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La Ciudad de Polvo por Dedalus

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Rioalto, 1988

Luego de tres semanas allí dentro Oscar ya había llegado a acostumbrarse a la rutina del pabellón de presos políticos. Sin embargo, desde hacía unos días un clima extraño merodeaba por las celdas, la expectativa se hallaba estampada en la cara de los presos quienes ya habían corrido la voz sobre la organización del día D, todo sería cuestión de tiempo, disponían de cerca de media docena de cuchillos infiltrados cuidadosamente ante los eventuales descuidos de los guardas, lo suficiente para hacerse de algunas armas y tomar rehenes, no sería muy difícil, tomando en consideración que los policías eran apenas el cinco por ciento de la población detenida en Rioalto.

Oscar, por supuesto, no estaba permitido de saber más de lo necesario. Su relación con Cesar había dado un cambio radical luego de que este lo defendiese en aquella pelea, y es que, a pesar de que ya la mayoría sabía que él no pertenecía al Partido, los demás lo respetaban pues lo veían como una suerte de protegido de aquel sujeto de voz imperante.

Él sujeto parecía un robot, Oscar lo había comprobado con sus obsesivas costumbres perfectamente cronometradas, sin embargo, cada vez que hablaba frente a los demás el rostro le parecía cobrar vida y el ímpetu se le notaba en la mirada inyectando de esta misma vitalidad a los demás. Era todo un misterio.

Una noche le preguntó si era de la capital, a lo que él negó con la cabeza y volvió a su lectura, pero Oscar insistió: "entonces, ¿de dónde eres?" él no respondió, pero luego de un rato dejo su libro y se quedó con la cabeza apoyada en la pared, miraba el techo con tal concentración que Oscar se preguntó si es que el bombillo de luz no le había freído los ojos.

—Wilkapanpa. —le dijo con la voz algo sentida, nada cercano al vozarrón con el que mangoneaba a los muchachos en el patio. Oscar recordó inmediatamente los titulares de la masacre en aquel pueblo, nadie sabía a quién culpar en el momento, los semanarios más conocidos decían que había sido el Partido el que había llevado a cabo aquella salvajada, mientras que algunos pocos periódicos hablaban de una intervención del estado en el pueblo plagado partidarios. Nadie sabía que pensar, pero allí, viendo la expresión dolida de Cesar, Oscar intuyó que había mucho de ese evento que aún no se sabía.

Las luces se apagaron y él se puso de pie camino a su cama, Los resortes rechinaron y sintió el colchón duro, los listones de metal y otro chirrido más, como poniendo fin a ese desgarrador sonido, del pasadizo, como siempre, llegaban murmullos de las conversaciones en otras celda, una que otra carcajada ahogada. Metió los pies dentro de las colchas, sería mejor que durmiese, faltaban solo un par de días para el motín, y si todo salía como lo habían planeado, no sólo el penal de Rioalto sería tomado, sino además, Las Rocas y Santa Clara los seguirían levantándose en contra de aquel gobierno criminal.

Oscar roncaba arriba y la cabeza le empezó a latir, no entendía como Miguel se había podido fijar en aquél muchacho. Debía tener 24 o 25, más o menos la edad que tenía él cuando decidió unirse nuevamente al partido e internarse en el pueblo alto andino donde había nacido.

 Aún tenía presente aquél día de visitas en que los vio a ambos reencontrarse, pocas veces había visto al coloradito así de nervioso, no pudo evitar que eso lo fastidiase un poco, ver la cercanía que ambos tenían, la forma en que se miraban lo conmovió pero a la vez lo frustró ante el pensamiento censurado por él mismo gritando que aquél  deseo, ese mismo anhelo por poder reconfortarse, por sentir la piel del otro, había tenido él con Miguel, más aún, lo de ambos había trascendido al mero tacto, había veces en que lo veía pasar por el sendero de piedra en la universidad, con sus dos libros bajo el brazo y su bufanda mostaza zarandeándose por el viento, Miguel lo miraba con sus mejillas perpetuamente sonrojadas y Tony sentía inmediatamente una contracción en el pecho, un éxtasis similar a lo que sentía cuando participaba en las marchas sindicales y estudiantiles que daban la cara por sus ideales.

