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Hankyu, la ciudad de los excesos. por Helena Key

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Notas del capitulo:

Bueno, aquí está el segundo capitulo. Me tarde en subirlo porque tuve unos problemas en el Word y no se me guardaban las correcciones :(

Este es un poco más largo que el anterior, y ya empieza a contar una historia.

¡Esperó que les guste :D!

Hankyu, la ciudad de los excesos.

Capitulo 2; Anochecer.

Música Utilizada;  Nirvana – Come as you are.

 

            Las líneas negras que la conformaban eran sutiles y delicadas, llenas de gracia en su forma y contextura. Todas y cada una de ellas expresaban una calma y un sosiego que casi podían palparse con la mano; un sentimiento tan solo encarnado por el aspecto cálido y suave de su pintura. Sus delicados trazados a tinta y sus complicados bosquejos en carboncillo daban la forma a un cuerpo femenino, que de rostro afable y buenas proporciones, lanzaba una picara sonrisa al espectador, remarcada por su pintalabios rojo. Estoy hablando por supuesto, de un cuadro. Un hermoso cuadro que el señor Sesshomaru modelaba en la estancia de su casa, postergada, polvorienta y olvidada.

 

            Era una pieza agraciada, de esas que entonces se abrían vendido al mejor postor, y sin embargo, el artista no parecía hallar en ella la belleza que otros si habrían encontrado. Independientemente de lo que pudiesen pensar, no se trataba de un hombre inconformista, mucho menos caprichoso. Simplemente, por alguna extraña y desconocida razón, encontraba en su obra una sensación de vació que la hacía lucir incompleta. Se había resignado a pintar desde entonces; a permanecer hora tras hora frente al cuadro, sin tocar en ningún momento la tempera o el pincel.

 

            Cualquiera diría que el simple hecho de sentarse a reflexionar, esperando que inexplicablemente la respuesta llegase hasta él, no resolvería su problema. Sin embargo, más tarde que temprano, el señor Sesshomaru se daría cuenta de que le disgustaba la falta de realismo en su pintura. -Y no me refiero, por supuesto, a ese realismo físico que, basado en luces, oscuridad y perspectiva, caracterizaría a la pintura del siglo 18, sino a ese que te hace sentir el dolor, la amargura y el miedo que embargarían al personaje representado, y que te hace pensar, de la forma más ingenua e irracional, que en el lienzo enmarcado en tu pared hay algo más que una cara sonriente.

 

            A su obra le faltaba emoción; ese incesante grito a la vida -y a veces a la muerte- que hace eco alrededor de la existencia humana. Y al darse cuenta, el artista se detuvo en seco, y se preguntó, en una voz taciturna:

 

¿Es posible encarnar la fría tozudez de la vida tan solo en tempera y pincel?

 

             ¿Es posible pintar la vida acosta de la sinceridad, sin correr el riesgo de caer en la hipocresía y el dramatismo? En sus días de juventud -como le gustaba llamarlos-  cuando aún no se había visto aprisionado por los rencores de la guerra, y su juicio no había sido nublado por los deseos de poder y la búsqueda incesante de la omnipotencia, el señor Sesshomaru había sido una persona sencilla. Un hombre de caprichos y deseos sencillos. Si estaba molesto, refunfuñaba, si se sentía feliz, sonreía, y a veces, muy pocas veces, cuando se sentía triste, lloraba. Ahora, algo escondido en la profundo de su ser, aún atrapado en la frialdad del belicismo, le negaba permitirse semejantes emociones.

 

            Esa tarde de verano, igual que todos los días, el señor Sesshomaru se sentó en el banquillo frente al lienzo. Y como siempre, salió de su casa agobiado, dejando en la sala de estar un cuadro sin terminar.

 

***

            Ese día las calles de la metrópolis estaban llenas de gente; la multitud se aglomeraba con impaciencia alrededor de los almacenes, comprando, vendiendo e intercambiando lo que se podía. En las cercanías sólo podía escucharse la saturación de voces opacándose entre sí. Las mujeres, que vendían telas de angora y baratijas hechas a mano en los rincones más alejados, en un tono agudo y chillón, que resultaba estridente para el que les pasase por al lado. Y los hombres, que vendían pesadas armaduras de antaño y viejas reliquias familiares en  los mejores puestos de venta, usaban una voz más fuerte y amenazante, que colaba el miedo en los huesos del que quisiese rebajar los precios.

