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Luz de luna por BocaDeSerpiente

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Capítulo tres: De cuando Harry tenía una promesa (y un problema) y Draco tenía otra (y una solución)

1990 fue un año lleno de sorpresas para Harry Potter. La primera fue un día cualquiera, a finales de junio. Al salir de la última clase de la primaria muggle, se encontró con nada más y nada menos que Draco Malfoy; heredero sangrepura, primogénito de una de las familias más adeptas a las Artes Oscuras, niño-que-brillaba, y sobre todo, Draco —él pensaba que el nombre lo explicaba todo—, esperando en la entrada. Vestido como un niño muggle común y sosteniendo la mano de Lily. A Harry no le pasó desapercibido el que esa ropa fuese suya.

Era una escena curiosa de ver. Incluso si no hubiese sabido de quién se trataba, la combinación de una mujer pelirroja y un niño rubio, que ni en una facción o gesto se parecían, generaba más intriga de la que debían pretender. Además, estaba el hecho de que Draco permanecía erguido con ese porte suyo tan Malfoy, y no le daba una segunda mirada a ningún estudiante, mientras que estos se arremolinaban alrededor para descubrir a quién buscaban, y algunos susurraban y lo señalaban al pasar.

Harry no podía culparlos. Reiteraba: Draco brillaba. Era difícil no verlo, bastaba poner un pie fuera de la institución, y si el conjunto de estudiantes servía de guía, también resultaba imposible perdérselo y pasarle por un lado como si nada.

Por un momento, cuando Lily se agachaba para saludar a uno de los niños de su salón, que había sido su amigo durante los primeros años, hasta que decidió que era "raro", Draco miró en la dirección apropiada, y los ojos grises lo encontraron. Harry sonrió ampliamente y se olvidó de dónde estaba, de disimular y de todo lo demás. Así que se aferró a las correas de la mochila y corrió a su encuentro.

El pequeño Malfoy dio un paso hacia atrás, a tiempo para evitar la colisión, porque Harry no supo frenar delante de él. El movimiento atrajo la atención de Lily de regreso, que se enderezó y los observó con una sonrisa, la misma que desapareció unos segundos más tarde.

—¿Otra vez? —preguntó la mujer, en un tono de cansada resignación. Harry, emocionado por tener a Draco buscándolo entre muggles, no supo a qué se refería hasta que notó que el niño le veía el uniforme.

Sólo entonces bajó la mirada y ahogó un grito.

¿Cómo se podía ser tan tonto?

Se apresuró a elevar los brazos para cubrirse, pero ya era demasiado tarde. Su madre suspiraba y buscaba a alguien más entre el conglomerado que era el cuerpo estudiantil cuando podía marcharse a su casa. Draco lo sujetó por las muñecas y lo obligó a dejar de intentar ocultarse; en retrospectiva, Harry pensaba que debió notar algo inusual en el agarre casi doloroso del otro. Pero no sería Harry si lo hubiese hecho.

Los ojos de Draco lo examinaban de pies a cabeza, desde los zapatos embarrados que utilizó para jugar con Ron el día anterior, el pantalón varias tallas más grande, hasta la camisa empapada en el pecho y brazos, y las puntas del desordenado cabello que le escurrían gotas. La tela estaba afectada por la humedad y se le pegada a la franela interior que Lily lo obligaba a usar, también mojada, pero menos. Por la forma en que el otro arrugaba la nariz, supuso que acababa de percibir el aroma.

Agachó la cabeza y se encogió, deseando desaparecer con una necesidad tan enorme de estar lejos de esa mirada, que hasta a él lo pudo sorprender. ¿Por qué, de todos los días del año, de todos los años que llevaba en la primaria, Draco tenía que acompañar a su madre a buscarlo justo ese? ¿Por qué cuando la situación en el comedor estalló esa misma mañana, y uno de los niños que más lo molestaba, le había vaciado encima un cartón de leche vencido?

Y eso fue sólo antes de que el resto del grupo decidiese imitarlo. No estaba seguro de si fueron cinco o más cartones, pero había creído, ilusamente, que se secaría antes de la hora de la salida y nadie más que él tendría que enterarse de lo poco apreciado que era por sus compañeros. Ahora se daba cuenta de que no sería posible.

Aun si su cabello estaba parcialmente seco, el olor lo delataba. Draco, poco a poco, lo soltó, por lo que él pensaba, era el asco que le producía tenerlo así al frente. Tenía sentido, ¿no? Draco era un niño orgulloso y educado en casa por los mejores maestros del mundo mágico británico; a él no le ocurrían esas cosas, ni debía ser comprensivo con ellas.

Y, sin embargo, fue ese mismo Draco quien lo abrazó fuerte.

Harry se puso rígido cuando sintió los brazos que lo envolvían. La colonia del sangrepura, alguna mezcla extraña de flores con un aroma más intenso e irreconocible que las disimulaba, le inundó las fosas nasales. Lo único que pudo lamentar, fue ensuciar al otro niño, aunque sólo fuese un pensamiento momentáneo; antes de darse cuenta, se aferraba a su amigo e intentaba esconderse por la vergüenza en su hombro, porque no entendía, no podía entender.

¿Qué había hecho para ser raro, ante sus compañeros?

Muy bien, en una ocasión, Harry rompió los vidrios del salón en un incidente peculiar, pero no había sido su culpa. Aquel día, los demás niños estaban especialmente ruidosos y comenzó a dolerle la cabeza. Abrumado por el volumen de los gritos, apretó los párpados, y cuando se quejó, los cristales de la ventana se rompieron. Nadie salió herido. Por fortuna, su puesto estaba en el otro extremo del aula, así que nadie pudo decir que fuese el responsable.

Lily le dijo que la magia accidental le pasaba a cualquiera.

Y puede que en educación física, se haya repetido una situación similar. Fue el día en que los hicieron dar tres vueltas a la cancha y él apenas podía respirar por el cansancio cuando accidentalmente lo golpearon con un balón. Estuvo a punto de llorar y el equipo deportivo, guardado por el maestro, se volvió loco, objetos sacudiéndose en torno a sus compañeros, persiguiéndolos, golpeándolos a ellos.

Él nunca pensó ni deseó lastimarlos. La situación se daba de ese modo, decía su madre cuando llegaba decaído porque se consideraba extraño, y los muggles nunca podrían entenderlo. Ya que, si se le ocurría explicarlo, se meterían todos en un problema mucho peor que un grupo de muggles llamándolo raro.

Desde hace un par de años, cuando Harry comenzó a quedarse como uno de los más bajos del salón, el cabello se le volvió indomable y los lentes eran de uso obligatorio, que empezó a alejarse de sus compañeros, incluidos esos con los que se llevó bien en otra época. Ser hijo de un mago y una bruja, y conocer un mundo que ellos no, tampoco ayudaba a mantenerlos unidos. No fue hasta los últimos meses, con el ingreso de un niño ancho de hombros y muy gritón, que todo se le salió de control.

