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Luz de luna por BocaDeSerpiente

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Epílogo. Segunda parte.


—…Orión, ¿por qué metiste la cabeza de tu hermano en el estanque de la fortuna, otra vez?

—Yo no fui. Antares quiso hacerlo. Antares, dile que quisiste hacerlo —ordenó el niño rubio. Apremió al otro, tirando de la parte de atrás de su cabello crespo y desordenado, para que sacase la cabeza del estanque. El segundo, más pequeño, tomó una profunda bocanada de aire al emerger, goteando.

—¡Dión, acabo de ver unas si…re…nas…! —se silenció a sí mismo, cubriéndose la boca con ambas manos, cuando se percató de que Harry los observaba desde el otro lado del estanque, de brazos cruzados, con una ceja en alto.

—Dile que lo hiciste porque quisiste —insistió el primero, codeándolo con cuidado.

—Lo hice porque quise —lloriqueó él. Sus ojos, abiertos de sobremanera sobre su padre, se tornaron de ese tono de gris que el mayor sabía que era una debilidad para Harry, porque lo hacía idéntico a la mirada de Draco de niño, y se lo enseñó a su hermano para que se aprovechasen de ello.

Orión sólo tenía siete años y ya sabía bien cómo utilizarlo de chivo expiatorio. Por supuesto que comprendía por qué era el que llevaba el apellido Malfoy por delante y que el Legado hubiese estado interesado en él desde que era un bebé.

Antares, en cambio, era un poco más despistado y siempre se caía al correr por su torpe coordinación. Disfrutaba de jugar con los Alfis, corretear a los Augurey del patio, rascar los pétalos de la colección de plantas carnívoras del Vivero de Pansy y Neville, y escuchar a su hermano mayor leerle en voz alta. Tenía cinco y medio, decía a quien le preguntase, mostrándoles cinco dedos y el meñique de la otra mano.

—¿Quisiste meter tu cabeza al estanque? —repitió Harry, despacio, breves pausas entre cada una de las palabras, cuando lo cargó para aplicarle un encantamiento de rápido secado y echarle el cabello hacia atrás. Las hebras cambiaban de rojo intenso y oscuro, como el de su abuela Lily, a un negro igual que el suyo, en cada pasada, y regresaban al color anterior cuando Harry apartaba la mano.

El niño desvió la mirada hacia su hermano mayor por un segundo. Orión asintió en respuesta a la pregunta no llevada a cabo, después Antares se giró entre sus brazos y asintió también, imitándolo.

—Papá Draco nos dijo que los Malfoy pueden ver su futuro ahí —apuntó el pequeño Antares, envolviéndole el cuello con los brazos—. Dión me pidió que viese el suyo por él.

Dión le pidió…

Aquella era una frase recurrente. Harry podía decir que se trataba del principal motivo de todos los desastres en esa familia.

Orión sonreía con un aspecto tan angelical, que habría sido imposible para alguien más darse cuenta de que simplemente metió la cabeza de su hermano menor al estanque, para no mojarse ni ensuciarse él. Antares, por su parte, lo observaba con atención. Nunca lo delataría, así que a Harry no le quedaba más opción que bufar.

—Pudiste pedirme que te acompañase, ¿y si te ahogabas? ¿Y si papá Draco los encontraba? —lo reacomodó entre sus brazos, causando que diese un brinco. El pequeño se rio y luego emitió un chillido feliz. El mayor, sin embargo, había empalidecido un poco; sabía bien que Draco no se creía sus farsas y le quitaría la escoba o el snap explosivo por varios días, si descubría que volvió a meter a Antares ahí.

Y a los siete años, tres días sin la escoba, podían ser peor que una maldición.

—Pero papá Draco estaba probando hechizos en casa —puntualizó su hijo más pequeño, tocándole la punta de la nariz. Harry asintió, soltó un vago sonido afirmativo y le besó la mejilla. Por un instante, el rostro de Antares fue pecoso como el de un Weasley, su cabello naranja y los ojos muy, muy verdes. Luego regresaba a un tono más rojizo y el iris se le tornaba dorado.

Era un regalo, había dicho su esposo la primera vez que lo vieron hacerlo, poco después de su nacimiento. Antares había estornudado, en la cuna, y sus ojos pasaron de azules a verdes, luego a castaños, en un parpadeo. Un regalo del Legado. La magia ancestral le devolvía a Draco lo que le quitó, en su pequeño hijo metamorfomago.

