

Una balalaika y un gran amor

dejé yo guardado en Moscú.

El recuerdo fiel

escribo en un papel,

de esas noches de sombra y luz.   

 

Cerró la puerta tras de sí mientras León engullía con dificultad; el jugo de la frutilla había rebasado las comisuras y resbalaba sobre el mentón como sangre diluida, empapando su barba descuidada. Léon se limpió con el dorso y bebió hasta la última gota de su licor.   

—Baila. —Le ordenó a la puta.

La puta se levantó de prisa, estremeciendo las barbillas de su diminuto vestido. Se instaló en la tarima rinconera, bajo un foco de luz violeta. Mikheil preguntándose si había manera de bailar una canción sinfónica. La puta comenzó a moverse y el Príncipe encontró su respuesta: sí. La había. Pero el resultado era lamentable. El reproductor era un tocadiscos viejo, con megáfono, que probablemente terminaría repitiendo la canción. Esperaba que Léon se cansara rápido de aquel terrible espectáculo.    

—¿Dónde están las demás? —Mikheil se adelantó, tomando el lugar de la acompañante de Léon.

—Ya vendrán—Contestó simplemente Léon. —Escucha, viene mi parte favorita.

Llevo aún en mí

los versos que escribí

a la luz de una luna azul.

 

Lleno de emoción

canto esta canción

a la luz de una luna azul.

 

De verdad pareció disfrutarlo: los ojos entrecerrados y la cabeza sesgada, ondulándose rítmicamente. Cuando terminó, una solitaria lágrima descendió por su mejilla. Mikheil no pudo verle, estaba del lado contrario.

 

—El vínculo entre una canción y un acontecimiento es imposible de evitar. ¿Sabes a lo que me refiero? Hay canciones que nos marcan, que nos transportan hacia un momento en específico. ¿Tienes una canción así, Mikheil?

 

El Príncipe lo meditó por un momento.

 

—No creo tener una, Léon.

—Bueno, la tendrás, amigo. Tú y yo, debemos tener una. Los buenos amigos tienen su canción, ¿no es así? —Se levantó animoso, dirigiéndose hacia la reliquia de sonido. Mikheil lo creyó alcoholizado; le vio buscar entre portadas, deteniendo la búsqueda para ordenarle a la puta que siguiera bailando, ella así lo hizo, con la melodía sólo en su cabeza. Léon retomó lo suyo hasta complacerse en su elección. Escogió una portada colorida y extrajo el vinilo.  

Mikheil atendió a su alrededor entre tanto: una suite amplísima, con la cama elevada y un rosetón de figuras intrincadas y colores vibrantes por cabecera, como un caleidoscopio cristalizado. La sala donde estaban se delimitaba con una alfombra persa de patrones floreados: se notaba muy usada y sucia pero no por ello menos elegante. Mikheil reconoció sangre percudida en los bordes. Probablemente de alguna puta. La nueva música latigueó entonces con un sonido diferente; acompañada de guitarra eléctrica y sintetizador, al menos la puta sí podría encontrarle el ritmo.

—¿La tienes? —Inquirió Léon a la distancia, entonando el inglés del estribillo. Mikheil negó, pues nunca había sido apasionado de la música occidental. —Recuérdala, Mikheil. Te prometo que yo no la olvidaré.

Y Léon cantó entusiasmado, apagando el rescoldo enigmático de su declaración; llenó las copas con descuido.

—Tendré un mal sueño, Léon. La misma puta casa en ruinas con cadáveres arrastrándose, pero sus gritos serán relevados por tus berridos. Estarás contento, cabrón.  

Léon volvió con las bebidas desbordadas y una sonrisa triste. Así que tú también tienes pesadillas…

—Muertos cantando el hombre que vendió el Mundo… me gustaría ver algo así.

—¿Y la de antes? ¿A quién relacionas con las noches de Moscú?

—A Karol, por supuesto. La conocí con esa canción. —Se arrellanó con las manos por lo alto, aunque tal consideración no evitó que derramara la mitad de una copa sobre los ropajes excéntricos de el Príncipe.