Y después de unos segundos, ni siquiera pudo recordar por qué no quería que Draco lo viese así.

Fue la primera vez que Draco Malfoy lo abrazó. Si lo pensaba bien, se quedó embelesado y se dejó arrastrar lejos de ahí, guiado por el otro y sin ver el camino.

Harry tardaría varios años en comprender que, lo que para él fue una muestra de afecto en el momento oportuno, para Draco, fue la búsqueda de soluciones.

Lily los hizo volver al interior de la primaria, decidida a ponerle un alto a ese trato hablando con el maestro del grado, otra vez. Semanas antes, Harry ya la había oído decir a James que, en el peor de los casos, lo sacarían de ahí y lo harían estudiar en casa, como a la mayoría de los niños magos, que sí eran conscientes de que lo eran. No supo si estaba de acuerdo o le desagradaba la idea, pero tal vez, sólo tal vez, pudiese significar más tiempo con los Malfoy, los Parkinson y la propia Lily, y eso sonaba bastante bien.

Draco no lo soltó en ningún punto del trayecto. Tenía uno de los brazos alrededor de sus hombros, el otro le sujetaba un segmento del uniforme que no estaba tan sucio como el resto. Caminó erguido, con la máscara inexpresiva marca Malfoy, y sus ojos se paseaban de un lado al otro con una lentitud que sólo podía ser calculada.

De forma vaga, Harry llegó a pensar que le recordaba a la manera en que se había dejado abrazar por Pansy cuando lloraba, el día en que se mudaron, y a la forma en que Jacint observaba en todas direcciones al salir con su hermana. Por supuesto que la idea se esfumó rápido, y él se sentó en uno de los incómodos puestos frente a la sala de profesores, cuando Draco también lo hizo.

Lily desapareció dentro, la puerta se cerró. El silencio, aunque pesado, no tardó mucho.

—¿Qué pasó? —el niño se alejó lo suficiente para que ambos se percatasen de que Harry tenía las mejillas manchadas por unas lágrimas que no recordaba haber soltado. Se apresuró a limpiarlas sin cuidado, ante el escrutinio de su amigo.

—Nada —balbuceó en tono agudo, y Draco le dirigió una mirada de "¿es en serio?", con cejas arqueadas incluidas. Él se encogió y terminó de apartarse, de manera que quedaron hombro con hombro—. Creen que soy raro.

—No lo eres —la mordacidad con que lo dijo, lo hizo parpadear repetidas veces. Fue el turno de Draco de encogerse—. Seguro que, si hubiese venido con mi túnica, hubiesen pensado que yo era el raro. Si Jacint viniese con el uniforme de Durmstrang, él sería el raro. Si Pansy hubiese tenido uno de sus arranques aquí, ella sería la rara. Pero nosotros no somos raros.

Harry asintió despacio, con la vaga sensación de que una revelación acababa de golpearlo, porque él no consideraba raros a sus amigos, ni estos a él. Y eso era lo que importaba, ¿verdad?

—Y seguro que los que te dicen raro son peores y por eso lo hacen, para que no se note —bufó—. Tontos.

Volvió a asentir y empezó a balancear los pies en el aire. El otro se cruzó de brazos, y el rostro se le tiñó de un suave rosa en los pómulos, mientras apretaba los labios y observaba un punto lejano en la pared.

En el pasillo desierto, a excepción de ellos, su amigo masculló frases poco agradables y dignas de un Malfoy tan joven, hacia los que le hicieron eso. Fue la primera vez que vio a Draco Malfoy molesto.

Tras un rato, y en vista de que Lily no salía, Harry se reacomodó en el asiento para doblar las piernas por debajo de su cuerpo y quedar de lado. Enseguida notó que Draco jugueteaba con una de las mangas largas de la camisa muggle, en un movimiento compulsivo de tira-y-afloja, ahora sin rastros de elegancia sangrepura. Se preguntó si tendría la varita de prácticas allí.

Como si hubiese captado su duda, Draco lo miró de reojo, suspiró, se reclinó contra el respaldar y deslizó un trozo de madera blanco fuera de la ropa. Realizó una floritura en el aire, que no lanzó chispas de colores, y la devolvió dentro con la misma rapidez, en un giro de muñeca practicado.

—No sé...hacer hechizos de limpieza —lo escuchó susurrar, de forma entrecortada. El rubor en las mejillas se le intensificó, y por un momento, sólo uno, tuvo un pequeño puchero.

Harry sonrió, sin darse cuenta.

—No importa —se llevó ambas manos a la camisa empapada del uniforme. Tendría que secarse, ¿no? Lo difícil sería quitarle el olor—, mamá lo hará. O la puedo meter en la lavadora.

Draco arrugó la nariz ante la mención del artefacto muggle y no dijeron más. Unos minutos después, cuando Lily salió de la sala de profesores, el niño volvía a estar en calma y era la mujer quien tenía la cara enrojecida.

—Vámonos —dijo con brusquedad, y le tendió la mano, a lo que Harry reaccionó poniéndose de pie rápido para tomarla. Draco lo siguió. Tras darle un vistazo a ambos, asegurarse de que el corredor siguiese vacío, y aplicar un hechizo de limpieza al uniforme de su hijo, pareció que un peso invisible le abandonaba los hombros—. ¿Estás bien, amor?

Harry no dudó en asentir.

—¿Quieres comer helado después de almorzar? —continuó la mujer, y la idea lo entusiasmó tanto, que no llegó a percatarse de que Draco se quedaba atrás a propósito, hasta que Lily lo llamó también y le tomó la otra mano. Con uno de los niños a cada lado, anunció —. Vamos a Aparecernos, ¿sí?

Aguardó los asentimientos de ambos para hacerlo. Un tirón, la sensación de ser succionado y arrojado, y cuando Harry parpadeó, estaban en la sala de su casa, en Godric's Hollow.

Narcissa Malfoy, que estaba cómodamente instalada en uno de los sillones, se levantó con una leve sonrisa al verlos. Besó la frente de Draco y le acarició el cabello a Harry, de ese modo peculiar que no lo despeinaba, mientras hablaba con Lily de un tema que no le importó, al menos hasta que captó que decían que su amigo se quedaría a pasar la tarde y la noche.

La mujer se retiró con la promesa de estar para el desayuno del día siguiente, que sería sábado, y así, los cuatro comerían juntos. En el fondo, Harry sabía que no se quedaban más tiempo porque James volvería de una misión con el escuadrón de Aurores ese mismo fin de semana, a más tardar el domingo, pero ignoraba por qué.

Draco y Harry almorzaron, comieron helado, y cuando Lily se despistó, cruzaron la calle corriendo, para encontrarse con una Pansy que acababa de terminar sus lecciones del día y los llevó hasta el jardín, donde hicieron equipo para intentar convencer a Draco de que les contase una historia.

