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La Ciudad de Polvo por Dedalus

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CDRY, 1988

El almuerzo terminó y el Profesor Antenor se puso de pie y se despidió sonriendo con sus dientes dispares y su bigote grisáceo, Oscar le respondió el gesto y sonrió intentando ser amable, pero su ligera decepción no podía esconderse. No almorzar con Miguel se le hacía cada vez más inconcebible en aquél lugar lleno de profesores que, si no eran simplones, eran demasiado pretenciosos, Miguel, claro, era la gran excepción, era el intermedio, el equilibrio y más allá de simplonería y pretensión él fluía entre la indiferencia y la soberbia, eso a Oscar lo fascinaba aún más, él nunca buscaba demostrarle su inteligencia, su rapidez para argumentar cualquier cosa en la que estuviesen en desacuerdo, Miguel simplemente parecía disfrutar la discusión.

 Soltó un suspiro, se percató lo rápido que se había acostumbrado a su compañía, de hecho demasiado, no quería apresurar las cosas pero no recordaba haberse sentido así desde que durante los últimos años de la escuela secundaria cuando se besaba en el baño con un compañero de clase; por supuesto, hacían más que besarse, pero a pesar de esa intimidad, el recuerdo más vívido que tenía de aquella primera experiencia con un hombre era justamente el roce de sus labios, el tacto de sus manos sujetando sus muñecas, el reflejo de las losas y el miedo a que los vieran, a que alguien los descubriera, igual que en aquel instante, y así, volvía a verse esperando a Miguel en la cafetería y se sentía un chiquillo nuevamente, esperando a su amigo a la salida de la escuela para así ir a revolcarse en la chacra, a jugar en el río, a besarse detrás de los algarrobos a las afueras de San Antonio, el pequeño pueblo donde se había criado.

Claro que Miguel no era su amigo de la escuela, era distinto, a pesar de sentir  aquel entusiasmo adolescente cuando lo veía; él, arqueando los labios, mirándolo a los ojos, acariciándole el pecho, era distinto. Pensar que hacía menos de un par de meses no podían verse sin empezar alguna discusión, no podía verlo sin que aquel mismo aire de pedantería lo irritase o que su perpetuo gesto desinterés lo exasperara.

Fue realmente extraño cuando, mientras iba hacia el quiosco en su receso, se cruzó por una de las aulas donde él dictaba clases y lo vio ahí, tan desenvuelto, sonriendo, moviendo las manos y el cuerpo entero mientras hablaba y el aula entera parecía disfrutar con el aquella clase que le pareció ser de historia. Él continuó su camino y Miguel se quedó ahí en el salón como si todo hubiera sido una alucinación. Así que se convenció de que eso fue, porque nadie podía cambiar tan radicalmente. Ese definitivamente no era el profesor Miguel que lo había contradicho en frente de todo el salón en una de sus primeras clases.

Ahora, sin embargo, comprendía mejor, lo veía todo claro ¡Era ambos! Miguel era aquel risueño tipo que vio impartiendo clase aquella tarde y también era el mismo que le reprochaba por sus tardanzas o que le discutía cualquiera de sus opiniones, era el mismo que paseaba por los jardines en la tarde, detenía grescas de mocosos durante los recesos y creía que Eurípides había acabado con la tragedia griega.

Tomó su maletín discretamente y salió del comedor, afuera la tarde se hallaba en su mayor esplendor, bajó hacia el  corredor caminando lentamente, como provocando deliberadamente algún encuentro fortuito con el objeto de sus cavilaciones. Frente a él varias siluetas descansaban en las graderías, los muchachos sacaban de sus bolsos tuppers de plástico y platicaban entre ellos casi a susurros, solo se oían los árboles meciéndose hasta que la voz tensa cortó el sopor al que brevemente cedió.

—No lo soporto más—oyó sollozar a una alumna —cada noche es una tortura y los días enteros me la paso temiendo el volver a casa y verlo, escuchar sus gritos, sus insultos —ella nuevamente rompió a llorar.

Oscar se detuvo breve me frente a la puerta de dónde provenía aquella voz quebrada, no pretendió entrar, sin embargo está se encontraba abierta y al ver hacia adentro se cruzó con la mirada  de Miguel, quien se encontraba sentado en su escritorio, la muchacha, sentada frente a él, con el rostro empapado de lágrimas y los labios desfigurados por su inútil intento de contener el llanto. Ella se percató de su presencia y se recompuso en la silla secándose las mejillas con su pañuelo blanco.

—Perdón por molestarlo, profesor, mejor regreso a clase —le dijo con apenas un hilo de voz. Ella pasó junto a Oscar sin verlo y tras ella Miguel lo veía con un gesto de reproche, sintió que las mejillas le ardían, debía hacer algo para salir del momento, irse sin decir nada cruzo fugazmente por su cabeza, pero definitivamente quedaría como un idiota, así que, abusando de su poca confianza entró en el aula haciendo sonar sus zapatos sobre el piso de cemento pulido recién encerado, se acercó a él con las manos en los bolsillos a punto de hablar, pero Miguel se adelantó.

— ¿Siempre eres tan oportuno? —le dijo fingiendo que revisaba unas listas que se hallaban desparramadas sobre su escritorio. Oscar agradeció el salvavidas que le había lanzado con su ironía. Aparto la silla y se sentó frente a él.

— ¿Qué es lo que le sucede a esa pobre niña? —le preguntó. Miguel dejó los papeles automáticamente, como si ya hubiera previsto todo, miro hacia la puerta por donde ella había salido hacia tan solo unos instantes y soltó un hondo suspiro.

—Problemas familiares; su padre es alcohólico, su madre igual, tiene tres hermanos menores y parece que la casera los quiere echar del cuarto que rentan. —Extendió las palmas sobre el escritorio y luego de una breve pausa retomó los papeles. Oscar apretó los labios y reclinó la cabeza viendo como la luz proveniente del corredor marcaba aún más el perfil del profesor Miguel.

