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La Ciudad de Polvo por Dedalus

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Notas del capitulo:

Ya es Octubre y todo el mes es Halloween :D

CDRY, octubre, 2007

De pronto las rejas de la puerta sexta aparecieron frente a ellos adornadas por sus retorcidos rosetones de hierro ondulándose con cierta gracia. Samuel se encontraba algo nervioso, no creía en fantasmas, eso lo reafirmaba, pero el entrar al cementerio más viejo de la ciudad de noche no le parecía muy buena idea, el solo mencionar  un lugar tan grande y oscuro le hacía pensar en la cantidad de drogadictos que debían haber hecho de aquel lugar su refugio nocturno. James por otro lado se veía ansioso, su nariz se torcía intentando disimular el temblor generalizado en su cuerpo, su rostro pálido que emergiendo de una polera negra no dejaba de hacer muecas, Samuel veía cada movimiento, cada gesto y los hoyuelos que se formaban en sus mejillas, sus cejas dubitativas, irguiéndose y cayendo. Los demás muchachos, sin embargo, lucían bastante relajados.

—Bien, será mejor que entren antes que el guachimán nos vea —dijo Oliver frotándose las manos y dejando ver su aliento diluirse. "¿Qué, tu no vas?" le inquirió Diana haciéndose la sorprendida a pesar que ya sabía la respuesta a su pregunta. "No, no, Dianita, me quedaré acá de campana" le dijo el muchacho algo avergonzado. Así que Diego lanzó su mochila y trepó la verja por un extremo en el cual las ramas gruesas de un árbol raquítico se entrelazaban con los barrotes. Todos lo secundaron apoyando los pies en los listones transversales y usando las ramas como puntos de apoyo. Samuel quedo impresionado con la habilidad para escalar de Diana quien dio un salto desde una de las ramas y cayó de pie sobre la tierra manchada de césped al otro lado.

El sonido de un silbato se dejó sentir y todos apuraron a Juan quien no podía alcanzar una de las ramas para trepar al otro lado de la verja, el muchacho se estiraba apretando los labios fuertemente pero sus dedos apenas arañaban la corteza del árbol seco.

El pitido del silbato se hacía más cerca y ya incluso podían escucha el chasquido de las ruedas cuando al fin Juancito logró cruzar y se lanzó sobre la tierra, todos corrieron hacia las tumbas escondiéndose entre las estatuas y los arbustos, la bicicleta del guardia pasó con la silueta de este sobre ella y siguió su camino entre los intrincados senderos bordeabas por las torres de nichos y las rejas cercado mausoleos.

Frente a Samuel la luna llena flotaba intocable en un cielo negro, sin embargo, no había luz en aquel lugar tan siniestro, porque miedo no daba, resultaba hasta romántico, pero las expresiones de las estatuas, las flores atadas y aquel rumor del tren pasando habrían hecho escarapelar la piel a cualquiera. Él trataba de aferrarse al pensamiento de que aquello solo era producto de lo solemne del escenario.

¡Treinta y uno de Octubre en un cementerio! Vaya cliché, pensaba mientras doblaba entre los mausoleos, cada forma retocada se le hacía más dramática que la otra, su rostro debía lucir ridículo bajo aquella gorra de lana café y unos cuanto mechones cayendo sobre su frente fría. Apúrense, hay que llegar a la estatua antes de medianoche, dijo Juan caminando al frente, Esther y Diana lo seguían de cerca.

Comenzaba a arrepentirse de haber aceptado aquel reto tan infantil, no es que estuviera asustado (se metió las manos  a los bolsillos de la casaca de cuero) porque, después de todo que le podía pasar en un cementerio, ¿ser espantado por alguna aparición? O peor, ¿perseguido por un duende? Trato de sonreír, saltó sobre un sardinel más alto de lo usual y frente a él, al final de una suerte de sendero doble, el mausoleo más grande de aquel lugar se levantaba de entre las tumbas (¿o era una capilla?), completamente negro producto de las luces de la ciudad que aparecían a lo lejos, casi desvaneciéndose entre la neblina, la delgada cruz en la cima de su cúpula hacia equilibrio entre las tinieblas. Pronto llegaron a una suerte de avenida peatonal hecha con adoquines y flanqueada de arbustos espinosos y rosedales, frente a ellos un nuevo campo lleno de cruces, ángeles y mausoleos se mostraba perfilado con el laberinto de los nichos extendiéndose más abajo. Allí estaba la Viuda Negra.