—0—

—No mire, tía Lily —Draco, acabado el desayuno, se inclinó por encima de la caja de madera que había puesto en la mesa de la sala, para cubrirla. Harry estaba sentado a su lado; la versión de Hogwarts de mantas, que solían montar para las visitas del niño, ya estaba desmontada, y Lily se había acercado sólo para recordarle a su hijo que irían a ver a los Weasley más tarde.

La mujer se rio por la forma en que la llamó y le plantó un beso sonoro en la cabeza, por el que se retorció y quejó. Harry vio a su madre volver hacia la cocina, donde tomaba el té y mantenía una charla con la señora Malfoy.

—¿Desde cuándo le dices 'tía'? —Harry preguntó, mientras se fijaba en que su amigo hacía desplegar la caja en un tamaño más grande. El terrario, reconoció—. Pensé que tu tía era la mamá de Pansy.

—La tía Amelia no es mi tía-tía —contestó el otro, distraído, porque tenía los ojos puestos en el terrario—, las tías Bella y Meda sí lo son. La madre de Pansy es la mejor amiga de madre, se molestó porque ella y padre me pusieron a Severus como padrino, y me dijo que la llamase tía a cambio. Y después Pansy y Jacint empezaron a decirle tía a madre también.

—¿Cuándo fue eso?

Draco emitió un largo "hm", a la vez que golpeteaba la superficie con la varita de prácticas, para revelar el escudo Malfoy y que la tapa se abriese.

—Yo tenía como tres años, creo.

Él asintió y apretó los labios. El terrario ocupaba toda la mesa, y a medida que se abría, las plantas se extendían sobre el fragmento de tierra, como si hubiesen crecido en la sala.

—¿Y yo le puedo decir 'tía' a la señora Malfoy? —agregó tras un momento, y se ganó una mirada larga de Draco. Se removió, incómodo—. No importa, olvídalo.

—No, está bien. Está bien —repitió, encogiéndose de hombros, por la incredulidad en el rostro del otro niño—. Tía Lily me preguntó si le podía decir así, porque vio que lo hago con la madre de Pansy. Si yo lo hago, tú podrías decirle a madre así; es justo.

Harry sólo atinó a sonreír e imitar la postura de su amigo, de manera que ambos quedaron sobre la caja, a tiempo para ver las begonias que florecían en un arbusto.

Los Pansy, en una de las esquinas del terrario, aún no eran más que un tallo diminuto sobre la tierra, casi enterrado bajo esta. Los jacintos ni siquiera salían todavía.

Las begonias rojas de Draco estaban en un arbusto frondoso, pero bajo, contrario a las blancas de Harry, que se extendían hacia arriba y a los lados, y apenas dejaban espacio en el terrario para el resto.

—¿Qué prometiste para que esté tan grande? —Draco lo cuestionó, extendiendo una mano con una tijera para cortar una begonia para cada uno.

—¿Eso es malo? —El niño temió lo peor, hasta que el otro negó, más concentrado en su tarea que en mirarlo.

—Si crecen bien, es porque la estás cumpliendo.

Harry sonrió más, una sensación cálida y agradable inundándole el pecho.

—¿Cuándo van a crecer las de Pansy y Jacint?

—La de Pansy debería crecer cuando se consiga una varita y empiece a practicar. La de Jacint, supongo, que cuando salga de Durmstrang.

Draco dejó las dos flores cortadas en los escasos centímetros de mesa que quedaban disponibles, y dio algunos toques con la varita blanca en los bordes del terrario, que hicieron reducir el tamaño de las plantas de ambos, hasta no ser mayores que la palma de una de sus manos. Harry ahogó un grito.

—¡¿Por qué hiciste eso?!

—Para que quepan, claro —el niño rodó los ojos y apuntó hacia el arbusto de begonias rojas, donde estaba naciendo un nuevo capullo mientras charlaban—. Pregunta tonta, Potter.

Prometí aguantarte a ti, preguntas tontas incluidas, recordó y rio, encogiéndose de hombros. Con una floritura y dos toques más en los costados, Draco cerró el terrario y lo obligó a volver al tamaño reducido que lo hacía portátil. Las dos flores permanecieron frente a ellos.

—¿Y qué hacemos con esas?

—Una pieza que podamos llevar encima —indicó, mientras que del bolso de piel de dragón con que llevó sus pertenencias para pasar la noche, sacaba un paquete, y lo dejaba sobre la mesa. Cuando lo abrió, Harry notó que estaba lleno de hilos plateados, dorados y azules, cadenas sencillas y finas, cintas, una pinza y algo similar a broches—. Es de madre —añadió, ante la mirada intrigada de su amigo, que asintió.

—Pensé que todas las joyas las compraban.

—Las compramos —le confirmó. Harry estaba perdido en los movimientos diestros con que hurgaba entre las cadenas, cortaba una de las diminutas begonias para separarla del ramillete, le hacía un agujero e introducía uno de los hilos—. Madre tiene muchos pasatiempos desde- desde que no va a trabajar fuera de la Mansión.

—¿De qué trabajaba la tía Narcissa?

Draco le dedicó una leve sonrisa al darse cuenta de cómo la llamó. Desapareció casi de inmediato, sin embargo, porque una expresión de concentración le transformó el rostro, a medida que acomodaba los pétalos dentro de una especie de esfera de cristal, de unos centímetros de alta, que también pendía del hilo.

—Era medimaga.

Él soltó un jadeo por la sorpresa, se llevó ambas manos a la boca, e intentó imaginarse a la señora Malfoy en San Mungo. Descubrió que no podía. La idea de que esa mujer tan elegante y serena, corriese por el hospital mágico por algún paciente que estuviese entrando, era demasiado extraña.

—Mamá también trabaja desde casa —decidió presumir, con una amplia sonrisa. Draco asintió despacio.

—Lo sé. Estación de radio mágica para toda Europa; madre empezó a escucharla hace meses, me dijo que podría aprender una cosa o dos de oratoria.

Harry también asintió, a pesar de que no sabía qué significaba "oratoria" y era complicado pensar en algo más que la forma en que Draco hacía girar una pinza para sellar la esfera, de alguna manera que no era capaz de entender.

—Ya está —anunció, pasándose el colgante por encima de la cabeza, hasta dejarlo reposar sobre el pálido cuello.

Consistía en un hilo de un tono blanco, cercano al plateado, y tan delgado que era apenas visible incluso en la cercanía, que sujetaba la esfera de cristal, donde estaba atrapada la begonia roja, en el centro, como si flotase en líquido. Cuando aún lo observaba y buscaba palabras para decirle que le gustaba, que era fascinante y extraño, Draco le tendió los 'instrumentos' y sólo pudo parpadear y boquear, sin palabras.