— ¿Y tú que haces por aquí? —Le preguntó —según tengo entendido hoy no te toca dictar en la tarde. —Oscar volvió a sonrojarse y sintió un fugaz vértigo al verse descubierto. "Me quedé con la esperanza de poder verte a ti" "Quería hablar contigo", "no quería irme sin que charláramos al menos un rato" quería decirle, sin embargo imitó el gesto de su colega y, mirando hacia el corredor le respondió que el profesor Antenor lo había entretenido y se le pasó la noción del tiempo, él pareció algo divertido.

—Sí, hablar con Antenor suele tener esos efectos, además de, dolores de cabeza, frustración y ocasionalmente impulsos suicidas. —soltó de inmediato, Oscar se carcajeó fuertemente, a lo que Miguel se sorprendió ante su estruendosa risa y sonrió.

Se sentía más seguro, ahora que se encontraba allí, sentado frente a él, las palabras fluían y aquel escritorio que los separaba marcaba la distancia correcta para que ambos tuvieran la facilidad de continuar hablando sin la imperiosa necesidad de terminar de almorzar, llegar a su destino o culminar el trabajo, simplemente ambos se hallaban ahí, conversando sobre la último libro que había lanzado M. y lo lamentable que el libro de E. no hubiese recibido la misma atención, la luz disminuyó y cuando menos se dieron cuenta el timbre los interrumpió haciéndolos saltar sus asientos, Miguel recogió todos sus papeles y los acomodó dentro del portafolios algo maltratados que había apoyado contra la pared. Ambos se dispusieron a salir a medida que la escuela se desocupaba. Dejó pasar a Miguel primero, no podía evitar sentirse satisfecho con aquellos detalles, era un placer secreto que disfrutaba cada vez que tenía oportunidad, como dos días antes cuando prácticamente lo obligó a que lo dejase cargar los libros que se encontraba llevando para su clase desde la biblioteca o aquella noche en la que fueron a casa de Carlos, cuando se apresuró a abrirle la puerta del taxi.

Miguel por otro lado se hacía el desentendido a pesar de que estos pequeños momentos lo fastidiaban, en aquel instante, sin embargo no se resistió ante aquella muestra de "caballerosidad". No soportaba quedarse con el sinsabor de aquel gesto que en cubría una declaración más allá de la simple educación. Así que soltó el portafolio y tomándolo de las solapas de la chaqueta lo arrinconó hacia uno de los muros del aula. Oscar se hallaba completamente desprevenido cuando tuvo el rostro de Miguel tan cerca de él que veía sus narinas dilatarse ligeramente con su respiración, sus labios se rozaron y luego ambos terminaron besándose con tal intensidad que sintió su miembro despertar. Miguel dejó caer una de sus manos bajándolo desde su pecho hasta la hebilla de su cinturón, su tacto se hacía irresistible y se encontraba listo para bajarse la bragueta, no le importaba que la puerta estuviese aún abierta o que los pasillos se llenaban cada vez más de estudiantes ávidos por volver a casa. Anhelaba aquel contacto y en aquél instante era todo en lo que podía ocupar su cabeza.

—Que tenga buen fin de semana, profesor Oscar —le dijo finalmente Miguel con una sonrisa traviesa, recogió el portafolio y salió raudo del aula. Tras él no quedó nada más que el ambiente sofocante del salón de clases y la respiración agitada de Oscar quien soltó una maldición atrayendo la atención de los estudiantes afuera.

                                                               ***

Al cerrar la puerta de la habitación está quedo sellada de todo el escándalo proveniente de la avenida, cláxones, voces de comerciantes intentando vender lo poco que les quedaba del día, gente a montones caminando hacia sus casas. Oscar se quitó el abrigo y lo lanzó al mueble, se deshizo de los zapatos y luego del cinturón, el frío del piso le traspasó los calcetines, se inclinó hacia la despensa y tanteo con la mano esperando encontrar la última conserva que recordaba haber escondido allí, "Para los tiempos difíciles" se había dicho sintiéndose muy precavido al esconder aquella lata de atún. Ahora comenzaba a dudar que está siguiese allí, ¿había sido hacia un par de semanas que se hizo un sanguche luego de llegar ebrio en la madrugada? O tal vez fue el domingo anterior en el que sintió pereza de abandonar el sofá y simplemente comió una lata de atún con dos papas sancochadas.

Al otro extremo de la habitación el teléfono sonó cortando de forma brusca el tan ansiado silencio.

—Oscar, ehm—dudó avergonzado —¿estás en casa? —le pregunto la inconfundible voz de Miguel, él no supo que responder y habló con las mismas muletillas, para luego reafirmarse en un sí. ¿Pretendía venir a su casa? Cruzó por su cabeza, todo se encontraba hecho un desastre, las sábanas se hallaban sucias de la día anterior en el que había derramado café sobre la cama y el suelo tenía una capa de polvo que contrastaba con las huellas de sus pisadas al descubrir el original color crema del cerámico. Eso sin contar con que se encontraba exhausto y algo ebrio luego de las botellas de cerveza que se había bebido con Carlos después de las clases, debía apestar a alcohol, cigarros y sudor. Sin embargo, ¿sería capaz de decirle que no? La respuesta la supo al instante.

—Escucha Lucero me acaba de llamar de un teléfono público, está muy asustada, ¿podrías hacerme un gran favor? — él asintió sin decir nada, consiente no solo de que Miguel no podía verlo, sino además de que la vergüenza por haberse anticipado tanto le impediría negarse a cualquier cosa que le pidiese, muy a pesar de que lo único que quería en aquel instante era tumbarse a dormir.

Afuera el frío se había condensado en una densa llovizna que caía como diminutas hilachas desde el cielo. Oscar se maldecía por su incapacidad para negarse y su cada vez más notorio embobamiento por el profesor Miguel, llegó a un parque cuyos árboles se inclinaban peligrosamente hacia la acera, estos parecían amplificar la humedad, el agua se hallaba empozada bajo sus pies y frente a él, junto a una vieja cabina telefónica estaba Lucero, acurrucada en una de las bancas de concreto.

