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La Ciudad de Polvo por Dedalus

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CDRY 1988

Cuando llego al penal de Río Alto lo único que se veía además de los impresionantes muros de la fachada y las diminutas ventanas, era niebla, una densa nube blanquecina cubriendo el paisaje de cerros de cascajo y ocasionales manchones verdes de moho. Miró hacia la carretera por donde habían venido. Hacia allá se encontraba Santa Ana, hacia allá muy probablemente estaba Miguel, con el corazón aun en la garganta y sus ataques de ansiedad en los que no dejaba de andar por toda la habitación de forma desesperante. "Al menos ahora estaba seguro" pensó mientras los empujaban hacia dentro de las puertas de aquel edificio siniestro perdido en medio de las lomas al este de la ciudad, más al este que Santa Ana, más al este que Lurigancho, más que Vitarte, donde la cordillera ganaba magnitud y las grietas grises caían abruptas hacia el valle del Rimaq.

Lo siguiente ya se lo había esperado, más trámites, y una vergonzosa revisión en la enfermería para luego ser todos puestos en fila en una habitación amplia de lozas blancas, el guardia abrió la llave y, sosteniendo la manguera firmemente, un segundo guarda los empapó a todos con el agua helada que le escurría lentamente por el rostro, el pecho y las piernas. Sentía el cuerpo resentido, los músculos de toda su espalda parecían estar al rojo vivo, aún no se recuperaba de la última golpiza que le dieron en Las Rocas, aún sentía los puntapiés de los guardias mientras él se enroscaba en su cuerpo y Mariella gritaba que lo suelten, que lo dejasen en paz, pero él ya no sufría, con  el pasar de los días se había dado cuenta que cualquier queja que soltase, era inútil, su mente sólo se remitía a que estaba allí, cual sea que fuese la verdad sobre cómo llegaron las armas al comedor, él se encontraba detenido y lo único que quedaba por hacer era asegurarse de que Miguel estuviese fuera de cualquier peligro. Así que ni por un segundo se sacó de la cabeza su objetivo, más aún al ver la entereza con que Mariella había resistido las torturas de esas bestias; por lo que, cuando llegó su turno salió con la cabeza en alto y la respiración serena, se declararía culpable y diría que todo había sido planeado por él, que él había hecho un trato con el Partido para facilitarles un escondite para sus armas.

Frente a él el pasadizo se extendía de forma inquietantemente similar a la pública 0041, Oscar caminaba a su ritmo, cuestión que el policía le reprochaba y un eco se resonaba entre las celdas haciendo pulsar sus oídos, cada escena era más miserable que la otra, personas durmiendo en el suelo cubiertas con frazadas de lana, la mayoría jóvenes de aspecto demacrado, contextura rozando lo famélico y ojos curtidos, ellos leían o conversaban, algunos daban vueltas en las diminutas y sobrepobladas celdas, otros solamente se encontraban recostados viendo hacia el techo.

El policía se detuvo en uno de los compartimientos enrejados, la celda era idéntica a las que había visto durante todo el camino, tenía un camarote, un retrete y un lavadero, sin embargo, un detalle hacia que destacara al menos en cierto sentido de las demás, está solo estaba ocupada por una persona.

Oscar entró tomándose su tiempo, dejó el cepillo de dientes y la toalla sobre la cama superior y el sujeto sentado contra la pared apenas lo observó. El seguro chasqueó mientras el guardia sacaba la llave de la cerradura y se alejó estrellando grácilmente los tacos de las botas contra el encerado gris. Al girar se encontró con aquel sujeto alto y delgado, este leía tranquilo sin siquiera reparar en su presencia, la tez trigueña bronceada y el rostro con las mejillas quemadas por el sol, el cabello negro y la nariz recta, definida daba forma a su rostro de pómulos marcados y mandíbula angosta pero cuadrada en el mentón, él estaba escondido tras las páginas del libro de pasta parda y hojas cafés.

—La cama de abajo es la mía, me levanto a las seis me acuesto a las diez, uso el baño a las seis y media, no ronco, espero que tú tampoco y cualquier problema que tengas conmigo me lo dices, si yo no estoy involucrado, pues, no me interesa en lo más mínimo saber. —Concluyó mientras seguía leyendo su libro absorto en  la textura de las páginas.

Oscar se quedó de pie unos segundos sopesando lo que le acababa de decir aquél tipo y prefirió salir del paso solo asintiendo y tomando una siesta en el camarote de columnas tan delgadas que parecía que fuese a desarmarse en cualquier momento,

Los días pasaron y no hubo gran novedad, apenas intercambiaba alguna palabra con su compañero de celda al que los otros reclusos llamaban camarada Cesar. Parecía ser una persona de peso allí adentro, los otros presos cada vez que se cruzaban con él en los pasillos o en el patio lo saludaban con un leve gesto en la cabeza y desviaban la mirada de la forma en la que uno lo hace cuando se dirige a un superior, lo cual no dejaba de ser extraño tomando en cuenta lo relativamente joven que era Cesar, debía tener la misma edad que Miguel, tal vez un par de años más, era difícil precisar debido a las obvias marcas que la austera vida de guerrillero había dejado en su rostro.

Eventualmente había movimiento en el patio en el que se juntaban a arengar por el partido y la revolución — los tombos no parecían inmutarse en los más mínimo —o en cualquier caso solo debatían sobre la situación del partido. Todo el pabellón C del penal de Río Alto en general parecía un lugar de retiro de los partidarios más que un lugar de reclusión, ellos se encontraban tan organizados que Oscar no podía evitar sentirse como un infiltrado en aquél sistema bajo el que cada uno tenía un trabajo.

La cena se servía las siete en punto y constaba de una taza de té y rancias galletas de agua que apenas se podían tragar, él las ingería absorto tratando de olvidar el hecho de que estas debían  ser sobras que el estado enviaba para enviar a los reclusos, no era de extrañar. Frente a él dos sujetos discutían y el los escuchaba a pesar de su hastío de escuchar la misma retórica que desde hacía años venía infectando a todos en las universidades, eran las mismas frases, las mismas oraciones, y las misma reacciones, aquella expresión catatónica que sólo asentía convencida. Un discurso tan adornado, que en un principio sonaba  convencedor pero que ante los horrores que se veían todos los días se desarmaba aparatosamente.

Oscar nunca se tragó aquel discurso, de hecho, nunca se creyó ningún discurso de corte político, muy a pesar de que su padre lo hostigara para unirse a un conocido partido que mantenía secuestrado el norte, el nunca cedió, siempre  se mantuvo crítico ante cualquier propuesta, tal vez demasiado crítico, pero al menos eso le había ahorrado varias decepciones. Por eso al tener que hacerse pasar por militante del SL frente al Coronel no se lo creía ni el mismo. En sus palabras no sentía ni la mitad de convicción que tenía Mariella o incluso Narciso y Pedro cuando pasaron por el interrogatorio, el cual, al igual que los gritos y gemidos, se escuchaba claramente hasta las celdas como una retorcida forma de intimidar más a los prisioneros.