Pero llegado el momento todos deben escoger, y justamente eso fue lo que hizo él aquella tarde luego de una reunión en casa de su uno de los voceros de la universidad relacionado íntimamente con la cúpula del partido. Se habían enterado quien era el padre de Miguel y la cercanía que tenían, sin embargo no era sólo eso, el atentado en la calle Diagonal lo había dejado muy dolido, ¿era ese el rostro de la revolución? ¿Estaría dispuesto el tolerar el verlo directamente a los ojos? Soportar el llanto, el dolor....

 Por lo que  estaba claro, o se alejaba definitivamente de él o dejaba el partido; no lo pensó, dio un paso al costado y ante la mirada atónita de los presentes dejó el pequeño apartamento en el distrito de la Magdalena, donde la llovizna parecía más espesa y el mar se asomaba a cada esquina pero no se divisaba por la oscuridad de la noche más espesa que las partículas de agua volando en todas direcciones, menudeando caía esta sobre el asfalto, menuda como el polvo que siempre levitaba entorno a la ciudad.

Se mantuvo tranquilo por un tiempo, la distancia que silenciosa se había posicionado entre él y Miguel en los últimos meses se desvaneció como si nunca los hubiese importunado. Habían retomado sus paseos por el jirón de la unión y la alameda, las tardes de cine y las noches discutiendo sobre cualquier nimiedad en las bancas de la plaza de armas. Sin embargo, la tranquilidad no duró demasiado.

Luego de que el poemario se publicase Miguel volvió a parecer distante, a pesar de tener aquel sentimiento intacto, de sentirse de nuevo un  muchacho de diecinueve años cada vez que lo veía, cuando él no estaba; vaya, se sentía muerto, cuando no lo veía sonriéndole desde la mesa de un salón de conferencias, cuando no estaba declamando en algún recital o apoyado en su hombro mientras fumaba un cigarrillo en alguno de los bares arcaicos del centro, en aquel momento cuando llegaba a la habitación que alquilaba y se sentaba en su cama todo aquél orgullo parecía nunca haber pasado sobre él.

Se opacaba, lo sentía, perdía interés en todo y todo le parecía nimio, todo le resultaba vano excepto Miguel. Esto se le hacía terriblemente egoísta y se odiaba por aquello, lo avergonzaba, más aun sabiendo que no podía pretender tenerlo cerca para siempre, menos aún con su carrera despegando, las invitaciones a congresos y presentaciones no dejaban de llegar y Miguel parecía tan feliz,  lo abrazaba y Tony lo sujetaba de las caderas exhausto pero ávido de él, lo tomaba del rostro  y este se sentía terso ante el tacto, mientras metía sus dedos allí abajo, donde hacía que Miguel arqueara la espalda, sus cabellos se pegaban en la sabana mientras su boca semiabierta dejó escapar el tibio aliento sabor a tabaco y chiclets que Tony pretendió retener pero que se le escapó cuando, en cierta ocasión, luego de que terminase la re-presentación del poemario de Migue y una ponencia de su autoría también; él, quién se encontraba en el público, por primera vez en su vida sintió envidia. Y no era envidia de éxito, de la fama o de lo fácil que Miguel parecía caer bien a todo mundo, esto último, de hecho era uno de los rasgos que más le gustaban de él. Era, sin embargo, envidia de que Miguel era el único que seguía sus convicciones, sus ideales, su pasión; y él, él ahora se debía dedicar solamente a una carrera que nunca le gustó y abandonar lo único que lo llenaba de verdad, por supuesto, de lo que se enteró luego en una de las tantas noches en la casa de Miguel, solo sería el detonante que terminaría con su reinserción en el partido. El cuaderno salió despedido contra la pared y un lapicero Bic rebotó en el suelo. No podía seguir así.

Los párpados comenzaron a pesarle, la almohada, tieza y áspera dejó de incomodarlo, los resortes salidos dejaron de enterrarse en su espalda, pronto Tony sintió que se sumergía en la opacidad del sueño y dejaba atrás la celda helada y los ronquidos de Oscar dejaron de escucharse, por un instante se vio nuevamente en el pueblo de sus padres, antes de arder en llamas, antes de que la guerra llegase a la plaza y la sangre salpicase las vidas de todos. El cielo despejado, el clima templado y los árboles proyectando sus sombras sobre el valle.