Oscar, intentando no parecer brusco llamó su atención, la muchacha lo quedó observando por unos segundos, tenía el labio roto, los ojos hinchados y el cabello desgreñado, además de hacer lo posible por cubrirse con una delgada chompa de lana amarilla, debajo de eso parecía solo llevar la pijama puesta.

— ¿Usted es el profesor nuevo, verdad? —le dijo al fin, algo dudosa estiro las piernas hasta el suelo.

—Sí, sí, eh... Miguel; el profesor Miguel —titubeó —me llamó, me dijo que te acompañase en lo que llegaba, ¿te encuentras bien?

La niña inmediatamente comenzó a llorar acurrucándose nuevamente con sus piernas, Oscar no sabía qué hacer, frente a él una señora se detuvo extrañada al ver que la muchacha no dejaba de frotarse el rostro. El viento soplo llevando consigo gruesas partículas de agua que se incrustaban en el cabello como esquirlas, el profesor se sacó el abrigo y cubrió a la muchacha. El banco en el que ella estaba sentada se encontraba completamente empapado, pero igual tomó asiento e intentando calmarla le preguntó qué es lo que sucedía, más por hacerla hablar, que por realmente querer saber sobre los problemas que tenía en casa.

Así que ella habló mientras se limpiaba los mocos con la manga de su chompa, no paró de llorar del todo, pero ahora las lágrimas le caían silenciosas, los espasmos y gemidos habían dado paso a su voz endeble contándole como su padre había vuelto muy borracho a casa y la había golpeado por haber dejado caer el plato en el que llevaba la cena. Ella escapó mientras él se limpiaba el guiso de la ropa y así es como se encontraba allí, sola en medio del parque. Entonces fue  que llamo a Miguel, quien le había dado su número hacia algún tiempo —al parecer no era la primera vez que algo así sucedía —y él le dijo que lo esperase allí, que mandaría a alguien.

La muchacha, sin embargo, parecía inquieta, miraba hacia todos lados asustada, el labio parecía cada vez más hinchado.

—Debemos irnos —le dijo— me va a venir a buscar en cualquier momento, la vez anterior le hizo un escándalo a la vecina porque pensaba que me había escondido en su casa.

Oscar dudo de qué hacer. Definitivamente debía llevarla a que le curen aquella herida del labio y, valgan verdades, hacia demasiado frío para permanecer sentados en aquella banca. Sin embargo, Miguel ya debería llegar en cualquier momento y si se iban no sabría dónde ubicarlos, porque, definitivamente no era prudente que llevara a la niña a su apartamento y a qué otro lugar iría Miguel en tal caso. Ella siguió insistiendo en que su padre se ponía muy violento cuando bebía, y que debían ir a otro lado, se puso de pie sujetando el abrigo que Oscar le había puesto a modo de capa, miró hacia ambos lados nuevamente y se llevó una mano al rostro, secándose inútilmente las mejillas. Miguel no aparecía por ningún lado.

Oscar se encontraba cada vez más impaciente, además de empapado, sólo agradecía el hecho de que la borrachera se le hubiese quitado, aunque presumía que el llevar las ropa empapada y estar bajo aquel clima solo con una camisa de algodón terminaría por coger un resfriado.

—Está bien, vamos avanzando a la posta médica a que te revisen ese labio y luego pensamos que hacer hasta que llegue el profesor Miguel, ¿te parece? —ella asintió hundiéndose más en el saco. El parque ya se hallaba completamente vacío a excepción de un par de vagabundos y una vendedora que terminaba de cerrar su quiosco. La llovizna, arreciaba cada vez más con violentas ráfagas de aire que se arremolinaban en las copas de los árboles. Ambos siguieron  por la calle desierta, ni un solo taxi transitaba la avenida a esa hora y el centro médico se encontraba alrededor de unas siete cuadras de allí.

— ¿Usted y el profesor Miguel son muy amigos? —preguntó la muchacha cortando el silencio entre ambos; él, luego de un breve sobresalto ante la inocente pregunta, asintió apretando los labios.

—Últimamente los veo siempre juntos, parecen mejores amigos, sabe, a mi agrada mucho el profesor Miguel, siempre me ha tratado muy bien y me ha ayudado, incluso desde que estaba en la escuela primaria. Una vez incluso hasta me compró el almuerzo cuando mi mamá tenía problemas y no le alcanzaba para mandarme nada; oh, y también me presta libros para llevármelos a casa, sabe, cuando crezca yo también quiero ser profesora y me dijo que la única forma de ser un buen maestro es leyendo mucho ¿es verdad? —Oscar sonrió ante su sinceridad —entonces me dio unos libros para que comience a leer y de vez en cuando conversamos sobre mis lecturas y me da consejos...

Frente a ellos una sombra apareció corriendo calle arriba, el abrigo azul volaba contra el viento y la bufanda comenzaba a desanudarse de su cuello, Miguel los vio cruzando la calle y fue hacia ellos con la respiración agitada y el rostro incandescente, apenas podía hablar cuando le preguntó a Lucero cómo se encontraba, ella, quien ya se había calmado, pareció afectada nuevamente y estuvo a punto de llorar, sin embargo se contuvo y luego de prenderse de su abrigo de Miguel —como envidió el poder sentir su olor así de cerca —le dijo que Oscar la había acompañado y que se encontraba mejor, pero que el labio se le había adormecido y no quería volver así a casa.

Él, luego de tomar aire unos segundos más, convino que lo mejor era ir a la posta médica y luego ver dónde pasaría la noche, Oscar lo miró, como esperando algo, un saludo afectuoso o una sonrisa de agradecimiento, sin embargo, comenzó a avanzar inmediatamente. Ya en el taxi se sentó adelante e indicó el lugar al conductor quien no dejó de hablar todo el camino de los abusos que cometían ciertos padres quienes pensaban que aún vivían en la prehistoria. "¡Que salvajada!" exclamaba y luego se deshacía en palabras de apoyo a la muchacha quien se hundía en su asiento y apoyaba la cabeza en el hombro de Miguel, no podía evitar hasta cierto punto enternecerse con la escena, aun así el sentimiento de exclusión le punzaba insistente, irritante.

