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Desesperanzado por GirlOfSummer

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Notas del capitulo: Yay! actualizo rápido, le estoy echando ganitas a esta historia, gracias a los que dejaron review o a los que al menos leyenro en primer capítulo :]

2. Aves y Leones

La cena se estaba llevando a cabo envuelta en una tensión incontrolable. Pero Stephen no podía negar que la comida caliente le caía como del cielo, no prestaba atención a su alrededor, comía porque moría de hambre, no se daba cuenta de la mirada como plomo que el general Bizet le dedicaba.

Pero es que Ferdinand no podía evitarlo, el chico lucía tan puro, una pureza llena de virtud que no podía recordar haber visto en otro lado. Casi virginal.

Había silencio incómodo que sólo Fiorella se atrevía a interrumpir cuando hacía alguna petición a un sirviente.

-Muchacho –la voz ronca de Ferdinand por fin sonó en el salón del comedor, Stephen volteó de inmediato, mirando a su carcelero con miedo y furia a la vez-. Voy a dar una fiesta este fin de semana, tú la vas a amenizar –ordenó.

El pianista quiso replicar algo, pero ¿qué?, no quería ser víctima de las torturas de ese hombre. Sólo quería morir y encontrarse con Ariadna, ese era su único deseo y sabía que no le sería concedido. Asintió débilmente ante la mirada de Fiorella en espera de un nuevo enfrentamiento que no se presentó.

-Ahí... –continuó el general señalando una puerta sencilla –hay un piano, ahí compondrás y practicaras, ¿entendido?

Y por única respuesta Stephen asintió nuevamente. Miró a Fiorella con pesar y ella le sonrió con amargura. Extrañamente esa chica era lo único bueno que le había pasado en mucho tiempo, era tan diferente a su padre, era de hecho buena.

Tras terminar su cena y en completo silencio, el chico se puso de pie dispuesto a marcharse.

-¿A dónde vas? –Ferdinand se puso de pie y su hija de inmediato supo que ahora sí vendría el enfrentamiento.

Stephen volteó discreto, pero no respondió, estaba muy cansado, quería dormir, aún estaba débil. Por el amor de Dios, ¿qué esperaba ese hombre?, lo había encontrado en medio de un edificio en ruinas después de un bombardeo, estaba cansado y con toda razón.

-Toca –ordenó el dueño de la casa, Stephen lo miró sorprendido, no tenía fuerzas para tocar, no respondió-. ¡Qué toques! –y soltó un fuerte puñetazo a la mesa.

Fiorella se encogió en su lugar, Stephen agachó la mirada con resignación y con paso austero caminó hacía la habitación donde el general le había dicho que estaba el piano. Abrió la puerta y frente a él un salón amplio y blanco se presentó, de cortinas vino y detalles dorados; ostentoso e imponente, en medio había un piano de cola, negro como su cabello. Tragó saliva y caminó hasta el instrumento seguido de Ferdinand y su hija.

Comenzó a tocar, sentía que desfallecía a cada nota, sin embargo tocaba como si en ello se le fuera la vida. Ferdinand Bizet lo miró conmovido por la frágil melodía y orgulloso de tenerlo como su prisionero de lujo, Fiorella no daba crédito a lo que escuchaba, a la belleza abrumadora de una simple melodía de piano y de algún modo entendía la obsesión de su padre por el joven músico.

…l seguía tocando y cuando lo hacía se abstraía de tal modo que nada a su alrededor importaba, Ferdinand caminó hacia él con paso firme, pero el muchacho no se detenía, tocaba y tocaba, cada vez con fuerza y más furia.

-Escúchame –dijo el militar al poner una mano sobre el hombro de Stephen, que sólo así se detuvo-, compondrás una melodía para mi hija y la estrenarás en la fiesta que daré.

-Pero... –Stephen dudó –tengo muy poco tiempo, no puedo... –comenzó a temblar ante la posible reacción de Bizet.