Pero el traqueteo de las rejas corriéndose de par en par y las pisadas de los guardias lo despertaron, ambos saltaron de la cama y Oscar se golpeó de lleno la cabeza con el  techo, el flaco se frotaba la cabeza frenéticamente cuando dos de los guardias lo sujetaron, un tercero empujó a Tony contra la pared, algo andaba mal, desde que llegó hacia unas semanas no había vistos a aquellos tipos ahí. Oscar estaba aterrado e intentó resistirse, pero uno de los guardias le lanzó un golpe en el estómago que lo hizo torcerse y toser ávido de aire, parecía que la vida se le iba, lo cierto era que con gran probabilidad justamente eso era lo que iba a pasar.

***

CDRY, 2007

— ¿Cómo, entonces me dices que Magda se fue con Sánchez aquel día?

—Como lo escuchas Jamie, tal cual. —le dijo Fred a lo que este estalló en carcajadas.

—Pero ya vez y Calí quedó molido a golpes ahí mientras ella escapó con el otro apenas llegaron los serenos y empezaron a detener a todos.

Ambos vieron pasar una moto a toda velocidad por la calle hacia el colegio y los muchachos seguían saliendo de las tiendas y puestos de comida. Había sol, y era hasta extraño como nadie se encontraba apurado, nadie tenía la más mínima preocupación en la cabeza, excepto claro por James, quien no podía evitar retener cada momento siendo consciente de que el último mes de escuela había acabado, y aquella sería una de las últimas veces que saldría hacia la avenida junto con Fred y los demás estudiantes.

Ya no habría en adelante aquél sentimiento de alivio al salir a la calle y ver el parque frente a la escuela, ver a las vendedoras en sus puestos, las mismas caras de siempre, la misma disposición, todo cambiaría, no las volvería a ver jamás, miro a Fred y pensó en lo relajado que estaba su amigo ante la perspectiva de terminar la secundaria. No era de extrañarse, a juzgar por su expresión lo más probable era que en su mente sólo esté vagando la idea de que ya no vería al profesor Manú y que tendría que ponerse a trabajar.

— ¡Ey, Bomba! —gritó Fred a Esther quien caminaba al otro lado de la calle en dirección contraria, pero ante la mueca rabiosa de la muchacha y el percatarse de que iba de la mano con Juancito, James le propinó un codazo a Fred, "no los jodas" le dijo. A lo que el larguirucho muchacho no se cohibió en lo más mínimo y volvió a llamarlos "Qué, ¿ya no saludan?”. Esther notablemente enfadada solo alzó un brazo y le hizo un gesto obsceno ante el cual Fred fingió escandalizarse.

James vio la sonrisa avergonzada de Juancito y una mueca divertida en el rostro de la bomba consiente de su gracia, ambos siguieron su camino, pero tras ellos había otro rostro que los quedó observando, la fila de dientes brillantes reverberó junto al puesto ambulante de cebiche y Fred sintió las mejillas encenderse como los rocotos en las vitrinas de la carretilla. Manú los llamó cubriéndose con una mano del sol que iba y venía producto de la sombra de los árboles. Su cabello rojizo lucia encendido bajo la  sombrilla que a duras penas filtraba la luz de medio día, él continuaba comiendo mientras gesticulaba pobremente, su voz apacible, como siempre, los reconfortó. "Ya salieron muchachos, ya llegaron" ambos se miraron el uno al otro extrañado y Manú sonrió disfrutando del suspenso, "ya se terminó de imprimir la primera tanda de ejemplares" les dijo mientras dejaba el plato de plástico a un lado, se limpió con una servilleta de papel la boca y los dedos y, pendiente de la expectativa en el rostro de ambos sacó el libro delgado, de hojas amarillentas y esquinas filudas, la portada era de un tono guinda, ocre y magenta, era una suerte de pintura expresionista.

James continuó recorriendo con los ojos el libro delgado, veinte poemas allí, veinte cápsulas que guardaban  impresiones, sentimientos, pasiones que se habían vivido hacía ya veinte años... Y ahora toda esa vida estaba allí, en su mano, todas esas anécdotas que habían ido rescatando de Isabel, de conocidos de Miguel, de los escuetos registros de la escuela, toda la verdad sobre lo que había pasado en aquel lugar se encontraba allí.