En la clínica la historia no fue distinta, en el ala de emergencias Lucero fue atendida al instante, sin embargo Miguel no se despegó de ella ni por un momento, él estuvo cuando le desinfectaron la herida y cuando levantaron el atestado informando sobre el caso de violencia doméstica. Oscar sólo se limitó a esperar en el corredor al notar que lo único que hacía era ocupar espacio siguiéndolos de sala a sala, de corredor a corredero.

Tuvo la suerte de conseguir una banca desocupada a donde se aferró antes de que alguno de los familiares de los pacientes se la quitase. La gente iba y venía en un desesperante flujo continuo, una pisada esporádica, gritos, quejidos, sollozos y sangre por todos lados, odiaba los hospitales, pero por supuesto eso ya era irrelevante en aquel momento.

Siguiendo aquél mismo torrente volvió Lucero toda parchada, parecía una muñeca remendada con los ojos rojos, Miguel se había quedado hablando con uno de los médicos quien estaba certificando las laceraciones que tenía la niña. Ella lo vio con sus ojos saltones y se quedó parada frente a él escrutándole del rostro sin ninguna prisa.

— ¿Te encuentras bien? — le preguntó el profesor Oscar recomponiéndose en su asiento. Lucero asintió alzando las cejas.

—El doctor dice que por suerte no necesitará puntos y cerrará solo. —Le dijo indicándole la abertura en su labio.

—Ah, vaya—reaccionó asintiendo —eso es muy bueno.

Ella se sentó a su costado y ambos se abstrajeron en el caos reinante, cada minuto entraba una nueva camilla a las salas, las enfermeras con su expresión serena parecían a punto de quebrarse en llanto sobre los ancianos durmiendo en sillas de ruedas o los hombres inconscientes abandonados en las esquinas y bordes del corredor como plantas decorativas.

Fue en ese instante que Omar Castillo entró furibundo a la sala de urgencias en el hospital, andaba sin preocuparse por esquivar las camillas y los convalecientes  que prácticamente ocupaban el corredor entero. Lucero se puso de pie y se refugió tras Oscar buscando desesperada a Miguel, cuando aquel hombre enjuto y de postura firme se lanzó hacia ellos despidiendo un fétido olor avinagrado, el tipo gritaba improperio tras improperio e intentaba pasar sobre Oscar quien lo detenía con los brazos extendidos.

— ¡Profesor Miguel! ¡Profesor! No deje que me lleve —gritó la muchacha prendiéndose de sus pantalones. En aquel instante cayó en cuenta que Oscar se encontraba a punto de propinarle un golpe en la cara al alcoholizado sujeto que no lo dejaba de señalar e insultarlo.

La gente se acercaba a ver cada vez en mayor número y el ebrio intentó asestarle un puñete. pero Oscar lo esquivó tranquilamente tomando conciencia que aquél tipo, después de todo, no era una gran amenaza. Otro golpe fue lanzado al aire, y la inercia lo venció haciéndolo caer de espaldas al muro, justo al lado de una anciana que lo empujó hacia las banquetas, Oscar alzó la mirada en dirección a Miguel y este lo veía con Lucero abrazada a sus piernas. Quería reír, y él también de no ser por lo desconsiderado que hubiese sido con la muchacha, quien se encontraba verdaderamente aterrorizada.

El policía que se encontraba levantando el parte al fin apareció y se llevaron al sujeto, este cedió ante el inicial forcejeo y se dejó arrastrar como un animal recién sacrificado. Miguel hablaba con un policía joven, no debía superar los veintidós años, llevaba el uniforme verde botella que suele llevar los que trabajan en las comisarías, ambos parecían viejos conocidos.

—Con que otra vez,¿ eh?—dijo el oficial viendo a Lucero aún asustada —Ya te había dicho que no puedes estar molestando siempre al Profesor Miguelito, te dije que me llamaras la próxima vez que se pusiera violento, ¿Qué pasó? —la muchacha lo miraba algo avergonzada y con las lágrimas aún prendidas en sus mejillas.

—No me acordaba el número de la comisaría —le dijo, escondiendo el rostro tras la basta del abrigo de Miguel.

—No es problema para nada—intervino él —lo importante es que no te quedes callada ¿Sí? Siempre que lo necesites avísanos, ya sea a mi o al oficial Aguilar. —le dijo Miguel sosteniéndola del hombro, ella asintió.

Oscar se encontraba de pie a un lado, los brazos colgando rozaban el pantalón sastre gris que llevaba puesto, tanteó los bolsillos y metió las manos allí como ocultando su incomodidad. Miguel seguía hablando con el tombito que de cerca parecía más joven aún, Lucero, prendida de su mano, no lo soltaba ni un instante. Oscar se impacientaba cada vez más, un par de minutos y se retiraría, tal vez ni siquiera notaría su ausencia, dos minutos y volvería a casa; ahora, las piernas no le funcionaban, ahora, no podía dar un paso adelante. Cinco minutos—pensó— y se iría sin dudarlo, era lo máximo que esperaría, otra vez, sin embargo, no se movió de allí.

—Gracias por tu ayuda, Ricardo, espero no haberte robado mucho tiempo—dijo al fin Miguel con una sonrisa que hizo estremecerse a Oscar desde el lateral opuesto del corredor. El oficial sonrió también con una expresión pendenciera que no pudo evitar capturar con la misma reacción boba que Miguel, se pasó la mano por el cabello y se despidió.

Una vez el oficial se mezcló con los hombres y mujeres de rostros perplejos, desesperados; los tres salieron del hospital, la lluvia había cesado, pero aún se encontraban las calles empapadas y el viento húmedo, frío y salobre. Misma, ruta, esta vez el taxista permaneció en silencio, el auto chasqueaba mientras doblaban hacia la avenida angosta que daba al colegio y la cual continuaba hasta un oscuro barrio de frondosos árboles y chalets de dos pisos, era en uno de ellos donde vivían las hermanas de la congregación.