-Escúchame –repitió el otro y tomó con fuerza la mano de Stephen y comenzó a apretar, esta vez lo dijo con los dientes apretados y más cerca del oído de su víctima-, compondrás una melodía para mi hija... ¡y ese día la tocarás! –explotó aventando al pobre pianista una vez más, el banquillo del piano fue a dar algunos metros más allá y el joven prisionero se lamentaba en el suelo.

Pero Ferdinand aún no estaba conforme, con su enorme bota pisó con fuerza la mano de Stephen.

-Muchacho malagradecido.

Apretaba, apretaba con fuerza, se escuchaba el ligero crujir de los huesos de Stephen quien inútilmente daba golpes a la pierna del general, desde su lugar Fiorella miraba horrorizada la escena.

-¿Entonces? –desde su posición de aquel que somete, Ferdinand preguntó-, ¿compondrás una melodía para mi hija?

Pero el pianista estaba paralizado por el dolor, quería contestar que sí, que lo haría pero las palabras no salían de su boca. Ya no veía nada, todo era una nube de insoportable dolor, su agotamiento previo y ahora el dolor del que era víctima sólo consiguieron una cosa, desmayarlo y sólo así Bizet apartó su bota de la mano del músico.

Cuando despertó, lo primero que Stephen hizo fue levantar su mano, tenía una venda que comenzaba a picarle, miró hacía la ventana, ya era un nuevo día, aunque no estaba muy consciente de cuánto había dormido, estaba seguro que no había sido demasiado, una noche y nada más.

Cuando quiso incorporarse escuchó como alguien entraba, de inmediato temió, si era Bizet, si nuevamente le infringía dolor, si... si no lo dejaba en paz, si no lo mataba finalmente, ya no podría soportarlo. Por fortuna era Fiorella, su alma descansó y sonrió al notar que la chica le llevaba algo de comer.

-Esto no agradará a tu padre –bromeó como timidez.

Ella lo miró divertida, con un profundo enternecimiento de verle ganas de bromear aun bajo su circunstancia.

-…l me dio permiso –aclaró.

El chico intentó empuñar el tenedor para comenzar a comer, pero siendo diestro, y siendo su mano derecha la afectada se le estaba complicando. Fiorella lo notó y comenzó a ayudarlo, empezó a alimentarlo como si se tratara de un niño pequeño y ambos comenzaron a reír.

Su risa, pensó ella, era igual de triste y hermosa que sus melodías. Estaban riendo, bromeando incluso, cuando la figura altiva y autoritaria del general Bizet hizo acto de presencia, miró como quien mira un horrible asesinato a su hija riendo en compañía de ese pianista malagradecido.

Ambos jóvenes pararon en seco de reír al mirar la expresión del mayor.

-Fiorella, déjanos solos –pidió su padre y la joven agachó la mirada, tomó la charola de la comida y se retiró.

Ferdinand guardó silencio y se mantuvo en su lugar hasta que escuchó la puerta de la habitación ser cerrada por su hija. Luego caminó hacía Stephen que seguía postrado en la cama y lo miraba con miedo y angustia acercarse a él.

El de cabello café miró al joven, luego miró detenidamente su mano vendada y ahí mantuvo sus ojos color cedro por un rato. Esto incomodó notablemente al chico.

-No puedo tocar –se disculpó, excuso, defendió... todo al mismo tiempo.

-Podrás –el tono fue neutral-, sólo te daré una prórroga para esa canción dedicada a Fiorella, pero tocarás... sin excusa ni pretexto.

Y parecía que Ferdinand Bizet tenía un poder tan absoluto como devastador cuando daba una orden, era imposible negarse y no porque fuera bueno persuadiendo, sino porque intimidaba al grado de aterrar. Era un hombre frío y caprichoso que había demostrado conseguir todo lo que deseaba. Todo, incluido Stephen Henry.

Stephen tragó grueso y asintió.

Al día siguiente la venda fue retirada de su mano y pudo estirar sus dedos, aún estaba maltratada por los golpes, pero ya no le dolía, o no tanto al menos y se dedicó a practicar, temiendo una nueva golpiza por parte de su celador quien se limitaba a observarlo con interés excesivo mientras tocaba sin descanso.

