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Eine Kleine por Dragon made of Fullmetal

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EINE KLEINE

―fragmentos de una vida―

III

| MIRADA |

XXX

La Luna llena ilumina a la perfección el desplazar de sus manos a lo largo del cuerpo desnudo de Alphonse: subiendo por su torso, deslizándose a través de su pecho y descansando luego a cada lado de su rostro perfecto, ojos oscuros acariciando y venerando todo lo que ven; las manos anhelan comprobar con su tacto que Alphonse no es un sueño que al final se evaporará.

¿Cómo podía ser esto la realidad dado lo maravilloso de su humanidad dorada?

Mustang tembló en armonía con Alphonse: la misma electricidad los recorrió.

Eran uno solo dividido en dos.

Debajo, los ojos de Alphonse, cálidos y empañados y tan hermosos que mirarlos era morir y nacer a la misma vez, eran el alma de la situación: éxtasis multicolor.

Todo lo que Roy había visto con anterioridad se convirtió en polvo carente de color: volver a perder la visión, se le ocurrió, sería una bendición si aquello que se le permitía ver por última vez eran los ojos de Alphonse mientras le hacía el amor.

Alphonse lo notó sin comprenderlo en lo absoluto: vivir en un cuerpo-prisión de metal le otorgó la cualidad, en oposición a la soledad, de encontrar la verdad en los ojos de las personas.

Cuando no eres más que un ente anímico, así era.

Cuando el fanatismo te daba la espalda por ello mismo, volcándose a los demás con ojos vacíos, así era.

Y Roy Mustang lo miraba a él con ojos negros e intensos, embelesados y hambrientos: ojos de artista ante una obra sin defectos.

Siendo incapaz de notar su perfección, fue inevitable para él preguntárselo: ¿cuál era el significado de aquella mirada tan específica latiendo en sus ojos de negra majestuosidad si a nadie más que a él, un ser sencillo en exceso si los volverá a ver, estaban mirando?

― ¿Qué sucede? ―inquirió Alphonse sin aliento y apartándole cabellos oscuros del rostro con dedos finos.

Roy lo silenció al acariciar sus labios con dedos devotos. Dejó que su otra mano derivase a la parte baja del cuerpo de Alphonse, en medio de sus caderas, allí donde su masculinidad palpitante le decía qué tocar y de qué forma. Lo envolvió y Alphonse gimió en respuesta, clavándole las uñas en la espalda.

―Alphonse... ―gruñó, la letanía que ese nombre le significaba purificando sus labios, salvándolo de abismos sin final y Roy no se permitía siquiera parpadear: privarse de observarlo aunque sea por un bendito instante era equivalente a ahogarse―. Perfecto...

El sonrojo que atestaba las mejillas de Alphonse eran trazos rojos en un lienzo: arte.

Bajo el tacto de sus manos tibias, Roy pudo sentir el latir acelerado del corazón de Alphonse: ¿o se trataba acaso de su propio corazón? Era imposible saber ya en qué retazo de piel dejaban de ser el mismo ser.

De alguna forma Roy consiguió seguir hablando, porque necesitaba hacérselo entender.

―Eres tan perfecto que no sé cómo seguiré soportándolo...

» ¿Qué más me quedará luego de ti?

Los susurros contra su cuello eran dejes de inspiración.

Sintiéndose desesperado como nunca lo había estado en su vida, Alphonse buscó sus labios, arrastrándolo consigo a la cama: amarse es natural.

―Tan sólo ven a mí...

XXX

― ¿En qué piensas? ―Alphonse lo ha preguntado esbozando una sonrisa-luz en los labios, sin saber que luce como aquello que es: un ángel.

Habían hecho el amor hace algunos minutos y, necesidad imperiosa de continuar tocándose mediante, ninguno de los dos deseó dormir. Explicar más no hace falta. En el exterior la medianoche estaba a punto de caer sobre ellos y el mundo.

Mustang lo miró. Iluminado por el brillo lunar, con las sábanas alrededor de la cintura en una imagen que lo hacía vibrar entero, Alphonse no podía verse más ideal, más insoportablemente perfecto.

Y cuánto se sentía amarlo al hacer algo tan básico como hablar: desde siempre, desde la época en que era un ser de metal ni siquiera éste estado logró distorsionar lo melifluo de su voz, un sonido que parecía provenir de arriba, celestial y lejano al mundo conocido, filtrándose a esta mundana realidad sin color que los rodeaba, la que nada era ante su divinidad dorada.

Roy dejó que su voz lo acariciase como cada vez, esa cualidad que sólo Alphonse poseía, antes de responder.

― ¿En qué piensas tú? ―devolvió la pregunta perezosamente, fingiendo somnolencia para así tener una excusa y poder dormitar cerca de su piel.

Alphonse rio con una dulzura que casi ocasionó el detener de su corazón.

