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I4u por metallikita666

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-Yoshiki, por favor… Abre.-

Echado sobre el indolente pedazo de madera que cubría la entrada de la casa del pianista, el pordiosero mendigaba el amor que jamás en su vida creyó poder volver a pedir. Pero el músico de los áureos cabellos, manteniéndose sordo ante sus ruegos, lloraba despechado, tendido sobre su cama. Se obligaba una y otra vez a no levantarse de donde estaba, así sus ojos se cegaran de tanto verter lágrimas, porque su orgullo había sido pisoteado sin miramiento alguno.

-Si no me dejas verte y no me permites que hablemos, no regresaré a la filmación y tampoco entraré al estudio a grabar. No me importa lo que pase con Zi:Kill…-

El rubio cesó su llanto por un momento. En verdad, aquello que terminaba de escuchar era grave, sabiendo –como en efecto conocía- que la banda que acababa de incorporar Extasy a sus filas era el sueño más grande en la vida de su frontman. Y pudo notar que él no era el único que plañía con amargura. Entonces ya no supo si el enorme resentimiento que le guardaba por, según él, haberlo usado la noche anterior era razonable, o si por el contrario, no había sido lo suficientemente sagaz para percatarse de las verdaderas motivaciones que condujeron al chico de los ojos negros a llevarlo a la cama.

-¡Maldita puerta! ¡Cómo te odio!- gritó el pelinegro, dirigiendo su puño encolerizado contra aquella que lo separaba de quien tanto necesitaba ver. –No puedo creer que tengas el corazón tan duro como para pensar que eres el único que sufre… ¡No tienes ni idea lo mierda que me siento!... ¡Yo sólo quiero estar contigo!-

Pero a pesar de que todos esos ruegos conmovían su confundido pecho enormemente, Hayashi no se levantó. Desolado, dejó que el tiempo pasara frente a sus ojos, deseando al menos poder tener el consuelo de algo que calmara su aflicción, de la misma manera que su bello pelirrosa se refugiaba tristemente en la bebida.

Caminando con paso lento y pesado, el alto cantante volvió a las calles, importándole muy poco lo que en adelante sucediera consigo mismo. Sin apetito y sin ganas de hacer nada más, regresó a la que acostumbraba ser la guarida suya y de Ken: un callejón sin salida, con una de sus esquinas relativamente resguardada por un techo algo destartalado. Unas láminas de zinc, dispuestas a propósito para menguar un poco las fuertes ventiscas gélidas eran allí lo más parecido a una pared, y en medio de éstas, un par de cartones, y dos cobijas viejas y gastadas.

El vocalista se acomodó en el mal remedo de lecho, sintiendo que el frío le calaba hasta los huesos, si bien no era una noche realmente helada. El bullicio de la ciudad comenzaba a decaer ligeramente, aunque sin anunciar su deceso: la vida nocturna empezaría en un abrir y cerrar de ojos, permaneciendo desconsiderada hasta que llegara por fin la madrugada yerma.

-¿Itaya?...-

La voz incrédula del joven guitarrista le sacó de su ensueño. Al comprobar que su sospecha era verdad, Ken se alegró visiblemente.

-¡Por fin volviste! ¡Estoy tan feliz!-

Arrojándose encima del mayor, lo abrazó por la espalda. Pero aquel silencio sepulcral seguía reinando a su alrededor; no había dicho ni una sola palabra. No había articulado ni un sonido, siquiera. Y tampoco se había movido.

-Itaya, ¿qué tienes?...- El chico se separó lentamente del cuerpo del cantante, y al discernir su postura ensimismada con la pobre luz que arrojaba el viejo farol por encima de ambos, empezó a estresarse, presintiendo lo peor. -¡Contéstame!-

Días desapareciendo, chismes sobre la abrupta manera en que esa jornada de filmación había acabado y sobre todo, aquella actitud nunca vista en quien fuera siempre como su hermano mayor -locuaz e ingenioso, siempre listo para fastidiar a los demás y divertirlo a él, sin temor de enfrentarse a nada ni a nadie- colmaron su recelosa paciencia. Todo era culpa del maldito rubio. Lo sabía.

Refrenando sus ganas de insultar a voces a quien creía responsable del desbarajuste emocional de su mejor amigo, Kenichi se puso de pie y salió de aquel lugar. Revolvía en su ánimo muchas cosas, llegando incluso a afirmarse que prefería mil veces volver a la desesperanzada vida de antes, que continuar con aquel loco sueño que amenazaba con alejar a Tusk de su lado para siempre.

