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De la miel a las cenizas por Nayen Lemunantu

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Capítulo VI

El lobo errante

 

 

Yo sigo adelante noche tras noche. Me alimento de los que cruzan mi camino. Pero toda mi pasión se fue con su pelo dorado. Soy un espíritu de carne preternatural. Enajenado. Incambiable. Vacío.

Anne Rice, Entrevista con el vampiro

 

 

Estaba en medio de un pub en una de las tantas callejuelas exactamente iguales de Estambul, muy cerca del Cuerno de Oro, del que podía percibir su pesado olor salino a través de las paredes metálicas del local. Bailaba en el centro de la pista, rodeado de pequeños y frágiles cuerpos humanos, llenos de vida, llenos de sangre. Su calor se le hacía placentero, sus aromas eran tentadores, sus pensamientos eran intrigantes. La oscuridad dominaba el ambiente y las personas, ebrias y apretujadas, no reparaban demasiado en aquel extraño joven en medio de ellos, demasiado imponente, demasiado atrayente, de una belleza sobrehumana.

Él era uno de los antiguos, no tenía hace siglos la imperiosa necesidad de cazar que torturaba a los jóvenes de su especie, aunque ahora su hambre de sangre humana se había visto renovada. Había días en los que se sentía como si recién hubiera nacido a las tinieblas y el hambre que lo invadía era tan brutal que creía que perdería la razón. Esos episodios de descontrol por lo general estaban provocados por alguna característica en la víctima que despertaba su sed: el pelo rubio o los ojos dorados.

No era ningún idiota, sabía que la sed era provocada por el deseo que sentía por Ryota Kise, su príncipe travieso, ese muchachito que había irrumpido en su vida y la había puesto de cabezas. Ni siquiera en sus primeros años se había sentido tan fuera de sí como se sentía ahora.

Se apartó de la muchedumbre de golpe, el hambre que sentía se había renovado con sólo evocarlo a él; esa noche necesitaba cazar y ya había encontrado a su presa. Se guardó las dos manos en los bolsillos y caminó hacia la salida, pero tuvo el recaudo de pasar junto a la barra, esta vez no despegó la mirada azulina de los ojos impresionados del chico rubio que sabía lo había mirado toda la noche. Le lanzó una sonrisa relampagueante de caninos escondidos mientras pasaba a su lado y obtuvo un sonrojo como recompensa.

Caminó a grandes y seguras zancadas hasta salir del pub. El bullicio de la música y las conversaciones fueron reemplazados por el ruido de los automóviles y el olor y la humedad flotante del mar. Miró hacia todas direcciones sólo con el rabillo del ojo mientras apoyaba la espalda contra la pared, esperando. Había demasiada gente en las calles a pesar de la hora, y eso no le convenía, tendría que alejarse un poco más, buscar un lugar más apartado y menos concurrido, tal vez el callejón a mitad de cuadra sería una buena opción para… 

La puerta se abrió de pronto y dejó salir al rubio de la barra, en sus ojos verdosos había cierto grado de desesperación e intranquilidad cuando miró sin disimulo en todas direcciones, buscándolo. Pero cuando lo vio recostado contra la pared de ladrillos, pareció perder todo valor y bajó la mirada, avergonzado.

—Te habías demorado —le dijo tratando de ayudarlo. Si esperaba a que el chico tomara la iniciativa, tendría que esperar toda la noche. Al parecer sus ansias por morir no eran tantas—. Creí que ya no vendrías.

—¿Me estabas esperando? —La ilusión en la voz suave y tímida del chico era evidente. Se animó a levantar la mirada y cuando sus ojos chocaron con los azules, un escalofrío lo recorrió por entero.

—Claro —respondió con voz grave y segura. Se despegó de la muralla y caminó muy lento hasta quedar a palmos del rostro del rubio—. ¿Qué más iba a hacer si no?

—Aún no me lo creo… —susurró el chico con un nuevo sonrojo en las mejillas. Ese color rosado pálido estaba formado por miles de minúsculas venas que se habían llenado de sangre de un momento a otro. Un milagro que no pasó desapercibido para sus ojos sobrenaturales—. Esto es como un sueño.

Notó cómo el rubio recorría su rostro con la mirada y cómo sus ojos verdes se detenían en su boca estirada en una sonrisa. Su boca era generosa, pero era una boca que cuando sonreía, cuidaba de no mostrar los dientes más de la cuenta, generalmente era sólo un estirar de labios.