—La presentación oficial será en unas semanas, muchachos, por supuesto, ustedes dos deben ir, este proyecto es tan mío como suyo, de hecho, hasta cierto punto más suyo que mío —rio— si no hubieran encontrado el cuaderno de Miguel entre aquellos cachivaches, tal vez su obra nunca hubiera visto la luz nuevamente.

 Manú siguió hablando y Fred embobado, igual que Esther hacia tan solo un rato, le contestaba con risillas y miradas dudosas. El profesor ya había terminado de comer y ahora se hallaba más radiante que nunca, el aura de empatía que todos percibían  era tan natural que al ver su sonrisa daba ganas de abrazarlo como si se tratase de un familiar. Pero aquella pintura se le quedó en la cabeza, juraría haberla visto antes, y, aunque no recordaba dónde o con quién, estaba casi seguro que había sido recientemente. Así que con estos pensamientos caminó hasta la avenida, asintiendo a medida que Fred le hablaba, él solo respondía con monosílabos, "ya", "ya", "ya" y el larguirucho muchacho seguía hablando.

Pronto dos chicos pasaron junto a ellos como dos estelas tras las cuales solo quedó un envoltorio metálico arrojado al pavimento. "Y estos" soltó Fred, pero inmediatamente Juan apareció tras ellos notablemente agitado, "Sánchez y Franco están peleando" les dijo con la voz agitada, James giró la cabeza y vio a Esther parada unos metros atrás con el rostro serio, se veía hasta enfadada y lo miraba directamente, observando su reacción, sus gestos, James sostuvo la mirada y le preguntó a Juancito donde estaban, a lo que ante la escueta respuesta de este, James salió corriendo seguido por Fred quien sujetaba a duras penas su mochila rotosa.

En el parque Triangulo vio la multitud de muchachos, todos empujándose por ver más de cerca como ambos  se agarraban a golpes sobre la yerba, James apenas y pudo ver el rostro de Francisco magullado y su camisa sin botones descubriendo su pecho tan blanco como la misma camisa rasgada. Él avanzaba y Sánchez retrocedía, él golpeaba y Sánchez apenas y podía contenerlo, algunos abucheaban, casi todos lanzaban insultos. El nombre de Magda, por supuesto, se escuchaba en algunos comentarios, Franco continuó imparable hasta que Sánchez cayó y todos estallaron en empujones, James pensó que todo había acabado, "ya lo venció" cruzó por su cabeza fugazmente. Pero ante el conjunto de cuerpos bamboleándose colectivamente, como la marea, ante el flujo de insultos y maldiciones que no se detenía, emergieron dos tipos de cuarto año, si es que no se equivocaba, y empezaron a golpear a Franco, cuyo rostro se zarandeaba a medida que sus mejillas se cubrieron de rojo cuando la sangre le cayó de la sien rota.

James protestó, gritó, insultó y empujó a quien pudo intentando llegar a ellos, Fred trataba de hacerle camino y los gritos seguían, los alaridos pegados por aquellos sujetos eran impresionantes y el sonido de sus puños contra el rostro de Franco; el sonido de los puntapiés, de sus quejidos, todos le desgarraban el interior, se sentía desesperado por no poder llegar ahí,  más aún porque nadie reaccionaba, y Fred abría camino y evitaba que se fueran contra él, pero a James no le importaba y seguía avanzando. Atrás, Juan gritaba para que lo suelten y Esther se mantenía silenciosa viendo como los músculos de esos muchachos se tensaban hasta casi soltarse, como los quejidos e improperios lanzados al unísono los hacían parecer bestias por momentos, se sintió asqueada y jaló a Juan quien ya se encontraba a punto de entrar en medio del tumulto ante el "calla mierda" que le había soltado un sujeto.

Sánchez se limpió la sangre del labio, la gota resbalando por su mejilla quedó embarrada en su rostro como si de pintura se tratase, óxido impregnando en su barbilla y mentón, sus párpados se cerraron lentamente, disfrutando cada segundo, el cabello húmedo de sudor se le había erizado y la frente pequeña y salpicada de algunos granos se arrugó en tres líneas perfectas de forma paralela a sus cejas delgadas. La navaja salió con un chasquido ridículo, y el filo, de cara al suelo, pronto se orientó camino a Franco tirado sobre la grama tan erizada y filuda como su mismo cabello y la navaja amenazándolo.

—Ahora si te jodes conch'etumadre. — le dijo sintiendo sus pies hundirse en el pasto, viendo al imbécil sangrar, verlo allí tirado, verlo hacia abajo con la camisa reventada al igual que su rostro.