Así que ante la incredulidad del Coronel luego de escuchar su confesión ordenó que lo llevasen al cuarto contiguo, "ahora sí vas a cantar, mierda" le dijo el tipo gordo y similar a un jabalí enfundado en aquel uniforme verde opaco. Los dos tipos lo sujetaron y Oscar supo que era inútil cualquier protesta o señal de resistencia que diese, se dejó llevar y lo empujaron contra el suelo, lo pusieron de rodillas y lo sujetaron del cabello hundiéndolo en una tina llena de agua oscura, no le dieron tiempo de pensar nada, cuando menos se percató su cabeza emergió de la tina de plástico y su respiración agitada, lleno el ambiente. "¡Habla, carajo! ¡¿Quién te dio las armas?! ¿Quién más está involucrado?" le preguntaba uno de los soldados mientras el Coronel lo observaba atorarse y modular apenas la voz "fui yo, fui solo yo" luego nuevamente lo sumergía y veía a su casa en el norte, veía a sus padres, el patio trasero con los árboles frutales y sus amigos correteando en la pampa, luego su vista se volvía negra, ya no veía los rostros de nadie, pero seguía repitiendo "fui yo, solo fui yo" y el agua chapoteaba, se derramaba por todos lados, en su nariz, su garganta, la sentía en los pulmones, en el pecho, "mira cómo se atraganta" decía uno de los oficiales, el otro reía divertido mientras él tosía violentamente.

"¿este es el mariposón hijo del Coronel Raul, jefe?" preguntó el que lo tenía sujetado del cabello, Oscar sintió como la sangre se le heló y empezó a temblar de miedo, el pánico le recorrió por los huesos. "No, no, este es su cachero creo, pero fijo el roquete ese sabe algo" "pobre su viejo, tener un hijo maricón es la peor desgracia que le puede pasar a un hombre, más aun a uno con las bolas bien puestas como el Coronel Raúl, carajo, un hombre a carta cabal..." nuevamente el agua le tapo los oídos, luego un golpe en el rostro lo hizo caer, sintió que uno de sus dientes crujió y cedió levemente, se apoyó con las palmas de las manos y se reincorporó repitiendo lo mismo que venía más de media hora diciendo, " solo fui yo; yo por mi cuenta hice un trato con el Partido, solo yo fui el que escondió las..." una patada en el estómago le quitó  el aliento a Oscar y este se retorció de dolor nuevamente en aquel piso que olía a orina y excremento.

— ¿y cuándo van a chapar al otro? —continuó el soldadito que veía a Oscar pendiente de que no gatease muy lejos.

—No lo sé, lo máximo que podemos hacer ahora es interrogarlo, si este cojudo no lo acusa directamente no podremos detenerlo; igual, su viejo no dejará que lo metan preso... Ah, pero a este, a este lo quiere fondeado. —rio el oficial viendo a Oscar temblando aferrándose al piso.

                                                            ***

Los dos sujetos frente a él continuaron hablando, uno de ellos, el cual tenía una cicatriz irregular en el cuello, increpaba al otro acerca de su cobardía en el asalto a una caseta militar, ambos tenían un marcado acento de la sierra, el otro se defendía argumentando que había sido un plan estúpido desde un comienzo, el otro comenzó a ofuscarse y a insultarlo, Oscar hasta ahora se había mantenido en su lugar sin siquiera hacer contacto visual, sólo escuchaba las palabras, los gritos, "cobarde" repetían, "traidor" y seguían, los demás presos se comenzaron a levantar de sus asiento y en su cabeza aún tenía la imagen del Coronel riéndose mientras lo golpeaban, mientras lo escupían.

— ¡Cierren la boca, mierda!—explotó de su garganta. Ambos hombres quedaron paralizados y los demás presos rodeándolos se quedaron atónitos ante lo ilógico de toda la situación. Uno de los tipos que peleaba lo empujó y sujeto del cuello.

 —Qué mierda haces acá, ¿eh? ¿Acaso te mandaron los tombos de soplón? ¿Eres la perra de aquellos traidores del pueblo? De aquellas putas de los burgueses... — le encaró el más corpulento de ellos antes de lanzar le un golpe en el pómulo y tumbarlo al suelo, Oscar sintió que la mejilla le había estallado en varios pedazos, nuevamente se acercó el tipo, se acomodó las mangas del uniforme y lo cogió nuevamente del cuello para lanzarle otro golpe, y otro, y pronto a Oscar se le hacía dificultoso ver que es lo que pasaba, solo sentía su rostro siendo magullado y a la multitud gritando "¡infiltrado!" "¡soplón! " "¡traidor! " para luego sentir la cabeza botando contra el suelo y finalmente tranquilidad, el tipo peleaba con alguien más. Era el camarada Cesar quien empujó al sujeto de la cicatriz  y ante su voz firme, estremecedora, los demás dejaron de gritar también. En aquél instante los guardias llegaron.

***

Miguel se sentía nervioso esperando en la fila para ingresar a la sala de visitas.  A su alrededor un dos sujetos fumaban ávidos sus camel y un muchacho se mordía las uñas mirando absorto las ventanas con barrotes grises. No tenía idea lo que pasaría allí adentro, era igual de probable que Oscar lo recibiese con la reconfortante mirada que le lanzaba cada vez que tenía uno de sus ataques de ansiedad, como era igual de probable que lo recibiese con un golpe en la cara y un escupitajo, no cabía duda que la segunda posibilidad lo hubiese hecho sentir mejor.

Primero fue la desesperación de no poder hacer nada, de no poder hablar con nadie por precaución a que él también fuese implicado, luego, aquella urgencia fue desvaneciéndose, el comedor fue clausurado y las clases se suspendieron por dos semanas más en las que duró el operativo en la zona este, los detenidos se contaban por decenas y aquella rutina de sirenas, patrullas, y explosiones en las noches, terminó por sumergirlo en una suerte de aletargamiento que lo llevó a poder sobrevivir por un tiempo. Lester había huido hacia San Juan, un distrito joven al sur de la ciudad llevando consigo todo material que pudiera relacionarlo con el partido, libros, folletines, cartas, cassettes y demás artículos que más allá de su valor propagandístico  valoraba por los recuerdos que capturaban, memorias de personas que ya no estaban, de amigos que partieron hacia la sierra y ya no volvieron a bajar, o de amigos que simplemente desaparecieron una noche y nunca se supo más de ellos.

Él, por otro lado, permaneció en la casa de Oscar intentando mantener la rutina a pesar del vuelco que había dado todo. La casera ya le había dado un ultimátum, debía irse lo más pronto posible y los vecinos de la pensión, Betty, la señora Maruja y sus hijos, hasta la misma Tamara, lo miraban con un recelo que lo hundía más aun en la culpa por haber arrastrado a Oscar al caos que Tony había vuelto a traer a su vida.

