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Las aventuras de Atobe Keigo por Neko uke chan

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En las calles de Francia, en las vitrinas de todo tipo de renombradas marcas comerciales habían en exhibición inimaginables piezas de ropa, prendas, calzado, joyas culinarias, libros de famosos autores, línea blanca de buena calidad…definitivamente, lo mismo que en Japón pero con un “pomposo y elegante toque occidental” que en su tierra no podría encajar demasiado bien.


–Keigo-bocchan, estamos por llegar– anunció el conductor de la limosina con un innegable acento francés, el joven subió la ventana de vidrio ahumado con pesadez, resignándose a perder la nitidez de la imagen que tenia de las tiendas. Dirigió sus orbes violáceas al interior del amplio y cómodo asiento de la limosina, sirviéndose una copa de la champagne que yacía predispuesta en una cubeta helada y sorbió con lentitud. Agradeció internamente que la mayoría de edad en Francia no fuese a los veinte alos como en su país, y ante el pensamiento un repentino nudo en el estómago le incomodó.


Menor de edad, sonaba irónico que él lo dijera, porque, y aunque innegablemente aún era un joven adolescente, él no se apreciaba a sí mismo como tal: con tantas responsabilidades que atender se sentía cómo un hombre adulto de negocios.


Un pequeño flash de imágenes y recuerdos de Japón, su escuela, sus amigos y rivales. Jiroh. Se acumularon en su mente. Balanceó el contenido casi intacto de la copa, arrugó su frente con preocupación y decisión y se susurró con firmeza.


 –Tengo que dejar todo esto claro. Definitivamente no lo voy a perder– el auto se detuvo y la puerta fue abierta por el caballero con traje.           


 –Hemos llegado, bocchan–  con una reverencia le cedió espacio para salir del automóvil. Bajó, sacudiendo un poco su traje lila y con pasos fuertes entró por la puerta de la empresa frente a él, previamente abierta en su espera.


El lobby de la empresa era lujoso y reservado, profería un ambiente de negocios y tratos por todos lados con una fuerte esencia a mercantilismo. Con la indicación de una refinada empleada fue dirigido hacia el último piso de la gran empresa cuyo nombre rezaba en placas doradas en los pasillos principales de cada piso.


Assurance et la finance “Empire Napoleónien”*


–Aquí es– dijo en francés la mujer tras abrirse las puertas del ascensor con la campanilla anunciando el piso 20, con un señalamiento rezagado le indicó la única y resaltante puerta al fondo tras un pasillo monótono y discreto.  Rió para sus adentros al destapar las vagas intenciones de ese hombre de simular su purulenta codicia al revestir todo el sitio con estampados discretos y monocromáticos. La suave pero firme voz femenina de la secretaria lo sacó de sus pensamientos


–Discúlpe pero sólo puedo acompañarle hasta aquí. El Señor Jeanque Louse le recibirá en su oficina al fondo del pasillo, – Atobe se extrañó impalpablemente ante la aclaración de la mujer –con su permiso me retiro– hizo una forzada y mal ejecutada reverencia imitando las costumbres japonesas y desapareció tras las puertas dobles del elevador en descenso.


Keigo caminó por el pasillo, resonando los mocasines sobre el piso de chapilla pulida. Justo frente a la puerta se extendía una alfombra roja hasta el interior de la oficina No necesitó si quiera retirar sus manos de los bolsillos engamuzados, ya que el dueño empresario abrió personalmente. Un hombre adulto, entrado en años pero sin llegar a la vejez le saludó con una ínfima sonrisa que torcía vistosamente su bigote cobrizo bien cuidado. Una escrutadora mirada hacia él reafirmaba unas arrugas en los contornos de sus opacos ojos verdosos, en contraste con su cabellera peinada hacia atrás que empezaba a perder su color mostaza. Tras un corto pero profundo momento de contemplaciones y prejuicios iniciales, dieron comienzo al protocolo de saludo.


–Tiempo sin verte tío, ¿cómo has estado? – pronunció Atobe en perfecto francés, alagado incluso de que su acento tan distinto al natal no evidenciara su poco disimulado y sarcástico desdén.