—Estás borracho, amigo. —Sentenció, observando su camisa arruinada. No hubo molestia en su voz, sólo pena. Léon se sintió escudriñado por su mejor amigo: dejó que confirmara su sospecha. —Sí. Muy borracho. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Léon eludió hábilmente la mirada traslúcida concentrándose en poner los tragos a salvo.

—Lo suficiente. —Respondió con desgano.

Mikheil se levantó de un tirón, despojándose del saco y la sobaquera de cuero, también de su camisa chorreada. Léon puso especial atención a la culata sobresaliente en la funda, probablemente perteneciente a una Glock automática.

Sin saberlo, el georgiano abandonó su única defensa sobre una mesilla empotrada.

Léon se estrujó los ojos, agobiado a pesar de la evidente ventaja. Sintió latir su propia arma a su costado, cerca del cinturón, tan gélida que quemaba, como si traspasara la ropa con intención. Acaba con esto de una vez, dijo una vocecilla en su mente. No era desconocida. La misma voz le había hablado en la habitación lóbrega de Karatch. Es un animal y sus estrellas son compradas. Mátalo, Léon. Insistió la Voz, mientras el peso de Mikheil volvía a instalarse en el diván, muy cerca de su alcance.  

Su pecho era lampiño y la palidez le recordaba al salón marmolado de su antiguo hogar. No tenía más tatuajes además del par de estrellas de ocho picos bajo las clavículas y sin embargo, no necesitaba más: aquellos tatuajes lo elevaban al máximo grado vory. Un príncipe entre ladrones.

Y un príncipe metido en una trampa mortal.

Ahí estaba, completamente a su merced. En una casona en medio de la nada, sin centinelas ni testigos a excepción de la puta; desarmado y medio desnudo, sonriéndole entre sorbos de alcohol.  

No tendrás otra oportunidad, advirtió la condenada Voz.  

 —Ven aquí, puta, baila y quítate la ropa.

Ella miró alarmada a Léon pero él lo autorizó con un leve movimiento de cabeza. La canción se repitió por segunda vez.

No. Probablemente no tendría otra oportunidad semejante. La Voz tenía razón. No había dudado con Karatch, ¿por qué tendría que dudar con Mikheil? Es mi amigo… se dijo, y la Voz se echó a reír. Es mi hermano, mi mejor amigo. Mi único amigo. La risa se apagó en abrupto. Cuando lo conocí, no tenía estrellas y sus faltas se limitaban a infracciones por exceso de velocidad. Quería ser abogado y liberarse del yugo opresor de su padre. Yo lo conduje a esto. Lo convertí en un Vor y en un asesino sin escrúpulos.    

—Nunca mencionaste lo que tu padre dijo cuando descubrió las estrellas en tus hombros.

Aunque lo sospechaba. Seguramente había maldecido a Léon y a toda la hermandad junta, profetizándole muerte y traición. Ceñudo, Mikheil lo encaró desconcertado.

—¿Importa? Está muerto. Y tu padre, Léon, es el único padre que reconozco desde entonces.

Léon sintió un aguijonazo de culpa. Justo en el centro del pecho, como un doloroso latido desbocado. Mikheil dio un largo trago, dejándose caer en el respaldo. Observó furtivamente a Léon.

—¿Te molesta?—Le cuestionó.

Léon volvió medio cuerpo, con una sonrisa burlona pero cálida contrastando los ojos encendidos como hornillas.

—¿Que el georgiano más fanfarrón me haya arrebatado el amor de mi padre? ¡Qué va! —Ambos rieron; el arma de Léon todavía pulsando contra su carne. —No voy a matarte por eso. —Dijo con cierta pesadumbre.

Pero sí por Karol, arremetió la Voz. Porque será tu hermano y tu amigo: el mejor o el único. Pero él no dudaría si supiera lo que has hecho, y por quién lo has hecho.

—¿Estás llorando, puta? —Inquirió ofendido Mikheil. La mujer tenía atorado el vestido a la cintura, con los pechos al descubierto y el rostro brillante por las lágrimas.  

—Es por tu reputación. Ha llorado antes, cuando le dije a quién tenía que entretener.