Conocía el lugar; había seguido al mayor la última vez. Y estaba dispuesto a echar mano de lo que fuera para, como perverso padre, quitarle la vida a la criatura que engendrara. Después de todo, nadie tenía más derecho que él de hacerlo. Sabía la manera; no en vano había escuchado furtivamente los lamentos de Seiichi cuando hablaba a solas con Eby.

 

 

 

“Hecho un puño en la esquina del vacío salón, a excepción de su presencia y la de aquellos matones de quinta, Kenichi tiritaba de miedo. Con apenas ocho años, había sido acorralado por los mayores del orfanato, traído a aquel aposento con artimañas innobles para recibir lo que era, según ellos, su merecido.

-¡A ver si te callas y dejas de llorar!- exclamó quien parecía ser el líder de la joven pandilla, sacándose el cinturón de la ropa. –Estamos hartos de que seas tan marica. ¡Entiéndelo de una buena vez! ¡Jamás volverás a ver a tus padres!-

-Te abandonaron, y no tienes a nadie en este mundo, ¡compréndelo!- gritó otro de los chicos, acercándose y tomando al niño por el cabello, haciéndolo levantar la asustada carita a la fuerza, al tiempo que no podía parar de sollozar. -¡Basta! ¡Que te calles! ¡Con un demonio!-

La bofetada cayó dura y cruel sobre su pequeña mejilla, obligándolo a cerrar los ojos. Sus párpados hicieron que las últimas lágrimas que se habían juntado en sus ojos negros le rodaran por los pómulos, escurriendo luego por su fina mandíbula.

-Aquí los únicos maricas son ustedes, que se creen muy rudos porque piensan golpear a un mocoso mucho más pequeño. Suéltenlo. ¡Métanse con alguien de su tamaño!-

La puerta acabó de abrirse de golpe, y en el umbral apareció el pelinegro con un pedazo de madera en las manos.“

 

Sonrió enternecido al recordar aquel episodio de su niñez. Era como si volviera a experimentar ese sentimiento que lo embargara en el momento en que oyó la voz salvadora. Frente a sus ojitos inocentes de chiquillo, aquellos gamberros habían aprendido a no burlarse de él, y aunque Tusk hubiera recibido después un duro castigo por parte de los maestros, siempre le había hecho saber que no le importaba cuánto lo golpearan, con tal de que él estuviera a salvo.

Dio una nueva calada al cigarrillo, y su mirada volvió a perderse en el horizonte.

 

“Su entrecejo se fruncía con gran tensión, y su garganta no podía articular palabra alguna. Mudo de tanto llorar, estaba de rodillas sobre el suelo, con el brazo derecho aún levantado. Sus dedos conservaban la postura, como si todavía asieran parte de la tela de la falda de su madre.

Desapareciendo entre las sombras, las siluetas de sus progenitores se alejaban, sordas a sus ruegos, sin siquiera dignarse a voltear para dejarle ver por última vez sus rostros. Tampoco se despidieron. No habían dicho absolutamente nada.

El histérico llanto lo sobrecogió entonces, y sólo cesó cuando el chico a su lado comenzó a zarandearlo con fuerza, buscando despertarlo.

Abrió los ojos, todavía con gesto afligido, y halló aquella mirada siempre paciente y consoladora. Estrechó con fuerza a su mejor amigo, quien al instante correspondió al abrazo y comenzó a acariciarle los cabellos suavemente, intentando calmarlo.

-Ya pasó, Ken. Todo está bien. Aquí estoy, y nunca te voy a dejar.-“

 

Levantó el brazo para limpiarse con el puño del abrigo las lágrimas que rodaban por su rostro. En la garganta se le había hecho un horrible nudo. Se puso de pie entonces, arrojando el cigarrillo en el suelo, pisándolo después con enojo. Ya no había nada que considerar. Todo estaba decidido.

 

Harto de no poder conciliar el sueño, Yoshiki se había levantado a hacerse un té. Observaba desganado el reloj de la cocina; con su odioso tic tac, hacía que pasara el tiempo, pero no lo suficientemente rápido como para que amaneciera. Entonces, escuchó unos golpes en la puerta que lo hicieron extrañarse mucho. ¿Sería acaso el pelinegro, a aquellas horas?