La historia era tan conocida que hasta en su colegio, varios distritos al sur, habían llegado los relatos de la estatua que cobraba vida en la víspera del día de todos los santos, era casi una certeza que aquella representación de una mujer cubierta con un velo comenzaba a moverse y a aterrar a todo el que se atreverse a tener el valor de entrar al cementerio pasada la media noche. En persona se veía intimidante, era cierto, sus posición con los brazos hacia adelante y la pierna derecha flexiona a sólo añadían una sensación perturbadora a la figura negra y lustrosa.

Así que esperaron, Esther se apoyó en el hombro de Diana y al poco rato se quedó dormida, los muchachos tomaban algo que parecía vino en una botella de  Coca-Cola y se lo pasaron a Samuel que reciente la recibió y tras oler su contenido y comprobar que todos lo miraban bebió un trago de aquel dulce líquido. James lo  tomó de su mano y sonriendo pícaramente bebió un trago largo y se lo alcanzó a Diana. Esta había sido su idea, al comienzo se había negado rotundamente, otra vez, no era supersticioso, pero congelarse toda la madrugada en aquel lugar no parecía un plan tan divertido como para pasar el 31, igual, James insistió diciéndole que era una suerte de tradición en su escuela, que las promociones salientes solían dejar su nombre escrito en la tumba con marcador rojo; además, que era la oportunidad perfecta para que conociese a sus amigos, ante su rostro expectante Samuel no pudo negarse.

Ahora estaba ahí en medio de esos muchachos que lo veían con algo de desconfianza, y ambos muchachos frente a él conversaban sobre la copa América mientras James y Diana discutían sobre una asignatura del colegio, Esther roncaba como un gato en las piernas de la muchacha.

—y Samuel, que me cuentas de ti—le dijo Diana sonriendo amable, era una muchacha bastante linda. Él le respondió evadiendo la pregunta y mencionando cualquier nimiedad, abrazó a James por el hombro y ella volvió a sonreír.

Pronto empezaron a hablar sobre aquel lugar y que es lo que hacían ahí, porque claro, James no le quiso dar más detalles, "para no perder el suspenso" le dijo, y ahora Diana rio con un acceso medio raro y procedió a contar la historia de aquella estatua de una supuesta hacendada que se había arrojado al río producto de una decepción amorosa. Ella fue enterrada allí donde erigieron aquella tétrica estatua de una mujer cubierta con un velo en una posición incómoda de ver, como si intentase salir de la tumba. La historia decía que en la víspera del día de todos los santos la estatua cobraba vida y perseguía a los hombres que encontrase para llevárselo con ella, por supuesto, los hombres jóvenes son sus víctimas preferidas, más si son apuestos. Diana lo quedo observando por unos instantes y James estalló en carcajadas ante la mueca de susto que Samuel hizo.

—Entonces no tienes nada de qué preocuparte, Juancito — soltó Diego palmeando al muchacho de nariz puntiaguda, y cabello erizado.

—Cierra el hocico, mostro—le respondió Juan haciéndose el indignado.

— Cállense los dos, par de feos. — dijo Esther sin abrir los ojos, todos rieron y la luna se elevó más en el cielo hasta comenzar a caer, el reloj ya dio las diez para las doce y la el sentimiento expectante los hacia mecer los pies y fastidiarse los unos a los otros, Samuel no recordaba la última vez que río tanto, llegó en momento en que incluso su perpetua ansiedad lo abandonó del todo y en el instante que todos conversaban sobre una muchacha llamada Denise y Diana soltó una broma sobre Juan, —parecían fastidiarlo mucho al pobre Juan —en aquel momento en que todos se carcajeaban y James se apoyó ligeramente sobre él, su polera negra rozó con la casaca que llevaba puesta y percibió un ligero aroma a su cabello casi opacado por el constante olor a flores podridas y agua empozada.