—¿Nos vamos? —preguntó al tiempo que le pasaba un brazo por los hombros y caminaba con él a paso tranquilo, como si fueran una pareja de amantes cualquiera. El chico no se resistió, al contrario, sonreía mientras se dejaba guiar. Sus ojos verdes iban perdidos en las profundidades marinas de los irises contrarios, por eso no fue consciente de que éste lo guiaba a un callejón hasta que la oscuridad en el lugar lo hizo intranquilizarse.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó mirando en todas direcciones—. ¿A dónde me llevas?

—Tranquilo, es sólo un atajo. —Se agachó un poco para poder susurrar esas palabras en el oído del rubio, y al hacerlo, sus fosas nasales fueron inundadas por el aroma a perfume barato y sudor que lo envolvía—. Un atajo al paraíso o al infierno.

No estaba bromeando con su declaración, definitivamente si existía el cielo o el infierno, esa noche el rubio iría a parar a uno de ellos.

—¿Qué estás diciendo? Quiero irme de aquí. —El chico trató de alejarse de su cuerpo, de quitarse el brazo con el que le envolvía los hombros, pero sólo ahí se dio cuenta que su extremidad parecía ser de piedra: dura, fría, pesada, inhumana. El pavor lo inmovilizó—. ¿Qué eres tú? —preguntó mirándolo a los ojos, aterrado.

—Ya te lo dije, soy tu pasaje al otro mundo.

—No… ¡No!

El chico luchó desesperado por librarse de su brazo. Sus instintos despertaron en cuanto vio sus ojos y percibió su aura asesina, se trataba de un instinto de supervivencia tan primario que lo hacía reaccionar ante ese peligro desconocido. Él lo soltó por pura diversión, le gustaba sentirse como un cazador, le gustaba cuando su víctima luchaba desesperadamente por conservar su vida, porque le recordaba a las batallas que libraba cuando era todavía humano y a la impotencia que había sentido cuando fue cazado por el ser sobrenatural que lo transformó.

El chico corrió, tan desesperado y aterrado que no se percató de que corría directo hacia el fondo del callejón sin salida, encerrándose solo dentro de una trampa mortal.

Él miró la penumbra del callejón donde la figura delgada del rubio iba dando tumbos, pero sus ojos depredadores veían con claridad a pesar de la espesura de la oscuridad. Se movió tras sus pasos tan rápido, que para el ojo humano pudo haber parecido que se teletransportaba. Aprovechó las sombras para moverse con tanto sigilo que ni siquiera otro inmortal pudo haberlo escuchado mientras acechaba. Su cuerpo masculino se movía con gestos felinos y depredadores.

Capturarlo le resultó casi divertido. Justo en el instante en que el chico veía con terror e impotencia la pared de concreto al final del callejón, él se paró por detrás y lo sostuvo con fuerza de los hombros. Permitió que el rubio se diera la vuelta sólo para ver el brillo del miedo en sus ojos verdes, pero aún lo sostenía entre sus poderosos brazos. Lo levantó del suelo con una facilidad sorprendente y el chico, presa de la desesperación, luchó una última vez, pateándolo inútilmente. 

En la mente de aquel muchacho sólo se agolpaban un montón de pensamientos confusos y frenéticos que pudo leer sin problemas gracias a sus poderes sobrenaturales. «¿Qué es él? ¿Qué va a hacerme? ¿Por qué a mí?» Pero entre tanta confusión, su mente también elaboraba una única y terrible certeza: había llegado el momento de su muerte.

Era excitante ese momento en que leía la mente de su víctima y sabía que estaban conscientes de que había llegado su fin, sentía la adrenalina correr por sus venas. Por primera vez en la noche se permitió sonreír amplio, ahora estaba en su ambiente y no le importaba que el muchacho viera sus afilados colmillos. Sentía entre las manos ese cuerpo joven y lleno de vida, vibrando, latiendo, henchido de sangre, que no hacía otra cosa más que despertar su sed. Se había transformado en un depredador insaciable.

—¡No! Por favor… —suplicó el chico, pero su súplica era carente de convicción; sabía que ya no tenía esperanzas—. No quiero morir.

Acercó los labios a su cuello y mordió la arteria que sobresalía en el costado izquierdo, cerrando los ojos en el proceso. De inmediato, la sangre le inundó la boca; espesa, aromática y cálida, con ese gusto a hierro inconfundible. Le recordó un poco al rocío salino que rodeaba la ciudad antigua como un velo que estropeaba todo lo que tocaba.

No succionó la sangre de golpe, los años le habían enseñado a aletargar el proceso, a retrasar la muerte y disfrutar de la placentera sensación. Le gustaba compartir un último e íntimo momento con su víctima, dándose el tiempo de saborear los recuerdos de su mente al igual que lo hacía con su sangre. Mantuvo el delicioso elixir dentro de su boca por varios segundos, degustándola en el paladar; las notas saladas y fuertes contrastaban a la perfección con otras más dulces y suaves, casi imperceptibles por sobre la intensidad de las notas agrias que se acoplaban tan bien al sabor metálico. Su víctima soltó un gemido y él tragó el espeso líquido escarlata que bajó por su garganta. En ese momento, abrió los ojos y junto con la sangre le absorbió la vida.