Sin embargo un certero golpe en la cabeza lo dejó aturdido por un instante viendo como el zapato negro perfectamente lustrado salió despedido por los aires luego de rebotar en su cabeza, los cordones se abrieron al viento y la suela giraba como un platillo hasta que vio el rostro de James yéndose de lleno a él y luego el golpe de su cabeza partiéndole la sien que inmediatamente empezó a emanar un espeso líquido casi negro, goteándole desde la ceja izquierda, denso. Así que lo cogió del pescuezo, sintió el cuerpo enclenque de aquel muchacho con el que casi nunca cruzaba palabras y se dispuso a romperle la boca cuando el patilargo de Fred se lanzó sobre él y nuevamente la marea de cuerpos los arrojó contra la grama, los hizo rozar el pasto, la tierra húmeda, el cielo despejado, los tréboles y más yerbas colándose, un golpe más, luego una patada y Fred sosteniéndolo del cuello de la camisa "la estas cagando" le decía el flaco, "la estas cagando , huevón, somos tu promo, no hagas huevadas." otro golpe, ahora Franco, quien se había puesto de pie y se le acercó, retador, furioso, James lo de tuvo abrazándolo de la cintura y llevándoselo. Ahora los demás corrieron ante uno de los vecinos que había salido con una escoba y asestaba hacia todos lados sin consideración, como sea se recompuso y comenzó a correr con aquel viejo tras sus pasos; la escoba volando como una jabalina hacia él.

Al llegar a una esquina, ya a buen recaudo, Sánchez inhaló el humo de los buses avanzando, empujándose uno tras otros y vomitando pasajeros desorientados, los letreros superpuestos lo aturdieron más aún y sintió la imperiosa necesidad de volver a casa, de sentirse a salvo, de darse un baño y dejar todo en el parque Triangulo, toda la rabia por Magda, toda la vergüenza, todo el dolor, toda la burla, todo el sufrimiento que sabía pasaría, pero que no soportaba la idea de perder. Pensó en su viejita y que tal vez se encontraría también en casa, que le calentaría el almuerzo y que lo reconfortaría con aquella cálida indiferencia de la cotidianidad. Eso lo animó, cruzó la avenida Vallejo y se dirigió allí, a casa.

                                                              ***

Río Alto, 1988

El fuego ardía con sus largas lenguas rozando las paredes de concreto azulado elevándose diez metros cuanto mínimo, las murallas parecían encorvarse a ratos, los gritos avivaban las llamas iluminándolo todo y alguien habló dentro de toda esa confusión, era Cesar , nuevamente, "Los hicimos retroceder, ¡aseguramos el pabellón!"

Oscar se apeó  a la trinchera hecha de colchones y muebles viejos, al centro del patio del pabellón de presos políticos la hoguera ardía, como avivada por el ímpetu de aquellos hombres que comenzaron a arengar  cubiertos por el espeso humo que salía a chorros del fuego, se hacía borbotones en el aire y se impregnaba en el rostro. Pronto las bombas lacrimógenas surcaron el aire como estelas blanquecinas, rebotaron en el patio desperdigaron su corrosivo aroma por las trincheras, ellos corrían provistos de trapos mojados con los que las sujetaban y las lanzaban de vuelta, la formación no se rompía, la bombas volvían a caer y ellos las volvían a lanzar.

A sus pies, unos metros hacia la fogata, los dos sujeto que lo habían intentado llevar ahora se retorcían como gusanos en el pavimento, las mordazas no los dejaban hablar y las sábanas atándoles las extremidades los tenían inmovilizados. El estallido rugió una vez más y el gas opacó la visión de todos, algunos se tiraban al suelo, otro solo se cubrían la nariz y la boca buscando donde era que aquellas latas al rojo vivo se hallaban.

Allí fue donde la vio, aquel cilindro platinado giraba como un trompo, soltando el gas a chorros, desde un principio él había decidido no hacer nada, mantenerse al margen, pero el gas salía y veía a los demás asfixiarse, retorcerse, la cogió con la mano envuelta en la manga de su chompa, el gas seguía emergiendo como humo, fino y denso voló por los aires hasta cruzar las paredes llenas de  hollín.

