1958, en un Japón que se levantaba gloriosamente desde sus cimientos, para bien o para mal.
Otoño.
El viento frío, las hojas cayendo por todos lados; siendo empujadas por la brisa entre los pies de los transeúntes, destinadas a la pila del parque o a las fauces del rastrillo. Tu época favorita del año, tal vez porque de alguna manera te recordaba la caída de la flor del cerezo, pero sin ese ambiente de júbilo que tanto detestabas. Los mejores días para morir.
Si bien ya lo he hecho una y otra vez, vuelvo a acercarme a ti para acomodarte mejor: el rostro agachado, de lado; y la mano derecha, levantada. La izquierda se queda abierta sobre tu regazo –hacia donde no podría mirar sin infligirme con ello espantoso desasosiego, por más que lo intentara- y me es imposible no adornarte el rostro con ese líquido que ahora está en todas partes y que combina hermosamente con tu larga cabellera lacia; con tu melena pelirroja.
No he tenido que recurrir a la molesta soga que pensé que me sería forzoso utilizar para sostenerte. Extrañamente y luego de un tiempo, te has quedado rígido, mudo y hermoso; de la manera en que quise verte tantas veces, y que sólo pude conseguir así. ¿Eres tú, Akihiko? A veces lo dudo, puesto que ya no me miras con tus ojos reprobadores y el ceño fruncido. Aki, mi querido Shi-no, ¿cómo podré narrar la manera en que tus kami fatídicos nos trajeron hasta aquí? Como si fuera una película, tal vez; como si a alguien fuera a llegar esta historia a modo de relato. “Ah, eres un estúpido, Shunichi, ¡tú y tus malditas ficciones! Deja eso; te lo he dicho miles de veces.” Lo siento, primo, pero ‘realidad’ fue el nombre que le di desde muy temprano a mi propia imaginación.
No tengo por qué ir en orden; total, sólo me he sentado aquí en la hierba, a escasos metros de ti, para contemplarte en tu yerto esplendor escarlata y rememorar algunos momentos de nuestras vidas, antes de que todo termine. Para comenzar, aquellos en que todavía éramos un par de críos, y alguna gente dudaba de que pudiéramos ser parientes. Más exactamente, cuando se preguntaban una y otra vez, delante de ti, si en verdad eras “puro”. Oh, ignorancia; ¡y todo porque el castaño de tus cabellos le había robado al sol su tono moribundo de la tarde! Te hacían daño, ¿no, Aki? Te hicieron sufrir mucho, hasta que caíste en cuenta de que no había sido tu pelo el ladrón, sino que la diosa te había dado su gracia.
Un día, mientras jugábamos entre los escombros de la parte este de la ciudad, me lo dijiste. Me contaste que entrarías al ejército, y yo, en mi infantil candidez y con el horror de mis recuerdos, no pude entender de cuál armada hablabas. Años después, estando a punto de llegar a la edad requerida, te confronté, y te hice saber que me parecía descabellado que siguieras pensando de esa manera. “Algún día, Shun, este país volverá a levantarse y recuperará lo que le pertenece. Aunque ahora tengamos que bajar la cabeza y obedecer como burros.”
Me estremecí al oír tal cosa. ¿Qué querías que hiciera? La filosa frialdad en tus ojos me daba tanto miedo como el que esta hoja brillante que ahora sostengo en mis manos debería producirme… O los gritos desesperados de quien pise, luego de este día, el sanatorio derruido en el que nos encontramos. No lo sé, y no me importa, porque total mis oídos ya se habrán cerrado para entonces, y mis orbes se velarán con el peso de los negros dioses.
Nunca creí realmente en tus kami, pero cuando descubrí que era de lo poco que podría unirnos, no dudé un instante en acudir a los templos para que me vieras. ¡Y qué paradoja, teniendo yo tantas deidades en mis libros!... Pero es que jamás cambiaría por nada del mundo el gozo de verte sonreír calladamente, con esa fraternal satisfacción luciendo en tu semblante. ¿Sabes qué era eso para mí, primo querido? Era como sentir que correspondías a mi amor al menos por una vez, y aquel día en que te allegaste a mi lado mientras rezaba, y pusiste tus manos alrededor de las mías -que estaban entrelazadas- mi corazón retumbó con la fuerza de mil tempestades.
Me miraste y susurraste (completamente reacio a romper la tranquilidad del santuario) que confiabas en que alguna vez yo dejaría de perder el tiempo en tonterías occidentales, y me dedicaría a lo verdaderamente importante. “Porque esta es una de las grandes verdades que nos han robado, y me cuesta poder hacerme a la idea de que tú, con tu sagacidad, todavía no lo hayas entendido. Aun así, ruego a Amaterasu-sama por ello.” Sobra decir, pues, que odiabas con toda tu alma el culto cristiano.
Ahora que te tengo tan cerca, tal vez como nunca antes me dejaste aproximarme, puedo ponerme a tus pies, abrazar tus rodillas e implorarte con lágrimas: ¿alguna vez, aunque fuera, le suplicaste a la brillante dama en mi nombre? Que me doy por satisfecho con saber tal cosa, y la emoción en mi pecho se desborda con total desconocimiento de límites.
“Shun, ¿por qué no vienes conmigo? ¿Por qué no te nos unes?... ¿¡Qué clase de amor por tu tierra es el que sientes entonces!?” Bramabas una y otra vez, y para eso solamente habías ido a buscarme a la facultad. ¡Ay, iluso de ti, que no comprendías que eras tú mi única patria! Pero, ¿tenía yo derecho de recriminarte cosa alguna? ¿Qué y si mis ruegos a tu señora habían sido finalmente escuchados? Quizá tú también me extrañabas y me necesitabas a tu lado, como en esos días de infancia en que jugábamos entre piedras, muertos y despojos.