Mikheil se cruzó de brazos, perplejo.

—No sabía que tenía reputación temible entre las mujeres.

Ella y Léon intercambiaron una mirada.

—¿Por qué no complaces al Príncipe y te terminas por desnudar?

Obedeció vacilante. Mikheil advirtió que la sacudió un temblor.

—Lo que hay que ver: una puta negada y encima histérica. ¿Dónde están las demás chicas, Léon?

El vestido cayó, arremolinándose entre los pies descalzos.   

—Mira, Mikheil, en verdad se parece a Karol… ¿no lo crees?

La pregunta repicó en su cabeza como las campanadas de una iglesia lejana: audible pero incomprensible. Sin importancia. La figura pálida, detenida en vilo, esperaba su reacción. Era una efigie pagana, de formas suaves y delicadas al tacto. Su figura femenina no coincidía con el miembro flácido que le colgaba entre las piernas, guarecido por un voluminoso saco de carne enrojecido.     

Volteó la cabeza hacia Léon, quizá esperando encontrar también aturdimiento.

—¡¿Qué demo…

Léon se abalanzó firmemente, callando la queja con sus labios.

Besó a Mikheil con los labios apretados y los ojos abiertos, acuosos pero determinantes. No habría tenido manera de alejarse incluso si lo hubiese pretendido: la mano de Léon presionó su nuca contra la caricia forzada. Y por un momento, breve como un respiro profundo, sus pupilas se fijaron mutuamente.

Un brillo plateado viajó en sombría quietud desde la perspectiva periférica de Mikheil. Supo lo que era aunque algo dentro de sí se rehusó a creerlo. La ráfaga plateada lo atravesó entre el hombro y el cuello y el dolor terminó por evidenciar la perfidia.

¡El traidor! Pensó el georgiano, impulsándose hacia atrás y liberándose del contacto férreo de Léon.

La sangre escapó a borbotones, cubriéndolo como un manto escarlata y cálido.  Léon lo embistió con cierta facilidad sobre el diván cuyo asalto no pudo resistir y terminó colapsando entre  patas quebradas y madera astillada.

Los gritos de la puta opacaron la música y los propios gemidos de resistencia de Mikheil. Sin embargo, la lucha no se prolongó.

Léon reptó sobre el cuerpo de su hermano criminal y volvió a apuñalarlo en el mismo sitio. Hundió el acero hasta la patilla y le imprimió su floritura característica: un giro recto que produjo vómito rojo. La mirada de Mikheil perdió fuerza y enfoque, viendo todo, viendo nada. Léon sacó la cuchilla con un bramido, como si la hoja también saliera de su carne, y la sangre que manó desde ahí, sangre negra, resbaló sobre la insignia vory y cubrió toda la estrella.

Las manos de Mikheil abandonaron el cuerpo del ruso, presionando el doble tajo: inútil como evitar el anochecer. Semejantes heridas estaban más allá de cualquier cura. La sangre siguió dominándolo todo.

—Ya está, hermano. —Léon rodó de lado, ambos hombro a hombro, con el rostro hacia la cúpula del techo; dejó caer el arma, derrotado. —Pasará rápido, lo prometo. Y tus huesos descansarán en Ekaterimburgo como lo planeamos. Fuiste perfecto, leal hasta el final. Vete en paz.

Lo sintió. Lo olfateó. Sus últimos resuellos de lucha; la sangre atorada en la garganta, gorgojando. Y el denso olor metálico que cubría la habitación como una pátina cerosa. Mikheil murió asfixiado en su propia sangre, con las manos alrededor del cuello y observando a Léon. Ojos muertos, vacíos, que le perseguirían hasta el final de sus días, hecho de certeza inexorable, pero siempre preferible a la muerte de Karol.

—Haré que tu sacrificio valga la pena, mi amigo. —Prometió palmo a palmo. La voz enronquecida pero firme. —Palabra de Vor. Palabra de Korsakov.

Y la canción se repitió por cuarta ocasión. La canción que a futuro le transportaría a ese momento, lo quisiera o no.

 

 


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