Se puso de pie y fue a abrir, aunque aún albergaba dudas sobre si hacer aquello era lo mejor, pero la curiosidad le ganó. Se sorprendió mucho de ver que quien había arribado a su casa era el guitarrista de Zi:Kill.

-¿Ken?...- inquirió el baterista, enarcando una ceja. -¿Qué haces… aquí?-

-Tenemos que hablar- respondió el otro, secamente.

-¿Qué puede ser tan imperioso como para que no puedas esperar hasta mañana y nos veamos en la disquera?...-

-Itaya.-

El mayor de ambos se quedó sin palabras. Sin despegar los labios, se hizo a un lado, dejando pasar al pordiosero. Cerró luego la puerta.

-No sé si sea tu costumbre jugar con la gente, pero vengo a decirte que quiero que dejes de hacerlo con mi mejor amigo.-

El pianista se molestó. En realidad, nunca le había agradado el joven músico, desde el día en que lo conociera. Su sonrisa sarcástica de aquel momento se le había grabado en la mente.

-¿A qué diablos te refieres?- cruzó los brazos sobre su pecho, endureciendo su semblante.  –Me parece que no tienes ni idea de lo que estás hablando.-

-¡No te hagas el idiota, Yoshiki! ¡Sabes perfectamente que hablo del estúpido romance que le estás haciendo creer a Itaya que están teniendo ustedes dos!- se estresó el menor, alzando la voz y arrugando el ceño. Su puño derecho, trémulo, se pegaba a la parte alta de su muslo.

El baterista se acercó al pelinegro, clavando sus bellos orbes almendrados en los ónices del chico, de manera escudriñadora. Tras unos instantes de silencio, casi en un susurro, le dijo, devolviéndole aquel mohín sardónico que tan vívido permanecía en su memoria

-¿Qué te importa a ti lo que haya entre él y yo?... ¿Es que acaso te estoy estorbando?...-

Kenichi se turbó visiblemente y retrocedió, en aras de librarse de aquella incómoda cercanía y esos ojos tan filosos; expertos, a pesar de todo.

-¡Cállate! ¡Ni siquiera te atrevas a insinuarlo!- exclamó por fin, mientras en su rostro se formaba un gesto casi de espanto -¡Yo no soy un maldito sodomita!- Resoplaba pesadamente, ante la mirada fija de su interlocutor. Luego de que bajara su nivel de agitación, agregó, con voz amenazante –Sólo vengo a advertirte que no voy a permitir que ningún miserable marica intente jugar de nuevo con Itaya, aprovechándose de su confusión. ¡Y menos uno que no es más que una grandísima puta, la cual no duda en ponerle los cuernos a con quien se supone está comprometido!-

Hayashi abofeteó al menor con rabia, golpeándolo tan fuerte que le dejó la forma de su mano marcada en la mejilla, acompañada de un molesto escozor. Intentó calmarse para no proseguir la riña con quien consideraba no valía la pena siquiera molestarse.

-A mí ningún zaparrastroso indigente me insulta. Lárgate de mi casa en este mismo instante.-

El guitarrista sentía enormes ganas de devolver con creces aquel golpe. Se figuraba que el afeminado rubio, aunque mayor, sería enormemente fácil de humillar y reducir a los puños, pues no parecía capaz de pegarle a alguien si no era con la palma extendida. Deseaba con todas sus fuerzas arruinar ese rostro blanco y terso, con sus ojos cobrizos y radiantes, bellamente rasgados y siempre objeto de cuidadoso ornato; esa mandíbula perfilada, y esos labios rosados y carnosos. Ansiaba arrancarle los largos cabellos, que cuando resplandecían bajo la luz del sol no tenían nada que envidiarle al mítico brillo del astro rey. Ambicionaba todo eso cuanto más se convencía de que aquellos atributos habían atrapado irremediablemente el corazón de quien tanto amaba. Pero logró refrenarse, sabiendo que de atreverse a llevar a cabo todo eso, Tusk jamás lo perdonaría. 

-Por supuesto que me voy. Aquí no hago absolutamente nada- contestó el menor, dirigiéndose a la puerta. La abrió y se quedó inmóvil, de espaldas al rubio. Empero, comenzó a girarse, conforme iba hablando. –No sabes la lástima que me das. Porque al final, cuando Itaya se dé cuenta de que su relación con Shizuka es –como debe ser- mucho más provechosa, habrás perdido tu tiempo, y te sentirás como un pobre estúpido.-

Yoshiki no pudo disimular su sorpresa y su evidente incomodidad.