 

            Poco a poco el señor Sesshomaru fue dejando atrás los almacenes, y en su lugar comenzaron a aparecer antiguas tiendas de té y pequeñas puestos de Shokudou. Entró en una de las cantinas que, al otro lado de la calle, formaban una perfecta hilera de negocios pequeños, con fachadas color granete y tejados de cubierta negra. Era un lugar espacioso, que a esas horas del día aún permanecía vació; los clientes llegarían bien entrada la noche, y entonces se volvería tanto o incluso más concurrido que los largos almacenes que el señor Sesshomaru había dejado atrás.

 

            -           Entonces, señor Sesshomaru. ¿Tiene las pinturas? - Le preguntaba la cantinera cada que ponía un pie en el local. Era una mujer pequeña, de maneras amables y corteses, que desde hacía un tiempo se había convertido en el objeto de sus atenciones.

 

            -           No he podido terminarlas. - Siempre le respondía, en una voz seca. Y ella era una mujer paciente, no le reprochaba, y le invitaba un trago de alcohol.

            -           La casa invita. - Siempre decía, antes de sonreírle una última vez, y desaparecer tras el mostrador.

 

            Natsuko era una mujer peculiar por su sencillez; una sencillez semejante que la acercaba a la excentricidad. Tal vez era por esa contracción que aparecía en su rostro, en la comisura del labio superior, cuando alguien hacia algo que no le gustaba, y que deliberadamente trataba de esconder tras una amplia sonrisa. O quizás porque a lo largo del día repetía una y otra vez palabras cordiales, como "Gracias" o "Me alegra mucho" o "¡Que interesante!" en momentos en que no venían al caso, como si se estuviese esforzando al máximo por parecer amable. O, sería, probablemente, era porque su amabilidad parecía más una obligación para ella que una forma de ser. Al señor Sesshomaru aquello le parecía extraño, a veces perturbador, pero pasaba tan poco tiempo entre ellas, que no parecía darse cuenta de que todas las mujeres eran así.

 

Por lo tanto se quedó en el local, con un vaso a medio beber de Sake caliente, preguntándose sobre el porqué de las cosas, y levantando la cabeza, con quizás demasiada emoción, cuando creía haber hallado las respuestas. Afuera, el sol comenzó a bajar, y cuando el cielo azul se volvió de un negro oscuro, y la luna llena brillaba en el cielo, una serie de extraños personajes comenzaron a llenar el local. Hombres delgados entraban por la puerta con sus trajes de oficinistas, desasiendo el moño de sus corbatas y sentándose en una esquina con sus compañeros de trabajo; también llegaban muchachos vistiendo Kimonos, -hijos de los mercaderes que atestaba los almacenes, y que por la noche salían a divertirse cuando sus padres no los veían-. Y por último, algún que otro anciano, que demasiado cansado para seguir trabajando o hacer otra cosa además de cobrar su pensión, aún tenía energía para pasar una noche en los bares de la ciudad. Todos ellos acompañados yendo de la mano con Geishas sonrientes, gráciles y gentiles.

 

            Aquella pretendía ser solo otra noche aburrida; gente gritando, hombres bebiendo, y mujeres chillando. Pero esa velada en particular prometía ser diferente, aunque el mismo Sesshomaru no se había dado cuenta sino hasta que sus ojos se fijaron en una mesa cercana, y divisaron un rostro conocido. En un principio dudo que de verdad se tratase de él, y hasta llegó a creer que había bebido demasiado. Entonces volteó a mirar el vaso medio-lleno de Sake caliente, y recordó que apenas había probado alcohol esa noche. Así que vació, esta vez con apuro, el pequeño recipiente, y se dirigió a esa pequeña esquina del bar, donde se acojonaba un viejo, y algo desdeñable, conocido.

 

 

Come as you are, as you were, as I want you to be.

Ven como eres, como eras. Como yo quiero que seas.

As a friend, as a friend, as an old enemy.

Como un amigo, como un amigo, como un viejo enemigo.

 

            Inuyasha lo vio sentarse a su lado sin demostrar mucha emoción, ya fuese de molestia, sorpresa, u otra cosa. Como fuese, una mesera los importunó antes de que pudiese emitir cualquier tipo de queja. Después de todo, al señor Sesshomaru no lo hubiese sorprendido saber que el mitad-bestia no quería tenerlo ni cerca, mucho menos en la misma mesa. Su relación, la verdad, nunca había sido de las mejores. - ¿Puedo ofrecerle algo?–Preguntó la mujer, que mostraba rastros de cansancio e insomnio, pero continuaba sonriendo, y hablando con esa voz tan suave y complaciente propia del sexo femenino.