Lucero, cruzo la verja como si ya conociese la ruta, la profesora Sonia la esperaba en la puerta, ella los saludó y recibió a la muchacha quien se despidió con un gesto cansado. Miguel se quedó de pie allí por unos instantes, el cabello húmedo se le pegaba al cuello y el abrigo estaba bañado por miles de gotas de agua que eran llevadas por el viento aún algo embravecido.

Oscar empezó a avanzar sin ver hacia atrás, ahora que la puerta se había cerrado y se quedaban al fin solos al fin pudo dejar de fingir tranquilidad, era plenamente consciente del tono dramático y hasta casi ridículo de su accionar, sin embargo saboreaba cada pisada que daba con un placer que lo sorprendía a sí mismo. Miguel fue tras él algo dubitativo, oía sus zapatos chapotear en la acera irregular, primero de forma apresurada, luego algo más cauteloso, como inseguro de su fastidio, así prosiguieron por unos metros más hasta que su silueta, cubierta por el abrigo largo, apareció a su derecha y  rozó la manga de su camisa apenas asomando en su muñeca.

—Perdona—le dijo algo avergonzado —hasta ahora no te he agradecido por haberme dado una mano con esto. —Él aún no volteaba a mirarlo, a pesar de que la mirada de Miguel le quemaba la mejilla, siguió avanzando.

—Significa mucho para mí lo que has hecho hoy, Oscar—este se detuvo, retrocedió un par de pasos y observó a su colega como intentando reconocer en su rostro algo.

—Está bien, no fue nada—le respondió antes de seguir andando, sin embargo nuevamente su manga fue sujetada por Miguel, esta vez con mayor firmeza, él giró y este se encontraba frente suyo, avanzó intimidante y lo empujó contra una verja sobre la cual pendía una mata de jacarandás. Sus labios se estrellaron contra los suyos con tal violencia que su espalda dio contra los barrotes y las hojas secas recubiertas por la garua se desprendieron sucias sobre sus cabezas.

Ya en su apartamento la luz del único fluorescente de la sala los mostró el uno al otro a plenitud, sin los abrigos, sin la camisa o los pantalones, Oscar sentía su piel desnuda contra la suya y procuraba no quedar completamente a su merced, quería resistir y a su vez disfrutaba aquella tensión de inseguridad entre el dejarse llevar o poner resistencia al claro embobamiento en el que estaba cayendo. Y Miguel disfrutaba esta inseguridad, lo sentía, e imaginaba que el sentía lo mismo, que se hallaba en la misma situación, o al menos eso quería pensar, así que lo tomó de los muslos y lo lanzó contra la cama sintiendo su cuerpo entero bajo el suyo, su piel caliente ligeramente húmeda, lo tomo con firmeza y le hizo sentir su miembro duro bajo los boxers su prisa por penetrarlo, por sentirse plenamente dentro de él y palpar esos mismos muslos con el calorde su pelvis.

                                                             ***

CDRY, 2007

No habían vuelto hablar desde que la vio bajar por las escaleras de la casa de Oliver, sin embargo era imposible el evitar cruzarse por los jardines de la escuela o en los corredores en la hora de receso. Fue terrible aquella sensación que lo embargó apenas abrió los ojos aquella mañana luego de la fiesta, se sentía avergonzado, sabía que se había puesto en evidencia y más aún, no recordaba siquiera como es que llegó a casa, solo a James bajando por las escaleras apenas iluminado por la luna  colándose desde el tragaluz y luego nada, oscuridad, se topó con algunas personas (ebrias igual que él) y finalmente su cama, como una pausa al caos en la que su vida se había transformado, sus mantas envolviéndolo, su mano derecha rozando su estómago, su sexo, y de pronto se vio ahí, expuesto por la luz de la mañana. Todo aquel fin de semana escondió la cabeza debajo de las almohadas, apagó el celular y no se conectó tan solo una vez al internet, pero sabía que era inútil, tarde o temprano se toparía con él y Diana.

Hasta que poco a poco , de forma tortuosa, pero con el pasar de los días comenzó a sobrellevar mejor la situación, usualmente ambos salían de aquel incómodo momento solo desviando la mirada y desviando sus caminos, pero ahora, que la tenía en frente por primera desde el incidente, a ambos juntos, ella sujetada del brazo de James, se quedó de pie frente a ellos, como aun decidiendo que hacer, mirándolos a ambos, mirando a James, con los ojos muy abiertos y los labios rosáceos ligeramente tornados en una mueca nerviosa. Él tampoco le había vuelto hablar, él tampoco lo había vuelto a saludar, y eso le dolía más que cualquier otro drama que hubiera tenido con Diana. Se sentía rechazado, y aun así no sabía de qué,  porque ni siquiera él sabía si esperaba algo de James, así sea solo repudio.

—Permiso —dijo ella con voz firme y el ceño fruncido, ambos continuaron caminando.

Oliver en el otro extremo reventó en carcajadas debido a un comentario que un compañero de su grado había soltado, un balón de fútbol voló hasta estrellarse contra un muro e hizo retumbar los ventanales, Franco lo detuvo con el pie y lo pateó de vuelta, "sí, ya voy"  respondió al llamado de sus amigos, y así fue.