Inevitablemente, el fin de semana llegó. Ferdinand Bizet tuvo el descaro de presentar a Stephen como “su protegido”, un asilado de la guerra, un sobreviviente, un genio. El chico no quería ser ninguna de esas cosas, la mayoría eran mentira. …l sólo quería morir y encontrarse con Ariadna.

Entre la concurrencia había políticos y gente importante de aquella nación, pero Stephen no tenía permitido interactuar mucho con ellos, y ni quería hacerlo. Consideraba a todos asesinos, todos sin excepción eran culpables de la catástrofe de la que fue víctima su pueblo. Posiblemente, muy posiblemente él, Stephen Henry era el último de ellos.

Tocaba sin mirar alrededor, sin darse cuenta que era observado por tres pares de ojos con especial interés. Aquellos que parecían vigilarlo, los ojos café de Ferdinand Bizet, un par de ojos obscuros casi negros y unos claros y angelicales, pertenecientes al coronel y amigo cercano de Bizet; Roman Becke, y al hijo de un importante funcionario, León Montangie, respectivamente.

El joven León era alto y esbelto, elegante y buen mozo, rubio y de cabellera larga amarrada en una coleta, sonrisa pícara y un niño consentido a decir verdad, constantemente envuelto en amoríos y escándalos tanto con mujeres como hombres. Se deslizaba por el salón tratando de llamar la atención de Stephen que, una vez tocando, era difícil sacarlo de su trance.

Mientras sostenía una copa entre sus largas manos, León fue acreedor de una mirada por parte del joven pianista y sonrió triunfal.

Al otro lado del salón, Bizet y Becke discutían la estancia de Stephen en el país.

-Es el enemigo –decía Becke, que era ligeramente más alto que su compañero, también ligeramente más joven, pero más delgado, más fino por decirlo así, su rostro sin embargo era cuadrado, tez morena y cabello café, ojos grandes, casi negros.

-Es un maldito genio –Ferdinand respondió y luego bebió un poco del licor que esa noche se servía.

-¿Lo tienes aquí por eso? –Roman enarcó una ceja suspicaz-, ¿o quieres que te haga algún tipo de favor? –rió malicioso.

La risa fue correspondida.

-Que tú seas un maldito pervertido no quiere decir que yo tenga tus mismas mañas –se defendió.

Ambos hacían referencia a la manía de Roman Becke de capturar algunos civiles durante las guerras, sólo aquellos que le parecían atractivos, para tenerlos de sirvientes sexuales por un tiempo. No importando si eran hombres o mujeres.

Miraron a Stephen quien terminaba su interpretación, observaron como el chico intercambiaba miradas con León Montangie, aunque más que cómplice parecía asustado. El pianista se puso de pie, listo para irse, ya había cumplido pero fue interceptado por Bizet.

-¿A dónde vas? –lo agarró con fuerza del brazo.

-Ya hice mi parte, tengo sueño –Stephen evitó quejarse del dolor –por favor... –rogó.

Estaban en el discreto forcejeo cuando una mujer ya mayor, que en una mejor época fue notablemente bella se acercó a ambos hombres.

-Señor Henry –se dirigió a Stephen con sumo respeto –hace algunos años presencié un concierto suyo, tocó una melodía que esta noche no interpretó –hizo una pausa, Stephen la miraba con sumo interés, Ferdinand más bien sorprendido-, ¿podría tocarla para mí?

-Yo... –Stephen estaba trastocado que alguien en ese salón lo conociera, tartamudeó, trató de responder, esa mujer se había acercado amable, así que contestaría de igual modo-, ¿qué melodía es esa?

-Se llamaba “Ariadna” –la mujer respondió en medio de su ensoñación.

El músico dio un paso hacia atrás como si fuese a caer, incluso como reflejo, Ferdinand volvió a tomarlo del brazo.

-Yo... yo no puedo –respondió finalmente-, lo siento mucho –fue sincero –pero no puedo tocar esa canción.