Cuando lo soltó, el cuerpo del rubio resbaló pesado entre sus brazos y cayó al suelo con un ruido sordo. El muchacho aún tenía los ojos abiertos, pero sus pupilas verdes estaban desprovistas de vida. Su cuerpo quedó tirado encima del suelo mugroso del callejón con las piernas torcidas y los brazos abiertos, como una muñeca rota.

Él bajó la mirada otra vez al cuerpo inerte del muchacho, se acuclilló cerca de su rostro y le pasó una mano por el pelo, despejándole la frente. Su pelo rubio que antes le había atraído, ahora estaba enmarañado gracias a su inútil intento por liberarse y la suciedad del suelo del callejón se le pegaba a las delgadas hebras y le opacaba el brillo. ¿O era la vida que se iba de su cuerpo la que producía ese efecto?

Así era de efímera la vida.

Miraba ensimismado el cadáver del muchachito cuando se dio cuenta que ya no estaba solo en ese callejón. Todos sus sentidos sobrenaturales se pusieron alerta; le bastó una milésima de segundo para saber que el intruso era otro vampiro, uno tanto o más antiguo que él, y que cerraba su mente bajo llave para no ser espiado.

El intruso avanzó, acercándose por su espalda. Ahora sus pasos resonaban en el silencio del callejón para hacerse notar. Daiki reconoció esa forma tranquila y cautelosa de caminar, tan parecida a la de un lobo errabundo, y supo exactamente de quien se trataba.

El bebedor de sangre que salió a la luz era un ser alto y de tez pálida, de pelo muy rubio como es usual en los hombres del norte, casi grisáceo, con la mirada dura que no había perdido ni un ápice de la fiereza de su raza. Y a pesar de eso, sus facciones en conjunto tenían cierta delicadeza, cierta armonía, incluso debía admitir que era bello, aunque la repulsión que le causaba era demasiada a pesar de tratarse de su propio hermano.

El odio que sentía no era sólo producto de su mutua aversión, era una enemistad casi racial. Para Daiki, su hermano era un salvaje supersticioso, sin modales, ni filosofía ni ningún valor de la vida civilizada. Lo consideraba un ser tan bárbaro, que era incapaz de evolucionar, y a pesar de todos los años que llevaba recorriendo la tierra, seguía teniendo esa expresión voraz y salvaje en la mirada. Nunca pudo llegar a comprenderlo, el odio que sentía por él se lo impedía. Todo lo que él representaba lo repelía; su mirada avinagrada cada vez que se dignaba a mirarlo, su ira fácil, siempre dispuesto a enzarzarse en una pelea, sus ojos feroces, su eterna errancia, su carencia de vínculos humanos. Hasta el día de hoy era incapaz de comprender cómo Nijimura había podido crear a dos hijos tan diferentes, cómo había podido llegar a amarlos a ambos.

—¡Ah, Constantinopla! —dijo el recién llegado, sin que el tono grave de su voz pudiera ocultar la furia salvaje y el odio infundado que latían en su interior—. Siempre Constantinopla… ¿Por qué será que siempre vuelves a este lugar?

Daiki se puso de pie, se dio la vuelta y lo detalló. Hace casi cuatrocientos años que no lo veía, y le sorprendió que a pesar de la antigüedad que tenía y de los años que había permanecido alejado de su tierra natal, Shogo seguía oliendo a invierno, a mar, a niebla y a nieve imperecedera. Era tan sólo doscientos años mayor, pero infinitamente más malvado.

—Shogo, hermano.

Daiki lo observó de arriba abajo, sin reparos. Shogo iba descalzo, vestido con harapos, como si fuera un mendigo, aunque no mostraba ningún signo de incomodidad o perturbación. Siempre había creído que su hermano, por la cultura bárbara y salvaje donde había nacido, estaba mejor predispuesto a su naturaleza vampírica. Shogo jamás había sentido las aprensiones moralistas que le torturaban la conciencia a él. No parecía encontrar razones para pasarse las noches en una vivienda aparentando ser humano, no le interesaba camuflarse entre ellos, porque para él, los humanos eran sólo una presa más, como ganado. Shogo era más frío, más despiadado; mucho mejor vampiro. Prefería internarse en los bosques profundos, donde no hubiera hombres a kilómetros a la redonda, vagar en soledad bajo la sombra de los troncos milenarios sintiendo las hojas caídas bajo sus pies desnudos, escuchando el martillo de Thor resonando en los truenos, bañándose con agua de lluvia, en compañía sólo del viento y las estrellas. Dormía enterrado directamente en la tierra o en lo profundo de alguna caverna solitaria y nunca dio muestras de ansiar la compañía de nadie.

