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Vencidos por AkiraHilar

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Ahora que lo tenía en frente, por fin, muchas cosas habían pasado en su mente en cuestión de un pestañeo. Millones de imágenes, de recuerdos envejecidos que corrían de forma rápida y veleidosa, azotando los más íntimos sentimientos para crearle una contradicción que no dejaba de parecerle cruel. Cuando lo vio subir, no pensó que se dirigía precisamente a buscarlo. Por un momento dijo: “Irá a visitar al viejo toro” y la tan sola idea le volvió a generar ese detestable retorcijón en la boca del estomago que lo hizo enfurruñar.

Tanto tiempo esperando, tantos minutos invertidos viendo la lejanía del horizonte Griego esperando una misiva de respuesta. Tantas noches renegando, tantas tardes extrañándolo. Se preguntó muchas veces si Mu había hecho lo mismo, si tan siquiera notó la necesidad de su presencia cuando estaba solo en la enorme torre que le había descrito, en alguna de las ocasiones que comían juntos algunas bayas.

Y aunque nunca se sintió fallo de compañía porque tenía a Death Mask al lado, la confianza exclusiva de Saga, el hombre tras la máscara; sí resintió que la dulzura balsámica de su presencia se viera cortada, como un trueno al cielo. Sí se sintió decepcionado y abandonado en un lugar cada vez más incierto. Sí, sí le hizo falta.

Pero allí estaba, como lo hizo desde siempre. Apareciendo y desapareciendo en ases de luces, un espectáculo ocular que abrumaba a sus latidos, cuando le sorprendió parado contra la columna, mordisqueando una rosa para controlar los deseos que tenía de bajar y confrontarle. No había sido necesario: Mu había subido a él, teletransportándose después de salir de las puertas de Tauro, emergiendo frente a él mientras las luces de colores se iban apagando, conforme sus ojos se acostumbraban a su visión.

Sus labios le templaron y fueron heridos, inconscientes, por una de las espinas de la rosa roja que sostenía con su boca. El pinchazo lo devolvió a la realidad, recordando que no estaba durmiendo, no era de esos sueños que tuvo hasta al menos sus trece años de edad, en sus primeros tres años esperándolo. No era el fruto de una ilusión por el sol de verano ni una de las visiones con las que Saga, cuando estaba tan desquiciado por su maldición, le hacía ver para atormentarlo.

¿Pero qué hacer con simplemente tenerlo allí? ¿Por dónde empezar? ¿Tenía acaso alguna respuesta?

¿Podría justificar de forma convincente la razón por la que seguía a Saga sin anteponer sus propios sentimientos a él?

¿Podría hacerle entender porqué razón incluso avaló el asesinato de su maestro?

¿Qué le siguiera, aún pese a saber que esa noche quizás Saga lo había herido como nadie podría herirlo jamás?

—Así me di cuenta que ella no estaba aquí —murmuró Mu con voz suave, sosegada. Era totalmente distinta a la que recordaba de él, nada de la voz infantil y a veces aguda con la que entonaba las palabras griegas. Era un hombre… 13 años no habían pasado en vano—. Mi maestro me había explicado que no era posible teletransportarme entre los templos si ella estaba aquí, por su poder.

Afrodita pestañeó. No supo cómo digerir esas primeras palabras. No habían saludos, no había un “ya estoy aquí”. No se entreabría entre sus silabas algún gesto de buscar ser bienvenido al lugar que él mismo había abandonado. No… no hubo nada de eso. Solo una respuesta a una interrogante que quizás, en algún momento se hizo. Quizás, en algún momento la preguntó en una carta o quizás, era la que estaba allí, vedada y esperando por ser escuchada.

La ecuanimidad en la expresión de Mu, comenzaba a crispar sus nervios. Afrodita se vio obligado a desviar la mirada, sintiéndose enredado por una marejada de emociones discordantes. Había deseado tanto ese momento y ahora que lo tenía por fin frente a él se le había antojado insulsamente insípido. Como si para Mu no significara nada, como si realmente no le agregara a algo a su vida el tenerlo de nuevo. Frente a él. Aquello le ardió, más que su labio lastimado.

—Afrodita…

—¿A qué has venido? —gruñó con malestar, dirigiéndole de nuevo los ojos ahora con la dureza del mármol que le resguardaba la espalda—. ¿A traicionarnos? —mordió, dando un paso hacia adelante—. ¿O a pedir perdón al patriarca por tu ausencia? —Sabía que esa última era técnicamente imposible, pero se sorprendió al hallar en su impetuosa reacción esa pizca de esperanza oculta entre sus pétalos. Mu se lo quedó mirando, quieto, como si nivelara el tono de sus palabras.

—Vine a agradecerte.