La tarde posterior a la intervención del ejército la potente voz de la señora Paquita lo llamo desde el primer piso. Al bajar Miguel de dio con el rostro incómodo del oficial Aguilar. “Lo siento, profesor, pero tengo que llevarlo a la comisaria” le dijo Ricardo avergonzado, Miguel asintió y cerró la puerta tras el dejando las miradas curiosas de los vecinos atrás y la horonda presencia de la señora Paquita para a su costado.

En el patrullero Ricardo lo tranquilizaba diciéndole que a pesar de que el ejército estaba usando las comisarías de la policía como bases estratégicas en lo que duraba la intervención, ellos aún se encontraban a cargo y que él no permitiría que se cometan abusos, menos el mayor Acevedo, quien lo conocía y estaba seguro de su integridad. “Él se sorprendió mucho cuando llegó la orden de llevarte a que te interroguen con los cachacos, por eso me ordeno a mí a que venga a buscarte en persona.” “No te preocupes—le volvía a decir— ambos estaremos presentes en todo momento”

Al llegar todo fue más burocrático de lo que se imaginó, tomaron su declaración de lo sucedido aquel día, si había visto aquellas cajas, así como el puesto que tenía Oscar en el colegio y en el comedor, que relación tenían y desde cuando lo conocía o si sabía de sus nexos con el partido. Él por supuesto lo negó todo indicando que Óscar no tenía ninguna relación con el comedor más allá de almorzar ahí de vez en cuando, que el encargado del comedor era él mismo y que la escuela ni ninguno de sus profesores debía ser implicado.

—Usted qué me está queriendo decir con eso, profesor—le respondió el militar de rostro avinagrado quien le formulaba las preguntas detrás del escritorio. Tras el alcanzo a ver el gesto extrañado del oficial Aguilera y la completa inacción del mayor Acevedo sentado junto al otro extremo del escritorio, justo junto al mecanógrafo.

En aquel instante el teléfono sonó y Ricardo le alcanzo el auricular al Mayor de rostro avinagrado, murmuro algo y se quedó un momento con la vista detenida en la puerta, asintió un par de veces más y se despidió. “Parece que su amigo ha confesado” le dijo sin prestarle mayor importancia al asunto. “Se le volverá a citar pronto así que no salga de la ciudad, en los próximos días nos pondremos en contacto con usted, aún faltan aclara muchas cosas con la administración de ese comedor.”

Miguel fue acompañado a la salida por Ricardo, el hecho que Óscar se inculpara lejos de alivianar en algo la preocupación enquistada en su cabeza no hizo más que arrojarle una carga aún más pesada sobre sus hombros, por primera vez no podía levanta la cabeza del suelo, se sentía no solo desesperado, sino además avergonzado, miserable frente a la sola idea de Oscar siendo  condenado. Al salir afuera el reloj de la sala de espera marcaba el medio día y varios de los empleados se preparaban para ir a almorzar, frente a ellos, Ronald salió de uno de los pasillos laterales, este se apeaba tres fólderes que llevaba bajo el brazo, tenía el uniforme puesto y el verde caqui reflejaba los escasos rayos de sol que ingresaban desde la puerta principal. El cachaco lo quedo observando fijamente por unos instantes y fue allí cuando Miguel—apenas consiente de su presencia hasta aquel momento—se percató de una leve sonrisa burlona en sus labios.

                                                           ***

El miércoles siguiente, luego de una reunión con los demás profesores de la 0041 que, saliendo de la escuela, vio a un menudo muchacho merodeando el lugar, se hallaba paseando por el parque frente a la escuela vestido en harapos y rengueando al caminar, la hermana María lo hizo pasar discretamente por la puerta de servicio y cuando esta cerró la puerta, Lester ya se había quitado el chullo de lana crema y había dejado la bolsa de caramelos y toffees en el mesón lateral.

—Confesó —fue lo único que dijo. Miguel sin terminar de entender lo quedó observando, trató de descifrar su expresión brevemente pero desistió cuando Lester le alcanzó una hoja doblada irregularmente. "Es de Cesar" agregó entusiasmado, pero Miguel lo único que sintió fue pequeño vértigo, en aquella irregular letra de vocales redondeadas que reconocía tan bien, Tony le decía al menudo muchacho que estaba en la misma celda de Oscar, que este había confesado y que esperaba el juicio.

—Ambos están en Ríoalto, está casi llegando...

—Sí sé dónde está Ríoalto —lo cortó Miguel— ¿Cuándo recibiste esta carta?

—Ayer, una camarada encubierta lo fue a ver al penal.

Miguel sintió el trozo de papel en la mano, "vengan lo menos posible, no se arriesguen" terminaba la misiva con la n de esa última palabra extendiéndose más de debido. Y ahora se encontraba allí, esperando en aquella fila bajo el cielo despejado y el sol radiante que teñía aquella zona casi perpetuamente; nervios hasta los huesos, con la duda de qué es lo que cruzaría por la mente de Oscar en aquel momento.

—Profe, ya están entrando—le dijo Lester, acomodándose la visera de la gorra y sujetando bien la bolsa de fruta que tenía en la mano.

Ambos entraron hacia un corredor y luego a un espacio amplio con varias mesas perfectamente alineadas, los hicieron entrar en fila, casi como si fuesen a marchar; allí, sentados en el otro extremo estaban los reos, con la cabeza gacha, todos lucían iguales desde aquella perspectiva, aun así Miguel reconoció inmediatamente a Oscar, se encontraba más delgado y con el rostro magullado, la frente tenía un moretón verdoso y sus ojos se ocultaban mirando hacia la mesa, jaló la silla y se sentó.

Él alzó el rostro y lo quedo observando como reconociéndolo, como comprobando cada facción de su rostro y sus ojos por un instante se iluminaron, sus labios se arquearon ligeramente pero así como se tensaron su expresión volvió a caer y su rostro desencajado, su expresión dolida volvió a surgir. Vio su garganta estremecerse, vio su postura resignada erguirse y sus manos posarse sobre la mesa.

—Pensé que sería el abogado de oficio. —le dijo, ligeramente incómodo, se escuchaba el resentimiento en su voz raspándole la garganta. Miguel apretó los labios.

—No será necesario, yo hablaré con mi madre, tantas horas el country club deben servir para algo, la vieja está más relacionada incluso que el Coronel, no será difícil que...

— ¿Lo hiciste?—pronunció Oscar apenas con un hilo de voz. — ¿tuviste algo que ver con esto?

Miguel tomó aliento, su respiración contrastaba con la agitación de Oscar que se escuchaba en la sala, incesante, como un rumor tras las conversaciones, Miguel alzó la vista, Lester se encontraba sentado frente a Tony en la mesa continua a ellos, este lo miró por unos segundos antes de volver a dirigirse al muchacho.