 

            -           Tráigame lo que quiera. - Respondió con dejadez. Al señor Sesshomaru, por alguna razón, le turbo esa forma suya de hablar. En su voz había algo ronco y afligido -no como la de un borracho, o un drogadicto, que son más quebradas, sino de las que habrías atribuido a un anciano decrepito, demasiado cansado para demostrar alguna emoción en sus maneras-.

 

            -           Nada mejor para olvidar, que un trago de alcohol. - Aconsejó, con una gran sonrisa en la cara -como insinuando que su estado actual no podía deberse a más que a un despecho pasajero-, Inuyasha, por supuesto, más que divertido pareció molesto, así que el señor Sesshomaru decidió borrar esa sonrisa en su cara y no comentar al respecto.

 

            La muchacha se retiró a buscar el pedido, y por algún momento hubo un silencio incómodo entre los dos. El señor Sesshomaru decidió una excusa para su silencio en la mesera, de quien no apartó la vista hasta que hubo desaparecido entre la multitud. Inuyasha, por su parte, jugueteaba con su caja de cigarrillos, antes de hacer el ademán de tomar uno y metérselo en la boca. Sin embargo, al sentir la mirada del otro encima, no supo por qué, decidió que no era una buena idea.

 

            -           Y dime, ¿Qué estás haciendo aquí? - Finalmente preguntó el mitad-bestia, solo para romper el silencio. Su hermano pareció dudar por algún momento en responder, tal vez por temor a ser objeto de burlas, pero habló, y lo único que recibió fue una mirada sorprendida.

 

            -           ¿Así que ahora eres un pintor?... Tengo que decir que eso no me lo esperaba. - Comentó en voz baja, mientras se entretenía desarmando el cigarro que no se había atrevido a encender. Su respuesta le había causado gracia.

 

            -           ¿Y qué estás haciendo tú?

 

            -           Nada en especial; con suerte, me desalojan la próxima semana. - Fue lo que respondió, ni muy animado, ni muy triste. Después comenzó a reírse, y tras una sonora carcajada, que la verdad no venía al caso preguntó. - Dime una cosa, Sesshomaru. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que te vi?

 

            -           No lo sé. Cincuenta... ¿Sesenta años? Ya lo he olvidado.

 

            Inuyasha emitió un pequeño sonido de asombro, y su mirada ya algo desorbitada desde el principio, pareció perderse en la lejanía. Años atrás, cuando los viejos rencores se habían visto apaciguados, su relación había sido de mera indiferencia, podría decirse de una ignorancia mutua, con la cual ninguno de los dos parecía disconforme; a excepción de en una o dos ocasiones, en la que se hubo tornado violenta. No me refiero, por supuesto, a una agresión física, pues era una violencia netamente verbal, que de entre otras cosas, solo hería el orgullo. Su hermano nunca fue realmente objeto de su interés, y viceversa. Sin embargo, esa noche, quizás porque el tiempo había pasado, y no sólo ellos, sino el mundo a su alrededor, habían cambiado, ambos decidieron romper, en silencio, ese acuerdo.

 

            -           Diablos, eso es mucho tiempo... - Comentó en voz baja, recobrando aquel tono ronco y fastidiado.

 

Take your time. Hurry up. The choice is your, don´t be late.

Tomate tu tiempo, apresúrate. La decisión es tuya, no te retrases.

Take a rest, as a friend, as an old memory.

Tomate un descanso, como un amigo, como un recuerdo lejano.

 

El señor Sesshomaru bebía lentamente su trago de alcohol, enfrascándose en él como una excusa para su silencio. Hacía mucho tiempo que no mantenía una conversación decente con nadie -a excepción de Natsuko, por supuesto, con quien debía limitarse a hablar de los cuadros y su tiempo de entrega- además, nunca había sido alguien muy hablador, por la que se dice. Inuyasha tampoco se molestó en mediar palabra, o siquiera intentarlo. Estaba bastante incómodo con la situación, sin embargo, cierta curiosidad había aparecido, de repente, hacía ese vestigio del pasado que estaba sentado frente a él, y eso era suficiente como para, al menos, tolerar el silencio.

            -           La última vez que te vi estabas casado, ¿Puedo preguntar como terminó eso? - Comentó Sesshomaru, preguntándose si, después de todo el tiempo que había pasado, Inuyasha aún estaba casado con una anciana decrepita. El mitad-bestia, por su parte, lo miró con ojos enarcados, como si de alguna forma, su pregunta lo hubiese ofendido.