Orión se apresuró a seguirlo cuando se dio la vuelta para caminar de vuelta al interior de la Mansión. La charla con Narcissa sobre un asunto de una de las propiedades, en que ayudaba a su esposo, se había prolongado; aquel era el resultado. Su hijo mayor le sujetó la mano, y cuando preguntó por qué cargaba al otro, Harry le replicó que a los niños chiquitos había que cargarlos, lo que eliminó cualquier posibilidad de reclamo, porque él se consideraba casi un adulto con sus siete años.

Dejó que ambos se despidiesen de su abuela, y le prometió que irían a comer allí el domingo, como cada semana; los sábados pertenecían a los Potter y eran, por definición, el día de visita a Godric's Hollow, para que James malcriase a sus nietos y Lily continuase regañándolo sobre cómo no debía comprarle fuegos artificiales mágicos a niños tan pequeños.

Tomaron el flu para volver a Nyx.

Bajó a Antares una vez que estuvieron allí. Sólo hizo falta una fracción de segundo y haber mirado en otra dirección; cuando volvió a buscarlo, el niño corría por los pasillos, perseguido por Scorpius, la constelación a la que pertenecía la estrella que le daba su nombre, llamaba a Lep entre chillidos, encendía las paredes y el suelo con toques rápidos y dispersos.

Orión, parado a su lado, levantaba la cabeza para saludar a su constelación en el techo. Harry volvió a tenderle una mano, y a pesar de que se creía un adulto maduro y les había dicho la semana anterior que no necesitaba que lo tratasen igual que a su hermano, lo sujetó.

—¿Quieres ir a sorprender a papá?

El niño asintió con una leve sonrisa, de esas que también le hacían pensar en el Draco de siete años. La única diferencia que tenía con el pequeño que habitaba en sus memorias y entre fotografías que aún guardaba, era que sus ojos grises tenían un toque de verde que jamás les permitirían ser idénticos a los de su padre.

La risa de Antares, que tenía como pasatiempo jugar con las constelaciones de la casa y perseguir a Lep cuando volaba, llenaba los corredores enrevesados que tuvieron que seguir para alcanzar la biblioteca. Luego se detuvo y Harry arrugó el entrecejo, hasta que llegaron a la entrada; se dio cuenta de que lo había hecho porque Antares se les adelantó y ya estaba a un lado de Draco, abrazándose a una de sus piernas y preguntándole qué hacía con las esferas de magia condensada sobre la mesa.

Mientras oía la respuesta que le daba a su hijo, obviando los términos complicados y enseñándole de un modo en que cualquiera le encontraría sentido, Harry le hizo una seña a Orión para que se acercase también. El mayor de los niños asintió con expresión solemne y se aventuró dentro de la biblioteca, tan cuidadoso con sus pasos que alguien más nunca se habría percatado de su presencia.

Draco, sin embargo, tenía práctica con eso de las personas que no hacían ruido al moverse, desde que aprendió cómo localizarlo en un cuarto, aunque los Inefables lo hubiesen acostumbrado a ser sigiloso. No se lo había contado, pero Harry tenía la teoría de que utilizaba una percepción de energía en lugar de los sentidos, para lograrlo.

Se giró justo a tiempo para capturarlo por los hombros y arrastrarlo hacia ellos, uniéndolo al abrazo de Antares, que volvió a chillar y se le colgó del cuello a su hermano, ignorando sus protestas escuetas y su nariz arrugada, con esa facilidad que da la costumbre.

Después Draco veía hacia la entrada, alzaba una ceja en su dirección, y Harry, sin saberlo, ponía esa sonrisa de falsa inocencia de la que Orión se había copiado.

—Tu visión siempre me deja paralizado —dramatizó, llevándose una mano al pecho. Su esposo levantó la otra ceja entonces. Harry se rio—. Intento ser lindo y actúas así. Recuérdame por qué sigo contigo.

Ahí, Draco sonreía.

—Porque soy lo mejor que te ha pasado —aseguró, elevando la barbilla. Junto a él, Orión imitaba el gesto a la perfección y sin esfuerzo—. El amor de tu vida.

Harry rodó los ojos, divertido, y masculló acerca de cretinos egocéntricos cuando su esposo lo abrazó. Los niños hablaban en susurros. Orión arrugaba el entrecejo, Antares los señaló. Lep se movía entre los dos, persiguiendo el destello fugaz y blanco que era Antártida, libre desde que entraron a la casa y se deslizó lejos de la piel de su dueño.

—¿Qué crees que estén planeando ahora? —inquirió Harry, por lo bajo, al notar su comportamiento extraño. Su esposo soltó un teatral suspiro.

—No tengo idea, pero mientras no vuelvan a perseguir a los gnomos del patio de los Weasley ni rompan otro de los cofres de cristal de la antesala…—Draco se encogió de hombros y gesticuló con los labios, sin emitir un sonido, un "no es problema mío".