—Sí, yo dejé que escondiesen las armas allí —respondió. No había necesidad de decir más, todo se remitía a eso.

Su expresión se tornó furiosa, sus pómulos parecieron contraerse sus ojos no sabían dónde enfocar y sus manos se enredaron entre ellas, Miguel sintió el pecho descomponerse viéndolo, su imperturbable postura comenzó a tambalearse. Ya se encontraba listo para levantarse, sus pies sintieron una última vez las piedrecillas sobre el piso de cemento y los pegotes de tierra en sus suelas. Cuando en aquél instante la mano de Oscar se lanzó sobre la suya y lo retuvo, temblaba, sentía su piel húmeda y cálida entre los dedos, sobre el frío del metal. Ambos permanecieron en silencio unos segundos, no podía contener la vergüenza, así que habló.

—Perdóname, no quería que nada de esto pasase, yo...

—Yo sé que debiste haber tenido tus razones —le dijo Oscar levantando su rostro por primera vez —Yo  confío en que hiciste lo correcto.

Miguel sintió los ojos desbordarse ante el rostro de él frente al suyo, su mirada estaba ahora más serena y su nariz rojiza se frunció levemente intentando aparentar tranquilidad. Asintió. Oscar al frente parecía hasta aliviado, como si se hubiera quitad un peso enorme de encima.

                                                                   ***

CDRY 2007

Por todo el salón se percibía una sensación de urgencia impregnada en el rostro de los alumnos de la clase de 5-B que conversaban entre ellos luego de haber finalizado el examen, Manú hablaba con Esther y Juan, sonreía contento viendo como los demás iban de carpeta en carpeta preguntando por lo que habían marcado en la prueba y repartiendo slams donde se apresuraba a dejar sus recuerdos, sus números telefónicos y sus direcciones de correo. Por supuesto, el de Diana ya se encontraba repleto y evaluaba traer otro cuaderno, uno por cada sección o uno por cada año, se preguntaba su amiga con una fingida modestia remitiéndose a los hechos. "Pero Jamie, qué hago si ya se acabaron las hojas" le repetía, él solo suspiraba aconsejándole hacer lo que mejor le pareciese.

Afuera el auxiliar Ronald cruzó por el corredor como un fantasma y regresó sobre sus pasos para entrar al aula y recordarles que todos debían venir arreglados el día siguiente para la foto del anuario, raya al costado los varones y trenza francesa las chicas, había dicho seguido por una expresión de descontento colectivo. Saludó con un gesto casi imperceptible al profesor Manú y se esfumó dejando al salón de clases aún cohibido por su abrupta irrupción.

Le costaba trabajo imaginar que alguien como él pudo haber estado relacionado de alguna forma con Miguel Ortega. Fred seguía lamentando el no haber tenido tiempo suficiente, "no puedo creer que me pasé más de media hora en sólo la primera pregunta" le dijo con la cabeza escondida en la carpeta. James sonrió y lo animó alcanzándole un bolígrafo.

—No me libraré de ti con la graduación, pero igual, déjame un recuerdo.

El muchacho se desperezó inmediatamente con una amplia sonrisa, Diego se inclinó desde atrás preguntando qué sería lo que iba a escribir, el solo se llevó un dedo a los labios.

Las campanas se dejaron sentir desde el otro extremo del patio y luego de la oración, luego del refrigerio y del examen final de biología, los últimos minutos de la clase de desvanecieron jugando al ahorcado o contando anécdotas vergonzosas de la primaria. Afuera el sol de mediodía los recibió llenando de color las copas de los árboles y las sombrillas  de los puestos ambulantes. Toda la calle se veía como envuelta en un halo terroso y amarillento, era aquella deliciosa intersección entre la primavera y el verano (aunque Manú nunca se cansara de decir que en Ciudad de los Reyes sólo habían dos estaciones) que disfrutaba tanto. Los muchachos se molestaba saltando uno sobre los otros, Fred le preguntaba con su sonrisa maliciosa a Juancito desde cuando era que andaba tanto con la Bomba. Él solo respondía diciendo que siempre habían sido amigos y que no veía la novedad, pero su voz temblorosa y sus ojos evasivos lo delataban, ambos estaban juntos.

Fred andaba despreocupado levantando una polvareda con sus enormes zapatos de los que tantas veces se habían burlado en la secundaria, algo en su expresión, sin embargo lucia forzado, un ligero gesto que se le escapaba al soltar una carcajada, una tensión en sus mejillas que le impedía estar serio, que no lo dejaba relajar expresión pues inmediatamente los visos de dolor se dejaban notar.

Sabía que aquella última semana había sido particularmente difícil para él, el trabajo con Manú se había intensificado y pronto la nueva edición de Flores de Agua Negra saldría a la venta por lo grande. Pero más allá del cansancio físico no le había vuelto a consultar cómo es que se sentía con el hecho de pasar con Manú tardes enteras en la imprenta o la biblioteca, sobretodo sabiendo lo sensible que podía llegar a ser su amigo y lo indolente que alguien en completo desconocimiento de sus sentimientos podría parecer.

Aún le dolía un poco recordar como hacía un par de semanas había llegado llorando a su casa luego de pasar toda la tarde con el profe Manú en un café cerca a palacio. Los ojos hinchados y acuosos, la camisa desabotonada y el cabello desordenado llamaron su atención, él cruzó el umbral y la lágrimas le caían silenciosas mientras  le hablaba de la monografía que el profesor de historia les había pedido para la clase siguiente. James le siguió la corriente, asintiendo y viendo como su amigo se paseaba por la sala para finalmente caer sobre uno de los sofás y quedar en silencio.

—No puedo seguir haciendo esto— le dijo.

Ahora se veía tranquilo, sonreía, hacia bromas y caminaba con sus zapatos de payaso como si nada le importase, pero el sobreesfuerzo en sus gestos, su expresión decía claramente que todo era una actuación, una impostación que caería en cualquier momento. El día soleado avanzaba junto con las nubes, y se separó de él en la esquina de siempre, entusiasmado porque, debido a la proximidad de la publicación del poemario, veía al profesor Manuel casi todas las tardes, James quiso decirle algo más, pero simplemente se despidieron y él se fue perdiéndose entre los puestos del mercadillo.

***

Samuel bajó del bus en la intersección del paseo Colón y la avenida Wilson, el cruce se encontraba repleto de gente ávida por cruzar, eran las cinco de la tarde y la satisfacción lo hizo sonreír al comprobar en su reloj de muñeca que, como siempre, había llegado temprano. Cruzó las puertas retorcidas del parque central y vio sobre las copas de los árboles las molduras blancas del museo de arte, respiró el aroma a hierba, barro y agua estancada que llenaba todo, rápidamente se sintió tranquilo, caminaba lento; el sol tímido de la tarde lo permitía, el naranja teñía de un color terracota los árboles, el mármol de las fuentes y las estatuas neoclásicas; sí, se sentía tranquilo.