-¿Quién es… esa chica?...- preguntó, titubeando. De nuevo aquella molesta sensación en el estómago, subiendo rápidamente hasta su faz en forma de caliente rubor. -¿Qué carajo estás diciendo? ¿¡Cuál relación!?-

Ken sonrió ampliamente.

–Shizuka Iida, la hermana de Seiichi.-

-¡Eso no puede ser verdad! ¡La madre de Seiichi odia a Tusk! ¡Los odia a ustedes dos!- gritó Hayashi, atónito y sin importarle en lo más mínimo comentar sobre aquel asunto tan delicado, al que ni siquiera el vocalista de Zi:Kill había querido referirse. Diría todo cuanto fuera necesario, con tal de ver desmentida aquella afirmación que le crispaba los nervios de sólo pensar que pudiera ser cierta.

-Y más va a odiarlo cuando sepa que su pequeña princesa lleva dos años saliendo en secreto con ese asqueroso miserable, y que ya ha pasado bastante tiempo desde que la hiciera suya.-

 

 

 

La mujer era una influyente miembro del Partido Liberal Democrático, aunque incluso sus más cercanos conocidos no sabían realmente a qué se dedicaba. Todas las mañanas, un chofer pasaba a recogerla en un elegante Audi A4 de color gris, para llevarla a las instalaciones de la Sede. Ese día, la dama vestía de azul rey; traje de falda y saco, rematado por su lujoso juego de perlas de Tahití, del mismo color que el automóvil.

-Iida-sama- llamó el chico, acercándose al vehículo. La mujer volteó el rostro, reconociendo inmediatamente a quien la interpelaba.

-¿Qué quieres? Hoy no tengo tiempo para regalar limosnas.-

El pordiosero esbozó una media sonrisa. ¡Cómo le hubiera gustado lastimar los aristócratas oídos de aquella mujer con su versátil lenguaje callejero! No obstante, ahora no le servía tomarse esa molestia.

-Hablar con usted sobre algo que le interesa mucho. Quiero terminar con mi banda.-

La dama levantó las cejas en un gesto de extrañeza. Hacía poco, se enteró por medio de sus informantes de la última locura de su hijo y sus apestosos amigos, y aunque realmente no se había dado a la tarea de rastrear el paradero del castaño, confiaba en que volvería pronto. Había cancelado todas sus tarjetas, y no era posible que Seiichi tuviera bastante efectivo guardado, y mucho menos sus amigos el suficiente para mantenerlo más de unos días.

Le pidió un papel y un bolígrafo al chofer, y tras garabatear una dirección, se la entregó al joven guitarrista.

-A las tres en esa puerta. Ni un minuto más, ni un minuto menos.-

Kenichi recibió la referencia con gesto satisfecho y un ambicioso brillo en sus ojos color azabache. Definitivamente, nunca se imaginó colaborando con aquel bando, pero no sería él quien sirviera a sus intereses sociales e hipócritas. Su motivación era más profunda.

 

Tres días ya de no salir de casa y no hablar con nadie. Miraba el teléfono móvil repicar insistentemente; era el número de la disquera. Probablemente, Hide tampoco había querido contestarles.

Tirado en su enorme cama, el rubio no hacía más que darle vueltas en su cabeza al mismo asunto. Unas veces comenzaba a llorar en silencio, sin el estrépito que solían tener sus llantos si alguien más los presenciaba. Sólo se quedaba abrazando la almohada, con la vista fija en la nada, mientras sentía las lágrimas calientes recorrerle las mejillas. Otras tantas, experimentaba una cólera muy fuerte, y comenzaba a rabiar en la soledad, profiriendo maldiciones a todo lo existente; a su destino, a su carrera y hasta a sus amigos. Se tomaba los cabellos con ira, bufando sonoramente, contrayendo los puños hasta que las uñas penetraban la carne de sus palmas.