—Así que tienes una nueva mascota… —dijo Shogo antes de lanzar una carcajada seca y hostil—. En verdad no puedo entender cuál es el atractivo que les encuentras a los humanos.

Era un malnacido, pero un malnacido muy astuto. Había escogido las palabras justas para provocarlo, para inducirlo a pensar en las cosas importantes para él y poder sacarle cualquier información que le fuera de utilidad. Daiki estaba plenamente consciente de las intenciones de su hermano, pero eso no significaba que tuviera la fuerza para detenerlo. Cerró su mente bajo siete llaves, intentando evitar que Shogo le leyera el pensamiento, aunque sabía de antemano que no lo lograría. Después de todo, esta no era la primera vez que pasaba algo así.

—Ya veo… así que su nombre es Ryota, un chiquillo que guarda la luz del sol en el pelo. ¡Un japonés, como Nijimura! —dijo Shogo con una sonrisa macabra, extrayendo cada pensamiento de su mente como si estuviera leyendo un libro abierto—. ¡Oh! Así que es por eso que no lo has querido convertir. Para que no se caiga el velo.

—¡Fuera de mi mente, cabrón!

La respuesta de su hermano fue una risotada justo en su cara. Ni siquiera intentó disimular el desprecio que le tenía.

—¡Oh, Daiki, Daiki… Tranquilo! No he venido para hacerte la guerra. Después de todo, yo no tengo ningún interés en tus recuerdos. Ya averigüé lo que quería saber. —Se encogió de hombros en un gesto muy casual, muy humano, demasiado extraño en él que siempre había sido un monstruo—. Sólo me intrigaba el hecho de que no lo hayas convertido aún, dada tu predilección por crear herederos.

Shogo caminó con los brazos caídos y sueltos a los costados de su cuerpo, algo desgarbado, hasta pararse justo frente a Daiki, su postura corporal anunciaba que no tenía miedo, que incluso no consideraba necesario ponerse en guardia al estar junto a él, ¿acaso lo estaba subestimando? Lo miró directo a los ojos unos segundos, con la sonrisa de bufón tatuada en la boca, se lamió los labios y bajó la mirada al cadáver.

—Un rubio… —comentó como por casualidad—. ¿Por qué no me sorprende, hermano? —El tono de su voz hizo sonar el título como si fuera un insulto.

—¿Qué estás haciendo aquí, Shogo? ¿No tienes a algún pobre diablo que mortificar? ¿Algún neófito que exterminar?

Todo vampiro es errante y solitario, por esencia, son vagabundos de los siglos, pero Shogo era nómada de dentro y de siempre. Que él supiera, nunca había transformado a nadie y no se había asentado nunca, ni siquiera cuando estaba con Nijimura. No era más que una letal sombra vagabunda que regaba muerte a su paso. No mataba por hambre o placer, mataba por deporte, y sus presas favoritas eran los vampiros neófitos.

—De momento no hay ninguno que valga la pérdida de mi tiempo —reconoció con cierto tono de aburrimiento en la voz—. Además, tengo otros planes en mente, unos planes mucho más interesantes…

Su sonrisa, fría y retorcida, hizo que a Daiki se le erizara el bello de los brazos, y él no era alguien que se impresionara con facilidad. Algo fatídico estaba por ocurrir, lo presentía en sus entrañas. Nunca salía nada bueno teniendo a Shogo cerca y esta vez no iba a permitir que se entrometiera, no cuando se trataba de Ryota.

Lo amaba. Para él, Ryota Kise era la criatura más preciada en este mundo. Y por él estaba dispuesto a todo, incluso batirse contra un bebedor de sangre más antiguo y letal, aunque eso significara matar a Shogo, quien era su hermano de sangre.

—No te atrevas a acercarte a Ryota —advirtió—, o esta vez no dudaré en matarte, hermano.

Ellos habían compartido la sangre de Nijimura, el padre que los creó a ambos. Era un vínculo muy poderoso, tan sagrado, que a pesar de odiarse mutuamente, ni una sola vez en estos dos mil años que llevaba vagando por el mundo había considerado matarlo, y sabía que para Shogo era igual. Matar a otro vampiro, a un miembro de tu especie, era un crimen, pero matar a un miembro de tu nido era una abominación, algo tan prohibido que incluso Shogo era capaz de respetar. Pero por Ryota, estaba dispuesto a ver arder el mundo entero.


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