Los senderos se enredaban frente a él, bordeaban los estanques más verdes que el césped donde los patos andaban y algunas carpas koi sobrevivían saliendo a tomar bocanadas de aire como alimento. "No le veo sentido, porqué escogeríamos vagar por el parque hasta encontrarnos cuando con una llamada podemos vernos apenas lleguemos" le había dicho Jamie con su rostro confundido y sus ojos muy abiertos. Él le había respondido argumentando sobre lo importante que era disfrutar el camino más que el destino, o que de esa manera tendría más expectativa a la hora de encontrarlo, que sería tal y como en Rayuela con Oliveira buscando a la Maga por las calles de París para al fin encontrarse ambos en Pont des Arts, pero ninguna de estas razones pareció convencer a James quien sólo se encogió de hombros y cedió.

—Entonces... ¿Quién es la Maga, tu o yo? —le dijo antes de estallar en carcajadas.

Ya eran las cinco y media y Jamie debía de haber llegado, así que comenzó a preguntarse donde sería que lo encontraría. Inmediatamente vino a su cabeza el estanque con los patos, seguro lo encontraría jugando con ellos, dándoles de comer o solamente observándolos, por lo que enrumbó por un sendero que se torcía hacia una escalera de piedras para llegar al malecón de madera y encontrar este completamente vacío.

Así que rápidamente pensó en otra posibilidad. ¡La fuente! era lo más obvio, debía encontrarse sentado en la enorme pileta del sendero principal. Ya lo veía allí contemplando la estatua de neptuno en la cima y un ballet de nereidas posando apenas cubiertas por las olas bajo este, los chorros de agua danzando en todas direcciones y los vendedores ambulantes merodeando por la plazoleta entera. Pero allí tampoco estaba.

Lo único que se le ocurrió entonces fue buscarlo en el jardín de flores al otro extremo del parque, y hacia allá fue, viendo las parejas cruzar los camino cogidos de las manos, sonrientes y el aun esperando ver a Jamie con su abrigo crema y su cabello castaño perdido entre los rosales y las macetas con gladiolos, sonriendo frente a los pétalos aterciopelados de las flores, rozando con la yema de los dedos los pistilos y las ramas; las espinas y los tallos.

Sin embargo una vez más, él no se encontraba ahí, y pese a los esfuerzos de Samuel buscando aquella mata de cabello marrón, no había allí nadie más que él y su cada vez más creciente desesperación al comenzar a evaluar que tal vez aquello no había sido una buena idea, ya eran las seis y veinte y aún no lo encontraba, ni siquiera había traído su móvil, el acuerdo había sido que ninguno la traería, pero al recordar el rostro no del todo convencido de James la idea de que hubiera traído su celular de todas maneras no se le hizo tan improbable, por lo que al fin decidió ir a buscar un teléfono público.

Al retorno del jardín de flores el inicial buen humor de Samuel ya se había soterrado por completo y en cambio la ansiedad lo hacía castañear los dientes, el viento comenzaba a soplar ahora que el sol ya se había ocultado y caminaba a zancadas hacia el módulo central del parque, un edificio de enormes vitrales y escasa paredes cerca a la entrada donde recordaba haber visto un teléfono. Subió por una pendiente y cruzó el puente de madera bajo el cual los patos chapoteaban en el agua acosando a los peces. Cruzó  hacia la cafetería con el aliento escaso y buscaba con la vista el teléfono cuando frente a él James lo quedo observando mientras masticaba ávidamente una enorme hamburguesa rebosante de salsa tártara.

***

Apenas las campanas tocaron sus tranquilizadores tres tonos, Franco, quien se encontraba a punto de caer dormido, se reincorporó y empezó a meter el cuaderno y libro dentro de la mochila, lanzó los dos bolígrafos al bolsillo y saltó del asiento hacia la salida. Afuera todos emergían también de sus salones como cegados por el repentino cambio de iluminación, salían cubriéndose con el dorso de la mano y mirando de izquierda a derecha como desorientados.

No tenía nada que hacer en casa, a aquella hora su hermano ya se debía encontrar en la escuela y su mamá yendo al trabajo, así que llegaría solo para limpiar, prepararse algo de comer y lanzarse en el mueble.

La idea, sin embargo no le pareció atrayente en lo absoluto, era desesperante no poder pasar más de veinte minutos sin que su cabeza comience a jugarle malas pasadas. Ya se encontraban en la última semana de clases y él tenía la concentración más escasa que su tranquilidad por aquellos días, apenas entendía las preguntas y más aún, padecía recordando fórmulas y fechas. No terminaba de resolver el cuestionario cuando su mente volvía a perderse en los recuerdos y, por consiguiente, los remordimientos por haber lastimado a James.

El ambiente en la escuela no era, además,  reconfortante en lo absoluto  después de que terminase definitivamente con Diana. Rápidamente el chisme se había esparcido como una enfermedad de salón en salón, incluso las chicas del Fátima que conocían a Diana o a la Bomba se habían enterado de la historia del imbécil indeciso que le había roto el corazón a su amiga, la linda Diana del 0041.

Ahora que toda la escuela sabía quién era ese imbécil, sus "amigos" habían disminuido, pero luego del incidente en casa de Canchita su ya reducida lista de amigos se había vuelto inexistente y se había convertido en una suerte de paria. Pasaba los recreos solo, caminaba de regreso a casa igual, ocasionalmente hablaban con Lalo, pero él tenía su propio grupo, los cuales a su vez idolatraban a Diana.

La señora de la limpieza lo  vio pasar saltando de grada en grada, llegó al largo lavadero de lozas blancas y abrió una de las válvulas, el agua salió en un potente chorro y él metió la cabeza sintiendo el líquido golpearle la cabeza. Recordó que hacía unos meses aquél había sido el lugar donde  vio a James cruzando los jardines algo agitado por el esfuerzo, algo inseguro por el hecho de estar escapándose de clase, y completamente asustado cuando el cachaco lo atrapó.

Con aquella imagen salió de la escuela sintiendo el polvo llenándole el rostro y los chillidos de los niños punzándole el oído, huyó a la avenida, donde al menos podría caminar hasta que las piernas ya no le respondan y su mp3 reproduzca todo su contenido. Frente a él el parque con sus estrechos caminos bordados por maleza, arbustos espinosos y árboles de tronco delgado apareció con su verdor pardo, allí donde por primera vez tuvo oportunidad de ver de cerca el rostro de James, de poder reconfortarlo luego de haberlo defendido de aquel ladrón que lo atacó frente a la pampa y los bosquecillos que la enmarcan. Unos metros más adelante, ahora, estaba Diego con un par de muchachos más y  Denisse, que algo aburrida mascaba chicle y de la misma forma desganada reventaba los globos formándose entre sus labios.