—Te toca —dijo, en un tono que declaraba que era una obviedad para él, colocando la begonia blanca sobre su regazo.

—No sé hacer eso —lloriqueó, frunciendo el ceño, y se ganó un suspiro dramático del otro.

—¿Siempre tendré que enseñarte todo o qué, Potter?

Harry, contra todo pronóstico, sonrió. El gesto hizo que Draco mostrase confusión, al menos, por una fracción de segundo.

—Sí.

El pequeño Malfoy bufó, pero le arrebató las piezas. Las acomodó de nuevo en su propio regazo, y repitió el proceso de crear el colgante, sólo que, a diferencia del primero, para este le pidió ayuda, ya que era 'justo'.

—Así no, Potter, agarra ahí. Sí, ahí. No, un poco más allá. Sostenla con las dos manos, no aprietes, ¡no aprietes! ¡No seas animal, Potter!

—¡Ya va, ya va! ¿Así?

—Sí, así. No, así no, como antes.

—¿Así?

—Sí. Aprieta.

—Me dijiste que no apretara —recordó con voz débil.

—¡Potter, aprieta!

—¿Dónde?

Draco emitió un sonido de frustración y le arrebató el hilo de las manos, para completar el trabajo por su cuenta, con aquella precisión crítica con la que también hacía las florituras de varita. Harry se inclinó hacia él y lo observó en silencio.

—Potter, eres un tonto —a pesar de la dureza que impregnó en las palabras y de haberle arrojado el colgante en cuanto estuvo listo, tenía una expresión suave, y lo miró de reojo cuando se lo colocó. Casi sonrió.

—Quedó muy bien.

—Obviamente, lo hice yo.

Rodó los ojos y se acomodó los lentes, comenzando a juguetear con el collar, sin percatarse de que lo hacía.

—¿Y qué haremos con ellos encima?

—Es para comprobar que las seguimos cumpliendo, como- como mantener una revisión todos los días. Madre encantó el cristal —apuntó al que le pendía del cuello—, no se rompe, no brilla, no deja pasar agua, sol o tierra, y sólo puede abrirlo la persona que hizo la pieza. Si tu flor se pone de un color raro, o algo así, hay que revisar el terrario rápido.

Harry cerró los dedos en torno a la esfera y asintió, contento de tener una de sus begonias, porque apenas había visto el terrario durante el equinoccio anterior, cuando las plantas eran brotes sin flores todavía.

Aún aferrado a su nuevo obsequio, su conexión con la promesa en el terrario y las flores que se complementaban a las de Draco, recostó la cabeza en la parte más alta del respaldar del sofá y escuchó una de las charlas prolongadas, sin sentido y animadas que le eran usuales a su amigo en los últimos meses.

Cuando Lily volvió a la sala, acompañada de Narcissa, la expresión del niño mutó a la máscara en blanco marca Malfoy con una velocidad envidiable. Su madre lo llamó y lo mandó a despedirse de Lily, que le besó la cabeza y las mejillas, hasta que casi lo hizo sonreír, y le dio un apretón en el brazo a Harry, que era la mejor muestra de afecto que podría esperar cuando estuviese ella presente.

Narcissa sí que le sonrió al oírlo decirle "tía". Harry recibió no uno, ¡sino dos besos, en la frente, justo debajo de donde ella le echó el cabello hacia atrás! El niño se veía tan peinado como podía estarlo, gracias a la mujer, cuando ambos Malfoy desaparecieron en una llama verde, desde la chimenea.

Lily se sentó a su lado, en el sofá, y lo abrazó. Estuvieron hablando de cosas que más tarde no recordaría, pero que le gustó comentar entonces, hasta que la chimenea volvió a ponerse en funcionamiento y James apareció, después de dos días y medio de excursión por una misión de Aurores.

Harry corrió hacia sus brazos y le puso su nuevo tesoro por delante, balanceándolo, presumiéndolo y riéndose de la cara que hizo al preguntar qué era y de dónde salió. Desvió la mirada de vuelta a Lily, que los observaba con una sonrisa, justo a tiempo para no darse cuenta de que James tragaba en seco y empalidecía por la mención de Draco.

La mujer los envió a ambos a ducharse y vestirse, aunque después de años de convivencia, se rindió con la idea de hacerlos peinarse, y Harry se aferró a la mano de su madre, cuando se Aparecieron en el patio de La Madriguera.

Tras la respectiva ronda de saludos, besos y apretujones, en especial esos que le daba la señora Weasley, como si lo fuese a partir en dos, sólo para después decirle que se debía a que era flacucho y necesitaba más comida, Harry alcanzó la sala. Ginny, concentrada en un juego con chapas y bolitas relucientes, ni siquiera levantó la mirada al notarlo llegar, aunque susurró algo que le sonó a una bienvenida. Ron, que estaba al otro lado de la mesa, con el ojo puesto en los gemelos por las risas maliciosas que soltaban, lo invitó a sentarse también.

Harry apoyó un codo sobre la mesa, y sujetó su colgante con la mano, para hacerlo oscilar en el aire una y otra vez. Su mejor amigo, como de costumbre, puso su completa atención en la comida que le sirvieron y en replicar a las bromas estúpidas de los gemelos, y no lo vio durante un largo rato. No dejó de hacerlo por eso.

Cuando hubo completado su juego, fuese de lo que fuese, Ginny alzó la vista y siguió el movimiento con los ojos, pero tampoco preguntó.

A decir verdad, Harry estaba decepcionado de los Weasley, que eran como su segunda familia, y la falta de curiosidad que le estaban mostrando, cuando él quería gritar y saltar, y anunciar que acababa de hacerse una pieza única con la ayuda de Draco (o al revés, si es que se le puede considerar ayuda a sostener los hilos y la flor por él).

Fue Arthur quien, recién llegado del trabajo y en su camino desde la chimenea a la cocina, donde se oía el murmullo de la voz de Molly mientras atendía a los Potter, los saludó y vio el colgante. El reconocimiento brilló en las pupilas del hombre, antes de que una sonrisa nostálgica se formase en su rostro.

—¿Qué traes ahí, Harry? —la pregunta llamó la atención de los otros cuatro niños que, a excepción de Ginny, acababan de caer en cuenta de lo que había estado haciendo desde hace rato.

—Es una benonia, señor —contestó con una sonrisa, hasta que recordó la voz de Draco, y frunció el ceño—. Beno- bo- ¿begona?

—¿Begonia? —lo ayudó. Harry asintió con ganas y agitó más el colgante delante de los ojos de los pelirrojos.

—Es de una planta mágica, mía.

—Excelente, Harry. Se ve bastante bien, cuéntale a Molly si necesitas ayuda, sabe más de lo que parece sobre plantas.

El aludido se enderezó en el asiento y sonrió más, si es que era posible, y volvió a recordar a Draco, que elevaba la barbilla cuando era halagado. Internamente, se preguntó si luciría como una sonrisa de suficiencia marca Malfoy, o si habría levantado la barbilla también, sin notarlo.