Pero no tardé en darme cuenta de la amarga verdad; de lo que en realidad te motivaba a visitarme. Y perdona que ahora deba contener la ira tras los ojos, y empuñe la daga por el filo… manchándolo todo. El precioso vestido albo en el que envolví tu cuerpo era demasiado simple. Demasiado inmaculado.
Tu vista se clavó en ella con la misma severidad que guardabas para todos, pero a mí no se me hizo difícil comprender qué había detrás de tus pupilas de hielo. Todavía puedo verla en mi mente atribulada, abrazando sus cuadernos, huyendo entre la gente. La dulce Junko, quien temió más que nada antes en su vida ser el blanco de tu atención, y que comenzó a acercarse a mí no bien supo que la sangre mediaba entre nosotros.
Y si no fuera por el desenlace tan horroroso al que la obligó tu brutalidad, diría que hasta por haber tenido su compañía debería agradecerte… Pero no lo haré, porque ya te he pagado con creces todos tus favores. Y no eres capaz de levantar ahora la mirada, ¿verdad, Fujimoto? No, ya no puedes, ni aunque conserves los ojos todavía calientes fuera de sus órbitas. Si tan sólo pudiera remembrarlo todo con verdadera exactitud, sería capaz de señalarme a mí mismo en qué punto empecé a perderte.
Con lágrimas resbalándome por las mejillas y uniéndose en asqueroso connubio con la sangre que brota de mis manos, me desespero, y me levanto y vago a tu alrededor sin saber ni siquiera qué decirte. Tus oídos se cerraron y ya no escuchas, pero a mí los gritos que se me agolpan en la garganta están a punto de quemármela. Soy culpable también por lo que le sucedió a la chica, y sólo acallándome eternamente podré aliviar esta carga insoportable de tener esos recuerdos tan vivos en mi memoria.
“Pero tú te apellidas Ijichi…” Sí, primos por parte de madres. “Y estás aquí, estudiando literatura, mientras que él… se ha enrolado…” La dolorosa marca, tan viva todavía como para que ella no pudiera ni nombrar la diezmada milicia de nuestro país culpable. Ah, pequeña hermosa, que en sus adentros era incapaz de creer en tal abismo de diferencias entre tú y yo. Aun así, y porque no imaginaba siquiera la forma tan vil en que ibas a ultrajarla, me atreví a inquirir por el motivo de su reticencia a aceptar la propuesta que le hacías de convertirla en tu esposa. Contestar a aquella pregunta llevó meses, e implicó que al final de ese tiempo sus ropas cayeran, al igual que las mías; porque una razón la tenía en el alma, y la otra, en el cuerpo.
Todavía recuerdo cuando, al querer yo saber por qué motivo me había mostrado su gran secreto a mí precisamente, ella rió tiñendo su semblante con la más sincera de las lástimas. “Porque le deseas aunque ambos sean hombres, como tal vez no lo ha hecho nadie nunca; como quizá no lo haga nadie jamás. Así que no serás tú quien me juzgue.” Y cubriéndome de besos el rostro y el alma, se abalanzó sobre mí nuevamente, y ahuyentó una vez más el terrible frío de la noche.
“Shi-no me quiere para lastimarme, para humillarme a causa de la mezcla de mi sangre”, me confesó durante una tarde oscura, bajo la lluvia; sosteniendo con mano trémula su sombrilla, mientras que la profundidad de los bolsillos se le volvía insuficiente para albergar la contraria. ¿Qué clase de seres extraños éramos ella y yo, que le tomó más trabajo contarme sobre el origen de su familia que acerca de lo que había debajo de sus largas faldas? Y qué imbécil fui al no creer en las razones que tenía para temer por su vida.
¿Es esto lo que deseabas al obligarme a evocarlo todo; no, Akihiko? Que la faz se me arrasara así por el llanto. ¡Di, contesta! Por todos los cielos, que jamás podré perdonarme el haber sido tan ciego. ¡Sus ruegos, ese día; sus voces, suplicándote que te detuvieras! La manera tan impía en que destrozabas la sacralidad de su misterio, importándote muy poco si mancillabas a una hembra o rebajabas a un hombre. Y yo, tan cobarde como para no contenerte; sin perseguirte para evitar que te me llevaras con ella la existencia. Ignorando que, a causa de tu barbarie, la más dulce de las criaturas dejaría el mundo por injusta mano suicida.
¿Y de qué me serviría acercarme amenazante ahora y tomarte del cabello por detrás de la cabeza, si ya te he arrancado los ojos y no vas a mirarme? Los orbes malditos que coloqué en tu palma no han dejado de observarlo todo, pero a diferencia de lo que sucedió en el pasado, ya no pueden hacer más daño.
Así que, acomodando mis piernas tal cual lo hubiera hecho ella de no haber preferido la soga y las alturas, ato mis rodillas juntas con un jirón de tela, preguntándome por última vez por qué cometí el desvarío de dedicarte mi vida. Tal vez fue porque ambos éramos unos soñadores empedernidos. Tú soñabas con revertir el tiempo y cambiar el curso de la historia; y yo, con poder comprobar por fin que también eras humano. Pero es claro que ya no sé qué sentir, y ni siquiera puedo afirmar que todavía piense.
¡Solázate, contempla y regocíjate! Sean tus pupilas cubiertas de sangre y humor vítreo los testigos de mi muerte. Sea tu espíritu espurio el kaishaku[1]que me auxilie, por cuanto sólo cumplo con la maldición que salió de tus labios cuando clavé la daga en tu corazón enfermo. Izquierda, derecha, al centro… y arriba.
[1] Kaishaku o kaishakunin es la persona encargada de asistir al suicida por seppuku, y en quien recae la responsabilidad de decapitarlo durante su agonía.