Franco pretendía pasar desapercibido, trató de no mirarlos, pero fue inevitable, recordaba a la muchacha de la fiesta en casa de Oliver (donde todo fue mal) y era imposible evitar a Diego quien ya lo había visto. Nunca se llevaron bien, desde el comienzo había visto sus miradas recelosas y se había percatado de sus bromas malintencionadas, pero ahora, luego de los  golpes que le asestó en la casa de Canchita, el verlo con esa expresión colérica no le sorprendió. Siguió su camino cuando escuchó el silbido burlón de Diego y las risas de los demás.

—No te vayas muñeca, qué pasa, ¿estás apurada? — le dijo el muchacho trepado sobre la valla blanca de madera. Denisse lo quedó observando esperando su reacción, pero Franco, luego de detenerse unos segundos con los músculos tensos, volvió a caminar, no estaba de ánimos para una pelea.

Además, romperle la cara a uno de sus amigos más cercanos no parecía algo que lograría que James le volviese a hablar, y vaya que tenía ganas de coger a aquel sujeto del pescuezo y lanzarlo contra el pavimento; claro que, aquel deseo no era para nada nuevo.

Dos buses se cerraron el paso el uno al otro y los silbidos de Diego fueron opacado por los cláxones que estallaron al unísono, colisionaron en perfecta armonía contra los oído de Francisco quien por un instante quedó inmóvil al ver aquella misma sonrisita avergonzada por el borde del parque, él iba jugando con Fred y Juancito, los tres se empujaban entre ellos, James reía de forma magnífica, el pasaba y la tierra llevada por el viento no parecía fastidiarlo, las hojas volaban y su cabello, sus brazos como ramas parecían fluir al ritmo de los árboles.

Franco retrocedió unos pasos ocultándose parcialmente en uno arbusto de geranios, luego prosiguió siguiendo las tres figuras de lejos. Ellos iban al mismo ritmo, de espaldas hasta parecían similares, a excepción de la estatura de Fred, notablemente más alta que Jamie y Juan, los tres eran de contextura similar. La risa estruendosa de Fred se elevó y James se llevó una mano a la boca conteniéndose, sus orejas se retrajeron y un hoyuelo se le formó en la mejilla derecha apenas visible. Era hasta fastidioso verlo reír así, le daba rabia verlo tan feliz y él allí, tan miserable, sintió odio; aparentemente, pero en el fondo sabía que era anhelo, necesidad de tenerlo cerca, de ser con él con quien riese y no con aquél par de sonsos.

Y ahora además tenía al rubio siguiéndolo para todos lados, yendo tras él como un perro suplicando atención. Aquél día luego de que comenzase la pelea en casa de Canchita y las botellas comenzarán a volar, los golpes a ir y venir; luego de todos los rostros magullados que vio aquella noche, después de ayudar a dos muchachas, borrachas hasta los más profundo, a salir de la casa y de agarrarse a golpes con el imbécil de Betanzos, la imagen que más retuvo de esa noche, luego de la borrachera, de los dos puchos de hierba y del cabezazo que el gordo Betanzos le metió fue la de James ayudando a aquel gringo con cara de niño a salir del lugar. Y es que a pesar del alboroto lo vio todo bien, a pesar del alcohol lo vio todo claro, como aquel sujeto lo abrazaba incapaz de sostenerse en pie, como arrimaba su nariz ridículamente respingada a la mata de cabellos de James... Aún recordaba aquél aroma a shampú y brisa marina que se quedaba atrapada en sus mechones.

 Ver a aquel tipo tan cerca le hizo hervir la sangre, sentía la tensión  hasta en sus huesos y cuando vio a Sánchez abalanzarse sobre su antiguo compañero de clase, Calí, no contuvo el impulso y se fue sobre él sujetándolo de la camisa blanca, lo golpeó en el rostro una y otra vez hasta que vio solo un tumulto rojo donde antes tenía la boca, lo siguiente se tornó confuso, alguien lo jaló y Diego le lanzó un golpe en el estómago, Sánchez lo empujó e inmediatamente este  fue golpeado por Cali quien ya se había reincorporado. Franco cayó de espaldas tras el mueble donde se golpeó la cabeza contra la pared, como pudo se arrastró hacia una esquina cuando las sirenas de los serenos comenzaron a resonar en la calle, recordó el pasadizo donde había estado con James y corrió camino al patio dejando a Cali agarrándose a puño limpio con Sánchez, Diego lo vio escapar y él hizo lo mismo trepando la pared trasera de la casa que conducía al cerro.

Ahora James se despidió de Juan y este se perdió entre los puestos del mercado Tayacaqa, el menudo muchacho fue andando con ese vaivén medio cómico que tenía, a lo Charles Chaplin, Lalo le había dicho que estaba con la Bomba, se le hacía rarísimo ver a un chico tan tranquilo como él con alguien como Esther.

En fin, ahora solo estaban James y Fred, caminando juntos por la alameda central de la avenida Vallejo, él iba por una de las aceras laterales confundiéndose con los transeúntes que miraban los comercios y los aletargados pacientes del hospital Bravochico, tan extenso como la avenida misma. Había pasado tanto en aquellos meses, pero allí estaba de nuevo, tal y como había comenzado el año, viéndolos de lejos a los dos andar, fascinado por el ritmo de los pasos de James, por la sincronía de sus gestos, la armonía de sus manías y ademanes. Siempre lo quiso a él, desde que lo vio aquel primer día de clases bajo las palmeras altas del patio, siempre fue él al que anheló, al que necesitaba con aquel ímpetu tan agresivo que lo llegó a asustar.

Jamás había sobrellevado un sentimiento tan abrumador, y nunca había sentido una felicidad como la de las semanas que lo tuvo cerca, aún podía percibir por momentos, como un apéndice fantasma, la sensación de su cabeza recostada sobre su pecho y aquel aroma  a shampú y brisa marina, nunca olvidaría eso.

Y como siempre que recordaba su ausencia, que echaba de menos sentir su piel contra la suya, escuchar su voz adormilada, el tacto de sus manos frías y ver sus mejillas coloradas cada vez que le decía al oído la primera cojudez que se le venía a la cabeza, como siempre, fue inevitable recordar su cobardía, su poco o nulo valor en el momento que todo se fue a la mierda, que las cosas fueron mal. Una y otra vez había revivido aquella escena en su cabeza, y cada una de esas evaluaba qué hubiera sido lo correcto. Inevitablemente terminaba avergonzado, odiándose a sí mismo al verse solo parado allí, uniéndose a la multitud acusadora, condenando a un muchacho cuyo único error había sido aceptar el amor de un cobarde.