Por la forma en que Ron lo miraba, como si se hubiese vuelto loco, en cuanto el señor Weasley continuó su trayecto, consideró que era posible que las respuestas a sus dudas fuese un sí.

—¿Desde cuándo te gustan las flores? —murmuró. Harry se alegró de que no hubiese un rastro de reprimenda en su voz, sino mera confusión. Era, tal y como pensaba, que creía que había enloquecido, y se rio de la idea.

—Es que Draco-

—¿Malfoy te dio eso?

Ron lo apuntó con un dedo tembloroso, el rostro pecoso perdiendo casi todo el color, y los ojos muy abiertos, como si el hecho que mencionaba estuviese más allá de sus capacidades de entendimiento.

—Bueno, prácticamente lo hizo, porque yo no sabía qué hacer y él sí, pero se supone que lo ayudé —habló rápido, y tal vez, sólo tal vez, balbuceó al notar las miradas curiosas de los gemelos, más atentos desde que el nombre de su amigo salía a colación.

—Malfoy te hizo eso —se corrigió Ron, parpadeando a la nada.

—¿Sabes por qué...—Fred, o George, se inclinó hacia adelante al hablar. Su gemelo, al hacer lo mismo, lo imitó.

—...se le regala flores a alguien, Harry?

—¿Porque sí? Como con cualquier otro regalo, ¿no? —mostró una sonrisa débil y poco convincente, y los hermanos se aprovecharon de eso.

—¡Las flores se le regalan a alguien que...

—...está mal y las necesita!

—Lo que no es tu caso —ambos sacudieron el dedo índice, de manos opuestas, de lado a lado, con sonrisas también idénticas.

—O se le regalan a una madre...

—...lo que obviamente no aplica a ti. O...

—...se le dan...

—...a alguien...

—... ¡que te gusta! —exclamaron al unísono, y en un acuerdo igual de mutuo, saltaron desde los asientos y chocaron las palmas. Entrelazaron los dedos, antes de apartarse de la mesa y ponerse a girar y saltar en un baile sin sentido, al cántico de: — ¡Malfoy y Potter se van a casar! ¡Y bajo el Sauce se van a besar! ¡Malfoy y Potter se van a casar! ¡Y sí nos van a invitar! ¡Bajo el Sauce se van a besar! ¡Muak, muak, muak!

Ginny miraba a sus hermanos mayores con una emoción que estaba entre el desconcierto, la vergüenza y el desagrado, mientras que Ron seguía sin color, y Harry permanecía boquiabierto, su mente acelerada intentando procesar y entender lo que acababa de oír, sin éxito.

—¿Que quién va a besar a quién por aquí? —una divertida voz, que le era muy familiar, retumbó en la estrecha estancia. Los gemelos se rieron, pero no cesaron el baile ni el canto, cuando Sirius Black se asomó e ingresó, saludando con una sonrisa y extendiendo los brazos para atrapar a Harry, que corrió hacia él.

—¿No andan un poco jóvenes para eso? —Remus venía sólo un paso por detrás, en lo que debió ser una tranquila plática con Peter; ambos se quedaron bajo el umbral, donde estaban a punto de atorarse por la falta de espacio, al distinguir las palabras de Fred y George.

—¡Malfoy y Potter se van a casar! ¡Malfoy y Potter se van a casar! ¡Y bajo el Sauce se van a besar! ¡Muak, muak, muak! —simularon lanzar besos al aire, para soltarse a los segundos y doblarse por la risa. Sirius, que estrechó a su ahijado, fue el único en seguirlos.

—¿Malfoy? —Remus se mostró confundido, hasta que Sirius hizo un gesto vago y liberó a Harry, que continuó la secuencia de abrazos hacia él.

—¡Harry es amigo de Malfoy! —explicó uno de los gemelos, dando un salto y apretando las manos en puños. Aún sonreía.

—¡Un muy buen amigo! —añadió el otro, adoptando la misma posición— ¡tanto como para que...

—...Malfoy le regalara una flor!

—¿Que qué? —Peter intervino, con un hilo de voz temblorosa, como de costumbre. Harry siguió hacia él, no lo apretó como a los otros dos, porque aún con su edad, creía que era más frágil; al menos, eso decía Molly, que insistía en hacerlo comer dos porciones de más, para que 'recuperase tamaño'.

Como toda respuesta, un sonriente Harry se apartó de los tres hombres para sujetar el colgante y levantarlo, dejándolo expuesto para ser admirado, como pensaba que merecía. El trabajo que Draco llevó a cabo en la pieza no podía ser más espléndido; la esfera de cristal revelaba una begonia blanca, intacta y flotante, atrapada entre dos enganches de metal plateado, que le daban el aspecto de una gota de agua, y de uno de estos, se sujetaba a un hilo aplastado y algo grueso, que mostraba diferentes colores de acuerdo a la luz, sin llegar a ser brillante. Fue el que eligió, a pesar de que su amigo lo observó con una ceja arqueada y preguntó si estaba seguro al menos dos veces.

—Una flor —repitió Remus en una exhalación, agachándose y cerrando los dedos índice y pulgar en los extremos del cristal. Él, confiado en las palabras de Draco sobre que no se rompería, lo permitió—, begonia, ¿no?

Asintió con ganas. El hombre le dio una sonrisa dulce, antes de inclinarse un poco más, para susurrar de modo que los demás no escucharan.

—¿Ese niño Malfoy te regaló esto, Harry?

—Sí y no —frunció el ceño, un poco confundido incluso ante su propia declaración, que le arrancó una suave risa al otro.

—¿Cómo es eso?

—Las benonias son mías —no se percató del error en esa ocasión; si Remus sí lo hizo, se limitó a sonreír de nuevo y no decirle—, mi planta mágica, pero él la cuida en un pedacito de tierra que también es mágico. Crecieron mucho y hoy cortó unas, para hacer uno así para él y uno para mí- ahm- ¡pero son diferentes benonias! —Agregó como detalle de último minuto, abriendo mucho los ojos y asintiendo repetidas veces.

—Eso suena lindo, Harry. ¿Te gusta que los dos tengan esto?

El niño no dudó en asentir, pensando en la forma en que el colgante se hacía notar sobre la túnica oscura que Draco llevaba cuando se fue de su casa, y en cómo, a pesar de no ser con una emoción igual y hacerlo en voz baja, también se lo enseñó a la señora Malfoy en cuanto las mujeres se acercaron.

—¡Muchísimo!

Remus lo aceptó entonces, y soltó la esfera.

—Dicen que las begonias blancas significan una amistad sincera, o una relación pura.