–No tomes tantas confianzas, Keigo– advirtió el hombre frente a él, superándole por casi una cabeza y media, vestido con innecesarios pendientes y broches dorados sobre su lúcido traje gris humo.


–Disculpe mi imprudencia, ¿prefiere, acaso, el título apropiado? Así me referiré a  usted, tío tercero– fingió resignación y pudeza, sin mostrar por ello burla y sin bajar la guardia.


 –Así está mejor, es aconsejable dejar cuentas claras. Para eso has venido si no me equivoco– arqueó una ceja, dio vuelta y se sentó en la mullida y gran silla de cuero marrón tras el escritorio, frente al mismo estaban dos sillas más del mismo color y material, a juego con la decoración de marrones y metales de la oficina.


–Toma asiento.


            Juntó sus manos y apoyó los codos sobre la madera pulida y grabada con exquisitos detalles en los bordes. Atobe siguió sus indicaciones y se sentó cruzando una pierna sobre la otra.


El hombre mayor sonrió complacido


–Veo que algo sabes de etiqueta– le felicitó sardónicamente sin elevar el tono de voz.


–Conozco el protocolo al punto suficiente para ahorrarnos formalidades innecesarias– aclaró con autosuficiencia.


–No vayas tan deprisa. Primero hablemos de un poco, es parte del  encanto de las negociaciones– Atobe lo miró expectante y silencioso, el hombre aclaró su garganta


–¿Cómo ha sido tu estancia en Francia? Tengo entendido que llegaste hace tres días, ¿qué te ha parecido la ciudad? ¿ya recorriste el Boulevard périphérique?- –continuó con ademanes y gestos exagerados que evidenciaban el poco interés que tenia por saber aquello, en contradicción con la jovial modulación que entonaba.


Keigo suspiró sonoramente, cambió el peso de una pierna sobre otra y peinó su cabello hacia atrás revolviendo algunas hebras


 –No vine a Paris como turista a conocer la ciudad, y dudo mucho que el disfrute de su negado tercer sobrino sea de sus prioridades, pero debo reconocer que la Ciudad de la luz es muy encantadora, hermosa y vívida, mi estancia ha sido muy complaciente., Mis tres días aquí han sido pintorescos. Hasta ahora.


A lo largo de la oración su voz gorgojó con elegancia y agudeza, su mirada gélida evidenciaba lo escueto que de aquello y aun así no restaba la responsabilidad que esgrimía al presentarse en esa oficina, llevando diplomáticamente un cargo que detestaba. Sin embargo, a Jeanq Louise no le hacía mucha gracia la defensiva demostración de habilidad de la labia.


–Había escuchado que la diplomacia Japonesa era admirable, pero veo que existen excepciones para todo, mi querido Keigo– tamborileó los dedos sobre la mesa, alternando ritmos secos y cortos.


 –Creo que está consciente de ello tanto como yo, tío, pero lo cierto es que noestamos en Japón, así que no espere de mi algo tan poco acorde a este lugar como una reverencia o algún honorifico– espetó, con un movimiento de brazos bastante despreocupado.


El hombre se estaba hartando.


 –Bien, Keigo, ya que todo se ha tornado precipitado y para no seguir menospreciando la debida diplomacia, optemos por ir directamente a la razón de tu visita– más que una observación, parecía un reproche, un paradójico reproche de su propia “astucia” que delataba sus ganas de seguir jugando.


 Juego al que Atobe no accedería y no seguiría. Hasta ahora había hecho la vista gorda a todas las evidentes intenciones ocultas y las había esquivado  para seguir el ritmo marcado por el otro, pero se sentía llegar al límite de su propia y elaborada actuación. Pensaba que si pasaba un minuto más dentro de esa oficina, se desesperaría.


–Lo diré sin más contemplaciones ya que me ahorraste el trajo de elaborar el momento adecuado – sonrió como si el peso de su mirada se redujera con un esbelto curvar de labios; el hombre esperó inmutable a que su sonrisa desapareciera progresivamente          –: vine aquí a rechazar rotundamente tu propuesta, y a pedirte que no me vuelvas a contactar para esto – la lentitud y calma emanadas en las palabras parecieran querer esperar años luz para llegar al oído del oyente, que en el transcurso, hacían crispar su rostro más y más mientras se negaba a procesar el mensaje.