Llegaban noticias de que la policía retrocedía, de que venían refuerzos, los camaradas ya se hallaban cerca y solo era cuestión de resistir más a los embates de la tombería que por ahora se había quedado en silencio, era hasta escalofriante como el bullicio afuera se había desvanecido

En aquel instante el timbre de un teléfono sobresaltó a todos, un gemido emergió de la boca de uno de los rehenes y alguien le alcanzó el auricular a Cesar, este habló fuerte, como para todo aquel que se encontrase cerca los escuchase. Expuso sus exigencias, libertad para hacer llamada, visitas regulares, libre acceso a libros, más tiempo en los patios y por último, una van sin placa y el paso libre hacia la carretera. La negociación se extendió y Oscar no entendía nada, pero los demás presos solo asentían. Oscar solo sabía que si se quedaba allí una vez los policías volviesen a tomar control, terminarían por desaparecerlo, y Cesar lo sabía, o Tony, o como sea que se llamase, aún no superaba la impresión de verlo de un brinco reducir a aquellos dos sujetos con tal facilidad que no tuvo tiempo siquiera de inmutarse.

—No puedo dejar que te den vuelta, flaquito—le dijo —Migue nunca me lo perdonaría.

Oscar lo escuchó intentando recobrar el aire y esperando que continuase de hablar mientras esté empujaba a ambos sujetos inconscientes debajo del camarote y los amarraba con las sábanas.

—No  te preocupes, él no tiene nada que ver en esto, fui yo quien lo obligó a guardar las armas—nuevamente hizo una pausa—verás...él y yo somos viejos amigos.—le dijo a Oscar quien frunció el ceño ante el gesto nostálgico que deformo su habitual parquedad,  Cesar alzó el colchón y empezó a buscar algo en su interior, él intentaba relacionarlo que aquél sujeto decía con cualquier señal que Miguel le hubiese dado, con cualquier pista que los meses a su lado le pudiesen brindar, hasta que aquél nombre vino a su cabeza.

—Eres Tony—le dijo algo dubitativo, pero al ver la media sonrisa en su rostro no le quedó duda.

—Así que el colorado te habló de mí. —sonrió satisfecho el camarada Cesar.

—Me dijo que habías muerto. —continuó Oscar. Tony sacó la navaja del colchón y, llevándose dos dedos a los labios, silbó como si imitase el canto de un pájaro que resonó por el corredor e inmediatamente recibió respuesta.

—Eso ya no importa, lo más probable es que después de esta noche termine frío de verdad, pero tú; flaco, tú sí volverás a él.

***

CDRY, 2007

La luz atravesaba las ramas entretejidas sobre sus cabezas como lanzando sus dardos sobre el irregular terreno, de abajo se levantaban hierbas secas y  manchones de pasto, camas de tréboles y moho desbordaban los recodos de las pequeñas depresiones bajando como valles en miniatura por la falda del cerro. Las casas habían desaparecido tras ellos, no porque se encontrasen ya lejos, sino porque la extrañamente abundante vegetación de esa zona que los aislaba del mar  de edificios de ladrillo y cemento incrustados en cuadras y cuadras, laberínticas calles que desde ahí arriba se veían tan angostas al punto que James se preguntaba cómo podían vivir ahí, como es que soportaban sus vidas yendo de paradero a paradero, de salón a salón y del comedor al dormitorio, de la cama a la calle.

Franco soltó un quejido se sentó en una roca de forma redondeada apoyada sobre el grueso tronco de un árbol que se dividía cada vez más a medida que se elevaban buscando las nubes. Allí, bajo la sombra y el olor a tierra, hierba y humedad, con el sonido de las ramas tocándose, las hojas crujientes y la respiración de Franco tan audible que la sentía junto a su mejilla, en aquel instante todo se veía  lejano, el rozar su rostro magullado, su labio partido y su sien rota, el ver como la sangre le manchaba los dedos mientras el viento fresco se colaba entre ambos como el único analgésico que necesitaban, él también palpó su rostro, metió los dedos entre sus cabellos.

—Perdón—le dijo percatándose de que no había podido recuperar el zapato que le arrojó a Sánchez. Sus párpados caídos, los reflejos pálidos de su rostro contrastados con la oscura sangre y el cabello negro desordenado ondeando ante la brisa tenían absorto a James quien sólo negó con la cabeza restando importancia.