 

            -           Ahome está muerta, si es lo que estás preguntando. - Respondió, tomando la botella de Sake que la mesera había dejado allí hacía unos minutos. - Lo que es bueno, porque murió antes de convertirse en una vieja arrugada. Esa abría sido una situación muy incómoda. - Sesshomaru rió por lo bajo, pensando que era extraño que Inuyasha hablase así de una mujer a la que supuestamente había querido tanto.

 

"El tiempo realmente cambia a las personas."

 

            Fue lo que pensó, antes de vaciar por segunda vez esa noche, el pequeño recipiente lleno de Sake caliente.

 

            Quizá no haya sido de lo más ortodoxo, aquello de la apasionada conversación en medio de una cantina de borrachos, pero en contra de todos las predicciones, aquella noche resultó entretenida. Porque es fácil reírse de las cosas cuando han quedado en el pasado; las equivocaciones que uno comete o que cometen los demás, e incluso lo momentos más desagradables o aterradores, pueden parecer risibles cuando el tiempo ha pasado, y ya no tienen tanta importancia.

 

Come dowsed in mud, soaked in bleach. As I want you to be.

Ven cubierta de lodo, bañada en blanqueador. Como yo quiero que seas.

As a trend, as a friend. As an old memory.

Como una moda, como un amigo. Como un viejo recuerdo.

 

Pasaban ya de las 4 de la mañana cuando la cantina cerró. Inuyasha y el señor Sesshomaru estaban parados a las puertas, ahora cerradas, del local, espectadores de la lluvia que opacaba esa fría madrugada de Agosto. Ambos se veían obligados a abandonar el lugar, y a la larga, olvidarse de encuentro suscitado, sin razón aparente. El segundo no tenía problemas con volver a su casa vacía, por solitaria que pudiese parecer; pues era la soledad y la tristeza que el mismo había construido y cargado a lo largo de los años. Llegado a ese punto, estaba resignado a que la soledad era parte de su ser. Sin embargo, el primero, un tanto más mareado y confuso tras aquella larga noche en vela, no tenía ganas de atravesar los almacenes para buscar la estación del tren, mucho menos tenía ganas de soportar las dos horas y media de viaje para llegar a su casa. No quería ver a Koga; realmente no quería verlo. No tenía fuerzas para aguantar otra pelea, mucho menos para encargarse de él. Aún así, pasar el resto de la noche en la calle tampoco parecía una idea muy tentadora.

            -           Eh, Sesshomaru. - Le llamó justo antes de que se fuera, con cierto desgano en la voz. Casi inconscientemente, tomó uno de los mechones de su cabello y comenzó a enroscarlos. - ¿Crees que... crees que podría acompañarte... solo por un rato?

            El señor Sesshomaru lo miró extrañado. No era, bien, una pregunta tan fuera de lo normal, sin embargo, viniendo de Inuyasha sonaba extraña. Sin nada que perder, continuó con su caminata, haciéndole una seña al mitad-bestia para que lo siguiese. Caminaban uno al lado del otro, salpicando sobre los charcos de agua que la lluvia dejaba tras de sí. No se miraban mutuamente, ni levantaban la mirada; el silencio se cernía nuevamente sobre ellos. En una, o dos ocasiones, el señor Sesshomaru se atrevió a voltear para mirar a su acompañante, que empapado por el agua de lluvia, tenía un aspecto extrañamente desamparado. Si bien la imagen no le produjo más de lo que produciría ver a un desconocido tiritando bajo la lluvia, algo en ella le dio la sensación de que eso ya había pasado; pero hacía muchos años -más de los que pudiese contar- cuando el mitad-bestia aún era un niño.

            Sesshomaru sólo había visto a Inuyasha en esa forma pequeña y aniñada una vez; una sola vez en que se sintió invadido por la curiosidad hacía esa pequeña criatura, que no era una bestia, pero tampoco un ser humano. Había sido una situación extrañamente similar; era de noche, la luna estaba alta en el cielo, y llovía mucho. El mitad-bestia estaba atrapado en la tormenta, refugiándose bajo un árbol de ramas gruesas y torcidas. Sus ojos dorados, entonces grandes y bien abiertos, brillantes, incluso en la oscuridad de la noche, miraban hacía la arboleda donde él permanecía escondido, como si, de alguna forma, el niño supiese que alquien estaba allí, pero no podía verlo.