Harry atinó a observarlo boquiabierto, a medio segundo de una sonrisa que fue interrumpida, porque unos brazos lo envolvieron y sus pies abandonaron el suelo. Gritó, y el sonido se convirtió en una estridente carcajada cuando Sirius lo tuvo sobre sus hombros, aunque ya no era un bebé y tenía que flexionar con cuidado las piernas, y sujetarse del cabello de su padrino.

—¡A quién le importa! —espetó Black, que debió oír la última parte de la conversación, y se sacudió de un modo que hizo que Harry estallase en carcajadas y saltase sobre sus hombros— ¡mi Harry es un rompecorazones desde ya! ¡Esto se tiene que celebrar, Remus!

—Padfoot...

—¡Anda a fastidiar a otro, Moony! ¡Voy a celebrarle el logro a mi cachorro, así sea el único que lo haga en esta casa de aburridos!

No se quedó para esperar respuesta. Ambos, padrino y ahijado, se movieron por La Madriguera como un tornado, hacia la cocina donde se agrupaban los demás adultos. Sirius comenzó a gritar "¡James, Lily! ¡Molly! ¡Arthur!" entre risas, encogiéndose y enderezándose, sólo para disfrute de Harry, que agitó los brazos en el aire para saludar a su madre, seguro de que el agarre del hombre en sus rodillas lo mantendría donde le correspondía, y que este nunca, nunca, lo dejaría caer.

Ni los pedidos de Lily de que lo bajase, ni las evasiones de James, ni el entusiasmo de Molly por ver el colgante y escuchar toda la historia, bastó para que Sirius se comportase.

De algún modo, los niños y Black terminaron en el patio, con las escobas viejas de los Weasley en las manos y un balón muggle que serviría como falsa bludger por una tarde. No dejaron a Ginny jugar, así que se quedó dentro con el resto de adultos (los que "sí son responsables", decía Lily con una media sonrisa), y Ron, después de un rato y de que se hubiese deslizado el colgante bajo la ropa, para evitar estorbos, lastimarse o dañarlo, pareció recuperarse y se unió al equipo de los gemelos, alegando que ellos eran como un solo integrante, contra Sirius y Harry.

—0—

Harry no supo en qué momento anocheció. Un instante, estaba concentrado en que el balón que los gemelos se pasaban no le diese, y al siguiente, Molly los mandaba a todos al interior de La Madriguera por la cena, hablándole más suave a los Potter, Remus y Peter, de lo que lo hacía con cualquiera de sus hijos o Sirius.

Como era común que ocurriese, fue arrastrado por una marea de pelirrojos, en el confinado espacio, y de pronto, estaba apretujado en la mesa, plato al frente y Ron lo codeaba para que hicieran un plan para deshacerse de las verduras, mientras los mayores tenían una charla prologada acerca de los trabajos de corresponsales de El Profeta (de Remus y Peter), y volvían a regañar a Sirius por abandonar el cuerpo de Aurores en lo que, para Harry, había sido hace un millón de años. Era probable que, para el mencionado también, porque Black no hacía más que soltar risas histéricas y agitar los brazos.

Nunca lo escucharon. Molly que, como se enteraría años más tarde, mantenía unas barreras mágicas incluso más allá de donde se extendía el patio de La Madriguera, para tener cierto grado de vigilancia del perímetro, fue la única que se puso rígida en el asiento. A ella le siguió Lily, que captó el cambio, y Remus, que era el más perceptivo de los hombres.

—¡Los niños arriba! —ordenó la señora Weasley, interrumpiendo por completo una discusión a punto de iniciar acerca de Quidditch, entre Sirius, Arthur y James, que la observaron con diferentes grados de confusión.

Molly se apresuró a ponerse de pie y bordear la mesa, para sacarlos de ahí a base de suaves y no-tan-suaves empujones, apretones en los hombros y frases entrecortadas. Ron volvió a codearlo, para celebrar que lograron alejarse de la mesa sin consumir las verduras, pero Harry no encontraba nada divertido a la situación, porque cuando miró por encima del hombro hacia atrás, notó que Lily se inclinaba en dirección a los otros adultos, y manos se dirigían a bolsillos y sostenían varitas.

Harry podía tener casi diez años, pero sabía que existían personas, magos además, que no era buenos. Por algo su padre tenía tanto trabajo como Auror Jefe, ¿no? Sabía que, a veces, 'algo' pasaba, y había que ser valiente. Lily siempre le había dicho que tenía que serlo.

Así que se dejó guiar hacia arriba, sujetando los brazos de Ron y Ginny, uno curioso y la otra nerviosa, y les siseó a los gemelos para que se callasen. Molly los dejó en la segunda planta, con claras instrucciones de ir al cuarto y continuar sus juegos allí.

Los murmullos de la planta baja aún se oían, pasos acelerados en más de una dirección. Molly dijo una frase breve, más alto, pero no lo suficiente como para que ellos la captasen desde allí.

Los gemelos se asomaron por encima de las barandillas, tan inclinados que temió que se fuesen a caer, y tanto él como Ron tuvieron que sostenerlos de la parte posterior de la ropa para que mantuviesen el equilibrio.

La puerta de La Madriguera se abrió. Ginny se aproximó con pasos lentos a la escalera, casi agazapada en donde el tramo llegaba a su fin, Harry dejó a los gemelos a cargo de su amigo para ir con ella y jalarla del brazo, de regreso al pasillo.

Y los vio.

En el patio de La Madriguera, un juego de luces y sombras, permitía distinguir el rastro de lodo que dejaban los dos invitados inesperados. El hombre, de ropa ancha y cabello desarreglado, gesticulaba con ambas manos y se encogía, y tenía el pálido rostro arrugado en una mueca de dolor y lágrimas que se le secaron en las mejillas.

La niña rubia que iba con él, salió desde detrás de su espalda, se balanceó sobre los pies, unió ambas manos, y levantó la cabeza. Ella miró directo hacia donde los demás se escondían, y Harry tiró de Ginny con más insistencia y ahogó un grito.

James, Sirius y Arthur desaparecieron por la puerta, siguiendo al hombre desaliñado. Peter fue en dirección a las cocinas, luego de que Molly se lo ordenase. Remus se arrodilló frente a la niña, cortando su visión de los que espiaban, y le tendió una barra de chocolate completa, que ella recibió con el más mínimo rastro de una sonrisa.

Lily subió las escaleras y se paró delante de ellos, con las manos en la cadera y una expresión triste que no prometía ninguna reprimenda, al mismo tiempo que Molly alzaba a la pequeña y la estrechaba, llevándosela donde ya no podían verla. Los guiaron al cuarto, los dejaron saltar en las camas y contar historias tontas que tenían los Weasley por sus vivencias con el ghoul del ático; por alguna razón, ni ellos preguntaron, ni la mujer les contó algo.

Una sensación opresiva llenaba el aire cuando los hombres regresaron. No era difícil respirar, pero Harry notaba la diferencia de todos modos.