Era como si ya no se encontrasen en la ciudad, bueno, siempre que estaba con James, ya sea en Santa Ana o el centro, sentía que ya no estaba en la ciudad, que toda la gente de la escuela, sus padres, sus hermanos, se encontraban a millas de distancia, claro, hasta que tenían que despedirse, de igual forma sentía una tranquilidad que le daba las fuerzas para resistir la ansiedad que desde hacían ya tres semanas y medio lo torturaba, y eran tres semanas ¡casi un mes! Todo desde que conoció a James.

Una hora pasó de eso, y nada sucedió, la estatua siguió tan rígida como la encontraron, ni un ruido extraño, ni un rumor de agua escurriendo en el sendero o quejidos de ultratumba haciendo eco entre el laberinto de nichos altísimos que se extendía frente a ellos. Así que llegó un momento en que el intenso frío se tornó insoportable y Esther, con su peculiar voz rasposa y sus bucles rebotando en todas direcciones saltó del sardinel donde se encontraba sentada con Diana, "Al carajo, me cansé de esperar" dijo buscando un marcador rojo en su mochila con el cual, una vez lo encontró, se apresuró escribir el nombre de la promoción, "Mártires de Yanamarka", vocalizando cada sílaba en voz baja.

De pronto un pitido agudo sorprendió a todos quienes se pusieron de pie con la piel escarapelada y el corazón a punto de saltar les del pecho, "¡el vigilante!" "¡el vigilante!" susurró Juancito, como tratando de resistir el impulso de hbalar en voz alta. Todos partieron a la carrera hacia los pasillos creados por los nichos cruzándose unos contra otros y dando paso a pequeñas plazoletas y rampas o escaleras, catacumbas y alamedas escondidas entre aquellas construcciones recubiertas de molduras de yeso. Samuel tomó a James de la mano e intentó con todas sus fuerzas el mantenerse cerca de él, el no dejarlo solo ni un instante, pero con los gritos del vigilante, los de Diana y Juan y el silbato resonando, las pisadas apresuradas, la maleza y el cielo, llegó un momento en que la escasa luz que había se volvió completamente nula y ya no sabía dónde estaba, la mano de James desapareció y los gritos de los muchachos sonaban cada vez más lejanos, vio un destello frente a él, fotos adheridas a las tumbas superpuestas unas a las otras, —la luna lo iluminaba apenas — flores colgando sobre estas y el cese del pitido lo hizo caer en cuenta que se encontraba en medio de un largo corredor que se cruzaba en ambos extremos con dos corredores convergentes, ya no escuchaba a James o a sus amigos, ni siquiera a los vigilantes, pero una piedrecilla voló sobre su cabeza y se estrelló contra una de las vitrinas de vidrio de las tumbas, él empezó a correr nuevamente hasta que cayó en cuenta lo ridículo que se veía.

Al doblar por el corredor siguió de frente, sus dientes castañeaban ante el temor de encontrarse con algo en  los escaso dos metro que tenía de visibilidad frente a él, la luna nuevamente había sido cubierta por una nube espesa y la luz se esfumó así como apareció, a lo lejos se escuchaba ruido y él intentó no llamar la atención, maldijo mentalmente el momento en que aceptó venir y volvió a la decir el momento en el que soltó de la mano a James, sólo esperaba que hubiese logrado salir. Qué era lo peor que podía pasar, se cuestionó; claro, ser encontrado por la seguridad y llevado a la comisaría a pasar lo que quedaba de la noche ahí por irrumpir en el cementerio luego de estar este cerrado, vaya idiotez, pero tomando en cuenta la cantidad de esculturas coloniales que había en aquel lugar no era extraño que el gobierno fuera tan estricto.