—Orión volvió a meter a Antares al estanque —recordó, frunciendo el ceño. Ahora se veía como si el mayor intentase explicarle algo al más bajito, y este no captase el punto. Siempre se trataba de una mala señal para ellos—. Quería que viese su futuro por él, supongo.

—Ese niño no aprende.

—Se parece a ti —ante la mirada de incredulidad que le dirigió, Harry mencionó:—. Tú me tiraste a ese mismo estanque de niños. Dos veces.

Su esposo contuvo la risa y le besó detrás de la oreja, para disimular.

—Fue divertido entonces.

Harry tenía un comentario sobre cómo no podía quejarse de su hijo, si era igual que él a esa edad, cuando sintió el débil tirón de la mano de Antares en el borde de su camisa. Ambos bajaron la mirada enseguida.

—Papá Harry —Antares dio un vistazo por encima del hombro a su hermano, que todavía tenía esa expresión pensativa de un momento atrás, y volvió a observarlos a ellos—, ¿por qué papá Draco es…el amor de tu vida?

Miró a su esposo. Draco, a su vez, lo vio a él. Sonrieron.

—Hay muchas razones —Harry le revolvió el cabello al niño, que se carcajeó y sostuvo su muñeca para frenarlo, negando.

—¿Pero qué es? —insistió, viendo de uno al otro.

—¿Qué cosa?

—Que sea el "amor de tu vida" —fue Orión quien contestó, recargado en la mesa de trabajo de su padre—. ¿Qué es eso?

Draco alzó los brazos y negó, lo que significaba que era asunto suyo, porque la pregunta iba dirigida a él. Harry le susurró que era un traidor, levantó a su hijo más pequeño, y emitió un largo "hm".

—Pues- es que lo amo. Sí, amo a su papá Draco.

Orión, por supuesto, no estaba convencido con esa respuesta.

—¿Y qué es amar?

—Bueno- —Harry vio a su esposo, que soltó un bufido de risa por la expresión que tenía, fuese la que fuese.

—Nosotros te amamos —señaló Draco, a manera de demostración, y al pararse a su lado, atrapó entre el dedo índice y medio la nariz de Antares— y a ti también.

—¡Nos lo dicen todos los días, cuando nos arropan, y papá Draco nos cuenta historias! —exclamó Antares, satisfecho con la respuesta, mientras jugueteaba con el cuello de la ropa de Harry, acomodándolo por él.

—Pues eso les da una idea de qué es el amor.

Orión formó una línea recta con los labios y frunció el entrecejo, en una expresión de absoluta concentración. Tras un momento, ladeó la cabeza, y se veía aún más confundido que al comienzo.

—¿Amor es arropar a alguien y contarle historias?

Ellos intercambiaron otra mirada.

—Se podría decir que el amor también es arropar a alguien y contarle historias. A mí me funcionó así —Draco le guiñó. Harry tuvo que hacer un esfuerzo por disimular su sonrisa tonta.

—¿Y qué más es?

Harry tenía una respuesta para esa pregunta. La había tenido toda la vida.

—El amor es la luz de luna, Orión.

—La luz de…—repitió su hijo, arrugando más el ceño—. ¿Cómo es eso, papá?

Él observó a Draco de reojo y sonrió. Se dejó arrastrar por la sensación de déjà vude una conversación ya vivida.

—La luz de la luna es perfecta. Siempre te ilumina cuando está oscuro, cuando tienes miedo —Harry se cambió el peso de Antares de un brazo al otro. Su hijo menor lo observaba con atención para ese instante—. La luna es la que hace que la noche no nos asuste, a todos nos gusta la luna, ¿cierto, Antares? —al oírlo, el más pequeño asintió con ganas para darle la razón—. Eso es el amor.

—Es la explicación más rara que he oído —sentenció Draco, conteniendo la risa, pero sus dos hijos tenían expresiones pensativas. Harry le sonrió y se inclinó más hacia él para darle un beso al que, en definitiva, era el amor de su vida.

Antares, todavía en sus brazos, se carcajeó y empezó a moverse para darles besos en las mejillas a ambos, diciéndoles que le gustaba mucho, mucho, mucho, lo que era el amor, y qué cuento quería para la noche, ya que eso también era el amor. Orión, concentrado en observarlos, ignoraba a Antártida, que se había parado en su hombro y restregaba la cabeza contra su mejilla.

Ellos no lo entenderían tan pronto, pero estaba bien, porque Harry tampoco lo había hecho.

Ese, probablemente, fue el momento en que otra historia comenzó.


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