Hubo susurros, más pasos, un aroma a comida recién preparada marca Weasley, y un alarido lamentable y horrible, que le puso los pelos de punta. Lily lo hizo despedirse de sus amigos y lo mantuvo pegado a su costado cuando bajaron, sin soltarlo para ser abrazado por Molly, que ni siquiera estuvo presente al momento de marcharse, o ser sostenido por James o Sirius.

Usaron la chimenea esa vez.

Más tarde, cuando Harry se hubiese puesto uno de los pijamas de snitches que tanto amaba, hubiese recibido el beso en la frente de Lily, y estuviese a punto de ir a dormir, sostendría la mano de su madre y preguntaría si todo estaba bien. Entonces ella dejaría caer los hombros y se inclinaría hacia él para abrazarlo con más fuerza de la necesaria, y le diría con voz rota que la señora Lovegood, los vecinos de los Weasley, acababa de morir en un experimento. Delante de su hija de nueve años.

Lily no lloraría, pero tendría lágrimas en los ojos y una sonrisa triste, y esa imagen, junto con el montón de besos que recibió en el rostro, a pesar de que era obvio que ella necesitaba el consuelo también, sería la representación más pura de valor para un pequeño Harry, que no acababa de entender lo ocurrido.

Dormiría tranquilo esa noche, y a la mañana siguiente, mientras sus padres tenían un desayuno ajetreado, sonreiría al ver el colgante, que Draco le hizo, resaltar contra su pijama. Y sería cuando comprendiese que esa niña se había quedado sin mamá, y él estaría triste si se quedase sin Lily, así que se echaría a llorar en medio del comedor y frente a sus padres, y cuando ella lo volviese a abrazar, le rogaría que le diesen un regalo a la niña, porque los regalos hacían felices a todos, ¿no?

Todavía era junio de 1990 cuando Luna Lovegood abrió la puerta de su excéntrica casa y encontró un cesto, con una cría de crup y una nota. Lo era cuando se lo contó a Draco, y como no se enteraría hasta varios años más tarde, también cuando Luna recibiese un obsequio de parte de los Malfoy. Y aún le quedaban sorpresas durante ese año.

—0—

La siguiente llegó a comienzos de julio; fue una experiencia confusa, que no sabría cómo explicar a nadie, y los únicos que tenían alguna idea de lo ocurrido, fueron los propios involucrados. El lunes después del fin de semana con Draco, y posteriormente, con los Weasley, fue casi invisible en la primaria. Nadie se acercaba a él y él no se acercaba a nadie, y si no hubiese sido porque los maestros lo llamaban y aún le corregían, habría creído que le aplicaron una maldición de la que no se percató. Pero fue en ese tiempo cuando cada uno de los niños que lo molestó alguna vez, no sólo con los cartones de leche, sino los que lo perseguían en el receso, los que le tiraron los cuadernos e incluso los que se burlaron de sus gafas, pidieron disculpas con un gesto abatido. Una semana después, también lo harían aquellos con los que jugaba cuando era más pequeño y que se apartaron de él para no ser otro objetivo de fastidio.

Harry también se lo contó a Draco. No se dio cuenta de que la begonia dentro de su cristal, mientras se lo decía y su amigo asentía a sus palabras, se removía en un balanceo perezoso.

Ni con el paso del tiempo, sabría la verdad sobre lo que pasó en la primaria, pero sí que llegaría a tener ciertas sospechas.

Sospechas de cabello rubio platinado y ojos de hielo, que podían derretirse cuando no estaban los adultos cerca.

Extra

De cómo Draco lo resolvió.

Draco Malfoy estaba en la sala de la Mansión cuando escuchó el irregular chisporroteo de las brasas. Era temprano un domingo, su madre tenía asuntos que atender, el tipo de asuntos que lo dejaban solo por horas o le daban un pase directo a la casa de los Potter; no tenía tanta suerte esa vez, dado que el Auror estaba ahí. El hombre malo. Él no se quedaría en la misma casa que aquel sujeto.

Había ocupado el sillón ancho frente a la chimenea a propósito, a pesar de que solía preferir hacer las tareas en el estudio. Lía, su elfina doméstica favorita, estaba parada junto a él, a la espera de cualquier orden.

Tenía un pesado tomo en el regazo, y usaba una bandeja de café, encogida sobre el reposabrazos, para simular una pequeña mesa y terminar la investigación del pergamino de medio metro sobre las comparaciones entre los últimos dos siglos del mundo mágico británico. Le pesaban los párpados, la mano no le quería cooperar, y a decir verdad, qué aburridos e idiotas podían llegar a ser los magos de la antigüedad, pero la tarea estaba casi terminada, y aquello lo alentaba.

No tanto como el chisporroteo de las llamas, claro.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano para contener una sonrisa, se aseguró de marcar la página por la que iba antes de cerrar el ejemplar desgastado, y dejó el pergamino, enrollado, a un lado, donde nada le pasaría, hasta que tuviese tiempo para retomar la lección. Si tenía suerte, resolvería lo que tenía en mente desde el viernes y habría finalizado las tareas para cuando llegase su madre, así tendría una excusa para pedirle a Lía un pastel de chocolate, o acompañar a Narcissa a los rosales.

Caminó sin prisa hasta quedar en el campo de visión de la cabeza que formaban las cenizas del fuego. No se agachó. Agacharse era poco digno de un Malfoy, aun si todo lo que quería era traspasar las llamas, sujetarle los hombros y lloriquear por ayuda.

Jacint le dio una larga mirada y soltó un suspiro dramático que decía que se daba por vencido.

—Bien, me dijiste que era urgente, Draco, pero estoy hasta el cuello de tareas y no son los más compasivos en Durmstrang, entonces si pudieras comenzar...—rodó los ojos.

Asintió despacio y decidió ir al punto. Era importante, muchísimo, para él.

—¿Qué harías si molestan a Pansy?

La reacción fue inmediata. Desde las llamas, notó que el muchacho cuadraba los hombros y perdía cualquier rastro de impaciencia o diversión. Podría apostar porque incluso sujetó la varita y la apretó.

—¿Qué le hicieron? ¿Quién fue?

—No le hicieron nada —se permitió una débil sonrisa para calmarlo. No tuvo tanto efecto como hubiese deseado, pero sabía que era su culpa por haber comenzado diciéndolo así—. Sólo era una pregunta, ¿qué harías?

—¿Además de cruciarlos?

Debió haber algún tipo de reacción de sus compañeros más cercanos, porque Jacint se movió entre las brasas para contestar a alguien fuera de las llamas y reírse. Draco también tuvo el impulso de reír y se obligó a cubrirse la boca con el dorso de la mano.