En fin, la opción más viable en caso todo hayan llegado a la salida era buscar un lugar tranquilo y esperar a que amanezca. A Samuel se le escapó un chasquido con la lengua, "si tan solo supiera la ruta a la salida", pensó, "o si tan solo recordara la ruta para salir de este laberinto." el ruido se incrementó otra vez, parecían los bamboleos de tambores y una especie de flauta que silbaba casi como el viento rozando las molduras de los edificios de nichos rígidos y polvorientos. Otra piedra cayó tras de él, Samuel respiró hondo y logró no perder el control hasta que de forma brusca dio un paso y sintió que cayó al vacío; tocó suelo nuevamente, había saltado sin saber dos gradas y al girar a la derecha se dio cuenta que ya no estaban los muros repletos de lápidas, había llegado a una suerte de intersección con una alameda de doble vía, hacia el fondo creyó ver luz así que lo más seguro le pareció ir hacia allá al recordar como las luces de la ciudad al entrar resplandecían con esa misma aura naranja. Pero esa música macabra aumentaba, se volvía más envolvente, le oprimía el pecho el silbido de la flauta y los tambores le hacían vibrar las tripas, le daban náuseas. Al acercarse más comprobó que aquellas no eran las luces de la ciudad.

Los bloques blancos se abrieron en la alameda desde un extremo y recubierta por las copas de los árboles había una plazoleta donde ardía una fogata cuyas lenguas de fuego se alzaban esporádicamente, una sobra se elevó con los brazos extendido y Samuel se lanzó al piso escondiéndose tras unos arbustos casi sin hojas. La sombra empezó a girar alrededor de la fogata y las figuras allí —todas de negro —empezaron a cantar una lúgubre melodía mientras sacaron un paquete envuelto en una manta, ¿o era un  bebé?

Él se puso de pie sudando fío mientras una de aquellas siluetas avanzó con  el bebé hacia la fogata y la música se elevaba, el ritmo de los tambores se apresuraba, la flauta lloraba y ahora uno de esos personajes bailaba de forma frenética, parecía un grotesco arlequín dando brincos. Samuel avanzó unos pasos aún dudoso de lo que pasaba cuando la silueta extendió los brazos violentamente y la manta que envolvía lo que traía en brazos voló sobre las llamas mientras lo que traía dentro cayó allí y un espantoso llanto desgarrador hizo gritar a Samuel un "¡No, por favor!" que provocó que la música se detuviese automáticamente y las sombras allí presentes giraron hacia él justo antes de que  saliese corriendo como nunca lo había hecho en clase de educación física, ellos fueron tras él soltando ruidos extraños, como si imitaran a aves o animales, incluso juraría que escuchó a uno ladrar.

En aquel instante fue que se topó contra alguien más dándose de lleno y chocando las frentes con un golpe seco, ambos vieron al cielo y entre la penumbra y el barullo de sus persecutores distinguió los ojos algo adormilados de James, lo tomó de la mano —para no soltarlo esta vez—y corrió hasta perder a aquellos lunaticos, ambos siguieron así hasta que llegaron a un mausoleo tan grande como una capilla pequeña, los dos se miraron de soslayo e implícitamente acordaron refugiarse ahí.

— ¿Qué es lo que está pasando? —le dijo James apenas levantando la voz como para que Samuel a duras penas lo escuchase, este no sabía que responder, no estaba seguro del todo de lo que había visto, ¿y si se dejó llevar por la sugestión? ¿Si el miedo —lo reconocía, estaba asustado —le había jugado una mala pasada?

No recordaba haber estado tan asustado desde la vez en que metió a Gracielita, la chica de la limpieza, a su cuarto y sus madre volvió de improviso buscándola para encargarle la compra de la despensa, o la primera vez que probó lo que ahora se había convertido en su tormento diario una en casa de Mario, sus padres habían viajado y encontraron aquella bolsita entre las cosas de su hermano, claro, junto con paquetes de condones y un par de revistas pornográficas.

Debía calmarse, no quería terminar quedando como un cobarde frente a James quien sorprendentemente se encontraba sereno. Ambos estaban arrimados contra la pared, la penumbra los cubría casi totalmente y a pesar tener el cuerpo tibio de él tan cerca, Samuel no sintió que el cuerpo le jugaba una mala pasada tal y como le había sucedido infinidad de ocasiones con sólo recordar su risita pícara o sus hombros delicados al momento de abrazarlo. Realmente debía estar aterrado.

