El joven rubio ataviado con un largo kimono lloraba sosteniendo el cuerpo cubierto de sangre de su amado, él, un joven europeo, se había enamorado de aquel guerrero japonés que en esos momentos se desangraba entre sus brazos, la empuñadura del wakizashi sobresalía de su vientre mientras que el líquido carmesí empapaba el kimono azul oscuro.
Hizaki sintió como sus lágrimas eran secadas por la mano temblorosa y fría de Yuki que le miró con los ojos empañados de un moribundo sonriendo levemente cuando el último resto de vida abandonó su cuerpo, su mano cayó siendo recogida por los dedos blancos del muchacho francés que no lograba comprender por qué su amado había cometido seppuku, no quería estar solo, no quería estar solo nunca más.
Susurró palabras de amor junto a la frente cubierta de sudor frío de su amado mientras con cuidado retiraba el cabello rubio ceniza, con un enérgico gesto se levantó arrastrando el cuerpo inerte lo mejor que pudo, después sin apenas fuerzas lo subió a su caballo que relinchó inquieto, guió al animal con paso lento, sin dejar de llorar en ningún momento, sabía hacia donde se dirigía aunque no por ello el camino se le hizo más sencillo. Hizaki anduvo y anduvo durante todo el día hasta alcanzar su objetivo, la casa del clan de su amado, donde sabía que él deseaba hallar el reposo.
Cuando atravesó la puerta, con sus ojos ya secos, pues había gastado todas las lágrimas, su kimono manchado y su hermosa cara desfigurada por el dolor, todos se apartaron a su paso, sabían que el intrépido Yuki había huido con aquel muchacho europeo por amor, así mismo, sabían que la familia del chico rubio había perseguido a la pareja, pero ninguno había esperado jamás que un joven extranjero valiera la muerte de aquel poderoso guerrero, y por supuesto ninguno había acudido en su ayuda. Guió al corcel pasando ante el padre de su amado sin prestarle atención, e ignoró los llantos de la madre pues ellos eran en parte culpables de su muerte, como sus propios padres.
Cuando alcanzó el jardín del clan bajó el cuerpo ya helado de Yuki del animal arrastrándolo hasta al bello cerezo bajo el que se habían visto por primera vez, con un suave gesto acarició la cara rebosante de paz del hombre dejando que el dolor escapara de su corazón. Por fin halló la paz cuando encontró la manera de reunirse con su amor, con mucho cuidado, extrajo el wakizashi del vientre y suavemente tomó la mano del gentil y cariñoso joven, se tumbó a su lado y con la mano temblorosa colocó el filo en su garganta, tenía miedo, miedo de no poder reencontrarse con él, miedo de pasar su eternidad en solitario, pero se armó de valor, sintió como si el contacto con la fría mano le diera las fuerzas que necesitaba y en un simple y firme movimiento giró su muñeca seccionando su garganta de lado a lado, pero ya no estaba triste, ya no lloraba y ya no se sentía solo.
Mientras la sangre bajaba empapando su ropa hasta formar un charco en el suelo sobre la hierba a los pies del cerezo en flor, ante sus ojos pasaron todos los momentos felices que había compartido con el único dueño de su corazón, los únicos momentos auténticamente felices de su vida. Su vista comenzó a nublarse, y ya no fue capaz de ver la cara de Yuki, pero no le importó, pues cerró los ojos extendiendo una mano hacia ella, tocando aquella piel de mármol, entonces, mientras perdía la conciencia recordó la cálida sonrisa de aquellos labios con sabor a melocotón, los suaves besos, las dulces caricias de sus dedos delicados, y sonrió, pronto los volvería a sentir.
Cuando el muchacho abandonó el mundo de los vivos el cielo derramó lágrimas por los enamorados, y ante la lluvia, las flores de cerezo cayeron de su árbol cubriendo los cuerpos entrelazados en su último abrazo.
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