(...)Ahora que tu cuerpo yace
No hay lugar en este infierno
No hay lugar en el siguiente(...).
***
El peso muerto cayó sobre su hombro derecho y el sonido del disparo habia dañado su oído permanentemente. Aún dentro de un estado de evasión, observó la pared de madera cubierta de salpicaduras de sangre y materia gris. Solo eso basto para que su mente fuera golpeada con salvajismo por la realidad.
El hedor a hierro de la sangre junto con la vista de la pared le provocaron náuseas. Se cubrió la boca con una mano y aguanto todo lo que pudo. Las lágrimas se hicieron presentes y producto del movimiento que hacían sus hombros en cada lamento, el cuerpo de su amado cayó sobre la cama.
Sus ojos bicolores se posaron sobre el, y la enorme corona de sangre que se estaba formando sobre las sábanas blancas, enmarcando la cabeza azulina. Si ignoraba la herida de entrada y salida del proyectil, parecía estar durmiendo plácidamente.
Lo había matado, había asesinado a la persona que amaba. No había bondad en el corazón de ningún ser divino, o mortal, que perdonase la aberración que acababa de cometer.
Se lamento una y otra vez acariciando el bello rostro del que habría sido su compañero de vida y ahora yacía como un cascaron vacío e inmóvil, presa de un sueño eterno.
No había nada que pudiera hacer, él jamas despertaría y esa verdad le corroía el alma provocándole un dolor que sólo sería posible en el infierno. Jamás podría escapar de ese dolor, o de ese último beso, o aquel suave y dulce "te amo" final. Lo mejor, y más inteligente era acabar con todo de una vez.
Sin dudar ni un segundo se acercó al peliazul, deposito un beso en los labios manchados de sangre y antes de retirarse le susurró al oído:
-No te librarás tan fácil de mi, bastardo-
Tomo el arma que había ido a parar al pie de la cama y lo próximo que se oyó fue un nuevo estruendo, luego la paz eterna del desierto volvió a reinar el edificio.
*** se repite por el mínimo ***
(...)Ahora que tu cuerpo yace
No hay lugar en este infierno
No hay lugar en el siguiente(...).
***
El peso muerto cayó sobre su hombro derecho y el sonido del disparo habia dañado su oído permanentemente. Aún dentro de un estado de evasión, observó la pared de madera cubierta de salpicaduras de sangre y materia gris. Solo eso basto para que su mente fuera golpeada con salvajismo por la realidad.
El hedor a hierro de la sangre junto con la vista de la pared le provocaron náuseas. Se cubrió la boca con una mano y aguanto todo lo que pudo. Las lágrimas se hicieron presentes y producto del movimiento que hacían sus hombros en cada lamento, el cuerpo de su amado cayó sobre la cama.
Sus ojos bicolores se posaron sobre el, y la enorme corona de sangre que se estaba formando sobre las sábanas blancas, enmarcando la cabeza azulina. Si ignoraba la herida de entrada y salida del proyectil, parecía estar durmiendo plácidamente.
Lo había matado, había asesinado a la persona que amaba. No había bondad en el corazón de ningún ser divino, o mortal, que perdonase la aberración que acababa de cometer.
Se lamento una y otra vez acariciando el bello rostro del que habría sido su compañero de vida y ahora yacía como un cascaron vacío e inmóvil, presa de un sueño eterno.
No había nada que pudiera hacer, él jamas despertaría y esa verdad le corroía el alma provocándole un dolor que sólo sería posible en el infierno. Jamás podría escapar de ese dolor, o de ese último beso, o aquel suave y dulce "te amo" final. Lo mejor, y más inteligente era acabar con todo de una vez.
Sin dudar ni un segundo se acercó al peliazul, deposito un beso en los labios manchados de sangre y antes de retirarse le susurró al oído:
-No te librarás tan fácil de mi, bastardo-
Tomo el arma que había ido a parar al pie de la cama y lo próximo que se oyó fue un nuevo estruendo, luego la paz eterna del desierto volvió a reinar el edificio.