Así que  continuo sintiendo la tela áspera de sus pantalones templada en sus muslos y plegada en las caderas, se sentía tibio, Franco solo lo observaba avergonzado, inmóvil, herido. Pronto sus cuerpos encajaron percibiendo la piel del otro por sobre la ropa, el blanco terso de su camisa y el áspero plomizo de su pantalón, sus pensamientos casi audibles y sus ojos aún encendidos, prestos a reaccionar ante la más mínima señal de peligro.

Él al fin despertó del trance en el que había caído al sentir el flujo contante del viento acariciándole el cuerpo resentido, aquella revitalizante brisa que parecía bajar desde lo más alto del cerro, traía consigo tranquilidad, paz, sosiego y los brazos de James solo podían darle felicidad, el aroma de su cabello, tal como lo recordaba,  olía a invierno con aquel tenue matiz a mar, pero el cerro ya los había envuelto en su regazo templado y ellos se perdían entre los rayitos cayendo como estelas entre ocasionales aleteos de los pájaros jugando por las ramas y algún inoportuno claxon cruzando la barrera de árboles y desmonte allá abajo, donde el verde se sofocaba bajo el smog tornándose cada vez más negro.

Arriba tres figuras escalaban un sendero, la distancia los hacia parecer hormigas andando en fila bajo el sol, por un momento cruzó por su cabeza que tal vez pudieran verlos abrazados allí abajo, pero rápidamente la preocupación desapareció; así fueran visibles, desde tan lejos serían incapaces de reconocer que eran dos chicos, probablemente asumirían que era una pareja de enamorados más, como las muchas que frecuentaban aquel bosquejillo escondido a unas cuadras de la colegio 0041. Prefirió quedarse así, como dos enamorados anónimos cuyas identidades se mantenían ocultas por el pecho del otro.

Franco miraba hacia el horizonte de casas de cara al cerro, las raquíticas hebras de los árboles estirándose hacia el vacío cubrían parcialmente la vista pero aún se podía divisar la orientación de los techos planos, grises, de las casas acomodándose a la forma de las calles y avenidas. Atrás, algunos tejados  a dos aguas se levantaban, otros abovedados, edificios salpicados aquí y allá, torres de telefonía, cúpulas de iglesias, ambos retándose por cual era más alto y al fondo, por donde las calles se desdibujaban, donde los techos se convertían en una sola superficie, el atardecer caía trayendo consigo una pesadez que comenzó por disolver el azul índigo y mancharlo con  tenues moretones rosáceos.

Los labios orientados hacia allá y su cuello ligeramente inclinado, era sublime aquella combinación de colores y los esqueletos de aquella ciudad ruinosa elevándose contra el sol cayendo, ambos sintieron un beso a medio camino retenido en el rose de sus narices, el contacto tímido de sus labios. Franco veía los detalles más ínfimos del rostro de James, sus pestañas brillosas y las líneas de sus párpados cerrados, sentía el dorso de sus manos y su tibia pelvis recostada contra la suya, el peso de su cuerpo apoyado en su pecho, la camisa desabotonada y el tórax menudo.

Percibía todos los volúmenes  y era consciente de que no tardaría en reaccionar ante el contacto. Tomó la mano de él y la llevó hacia su entrepierna, James abrió los ojos, lo vio tantear las copas de los árboles con sus pupilas y reflejar todos los colores del atardecer en sus ojos vidriosos, no podía creer que había podido estar lejos de él por tanto tiempo, no entendía como concebía el alejarse de aquel aroma a brisa marina y el tacto de su mano allí abajo, sus labios jugando con los suyos, luego sus labios descendiendo y la correa cediendo, sus pantalones abriéndose como por inercia y su miembro siendo liberado con la misma vehemencia con la que sus manos lo masajeaban y su lengua lamia el glande.

Pronto no aguantó  más el hecho de permanecer estático y los muslos de James se le desbordaban de las manos, el sabor metálico de la sangre se saboreaba en sus mejillas manchadas y sus labios rojos, como los suyos. El carmín se desparramaba como arrastrado por una espátula, se impregnaba a la piel como esmalte y no dejaba de mezclarse entre ambos, entre sus miradas y las violentas bocanadas de aire que tomaban incapaces de detenerse. Si a eso lo había llevado indirectamente la golpiza que le habían dado bien valía la pena.