—Bueno, la verdad es que lo de cruciarlos sería llevarlo a un extremo. Depende de qué le hagan y quién; no podría, por ejemplo, batirme a duelo con alguien como, no sé, ¿Albus Dumbledore? Sólo por haber hecho sentir mal a mi hermanita. Tendría que ser más sutil, porque claro que haría algo igual —entrecerró los ojos en su dirección, al tiempo que una de las comisuras de los labios se le elevaba—. Pero sí cruciaría al que sepa que le hicieron algo y no hizo nada ni me contó.

El pequeño Malfoy bufó.

—No me vas a cruciar, me adoras —a la distancia, escuchó el jadeo de Lía porque hubiese repetido la palabra. Confiaba en que no se lo diría a su madre.

—Tienes suerte de que sí.

Draco se permitió una sonrisa más genuina, y agachó la cabeza un poco, hasta que recordó que era una postura no digna de un Malfoy, así que se enderezó cuanto podía sin perder de vista las llamas.

—¿También a Harry? —preguntó en voz baja, tanto que, por un momento, temió que no lo hubiese escuchado. Jacint ladeó la cabeza.

—¿Me estás preguntando si adoro al mocoso? —se encogió de hombros como respuesta, lo que se ganó otro suspiro del chico—. Claro que sí, tiene sus momentos de ternura, supongo, como todos los niños de su edad. A Pansy le hace feliz intentar peinarlo y ponerle broches, y a ti te hace sonreír, ¿cómo podría no querer a alguien que logre esas cosas por ustedes dos?

—Entonces, si alguien le hace algo, ¿te molestaría?

—Esto ya se está poniendo raro, Draco.

—Sólo contesta —se removió, de repente avergonzado de tener que decirlo de ese modo, porque no encontraba otra forma de explicarle lo que quería.

—Por supuesto que me molestaría, Harry es una cosilla pequeña y flacucha, hacerle algo sería...

—Lo hicieron, en donde estudia.

Jacint se calló de golpe y se removió desde donde fuese que estuviese. Le pareció que cruzaba los brazos, y luego los descruzaba y se pasaba una mano por el cabello.

—¿Los...? Oh, Merlín, ¿qué Harry no estudiaba con...? Sí, estoy seguro, santo Merlín. Draco, espérame ahí —la silueta en las llamas se movió, el niño quiso pedirle que no se fuera—. Espera ahí —le repitió, y un instante más tarde, la conexión ya no estaba y las llamas se extinguían.

No pasó ni un minuto, antes de que la chimenea se encendiese en una luz verde, y Draco tuviese que echarse a un lado para esquivar al adolescente que se lanzó hacia adelante, revisándose los bordes de la capa de piel de Durmstrang y mascullando entre dientes.

—...estúpidos guardianes, estúpidas chimeneas...uno pensaría que a mi edad, los chicos se escapan para ver mujeres, no por un problema de muggles….muggles, ni siquiera podría decir la palabra en la sala de descanso, sin llamar a medio Durmstrang, hasta el viejo decrépito de Karkaroff hubiese aparecido...

Jacint, que debió notar el cambio de temperatura, se arrancó el gorro reglamentario (y necesario, decía él, para que no se le congelase el cerebro) y se dejó caer sobre uno de los sillones, ya limpio de hollín. Pidió una bebida a Lía y se cruzó de brazos.

—Si a madre le llega una carta diciéndole que me escapé por el flu del director, quiero que le digas que tú llamaste y fue por una buena causa —los dos dieron un asentimiento simultáneo, y Draco regresó al sillón que ocupaba antes—. Cuéntame, ¿los muggles en serio le hicieron algo? Digo, que sí, que son personas y son muchos, pero son…muggles.

Él tuvo que admitir que fue lo mismo que pensó en un primer momento, hasta que se dio cuenta de cómo afectaba a Harry, y cómo pretendía arreglarlo Lily. Draco quería a la señora Potter; le besaba la cabeza, preparaba dulces y lo invitaba a jugar con Harry cada vez que llegaba a sentirse solo, pero podía ser tan muggle y tan poco bruja.

—Creo que se lo han hecho varias veces —frunció el ceño al reconocerlo—, sólo se puso a llorar, y su madre le dio helado, fue linda, pero no creo que arregle algo.

—¿Y qué quieres hacer?

—El edificio no tiene nada de seguridad mágica —dejó las palabras en el aire un momento, suficiente para que Jacint dejase caer los brazos a los costados y se inclinase hacia adelante—, las paredes son gruesas, pero un reducto las rompería. Y Harry llevaba una etiqueta en el uniforme con el número del salón, todos tienen una placa en la puerta para identificarlos. El techo también parece ligero.

Jacint arqueó las cejas y no disimuló una sonrisa orgullosa.

—Qué observador. ¿Y qué propones?

—¿No me dijiste en la última carta que estaban usando boggarts para practicar?

—Me vas a meter en problemas, ¿cierto? —a pesar de lo que decía, la sonrisa se ensanchó.

—Los boggarts a veces escapan, tenía entendido que pueden atraer a las víctimas, aunque no sé por qué no lo hacen seguido. Digamos que el boggart escapa, mientras tú estás aquí, conmigo, y reaparece en una primaria muggle, por alguna extraña razón —hizo una breve pausa, en la que tiró de la manga de su túnica. La varita de práctica se sacudió contra su antebrazo, con un peso que le resultaba consolador—. Un mago anónimo calma las cosas, los equipos del Ministerio lo recogen y ahí nada pasó. Pero un buen obliviate, con las palabras correctas, hace que un grupo de niños muggles sientan el mismo terror del boggart cada vez que estén por molestar a Harry. Qué casualidad sería, ¿no?

—Olvidas un detalle: no soy mayor de edad, no puedo hacer magia fuera de la escuela.

—Estudias en Durmstrang, estoy seguro de que les enseñan cómo hacer un poco de magia sin que nadie se entere.

Jacint tuvo la decencia de lucir casi avergonzado y culpable.

—Y no sé dónde queda la primaria.

—Pero yo sí.

—El Departamento de Control y Regulación de Criaturas Mágicas no le dará al boggart más de unos minutos.

—No necesitas más —dictó, cruzándose de piernas y reclinándose contra el respaldar del asiento—. Mañana Harry llega tarde, porque el- su padre, lo lleva, la tía Lily se queja de que él lo hace perderse la primera clase. Madre tiene reunión, yo estoy por terminar mi tarea y no tengo lecciones hasta las nueve, porque adelanté la semana pasada. ¿Tú estás ocupado?

—Tengo la primera hora libre.

—Bien.

—Bien.

Draco sonrió y se dispuso a completar su ensayo comparativo, al menos hasta que cierto mago se levantó y se acercó para rodearle el cuello con un brazo y comenzó a despeinarlo, llamándolo "mocoso astuto". Cuando se calmó, se le sentó a un lado, y obligado a compartir su espacio personal, decidió que podía tomarse un momento más de descanso y aprovechó de presumirle del colgante de su promesa. Jacint lo observó de forma extraña cuando estaba hablando de Harry; él fingió que no se daba cuenta.


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