La mujer agradeció y se fue desilusionada, Stephen quería irse de ese lugar de inmediato, dio media vuelta y salió como pudo. Se encontró en un cuarto contiguo sin luz, ahí se recargó en un pilar y el fulgor de la luna le daba justo en los ojos.

-Ariadna –alcanzó a suspirar cuando sintió un movimiento brusco, alguien lo giraba con violencia.

De un momento a otro sintió la fuerte bofetada sobre su rostro. Aquella mano parecía de hierro, era de hierro. Cuando pudo ver a su agresor no se sorprendió de ver ante él a Ferdinand Bizet quien lo miraba con aquellos ojos fríos que no se inmutaban ante su dolor.

-Maldito muchacho –dijo el general-, si te piden una canción, ¡tocas la maldita canción!

-No –y por un momento el temor en Stephen desapareció –tocaré lo que me pidan, menos esa canción.

Aún furioso, Bizet tuvo que regresar con sus invitados. En aquella habitación sin luz, Stephen se quedó parado sintiendo el hilito de sangre correr de su boca a su barbilla, con un dedo tomó un poco del líquido carmesí y lo observó, sabía que no serían las únicas gotas que derramaría.

Estaba encerrado, prisionero, obligado a ser el bufón de un montón de pretenciosos políticos y magnates, sus enemigos, los enemigos de su país, y no podía morir, no le sería concedida esa única petición. La frustración se apoderó de él y con su puño golpeó la pared. La enorme casa no recibió daño de aquel débil golpe, justo como Bizet no recibía daño tampoco.

Luego sintió una mano sobre su hombro, delicada, pensó que sería Fiorella, pero al voltear encontró un par de ojos celestes y una mano ofreciéndole un pañuelo blanco.

-Gracias –Stephen lo tomó y se limpió la sangre. Luego miró detenidamente a su nuevo acompañante entre las penumbras.

Era aquel joven que lo observaba mientras tocaba. Rubio, casi tan alto como él, rostro anguloso, nariz delgada. Ojos celeste.

-León Montangie –se presentó.

-Stephen... –y lo dudó un segundo, no le gustaba que esa gente tuviera en su poder su nombre completo-, Stephen H. –prefirió decir.

Luego intentó regresar el pañuelo a su dueño.

-Quédatelo –le sonrió con encanto. Stephen no estaba seguro, tal vez era el golpe, o los otros golpes que ya había recibido pero, ¿León Montangie le estaba coqueteando?

La plática fue breve y superficial, era obvio que León había visto el golpe que Ferdinand le había dado a Stephen pero no mencionó nada al respecto, como si solapara la injusticia, sin embargo, el pianista agradeció el gesto amable del rubio al ofrecerle un pañuelo y compañía.

-Eres lindo –confesó León y Stephen estuvo seguro que esta vez no eran ideas suyas, ese hombre le estaba coqueteando de una forma completamente directa.

-Sí, gracias –e intentó huir pero fue tomado del brazo con fuerza, León lo jaló hasta que lo tuvo de frente.

-Yo te puedo ayudar a salir de este horrible lugar –le dijo al oído-, sólo me tienes que hacer un favor –y su mano bajó hasta la entrepierna de su víctima.

-¡Déjame! –Stephen lo empujó como pudo.

Sin embargo, el chico Montangie rió con ironía.

-Yo siempre obtengo lo que quiero.

-¡Estoy harto de ustedes! –gritó Stephen aunque no serían escuchado, la fiesta parecía estar muy animosa-, de su maldita obsesión de obtener todo... aunque sea por la fuerza-, sintió que el aire se le iba –no son dueños del mundo, no son mis dueños, ¡déjenme en paz!

Y salió corriendo escaleras arriba para refugiarse en su habitación, harto de todo y de todos. No podía ir ningún otro lado, había guardias en todas las posibles salidas por órdenes de Bizet, para Stephen era imposible escapar. Su prisión era una mansión lujosa y elegante.

Era esa ave que cantaba hermoso encerrada en una jaula de oro.


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