Diana sin embargo se deshacía en quejas sobre aquel sujeto, como ahora lo mencionaba cada vez que lo veían, o cada vez que ella se cruzaba a solas con él, siempre era lo mismo, volvía con el rostro enojado y lanzando improperios al viento, renegando de su carácter, de su inmadurez y así se extendía por varios minutos hasta que al fin se cansaba y cambiaba de tema como si de pronto se hubiera acordado de otra cosa. A James, sin embargo cada vez que ella mencionaba a Francisco le retornaban los recuerdos de aquella noche, los cuales, a pesar de no estar del todo claros, a su cabeza volvía de forma nítida como Francisco lo sujetó de la camisa y lo arrinconó contra el muro del corredor que daba hacia la terraza de la casa de Oliver, parecía como si no hubiera pasado ya dos semanas, aun sentía el nerviosismo en sus manos al rozar su pecho caliente remecido por los latidos de su corazón y el súbito apagón que le dio pie a zafarse del agarre y correr por las escaleras hacia la salida. Cada vez que Diana lo veía en su cabeza resonaba la culpa y a cada abrazo que le daba ávida de consuelo, era una estocada en el pecho. Pero en el fondo sabía que aquello sería algo que no se repetiría, y, por lo tanto, no tenía sentido sentirse culpable por algo que escapaba de su control, al fin y al cabo, él no lo había besado; claro, llegó un momento en el que no opuso resistencia, pero había sido por la sorpresa, sí, definitivamente había sido eso. Así, James daba vueltas a la misma escena una y otra vez, asimilando que nunca más está se escaparía de su cabeza y que, definitivamente, debía alejarse de Francisco X.     

                                                              ***

 James abrió la puerta de fierro con tal cuidado que incluso podía sentir a las bisagras cediendo poco a poco, cada centímetro de óxido descascarándose  en forma de diminutas hojuelas a punto de caer sobre la losa del recibidor. Adentro todo era silencio y su abuela parecía no haber escuchado un solo ruido, a pesar de que involuntariamente había jalado demasiado rápido el cierre de la mochila y sus zapatillas chirriaban sobre la mayólica del pasadizo. El cerrar la puerta desde afuera le tomó otro tanto, miraba hacia ambos lados procurando que nadie se ganase con aquella ridícula escena, por lo que, apenas el seguro saltó con " ¡clack! " que le heló la sangre, él salió corriendo hacia la avenida donde Fred le había dicho lo esperaría.

Allí todo estaba naranja, con los cerros arqueándose sobre las calles, las casas con las luces apagadas, la basura siendo recogida por hombres y mujeres de uniformes verde fosforescente. Todo esto se le hizo extraño a James quien por primera vez desde que salto de su cama y se puso los jeans y la polera negra, habías estado velado por la enervante sensación de la adrenalina arremolinándose en sus estómago, entumeciendo sus extremidades.

Ambos caminaban apresurados, los capuchones puestos y las manos en los bolsillos, al cruzar por la escuela constataron que ya no se hallaba ninguna de las luces encendidas, siguieron de frente, por una angosta calle que comenzaban a subir y serpentear hasta torcerse y al fin morir en un descampado donde el terreno se hacía más accidentado, el cerro se elevaba y de él, afiladas rocas salían como protuberancias callosas. Era por allí que ingresarían a la escuela, por un camino que seguía hasta la cumbre, pero que se ramificaba en varias direcciones, un de las cuales daba a la parte trasera de la escuela, justo tras la capilla y el patio del cafetín.

Así, ayudándose con la pantalla de los celulares y tanteando la tierra a cada paso, temeroso de cruzarse con alguna culebra —Fred no paraba de decir que por esa zona aún habían ese tipo de alimañas—ambos llegaron al borde de un apéndice del camino principal, este moría en una quebrada donde el muro que cercaba la escuela se encontraba bastante bajo, por lo que no fue muy difícil saltarlo sin ningún esfuerzo, al cruzar no había ningún sendero, el terreno pedregoso descendía suavemente hasta caer sobre un descampado salpicado por algunos árboles grisáceos.

El despacho de Ronald se ubicaba, para suerte de ambos, en el extremo del tercer pabellón, un edificio de ladrillos donde se hallaban los salones de quinto y cuarto año respectivamente. La puerta de la subdirección, por suerte, lejos de ser como las de los salones, pesadas rejas de metal que a duras penas uno podía abrir, era una apolillada tabla que sin duda alguna había sido trasladada del pabellón viejo para dar, al menos en un mínimo, la ilusión de seriedad a la oficina. Por lo que entrar no tomo más que algunos empujones y la sorprendente maña de Fred para destrabar pestillos.

Inmediatamente ambos revisaron el estante repleto de carpetas, fólderes y algunos libros, sacaron uno a uno por si el libro se encontraba allí, por si es que Ronald lo habría guardado en alguna de aquellas carpetas o metido en alguno de esos fólderes. James no decía nada, pero en el fondo, a cada minuto que pasaban allí, intentando alumbrar con su celular los compartimientos,  cajones y repisas apiladas en la paredes, cada vez que Fred negaba con la cabeza, la posibilidad de que Ronald se hubiese llevado el libro con él se le hacía más probable e incluso, hasta más lógica.

— ¿Ya?  ¡Apura que escuche algo! —dijo James, nervioso tras oír una puerta cerrarse en algún punto el patio lateral.

—Espera, espera, que esto es un desastre—contesto Fred removiendo las cajas viejas del almacén posterior, este tenía las dimensiones de un baño y estaba dividido por un anaquel de metal. Adentro el polvo había formado una capa gruesa sobre la superficie ploma y de las cajas emanaba un olor a humedad y moho.

— ¡no lo encuentro Jamie! Solo veo archivos y nada más, ¿tú crees que la Bomba se haya confundido? ¡Espera! ¡Mira lo que hallé! —Exclamó Fred entre susurros mientras le mostraba a James una botella de Whisky medio consumida. — ¡Etiqueta negra! ¡Ja!

— ¡Agh! Busca el condenado libro, Federico—dijo James enfadado mientras iluminó la botella con la pantalla del móvil y el reflejo en ella lo encegueció por un instante.

—esta bueno, está bueno... —Fred continuo buscando.

Un trasto calló de pronto en algún lugar y el plástico golpeando el suelo hizo vibrar el colegio entero, este sonido vino hacia ellos como una onda expansiva que les erizó los vellos de los brazos, James dio un paso dentro de la oficina de la subdirección y volvió a apurar a Fred.

— ¡Oye! ¡Ey! Mira—volvió a llamar Fred —creo que encontré algo.

Sobre las manos sostenía una  caja de cartón blanco, adentro rebosaba de archivos (la mayoría estaban llenos de cuentas y registros de estudiantes) sin embargo, algunas eran bastante antiguas. "Es el año en que el director desapareció" dijo James, "¡Mira, incluso lleva su firma!" "Miguel Arrué-Ortega M.".