            Ahora, los ojos de Inuyasha parecían más pequeños y apagados, como si ese brillo lleno de confianza y certidumbre que antes habían poseído se le hubiese escapado. Todo su ser destilaba ese aire depresivo que Sesshomaru, por siempre atrapado en su soledad, encontraba tan familiar. ¿Era ese, realmente, el destino de todos los hombres? ¿En verdad la vida estaba tan ligada a la tristeza y al desamparo? O tal vez, no era la vida la culpable, sino la absurda e imprudente forma que tienen los hombres de vivirla.  Sesshomaru llegó a la puerta de su casa, y entonces, pensó que si la sola búsqueda de respuestas iba a atormentarlo tanto, tal vez era mejor no encontrarlas.

            -           Puedes pasar... si quieres. - Le dijo al mitad-bestia, más por esa extraña forma de cortesía que había desarrollado al convivir con los humanos, que por realmente querer invitarlo a pasar.

            Al entrar en la casa, Inuyasha se quitó los zapatos, y los colocó a un lado del pórtico. No era un lugar especialmente grande, si se ponía a revisar solo encontraría una pequeña cocina, un dormitorio y una sala de estar. El señor Sesshomaru, que no parecía querer ser importunado por su visita, se acomodó en el centro del salón, sentándose frente a un lienzo sin terminar. A Inuyasha, que no le importaba tanto como debería el ser ignorado, se limito a establecerse en el pequeño sofá conjunto, observando de cuando en cuando los movimientos de su anfitrión. El tiempo pasaba, y Sesshomaru no se atrevía a tomar el pincel siquiera; no lograba concentrarse teniendo a alguien en frente -tampoco es como si le fuese fácil concentrarse cuando se trataba de esa pintura-. Un par de veces, volteó a mirar a su acompañante, que realmente no parecía prestarle atención. Entonces, este le devolvía la mirada, y Sesshomaru volvía a ver hacía su pintura, tratando de disimular el silencioso escudriño.

***

El amanecer se avistó sobre las colinas del oriente, y el cielo negro azulado poco a poco fue volviéndose de un color purpura, que ante las luces del sol, se fundía con el blanco. Una sensación letargo y somnolencia flotaba en el ambiente. Inuyasha y el señor Sesshomaru no habían dormido en toda la noche, pero no fue sino entonces, cuando las altas horas se hacían notar, que el sueño se hacía presente. En el aire se respiraba una calma tortuosa; la tranquilidad que engendraba ese mundo, finalmente dormido, era algo perturbadora. A Sesshomaru se le formó un nudo en la garganta. Lo atrapaba el desasosiego; el sopor y el adormecimiento que solo producen las noches en vela. No estaba acostumbrado a eso.

Inuyasha, por su lado, parecía a gusto con la sensación. Se prestaba a ella con toda la intención, perdiéndose en los colores de la aurora, igual que todas las mañanas. Sus ojos brillaban con calma, perdidos en la luz del amanecer; el placer de la juventud los embalsamaba, evadiendo cualquier descomposición que el pasar de los años pudiese causar en ellos. ¿Era, quizás, por ese brillo amarillento que los había invadido junto a la luz del alba! ¡Cuánta calma había en los ojos de aquel mitad-bestia! ¡Ese brillo y esa viveza de las que se habían al ver el amanecer! ¡El fulgor que los proporcionaba el paisaje! ¡Probablemente solo un dejo de lo que alguna vez fue alegría sincera!

Los rayos del sol fosforescente lo bañaban de una inspiración que aquel pintor tan incapacitado no podía desaprovechar. La sensación de la vida le era tangible, ajena, pero tangible, y sin que él otro se diese cuenta, la fue esparciendo vigorosamente en la pintura. ¿La felicidad no se encuentra, de todas formas, en los detalles más insípidos de la vida? En un amanecer, en un cuadro, en la suave una caricia de una mujer; en la simple existencia y compañía de otro ser viviente.  Es la certeza de no sentirse perdido, extranjero en el mundo entero, ajeno a la multitud. Y aunque podía seguir viviendo su vida en la más amarga soledad, podía satisfacerse con que esa pequeña felicidad que alguna vez llegó a sentir no fuese olvidada, así como el más preciado recuerdo.

Y así, sin más, el señor Sesshomaru comenzó a pintar.

La soledad, si bien puede ser silenciosa como la luz, es uno de los más poderosos agentes, pues le es esencial al hombre. Todos los hombres vienen a este mundo solos, y solos lo abandonan.

Thomas De Quincey (1785-1859) Escritor Inglés.

Notas finales:

Una canción para ambientar:

  http://www.youtube.com/watch?v=07bVnI7Ra30   Y una imagen:   http://inucest.tumblr.com/post/68706734990/inufa   ¡Espero que les haya gustado el capitulo! 


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