La escena no cesaba de presentársele en la memoria, tanto más vívida cuanto más la recordaba. Evocaba perfectamente la expresión en el rostro de la araña, que era lo que más encendía su ira. Los celos enfermizos que sentía con simples menciones a la posibilidad de ser víctima de infidelidad se habían multiplicado repentinamente por dos, y era aquel gesto excitante en la tersa faz de el de Yokosuka la sublimación y la concreción, a la vez, de todos esos temores. Hide suspiraba, perdido en el deleite, siendo objeto de atenciones prácticamente inexistentes entre ambos, como si fuera mil veces más exquisita, ¡oh afrenta!, su posición improvisada de entonces, que la que tomaba al retozar con el de dorados cabellos. Pero el que le llevaba de tal manera hasta los etéreos cielos no era cualquier hombre, sino el grosero y entrometido mendigo que, paradójicamente, había logrado atarlo a él con sus corrientadas y majaderías. Con su forma de ser transparente, sin adulaciones o afectación. Con su impulsividad ante lo que desea con vehemencia, justo como la suya.

Cerró los ojos, trayendo a su mente los momentos en que conociera a aquellos dos chicos; caras de una misma moneda que ahora no sabía cómo habrían de quedar, una vez que el destino caprichoso retirara la mano de sobre ella, después de decidirse a lanzarla al aire, previendo en su malvada imaginación la probable sentencia para alguno de ambos. Yoshiki frunció el ceño, estrechando más la almohada.

Los quería pero los odiaba, dolido como estaba por aquel cuadro que se enterraba cual sangriento puñal en su palpitante corazón. En instantes deseó haber corrido hacia ambos, echarse sobre ellos para reclamar ese calor que era suyo y de nadie más, porque algo le decía que era imposible que hubiera nacido cosa alguna entre ambos ángeles caídos. Pero otras veces deploraba no haber desahogado su ira contra sendos demonios, injuriándolos como se lo merecían, haciéndoles ver que no se habían ganado otra cosa que su odio.

Y para terminar de hacerla, sentía además un rencor muy específico contra el pelinegro. ¿Cómo era posible que se aprovechara de la confusión y el probable mal momento que estuviera pasando con su novia, para seducirlo, hacer que se entregara en sus cálidos brazos y acabar enamorándolo? Él no era segundo plato de nadie; jamás lo había sido y nunca terminaría siéndolo. Sentía ganas de ahorcar a la muchacha que sin él saberlo, había terminado haciendo de él “el otro”; el simple amante. Resultaba difícil creer que la niñata ingenua no supiera hasta dónde era capaz de llegar un hombre despechado.

Con aún la molesta incertidumbre revolviéndose en su pecho, tomó el teléfono, buscando luego su libreta de apuntes. Agradeció la diligencia de sus secretarias, que se apuraron a tomarles los datos a los miembros de su última adquisición, pasándole a él inmediatamente una copia.

-¿Eby-chan?-

-Sí, soy yo. ¿Quién es?- preguntó el baterista, mientras se acababa su almuerzo. Le extrañó sobremanera el tratamiento tan familiar, pero no era la primera vez que un posible desconocido le llamaba de aquella manera, influenciado por sus amigos más cercanos.

-Soy Yoshiki. Es que quería pedirte un favor…- declaró el otro, con voz algo tímida y apenada.

-Claro, lo escucho- replicó el percusionista menor, mientras le pasaba el tazón de la ensalada al bajista de su banda, dándole a entender que no quería más.

-Necesito que le digas a Tusk… -porque supongo que tú lo ves más-… que se comunique conmigo. Realmente me extrañó mucho que no entraran a grabar en los últimos días de la semana pasada, como habíamos quedado…-

-Sí, a nosotros también se nos hizo raro que luego del viernes en la tarde no supiéramos más de él. Lo último que nos dijo fue que rodaría unas tomas con Hide-san, pero desde entonces, no lo hemos visto a él ni a Ken- el pelinegro miró a su amigo con ojos preocupados. El chico de los bonitos camanances comprendió inmediatamente y negó con la cabeza, asustado, tras de lo cual el mayor tomó su mano para tranquilizarlo. –Pero así son ellos; a veces se desaparecen por días. No se preocupe, yo le daré su mensaje.-

-Te lo agradezco, en verdad. Me saludas a Seiichi.-

El baterista de áureos rizos escuchó el pitido de la desconexión, conservando el auricular todavía entre sus manos. De pronto, el latido de su corazón comenzó a acelerarse, y el efecto de avasallamiento que se posó en su pecho desalojó por unos instantes la cólera y el dolor, incubados en él durante tanto tiempo. 

 


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