Otro trasto calló y tras él se escucharon los ladridos de Laica, la perra del guardián de la escuela, el traqueteo metálico de un seguro abriéndose y de una puerta rechinando entre sus goznes lo siguió, ambos atinaron a intentar dejar todo como encontraron, James incapaz de enfocar bien la lámpara vio un libro de pasta rojiza en medio de todas aquellas carpetas amarillas, lo tomó y lo escondió en su bolsillo, acomodaron las cajas, cerraron la puerta de aquella suerte de despensa que se encontraba tras el escritorio del cachaco, hicieron lo mismo con la puerta de la oficina.

Así, ambos corrieron por el pasadizo hasta la capilla donde hacia unas semanas habían enterrado a la Hna. María; la vieron con su modesta torre coronada por un crucifijo que se erguía en su cima, cruzaron el jardín posterior y emprendieron la dificultosa subida por la loma arenosa, escalaron la pared que daba al sendero y al fin, luego de caer sobre aquel terreno pedregoso, ambos pudieron recuperar el aliento.

El retorno fue más rápido que la subida, ambos se guiaban solo por la lista que irradiaba del alumbrado público, ya ni sacaron los celulares para alumbra su camino, solo avanzaban a toda prisa procurando no toparse con algún pedregón en el camino. Laica seguía ladrando cuando ellos retornaron a la zona asfaltada, todo seguía igual allí, como no hubiese pasado tan solo un segundo desde que siguieron aquel sendero, pero ambos sentían como si hubiesen ido y vuelto del inframundo.

 Al llegar a un pequeño parque bordeado por frondosos arbustos se sentaron sobre una banca de listones partidos, Mierda, un poco más y el guachimán nos ve, le dijo Fred agitado, ¿lograste tomar algo?. James metió su mano al abrigo y sacó el libro, abrió la primera tapa y una corriente fría, casi líquida, le heló la espalda, ahí, en letras doradas estaba el nombre del poemario Lirios de Agua Negra  y abajo en letras negras el nombre de Miguel Ortega-Arrué. Fred lo palmeo dos veces en la espalda, emocionados, ambos comenzaron a reír casi histéricos, "¡Bien, Jamie; bien, carajo! " le dijo soltando una carcajada y quitándose la gorra azul que se había puesto "para pasar desapercibido" como había dicho. James abrió el libro de páginas amarillas y manchadas de tinta,  pasó algunas páginas, y sintió con los dedos un extraño desnivel en el papel poroso, tomó el libro del lomo y lo agitó un poco hasta que desde aquellas mismas hojas se desprendió lo que parecía ser una carta  igual de antigua que el libro en sí, la tomó con sus dedos como sujetando un reliquia de siglos de existencia, "de Ivan Ortega-Arrué" "Caleta la Cruz, 1988," 

—Creo que esto nos puede servir —le dijo James volviendo a colocar el sobre entre las hojas, Fred; con una mueca traviesa, río y sacó  de su pantalón la botella de whisky que hacían un rato le había enseñado.

—Bueno, pues salud por eso —le dijo mientras desenroscaba la tapa y bebía un largo trago.

                                                              ***

Fred arrastraba los pies en la tierra levantando una polvareda que seguía elevándose hasta desaparecer. ¿Viste cómo Ronald vio a Manú hoy? Le dijo, a lo que James negó con la cabeza, no, no ando tan pendiente del profe Manú como tú, le respondió, Fred mostró los dientes irregulares en una sonrisa sarcástica, escupió el chiclets hacia un costado y continuó. Parecía que le echaba en cara lo del libro —y el whisky, no te olvides del whisky, lo interrumpió James —obviamente Manú se hizo el desentendido, pero Ronald sabe que los únicos que sabían de su existencia eran él y la hermana María, obviamente, ella queda fuera de los sospechosos. Da igual, no tiene como probar que el profe Manú tiene el poemario.

Exacto, vaya Federico, en serio aquel comentario de la bomba cayó del cielo. Fred río, como cada vez que lo llamaba Federico o le decían a Esther "la bomba". Se acomodó la mochila y asintió, quien hubiera dicho que la ayuda  nos llegaría de esa gorda jodida, hasta agradezco que se haya agarrado a insultos con Jessica de cuarto. ¿La conoces? Le pregunto James, a lo que Fred negó con la cabeza para luego entrecerrar los párpados. Creo que me la chupó en el festival del año pasado le dijo acomodándose la hebilla de la correa, James soltó una carcajada y un acceso de tos lo detuvo.

Ya, pero aún no me creo que Esther haya alcanzado a ver el libro en el escritorio del Cachaco, hay que ser muy bruto para dejarlo a plena vista. Bueno, lo interrumpió Fred, tampoco es que muchos alumnos conozcan el nombre de Miguel Ortega, de hecho, creo que somos los únicos, para los demás solo es el profesor terruco que los milicos desaparecieron. Además, no lo reconoció por el nombre, sino por la foto, yo le enseñe la del recorte del periódico y ella al curiosear en la contratapa aprovechando que Ronald la había dejado sola, vio que era el mismo sujeto. En fin, tienes razón, fue cuestión de suerte.

Ya, va, pero cuéntame, que te dijo Manú cuando le diste el libro, ¿al fin aflojó contigo? Anda Federico, cuéntalo todo. Fred sonriendo le hizo un gesto obsceno asintiendo, a lo que James lo golpeó en el brazo. Apenas lo vio, y me refiero al libro, continuó Fred, los ojos parecieron brillarle, al principio no me creyó, pero luego de revisarlo me pregunto cómo había llegado a él, a lo que le conté todo (obviamente excepto lo del whisky) y pareció... No sé, hizo una mueca que iba desde la sorpresa a la confusión, luego al enfado, en este punto me asusté, después de todo, sigue siendo nuestro profesor de Literatura. Pero luego de un breve sermoneo que me pareció más protocolar que realmente intencionado, se alegró mucho y me dijo que nos encontraríamos el miércoles siguiente para ver cuál era el siguiente paso.