No cabía duda de que la vida a veces podía ser tan pendenciera, ¡padre e hijo unos cobardes! Ambos dejando a las personas que más querían abandonadas, ambos huyendo de los problemas, ambos cediendo al miedo, se preguntaba si sería algo heredado. Sí, algo de cierto debía de haber, él era hijo del miedo, primogénito de un hombre que se había pasado diez años de su vida huyendo de quien sabe qué en la selva alta y abandonando a su mujer e hijos a su suerte; eso, era el hijo del miedo, capaz de amar, pero impotente para mantener aquel sentimiento con el idealismo admirable, con la férrea voluntad y el inagotable valor de los héroes literarios de los que hablaban en la clase del profesor Manuel, capaces de llevar a cabo las más grandes hazañas por las personas que amaban... Pensar que él no era capaz siquiera de dirigirle la palabra en público.

Un estridente sonido rechinó contra la pista, el olor a caucho quemado se dejó sentir en el humo y el taxista comenzó a lanzarle insultos como flechas contra su magullado pecho. Frente a él, al borde de la alameda, James lo veía sujetado a su maleta, estaba allí sólo, tan inmóvil como la estatua broncínea de Vallejo sentada en un atrio al borde de la alameda. Su rostro tenía un expresión que transitaba de sorprendida a asustada, los labios apenas abiertos, los ojos redondos  más oscuros de los habitual.

***

—Okey, prometo que será la última vez que hago alguna de estas tonterías —le dijo apenado Samuel mientras bajaban ambos por el sendero, estaba algo avergonzado aún, pero sonrió divertido recordando el rostro de James al ser sorprendido engullendo aquella hamburguesa.

—Pues, te soy sincero, nunca entendí bien eso de "andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos", creo que solo fue un simple juego retórico.

Samuel puso su mano sobre la cabeza de James y soltó una carcajada ante su gesto huraño al despeinarlo, lo abrazó por el hombro y ambos continuaron caminando así, mimetizándose como simples amigos de la secundaria, pero él sabía que eran más que eso, y, a pesar de no habérselo dicho de forma directa, sabía  que  estaba claro para los dos.

Lo aliviaba enormemente aquel acuerdo tácito que tenían desde el día luego de la fiesta en la casa de Canchita, no sólo por el ridículo que había hecho al tener que ser sacado en aquel estado, con los zapatos vomitados y al borde la inconsciencia, sin mencionar que también lo había visto con el porro en la mano, sino además por el bochornoso incidente en su habitación al prácticamente intentar violarlo (Samuel se sonrojó y se llevó una mano al rostro avergonzado), claro que, sabía que más temprano que tarde hablarían sobre aquel tema, pero por lo pronto disfrutaba el simplemente hacer como si nada hubiese pasado. Le asustaba su reacción, más aún, hacia días que, sin percatarse, terminaba pensando en el peor de los escenarios posibles en el cual James, espantado por su actitud de aquellas noche se alejase poco a poco sin decir nada, pero sabía que eran exageraciones, o al menos se convencía de eso.

Aquella tarde recorrieron el parque de punta a punta, por casi todos los senderos empinados, llanos o irregulares, subieron las escaleras de piedra y cruzaron los puentes de madera donde James dio de comer a los patos amontonándose para picotear los trozos de alimento que flotaban en el agua verde botella. Samuel veía  los peces zambullirse, las hojas marrones caer sobre el estanque y mezclarse con las bolsas de rafia y botellas de plástico, el parque central no había cambiado nada.

Alrededor de las seis y media los faroles se encendieron como estallando dentro de sus urnas, un leve vaho naranja tiñó las hojas de los arbustos, los senderos paradójicamente se ensombrecieron, pero el rostro de James se iluminó y aquél chispazo que dio vida al parque luego del arribo de la noche, de alguna manera lo inyectó de vitalidad a él también quien; en aquel instante en el que sentía el entusiasmo desbordándole del pecho, una necesidad acuciante de moverse lo asaltó, Samuel miraba el reflejo del anfiteatro sobre el estanque y James sintió el dorso de su mano rozar con la suya, sintió la manga de su casaca de cuero fría, y sintió los vellos de su brazo erizarse, no lo pensó, tomó su mano y siguió caminando mientras sentía la mirada de Samuel clavada en él, sus dedos se trenzaron y aquél calor lo tranquilizó nuevamente. Él sonrió de forma tan cálida que por un breve instante recordó la sonrisa de Franco igual de sincera, igual contenta, soltó la mano de Samuel, se sintió, falso, forzado y rápidamente el recuerdo se desvaneció ante su voz "¿quieres ir a comer algo?" le preguntó. James asintió hundiéndose en el abrigo.

El ambiente del restaurante invitaba a ponerse cómodo, nada muy decorado, todo lo contrario, tenía la estructura de aquellas franquicias de comida que parecían hechas en módulos ensamblables, solo de tres colores, amarillo rojo y blanco. Pero el calor de las planchas, el vapor emanando desde la cocina, el murmullos de los comensales, la grasa en las paredes y los tajos de los cojines hacían que todo se tornarse más acogedor, James agradeció eso con todo su ser.

La comida ya estaba sobre la mesa y una botella de Inkacola sudaba al extremo de la pared, brillaba como si de verdad fuese oro o algún desecho tóxico, muy probablemente lo segundo. Comieron despacio, hablando de la misma forma, sin prisa, sin ninguna agenda que los guiase, la gente entraba y salía del establecimiento con una afluencia rítmica, parecía un torrente constante de ida y vuelta, afuera el tráfico de la hora punta ya comenzaba a dejarse escuchar y el aire fresco del parque central entraba cruzando la avenida como un fantasma, un podía incluso hasta sentir el olor de la laguna. James ya se encontraba satisfecho, pero siguió jugando con su plato hasta que el momento llegó, notó a Samuel algo incómodo, dejó el cubierto en el plato vacío y tomó consciencia de que su vaso de gaseosa estaba intacto.

—No te pedí perdón por lo de la vez pasada. —soltó al fin.

—No hay nada que perdonar, ¿crees que eres el primer amigo que llevo en ese estado a mi casa? Ya conociste a Fred. — respondió James automáticamente, trató de restarle importancia con una sonrisa, como si nada de eso tuviese la mínima relevancia, pero él siguió hablando.

—Ya recordé lo que pasó en tu cuarto, Jamie — le dijo mirando hacia la mesa— me excedí y...

—No fue nada, no pasó a más. —lo cortó, suplicando en su cabeza porque el tema quedase zanjado ahí.

Samuel se quedó pensativo, tomó un primer sorbo de la Inkacola ya tibia y lo miró a los ojos  con una mueca que pasó de la confusión al gesto que ponía cuando discutían sobre cualquier tema académico.

—Pero yo sí quería que fuese a más, James, quiero que tengas eso en claro. —habló con toda la convicción que alguien de su edad podía demostrar.