 Así su cabeza divagaba cuando afuera los tambores se escucharon nuevamente a medida que aquellos aberrantes personajes cruzaron corriendo la alameda, James lo quedó observando con los ojos muy abiertos y tan pronto las pisadas y gritos se alejaron ambos estallaron en risas, en parte por lo desquiciado de la situación y en parte por los nervios, pero más que eso, por los rostros espantados de ambos siendo apenas iluminados por la luna colándose tímida por las vitrinas.

En aquel instante la perspectiva de besar a James no le pareció tan lejana, aquél era el momento, lo sabía, y a cada segundo que pasaba sabía que este se desvanecía sin haberse concretado nunca de todo. Así que era el momento en que debía actuar, hacer algo, pero su cuerpo no le respondía, no lograba controlar sus músculos tensos, entonces cruzaron miradas, intento acercar su rostro más, James no se movía, observó sus labios, la punta de su nariz y tomó mayor conciencia de su respiración agitada hasta que ya se encontraban a  tan solo algunos centímetros, sentía su aliento mentolado estrellarse contra su boca, y el olor de su piel lo volvía loco, deslizó una de sus manos a la cintura de James y este cerro los ojos con un gesto estoico.

— ¡Mierda! —Gritó Juancito tapándose los ojos avergonzados. Ambos se separaron raudamente y luego comenzaron a reír— lo siento, lo siento, lo siento— no dejaba de tartamudear Juan visiblemente nervioso.

— ¿lo vieron? ¿Vieron eso? —Repitió — ¿qué cosa eran?— ambos negaron con la cabeza.

—Vamos a salir de una buena vez de este lugar, Jamie—dijo Samuel, James asentía y Juan negó con la cabeza refutando que no sabía bien en donde se encontraban.

—Cálmate ñato, tenemos que seguir la alameda hasta la capilla central y de ahí se ve la puerta sexta que es por donde entramos. —lo tranquilizó James.

Un grito agudo les hizo escarapelar el cuerpo en aquel instante y los tres miraron hacia el otro extremo de la alameda donde una figura los miraba directamente, aquella sombra volvió a gritar, parecía llevar una máscara enorme que se elevaba en dos astas retorcidas, los tres salieron a la carrera por el sendero, presurosos, viendo al voltear como tras ellos venía nuevamente aquel grupo de desquiciados ataviados de capas y con los rostros pintados. Los tambores repicaban más rápido, la flauta silbó atravesando el cementerio y cuando alzaron la vista pegada a sus pasos se dieron de lleno con los rostros extrañados de Esther y Diego, ambos iban en dirección contraria sujetando una linterna de juguete y ante el improbable espectáculo se quedaron paralizados, el silbato del guarda sonó una vez más, esta vez los llamó, "¡Qué hacen aquí carajo! ¡Quédense ahí!" les gritó el sujeto mientras avanzaba montado en su bicicleta y los muchachos corrieron hacia la verja, los tambores desaparecieron, ahí, al otro lado, Diana y Oliver los animaban a que se apresurasen a cruzar.

Finalmente, Juan saltó y callo sentado sobre la grava con un sonido seco levantando un polvareda que hizo que Esther se cubrirse la nariz con las manos. Todos se miraron entre ellos aún asustados, incapaces de articular palabra hasta que Samuel se secó el sudor de la frente, "estas cosas no pasan en el sur" fue lo único que dijo.

Adentro, escondidos tras uno de los nichos escuchaban como los guardias despotricaban contra los muertos intentando encontrarlos. Lalo se pasó el trapo húmedo contra la cara y se quitó toda la pintura carcajeándose sin hacer ningún ruido, solo un pitido casi inaudible, como la resonancia de una radio mal sintonizada, "Oliver nos hizo la noche realmente, esto no tiene precio" soltó en un breve lapso donde tomo aire y volvió a soltar una risotada, Medrano y Sánchez lo imitaron, Francisco recibió el estropajo húmedo y se limpió el rostro, escupió a un lado, la boca se le había llenado de polvo y disgusto luego de verlos a ambos en aquél mausoleo, sus sombras uniéndose, besándose, escupió de nuevo, el estómago le ardía y apretaba los dientes con tal fuerza que la mandíbula se le entumeció. El pitido del silbato lo sacó de sus cavilaciones.


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