Afrodita ya estaba preparando las consecutivas palabras, la cadena de amenazas que pensaba plantearle a Mu ahora que estaba cara a cara con la firme convicción de disuadirlo del destino que había tomado. Estaba a punto de soltarlas en una lluvia de palabras agrias hasta que lo escuchó, y toda la enmarañada que se había formado cayó vencida a sus pies, imposibilitada. Los ojos azules de Piscis le miraron, no podía aparta sus vista de él mientras trataba de digerir la reciente frase, el significado adjunto y todas sus consecuencias; hallando ninguna lógica.

Parpadeó, y tuvo que maldecir internamente cuando se descubrió capaz de ruborizarse tan siquiera un poco. Se mordió el labio como un acto de auto reproche antes de echar sus hombros para atrás y soltar el aire que se había atorado en medio de su garganta. Sentía que su rostro empezaba a hervir, y entendió que no solo era la vergüenza o la impertinencia de las palabras, sino toda esa rabia acumulada que no había podido dejar salir.

—Quizás no entiendas. —No, no entendía. No había forma de entender porqué Mu regresaba, iba a su templo para agradecerle cuando durante todos esos años no habían hecho nada, no hubo comunicación alguna y la promesa se había quedado con la validez equivalente a un grano de arena—. Pero las cartas que me enviaste fueron mi compañía durante esos años. —Los ojos claros del menor se levantaron, tan transparentes, que estaba seguro que podría tocarlos y sentirlos como agua—. No podía responderte, no era prudente, pero quería agradecerte porqué pese a todo, nunca te olvidaste de mí.

No era justo…

Todas las espinas con las que Afrodita se había pretendido envolver, habían caído ante los pies de Aries, sin siquiera tener ánimos de defenderse justamente como la rosa que magullaba sus labios. Sus hombros languidecieron, encontrándose desarmado ante no solo su presencia, sino su ineludible calma y su preciosa honestidad con la que llegaba a él. Franco como siempre, puro como si nunca las manos de Saga le hubieran tocado. Quizás lo único puro entre los mármoles ensangrentados y agrietados por ausencias y traiciones.

Los ojos del sueco observaron a Mu moverse, suavemente, entre los cuadros de la construcción bajo sus pies. Siguieron anhelantes cada uno de sus movimientos, recordando tantas cosas, redibujando otras más que le hubiera gustado vivir y acabando siempre contra la capa blanca y el largo cabello recogido del menor que ahora sujetaba entre sus dedos uno de los pétalos de rosas.

—La rosa que planté nunca pudo sobrevivir a las tierras de Jamir. —De nuevo Mu le dirigió la mirada, con una franqueza única—. Pensé que entonces no era bueno para ello y me dediqué a lo único que saben hacer estas manos, golpear oro y fundir estrellas en nombre de Atena, esperando que regresara.

—Puedes hacer más que eso… —Se escuchó decir y la corta sonrisa de Mu pareció darle una aceptación diplomática a sus palabras.

Para Afrodita era mucho más que eso, mucho más que solamente tener en manos un martillo y polvo de estrella. Mu no solo tenía ese poder en sus manos, lo había atestiguado. Con sus manos tenía el poder de haberle devuelto de la soledad que él no entendía porque se sentía auto impuesta y con sus manos tenía el poder de haberlo acompañado al menos con cartas escritas. Había demasiado poder en sus manos, en sus palabras, tantísimo…

No midió sus propias acciones hasta que estas fueron concretadas. Afrodita tomó las manos de Mu, ambas, sobre las suyas notando las asperezas formada por el trabajo que él mismo se había asignado en la solitaria torre. Observó sus nudillos golpeados, los montes resecos y las cortas uñas cuadradas sin forma, en manos blancas y de herrero. Las comparó con las suyas, limpias y cuidadas, sin rastro de cicatrices. Perfectas.

Sus manos mismas eran el reflejo de todo lo que ambos habían vivido. Afrodita entre la luz cegadora de Saga aún convirtiéndose en un eclipse y Mu escondido en la oscuridad de una estructura antigua alejándose de él. Ambos, usando sus manos en beneficio de lo que creían correcto, Mu contra el filo de las armaduras celestiales, él sobre la piel sedosa del encarnado poder.

Entonces él se sintió sucio y tuvo que soltarlas.

¿Quién era realmente el traidor?

—Aún estás a tiempo, Afrodita. —Levantó su mirada sobre los ojos del menor, quien le remitía una de condescendía, como si expiara en ese momento cada pecado, como si perdonara cada caricia de placer que destinó al hombre que lo había dejado huérfano, que lo había desterrado, que había incluso intentado herirlo. Como si justificara cada una de las gotas de sangre derramadas en nombre del poder, incluso la de Albiore—. Tú lo sabes, sabes que Atena no está aquí, que ella está por llegar. Tú sabes qué…

—No. —Tuvo que bajar su rostro, esconder su mirada de él—. No…

—Por ella estamos aquí, por ella…

—No —repitió, subiendo su mirada aún más conmovida y decidida. Los ojos de Mu parecían querer esperar una explicación que no existía. Y esa, claramente, era impronunciable.