James no lo miró, pinchó la última papa frita con el tenedor e inmediatamente lo soltó para apoyarse en el respaldar del asiento, su cabeza intentaba decidir cómo reaccionar mientras Samuel lo seguía viendo fijamente con aquellos ojos claros que nunca los había sentido tan intimidantes.

No era tan despistado como para no haberse percatado de que todo eso era definitivamente más que una relación de amigos, sabían que sería una reverenda pendejada hacerse el idiota en aquel instante, y aceptaba toda la responsabilidad por eso, pero nuevamente el recuerdo de Franco salió a flote y con él volvió a sentirse un imbécil no mejor que el mismo Franco, incapaz de hacer lo correcto, de no jalar a otros hacia su propio desastre. Samuel lo seguía viendo expectante, alzó un poco las cejas y él sabía que no volvería a conocer a alguien como aquel muchacho de carácter bonachón y sonrisa fácil, sabía que aquel tipo de personas solo aparecían una vez en la vida y entendía que lo lógico sería asentir, y aceptar que él también lo había deseado, también había querido que las cosas fuesen a más, algo que tampoco era mentira, y si no fuese por el legendario oído de su abuela y su sueño ligero tal vez hubiesen ido más lejos, pero se odió por todo esto, se sintió decepcionado de sí mismo y no pudo soportar más la insistencia de Samuel "me tengo que ir, mi abuela no tarda en llegar del trabajo" le dijo poniéndose de pie, sacó la billetera pero inmediatamente Samuel lo retuvo diciéndole que él invitaba, Jame no tuvo cabeza ni para protestar, sentía que en su torpeza complicaría más las cosas, así que solo salió espantado, "luego hablamos" dijo casi en un susurro y dobló hacia la calle implorando porque Samuel no lo siguiese.

Él se quedó sentado ahí, algo dolido en un principio pero luego se frustró pensando que tal vez todo había sido culpa suya por haber sido demasiado directo, por haber ido demasiado rápido y por haber dado aquél espectáculo en la fiesta de Canchita. Esperó unos minutos entre un par de suspiros y comprobó el reflejo de cada una de las ventanas del local, hacia donde enfocaba, las empañaduras y las huellas de dedos y manos. Una vez hubo superado aquel estado catatónico en el que cayó por unos instantes, salió del local y camino una par de pasos hacia el paradero, pero sintió el aura fresca del parque, el vaho de las plantas cruzando la calle y las luces de los faroles tiñendo las copas de los árboles de aquel naranja mandarina que contrastaba con el cielo despejado casi negro, la luna era solo un tajo finísimo apenas visible.

***

El celular vibró violentamente en su bolsillo, pero James aún no podía respirar con facilidad, el aire se le escapaba junto con la vida en el cruce de la avenida Garcilaso con el paseo Colon. Los semáforos brillaban más que de costumbre y la multitud de gente seguía avanzando mientras él se hundía allí en ese torrente de estudiantes y oficinistas sintiendo como su móvil cobraba vida dentro de su abrigo. Se arrimó hacia una de las señales de tránsito apoyando ligeramente el cuerpo, lo suficiente para que no lo golpeasen los transeúntes desesperados por trepar a los buses.

El celular vibró una vez más y luego se quedó en  silencio, James metió la mano al bolsillo y abrió los mensajes frotándose los ojos para desempañar su vista, la gente lo quedaba viendo extrañados de ver a aquel muchacho con uniforme escolar y abrigo crema de corduroy aferrado a la señal de "pare" en la intersección de aquellas dos avenidas céntricas.

No sé a dónde correr,

Con esta lluvia que me suspende

Con esta ciudad que nos separa

Con este silencio que nos distrae.

Una señora lo empujó “Ah! ¡Qué hace ahí parado como idiota!” la escuchó decir  y James siguió la multitud, el empedrado se sentía irregular, las voces lo envolvían pero seguía leyendo los mensajes que continuaban llegando.

Y la luna que se alza desde el cerro

Casi imperceptible,

Nace de la cumbre con un millón de estrellas,

Todas invisibles

Sube sobre la capa de nubes

Que nos cubre  como una frazada,

Gruesa, sofocante. Cumbres amenazadoras.

Hay luna, se ve desde el balcón.

Los versos de Miguel Ortega aparecían en la pantalla, tomaban forma en los caracteres pixeleados del celular y James aún no entendía cómo es que Samuel había llegado a aquél poema, uno de los últimos que encontraron en el libro que encontraron entre unos trastes olvidados en la oficina del auxiliar Ronald.

Y a pesar de que te busque

No existes hasta que no estas

Y te veo en todos lados,

Pero te has ido,

Y a pesar de estar en todos lados,

No te puedo retener

Subió las gradas de piedra y se percató que el ruido de los cláxones se alejaba cada vez más, sintió el arrullo de los grillos e incluso el rumor del agua estrellándose contra el mármol de las fuentes. Esporádicamente se cruzaba con parejas que caminaban abrazadas, los vendedores ambulantes habían desaparecido, y siguió bajando por los textos.

Ahí va la noche y quince puntos en el cielo,

Perforando el manto pardo que se bambolea, se sacude.

Quiero verte, pero a veces pienso que solo es esta luna

La que nos unirá más allá de la mañana, de las palabras.

El eco de los grillos y la ciudad a lo lejos lo hizo caer en cuenta que estaba al pie del puente de madera que llevaba al módulo , uno de los patos soltó un graznido y James dejó el celular para verse frente a la figura de Samuel sentada en una de las vallas a un lado del sendero, este no tardo en percatarse de su presencia, pero no hizo nada, ni un movimiento, solo se quedó allí con las manos dentro de la casaca de cuero y el capuchón de la polera gris, el cual llevaba debajo, cubriéndole la cabeza de la humedad empezándose a condensar poco a poco y que, ahora, James reconocía impregnada en todos lados, en las hojas, en sus manos, el empedrado y el aire mismo. Él una vez más se quedó allí sin decir nada.

Samuel tenía la nariz roja y trataba de esconder los ojos bajo la penumbra, pero era imposible pasar por desapercibido el enrojecimiento de estos, James avanzó hacia él, sintiendo el aire frío entrar en sus pulmones; a cada paso, la humedad en la suela de los botines, Samuel se puso de pie y cuando ambos se hallaron tan cerca, fue James quien se empinó un poco y sujetándose de su polera gris con sus manos húmedas lo besó cerrando los ojos y sintiendo sus labios tibios y su respiración caliente. Samuel seguía tenso, solo correspondía al beso disfrutando cada segundo de aquella cercanía, de aquella ausencia de palabras, estas eran innecesarias en aquel instante en que ambos se suspendieron con la garúa, se encontraron con la luna finísima que parecía cerrar sus párpados y desparecer del cielo.

— "Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos"—dijo James dejando ver sus mejillas coloradas contra la luz de un farol torcido. Samuel rio frotando sus cabellos húmedos y abrazándolo por los hombros, así dejaron el parque con su halo naranja fantasmal. 


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