―Yo pienso en que tú me idealizas. Pienso, sobre todo, en la medida en que lo haces ―dijo, tal y como si fuese la cuestión más casual del mundo. Más risas siguieron: hablaba con suavidad excesiva―. Me... apena decir que no soy alguien perfecto, Roy, ¿sabías?

» Nada acerca de mí lo es: las cosas no podrían ser más opuestas.

Silencio, quietud, que no lo fueron en lo absoluto.

Una sonrisa tenue nació en el rostro de Alphonse cuando no recibió respuesta alguna. Y en realidad no esperaba una. Cerrando los ojos se acercó a Roy, rodeó su cintura con un brazo y se acurrucó en la calidez de su pecho desnudo. Una ola de paz lo inundó al escuchar los latidos de su corazón, ese que tanto le significaba, tan cerca de su oído. Se le ocurrió que los latidos de Roy Mustang debían ser la canción más sublime de la historia.

―Hacerte el dormido no te servirá ―canturreó Alphonse.

― ¿Crees que sólo estoy cegado, que soy terco incluso, cuando digo que eres perfecto? ―Mustang acariciaba la piel de sus pómulos, mirándolo fijamente, implacable. Alphonse no supo en qué momento lo había tomado del rostro.

No supo descifrar, tampoco, qué hacía brillar la mirada de Roy.

Ojos dorados buscaron aquellos de color negro: en ellos encontraron que Roy hablaba en serio. Sintiéndose un tanto inseguro, confuso incluso, Alphonse contestó.

¿Cegado, terco incluso, producto de cuál cosa en él?

―Es imposible que alguien, en cualquier contexto, lo sea: a eso me refiero ―dijo Alphonse con voz tersa, sonriendo un poco y respetando siempre la quietud reinante, apreciándola.

A continuación, Alphonse se sintió relajar un poco más cuando Mustang acarició su espalda desnuda con sutileza, sin pasarle inadvertida la sugerencia de la caricia. Roy pretendía sosegarlo, también. Su sonrisa creció, sus ojos se conmovieron; miró a Roy en silencio.

Qué increíble era, pensó Alphonse, que en ese momento la desnudez compartida de sus cuerpos resultara más apacible que sensual. No había nada más que anhelar: qué entrañable y perfecto e ideal.

Con cuánta intensidad.

Y cuán feliz se sentía.

Cerró sus ojos otra vez; Alphonse aún sonreía al comenzar a hablar:

―En lo imperfecto yace la parte más humana que poseemos. Es natural, hermoso, el tener cosas que nos provocan debilidad. Nadie está hecho completamente de hielo o de cristal: y eso es maravilloso ―se rio con un encanto sin igual, casi avergonzado por hablar de aquellas cosas que, para otros, no eran más que tonterías, que sensibilidad excesiva, lo más innecesario que existía en esta vida, pero, ¿qué más daba? Porque con Roy estaba: felicidad hacía latir su corazón al poder expresarse con él acerca de los temas que más fundamentales le eran, y saber que estaba bien―. Si me dices que no tengo defectos, entonces interpretaré tus palabras como una manera amable de decirme que soy vacuo y aburrido...

Alphonse no tuvo oportunidad de decir algo más.

En cuanto aquellas palabras abandonaron sus encantadores labios, Mustang tomó su barbilla delicadamente con dos dedos, fastidiosamente coqueto, presumido; cálido. Mustang le sonrió de aquella maldita manera que era capaz de poner al mundo entero a sus pies y fue inevitable para Alphonse sonrojarse un poco: el estremecimiento que lo recorrió fue delicioso.

Y es que existían diferencias de personalidad entre ambos que nunca iban a mutar; se complementaban en su totalidad.

―Sé sensato y ya no insistas más, niño.

Roy lo besó. Alphonse sintió que todo lo tangible se derretía: se aferró a Mustang con abandono. El último, como siempre, no tuvo suficiente con eso: dejó sus labios derivar hasta el cuello de Alphonse, acariciando con ellos la piel sensible que ahí yacía, delirando por su suavidad. Temblando, a Alphonse lo abrumó la manera en que se retorcían sus adentros: qué regalo era aquello luego de tantos años de no sentir siquiera lo más básico…

Mustang lo susurró con sus labios presionados contra su cuello, procurando no mirarlo: sus ojos color Sol tenían demasiado poder sobre él, lo hacían pedazos con exquisitez y sabía que lo desarmarían por completo al mirarlos; aquello no podía pasar en este momento pues Alphonse merecía escucharlo. Alphonse no debía pasar un solo instante de vida sin saberlo: la máxima verdad que regía la vida de Mustang.

―Sé lo que estoy diciendo: no seas terco conmigo, Alphonse.

» Tú mereces muchísimo más de lo que yo seré capaz de darte algún día: todo lo que pueda dar siempre será nada ante ti.