Así que se ahogó en el cuello de él consciente de que tal vez tal proximidad, aquella complicidad y aquél momento no se volvería a repetir en su vida tan inconexa, tan desordenada que no podía imaginarla en los años venideros. ¿Cómo viviría con sentimiento así rondándole el pecho, con una vida que se le escapaba de los labios y lo seducía con el olor de su piel, sus vello ralos erizados y la sonrisa más honesta que hubiese visto nunca.

Todo se sentía tan impoluto en aquel instante, los olores, su cuerpo, su rostro y la brisa abriendo las ramas hacia donde la culpa lo esperaba, el miedo los veía desde el horizonte urbano tropezando a la penumbra poco a poco, siendo engullido hacia el puerto por el resplandor cálido e inundado por el violeta que bajaba de la cumbre del cerro.

Ambos se encontraban unidos en aquel refugio, se resistían a romper aquél ambiente en el que Ciudad de los Reyes ya no estaba tras ellos, James sentía las embestidas de Franco y sus suspiros roncos, sus ansias de retenerlo, de unir sus pechos y alinear las miradas, le sonrió, divertido por su ímpetu de llegar más lejos sin saber cómo, de querer fundirse el uno al otro. Pero él no correspondió a aquella sonrisa, todo lo contrario, en su rostro vio una atisbo de dolor y sus ojos le mostraron la innegable tristeza que lo asaltó de pronto, lo tomó de las manos y James cerró los ojos intentando retener esa última mirada lastimada, porque sin saber por qué en aquel instante supo que permanecería enamorado de aquél recuerdo por el resto de su vida. Ambos se entregaron una vez más al ímpetu frenético de unirse y el éxtasis los remeció  como una descarga eléctrica, la luz quemante los dio de lleno al rostro, el corazón  pareció estallarles y los sentido confundirse en el ramillete de sensaciones que les calaban hasta los huesos con él dentro suyo.

La penumbra los tocó, la calidez se fue desvaneciendo a medida que sus manos con los dedos trenzados comenzaron a aflojar y las luces abajo se encendieron dibujando una constelación entera donde el resto de la ciudad los esperaba. Ambos permanecieron abrazados, resistiendo al viento frío que rodaba arrastrando hojas secas y alas sueltas de hormigas voladoras, contaban las escasas estrellas que se podían ver tras el cielo contaminado y seguían con la respiración el rumor de los árboles peinados por el mismo viento frío que los empujaba a irse.

Ninguno sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero entendían que la hora se acercaba, Franco giró hacía James recostado sobre la roca, vio su perfil iluminado, sus labios de abrían hacia el futuro, lo veía. Tenía en sus gestos, en su mirada, el valor que sabía le faltaba para sobrevivir allí abajo, no temía por James, temía por él mismo, y por eso entendía que debía dejarlo ir, lo veía tan concentrado en la maraña de luces y se veía a sí mismo, inseguro hasta de los árboles cubriéndolos, sin la más remota idea de que haría el año entrante cuando él termine la escuela.

 No podía aferrarse a su espalda esperando salvación, al menos por una vez necesitaba hacer lo correcto, así que lo tomó de la mano y James entendió que la hora de partir había llegado, ambos se pusieron de pie y bajaron por el sendero sin soltarse, conscientes de que aquello sería todo, caminaron con el vacío a la izquierda y las retorcidas protuberancias del cerro a la derecha, atravesaron una fogata de basura y al llegar a la calle asfaltada en la que moría el sendero ambos se separaron sin decir "hasta luego", se vieron una vez más reconociéndose de pies a cabeza, capturando los rasgos del otro en su memoria,  las expresiones en sus pechos;  cada uno siguió su rumbo, pero ambos volvieron a la misma ciudad. La tristeza embargó a Francisco de pronto, la pesaba el fastidio dentro del pecho como intentando abrirse camino desde sus entrañas, no resistió la tentación, giró la cabeza, hacia donde se habían separado y vio a James siguiendo su camino de forma dificultosa, arrastrando los zapatos que lo había obligado a ponerse y que ahora caía en cuenta que eran al menos un par de tallas más grandes, una sonrisa se dibujó en su rostro y con aquella imagen  continuó rumbo a su casa sintiendo las irregularidades de la acera bajo sus pies descalzos.

Notas finales:

Un poco de redención para Franco, que a estas alturas ya me andaba cayendo bastante mal.


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