Su fidelidad ya tenía dueño y esa estaba a unos cuantos escalones arriba, cubierto de una máscara y una envestidura que no era suya. Cambiar los bandos a esa altura era inaceptable. No había un paso atrás…

Mu bajó su mirada, sopesando lo que ese encuentro estaba generando. Sinceramente no había nada y se dio cuenta que tras el largo silencio lo único claro es que todo lo que ellos hubieran podido tener estaba roto y no había tiempo de reponerlo. Saori llegaría con sus santos y cada uno estaba destinado a tomar una posición. No había lugar, para todo lo que pudieran o no decirse.

—Sube. —El tibetano levantó la mirada observando los ojos claros y brillantes de Afrodita—. Sube Mu, sube y míralo… sube y entiéndelo.

—No.

¿Acaso había algún espacio a la comprensión?

—Si lo ves, entenderás. Entenderás porque yo…

—No.

Tragó grueso, al comprender que la posición de Mu era tan inamovible como la suya y la fatalidad se presentaba ante ellos, tan clara y precisa que incluso podría adivinar la textura de sus manos heladas sobre su pecho.

Bajó la mirada, conteniendo los sentimientos que le sabían a vanidad. 13 años no habían pasado en vano y las palabras se quedaron de esa forma, en palabras, en simbología escrita en papel, en dialecto que no tenía más que un significado sin procedencia.

Ya todo estaba dicho.

Golpeando contra el viento que se le antojó estéril, los pasos de Mu resonaron más Afrodita no había destinado su atención a comprenderlos. Suponía que camino iba a tomar, el descendente, perdiéndose entre el mármol para regresar a su sitio. Adivinó el recorrido, el aroma que se perdería cuando pasara por su lado para no regresar más. Porqué sabía, que en ese momento acabaría todo. Que cuando el reloj encendiera, uno de los dos iba a morir.

Y era esa, la certidumbre del final, que le provocó un temblor imperceptible en sus manos hechas puños a cada costado de su cuerpo, amenazando con golpear la columna para soltar la frustración que no podía materializar en palabras. A la espera de que Mu se fuera lejos, como siempre lo había estado, como debió quedarse.

Sin embargo, Mu no hizo más que apegar sus pasos a él y quedarse así, plantado a tan solo centímetros de su cuerpo y envolviéndolo con la calidez de una mirada enigmática. Esperaba algo y lo peor era saber que Mu tenía claro que era lo que esperaba, que era lo que quería arrancar de lo más profundo de su ser. Tan claro como siempre lo había tenido, tan certero que no hizo falta las palabras.

Ciertamente lo había conseguido.

Afrodita no pudo contener lo que tanto había aguardado por darle desde hacía tantos años. Aquel gesto que tuvo que tragar en la noche de lluvia que Mu desapareció. Cerró sus ojos con fuerza y dio empuje al impulso que le sobrecogió las entrañas, vorazmente, como si no pudiera ser de otra manera. Quebró el espacio que había quedado entre ellos para abrazarlo protectoramente.

Y ya no hacía falta más. Las palabras carecían de significados. Sintió que ellas ahora tomaban una forma acuosa que cocía sus pupilas y se determinó firmemente el no llorar. Porqué era después de todo una despedida. Y al final, las despedidas eran siempre así de dolorosas, por mucho que Mu apretara su cabello contra la armadura y la capa, que los dedos de Afrodita se hundieran en el sedoso cabello de Mu, tomando el aire de su cuerpo, buscando mancharse de sus polvos de estrellas.

Pero quizás eran todo lo que tenía. Y desperdiciar el tiempo en explicaciones no era lo que creían correcto. A veces era mejor irse sí, sin palabras, demostrando todo con un gesto tan abrazador como él que en ese momento se estaban entregando. Nada cambiaría sus posiciones, ambos habían decidido sus bandos. Y no podían hacer otras cosas que tomar sus lugares y esperar, lo que el tiempo tuviera designado para sus almas guerreras.

Porqué cuando el reloj de fuego se encendiera, solo eso quedaba: tiempo.

Con los brazos vacios, observando la figura de Mu desapareciendo escalones abajo para regresar a su templo, a Afrodita le pareció tener polvos de estrellas en sus manos. También una lágrima que se encargó de secar con sus dedos prendidos de escarchas. Entonces recordó la carta que nunca envió y su mirada fue hacía atrás, como si por un momento hubiera tenido la intención de volver y buscarla. Pero se detuvo, comprendiendo que ya el tiempo había vencido todo sentimiento y no había vuelta atrás.

Finalmente, ya no había espacio para las palabras…


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