¿Le dijiste lo de la carta? pregunto James imaginándose aún el rostro de Manú al recibir el poemario de manos de su amigo.

Claro, Jamie, y apenas la recibió la abrió y leyó apresurado, luego hizo una mueca de desconcierto.

La calle, húmeda y mohosa debido a la llovizna hizo eco al motor de un auto volando junto a ellos tras el grito de una señora de ancha figura " ¡Hijodeputa!"  Mientras recogía su bolsa de mercado y las hierbas y paquetes de alverjas regados sobre la pista. "Seño, me da una papa con mayonesa" dijo James deteniéndose en un puesto de papas rellenas, este junto un pequeño quiosco de periódicos y revistas era la única actividad comercial en aquella parte de la calle que ya llegaba a su fin al unirse con la avenida. Yo también quiero, Jamie, cómprate otra, pues, le decía Fred mientras lo fastidiaba pellizcándolo sobre la chompa llena de pequeñísimas gotas de agua suspendidas entre las fibras. Rezagos de la garúa.

¡Deja de joder! Le grito James con el ceño fruncido y el rostro colorado al ver la expresión divertida de la vendedora, no tengo plata Federico, además, después de lo que te paso el otro día no deberías comer en la calle. Fred lo soltó y encogiéndose de hombros le dijo, "no te discutiré eso" avergonzado al recordar todo.

 Por su cabeza cruzó nuevamente aquel día de la fiesta de Oliver, aquella tarde que pasó junto al profesor Manú en la biblioteca, contando los minutos para confesarle que se encontraba perdidamente enamorado de él, desesperanzadoramente enamorado de él, dolorosamente enamorado de él, pero no salían las palabras de su boca, más aún, se atragantaba intentando acallar sus suspiros y no quedar en evidencia frente a los cuatro o cinco individuos que además de ellos trabajan en la biblioteca.

Y luego llego el momento de partir, aquella tarde habían hecho el fichaje de varios libros de apoyo para su investigación y él, mecánicamente lo había ayudado mientras se torturaba en silencio esperando el momento adecuado para hablar, de pronto, cuando Manú le dijo que era momento de irse, en aquel instante se sintió desesperado, ¿no era demasiada carga para un chico de dieciséis?, pensó, mientras se ponía la casaca de la escuela y él metía los brazos en las mangas de su abrigo marrón, el mismo que usaba ahora que lo tenía nuevamente frente a él, con la nariz colorada y la expresión tranquila como siempre.

Su cabello rojizo brilló una última vez en el portón de la antigua biblioteca nacional y mientras bajaron por la avenida el aire fresco de la noche lo llenó de esperanzas nuevamente disipando por un instante todos los miedos que hasta aquel momento lo habían estado sofocado y le hacían aún temblar sus escuálidas rodillas. "... Debo irme rápido, Fred, hoy es cumpleaños de un amigo mío y prometí llegar con el pastel, en todo caso..." Fred no lo escuchaba, Manuel hablaba desinhibido, como si fuese  algún colega, pero él solo veía su rostro incrédulo de lo que estaba a punto de hacer, como si  intencionalmente negara todo sentido común que hasta aquel momento lo había detenido "Además, creo que no soy el único que está de fiesta hoy, ¿verdad? No creas que no me entero de ciertas cosas —rio —sé lo de la casa de Oliver, bueno, no te negaré que..." las luces de los semáforos cambiaron, los faroles encendidos en su plenitud titilaron presagiando lo peor, pero no se apagaron, las palabras iban a salir de su boca, pero de pronto sintió una punzada en el estómago, y luego un retorcijón más fuerte, su cuerpo se le descompuso en un instante e hizo lo imposible por aguantar el malestar, Manuel pareció percatarse y dejó de hablar por un instante, ¿estás bien? Le dijo, a lo que él solo asintió, intentando decir algo más, pero no pudo contenerse y otra punzada en el estómago lo hizo torcerse para luego aterrorizarse al sentir las náuseas haciéndose más evidentes y su estómago, sonando como si adentro todos sus pensamientos también se encontraran rebotando uno contra otro.

¿Estás seguro Lara? Volvió a preguntar Manú y Fred sentía que ya no aguantaría más, se  palpó los bolsillos y se hizo el sorprendido, "creo que olvidé mi teléfono en la biblioteca, voy a buscarlo" soltó de manera tan brusca que a Manú le costó trabajo entender. Fred caminó entonces de vuelta a la biblioteca apenas despidiéndose con un "nos vemos, profesor" susurrado y un ademán con la mano, daba largos pasos con la espalda erguida y, sudando frío, en su interior se maldecía a sí mismo por haber almorzado aquella porción de ceviche en la avenida Abancay y solo esperaba al menos poder llegar al baño a tiempo.

Aquella tarde en la que le dio el libro, luego de las vacaciones de medio año, dos semanas después del incidente con el ceviche en mal estado, Manú y él se encontraban en la cafetería de un centro cultural cerca a al Palacio. Ahora, de nuevo lo tenía frente suyo, impoluto, todo él era tan prolijo y a su vez él mismo se sentía desarreglado, como si no encajará para nada en aquel café-biblioteca, se avergonzó un poco, solo por el hecho de pensar que Manuel pudiera a su vez también sentir vergüenza de que lo vieran con un mocoso imberbe como él sentado en un lugar así, pero su profesor alzó la cabeza y le sonrió con el calor que ni sus padres le emanaban, esto lo tranquilizó. Porque solo una sonrisa como aquellas era suficiente para derrumbar cualquier pretensión de arriesgar lo que había entre ellos, por más tácito que estuviese eso, por más lejos que se encontrase de los anhelos de Fred, solo esa sonrisa lo satisfacía y lo hacía sentir lo suficientemente pleno como para llegar a la conclusión que no necesitaba decirle sus sentimientos para amarlo, porque el mismo hecho de hacerlo ya lo hacía sentir menos contaminado.

                                                        


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