–¿Disculpa?


–¿Debo asumir eso como una distracción o un descuido de tu parte? Tú, un hombre de lengua afilada y oídos veloces: no lo creo. Solo haz el favor de aceptar lo que escuchaste para así finalizar esto rápido,  y permite que me retire – explicó, tornándose en pie frente al adulto.


–Keigo, ¿estás consciente de lo qué dices? Cómo tenista no durarás mucho y lo sabes, ese éxito depende de la fama esporádica asumiendo que llegues a obtenerla, no es constante ni segura. Los negocios, en cambio, si sabes manejarlos pueden ser eternos y hereditarios ¡y odio admitirlo pero tienes un gran potencial! – a medida que hablaba elevaba más su voz, se alteraba,  sus dígitos se prensaron contra sus palmas y cayeron de estrépito contra la mesa, produciendo un grave sonido. Atobe sonrió complacido. –Si tanto deseas convertirte en tenista profesional, yo puedo asegurarte buenos patrocinadores. Incluyéndome, por supuesto, y así no tendrías  que arriesgarte en apostarlo todo en un carrera de vida tan corta como el deporte profesional – insistió, forzando una sonrisa confiada y calmada para remediar el desliz impulsivo de golpear la mesa. No podía con ese mocoso insolente.


–Es un swim falso el que has hecho para intentar cambiar de dirección el saque, instándome a contrarrestar por reflejo, pero no caigo en fintas, quiero ver qué tan profundo es tu voleo así que dejaré que anotes este punto.


Jeanq Louise se sentó de nuevo. No soportaba las jergas deportivas por su aversión a aceptar el deporte como algo más que un negocio y segundo porque no entendía lo que quería decir.


–Veo que has estado mucho tiempo corriendo tras una pequeña pelota, como un cachorro que sale a buscar el juguete que su amo lanza. Ese no es el lenguaje que un prometedor hombre de negocios debería emplear.


Por un momento el japonés se enfadó, sintiendo todo el desdén y menosprecio por su pasión que aquellas palabras escupían, aborreciendo a su pariente lejano por enterrarlo en una situación que los devolvía al principio del partido, pero tras una burla ahogada en su garganta, lanzó un contraataque que sería el definitivo.


–Te equivocas en tu comparación del tennis con el juego de correr tras la pelota: el dueño que arroja la bola tiene todo el campo a su disposición y el perro sólo puede optar por recogerla, no importa que tan lejos la arroje. En el tennis, cada jugador tiene media cancha para convertirla en su dominio y hacer llegar su pelota al lado contrario, sólo así se gana. –descruzó las piernas nuevamente, balanceando la mano frente a s rostro en un gesto de reproche.


–Es muy obvio que nunca has tenido un can de mascota. En cambio, y a diferencia de un perro, estás paralizado en la mitad de tu cancha, lanzado pelotas directas y pesadas con la esperanza de que algún pase la malla y anote punto. Pero déjame decirte algo: si no logras pasar la red dos veces seguidas en tu saque, es doble falta – el rostro sereno y narrativo se tornó malicioso y sonrió –; Y tú, querido tío ya perdiste el punto por eso.– Se levantó lentamente de la silla, alardeando el tiempo del mundo, apoyó ambas manos sobre la mesa, manteniéndole la mirada pesada a su tío y prosiguió, susurrando.


–Tú primera falta fue llamarme para venir aquí, y la segunda y más lamentable fue permitirme hablar. Ah, y ¿adivina qué? – fingió sorpresa –: Estaba en match point, así que gano el set y partido – su mirar parecía invocar glaciares, el ambiente tenso que se había formado paradójicamente parecía contaminar el aire, ya que el adulto se sostenía con fuerza el pecho, respirando dolorosamente, transpirando y sonrojado de la rabia. –No hay necesidad de cambio de cancha, por que volveré a mi lado y tú te quedarás en el tuyo– se dio vuelta y se dirigió a la puerta.

Notas finales:

*Seguros y finanzas “Imperio Napoleónico” 


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