Más tarde, Alphonse no sabría precisar con exactitud por qué confesó, de manera tan apasionada como desgarradora, aquello que se había jurado no decirle jamás en pos de no lastimarlo, mucho menos de hacerlo sentir culpable, ni nada remotamente cercano a ese dolor que jamás deseaba provocarle: sólo supo que debía dejarlo salir o, auténticamente, moriría en sus brazos.

Ante sus palabras, transportarse a su realidad del pasado fue inevitable.

―Yo… nunca destaqué en realidad, era demasiado tímido como para desear molestar y prefería no hacerme notar… Y estaba bien así, pues era feliz sólo con ver a otros sonreír. Y siempre te sentí tan lejano a mí… Sentía que jamás me... ibas a ver ―su voz permanecía estable, rebosante de nostalgia; nadie sabría jamás con cuánta entereza se contenía de derramarse entero. Jamás se permitiría derrumbarse ante Roy si aún llevaba en el corazón la fortaleza suficiente para evitarlo―. No tenía ojos, Roy, pero tan sólo te veía a ti: fueron cientos de miradas en tu dirección que ni tú ni nadie notaron.

» Lo siento por hablar demás: a veces, realmente me cuesta creer que de verdad estás conmigo de esta manera. Me cuesta creer que, ahora, tú me miras de vuelta. Me cuesta…

Mustang se separó de él como si su piel quemase: Alphonse bajó la cabeza, avergonzado, triste, sin poder mirarlo y sintiendo los primeros pinchazos de culpa en el pecho.

¿Para qué había hablado? ¡¿Para qué?! Roy ni un céntimo de culpa tenía de todo aquello que había agujereado su corazón cuando era un niño atrapado en una armadura, ¡no tenía por qué escucharlo, no ahora, cuando ya nada de eso existía, ya estaba superado! ¡Él no tenía por qué saber que…!

Alphonse cerró los ojos, refugiándose en la oscuridad bajo de sus párpados; qué cobarde se sentía.

En el medio de su mundo oscuro una mano aterrizó en su mejilla, curándolo al barrer por completo cualquier rastro de aflicción en él.

Sus ojos volvieron a abrirse, iluminándolo todo como los soles que eran; vio que Mustang estaba frente a frente con él, tan cerca, tanto, que ya no eran dos personas distintas, sino que constituían el mismo ser: lo miraba con tanta fijeza que Alphonse lo olvidó todo.

Roy susurraba, como si él mismo intentase contener la emoción:

―Estoy aquí ―hizo una pausa y Roy deseó agregar mil cosas más a la vez, cada una más significativa que la anterior, para que acunasen su corazón por todo lo que le había hecho derramar lágrimas inexistentes y que así fuese capaz de entender la infinidad de lo que sentía por él; no lo hizo, optando tan sólo por repetirse. Sabía que Alphonse entendería por medio de sus ojos, quizás el modo de comunicarse más importante de su relación―. Estoy aquí; ya no pienses más en el pasado.

» Las cosas no podrían ser más diferentes ahora... Lo sabes, ¿no es así?

Ojos negros le rogaron algo que, por lo transcendental, jamás podría ser expresado dignamente con palabras: los ojos transmitirían más todas las veces.

Y el dorado le respondió, ablandándose el color a causa del amor que sentía.

No había más por decir en esa noche.

Se recostaron: nunca dejaron de mirarse.

Alphonse fue el primero en dormirse y Mustang se odió con intensidad por la forma en que Alphonse acarició tiernamente los músculos de sus brazos antes de cerrar sus ojos al mundo; sabía que esa era su manera silenciosa de pedirle perdón.

Y la situación era todo lo contrario, pero Roy Mustang no era más que un bastardo desgraciado, jamás un ser sensible y sincero y maravilloso, que nunca sabía disculparse más que con actos mudos e implícitos.

El amor de Alphonse, no obstante, era algo que él poseía en sus manos manchadas desde tiempos impensables.

Roy lo observó largo rato, en hipnosis total, sin perderse un solo instante del alzar pausado de su pecho, el contraste devastador de sus pestañas contra sus pómulos, el como toda su piel brillaba bajo la luz plateada; Alphonse seguía siendo perfecto, lo sería y Roy no lo merecía en lo absoluto.

Luego de lo que se sintió como una eternidad, se dejó ser en las manos del sueño al fin.

Soñó con ojos rojos de armadura, refulgentes, enigmáticos, alimentados por el fuego de un alma que aún latía en las entrañas vacías de un gigante de metal, el más bondadoso de todos, puntos carmesí cálidos y dulces; ojos que no eran tales observándole desde arriba y callando mil y un sentires.

Y deseó haber correspondido esas miradas que Alphonse le lanzó desde el principio.

Notas finales:

♥ ¡MIL GRACIAS por leer! ♥ 


 


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