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La Ciudad de Polvo por Dedalus

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Miguel corrió a ayudar a Oscar  de bajo de la cama mientras que Los hijos de la señora Maruja ayudaban a salir a Tony del baño, este se apoyó del dintel y salió como emergiendo de la tumba, lucia deplorable y Miguel no podía dejar de sentir una incómoda mezcla de lástima y responsabilidad. ¿Es que aún después de tantos años le debía al menos su preocupación? Nuevamente lo ayudaron a recostarse en el sofá cuando la señora Paquita entró horonda  dispuesta a sacudir la casa entero con su vozarrón. "No se preocupe, señora, no me voy a quedar" le dijo Tony en su estado de seminconsciencia, la vieja se detuvo a medio camino y volvió a rezongar por el peligro al cual los había hecho pasar, por la seguridad de sus hijos y Tony, una vez más, con la lengua enredada y la voz ronca, respondió, "Miré seño, no puedo hacer nada por lo que ya pasó, pero le prometo que me iré mañana, solo déjeme pasar acá la noche, usted es cristiana, ¿no? Pues ¿no le parece que Dios jugaría muy mal que tire a un convaleciente a la calle?" una punzada le atravesó el tórax y Tony dejó escapar un quejido que hizo estremecer a la señora Paquita.

"Sólo está noche" le dijo dirigiéndose a la puerta, pero antes de cerrar esta retrocedió dos pasos, a Miguel se le detuvo la respiración por un instante, ella alzó la vista y sopesando lo que iba decir por unos segundos continuó: "creí que los rojos como tu eran ateos" dijo la vieja, a lo que Tony, haciendo presión en  las vendas que le había puesto Betty asintió, "así es señora, somos ateos quemaiglesias" soltó, mientras se giró de costado y cerró los ojos, la señora Paquita se fue indignada y Miguel determinó que sería mejor acomodar a ambos e intentar dormir, cosa que veía poco probable al recordar que Carlos debía encontrarse ya en la carceleta de la comisaría de santa Ana. Iría a recogerlo cuando lo soltasen a primera hora.

Betty ayudó a acomodar a Tony sobre el sofá, este por suerte se veía más tranquilo, el pequeño apartamento se fue vaciando poco a poco, el edredón rojo lo hacía parecer solo un bulto aplastado entre los cojines, a Oscar le causó gracia. Una vez Tamara se despidió y la puerta se cerró tras ella Miguel al fin pudo respirar y se prendió de Oscar sintiendo su aliento, sus dedos jugando con su cabello, Tony comenzó a roncar, y Oscar no dejaba de susurrarle al oído: ya pasó, ya pasó, mientras la tetera silbaba en la cocina y Miguel fluyó con sus lágrimas sobre la camiseta ennegrecida de Oscar.

El agua le cayó sobre la cabeza recorriéndole la piel con su tibio alivio, relajándole los músculos, acariciándole las heridas junto con los labios de Miguel; sus ojos vivaces ahora algo apenados, levantó el cazo y dejó caer el agua nuevamente. El vapor había llenado el baño y el ruido del agua estrellándose en la mayólica azulina lo relajó, extendió la mano paso su dedos por el cuello del Colorado (como le decía Tony), por las solapas del polo piqué, desabrochó los botones y sintió con la yema de sus dedos su pecho terso, cerró los ojos, todas esas semanas se aglomeraron, se hincharon en su cabeza y fluyeron a medida que la tibieza de su cuerpo se desvanecía, Miguel se sacó el polo y entró a la ducha con él dejando caer el cazo sobre la tina llena de agua caliente. Sintió su boca contra la suya, su lengua, sus labios, su pecho y sus brazos, su pene irguiéndose entre ellos y las tuberías crujiendo.

La respiración de ambos se precipitó y los hombros de Oscar lo orientaron a una esquina de la regadera, sus manos se colaban por todas partes y Miguel cerró los ojos disfrutando sus roces, sus dedos entrando y saliendo; él, húmedo y sonrojado, abrió la puerta y, ayudando a Oscar, ambos cayeron sobre la cama con el cabello aún mojado, la piel sin secar, rodaron en el colchón, sus piernas frotándose la una contra la otra, Oscar sobre él sujetándole los muslos firmemente, como si no estuviese todo magullado, embistiéndolo bruscamente, entrando en él, sus ojos encendidos con ansias, sus labios apenas tocándose y sus alientos colisionando, Miguel lo recibía en medio de suspiros ahogados.

Pronto lo sujetó de la cintura y lo tomó sobre sus caderas, Miguel se tapaba la boca intentando no hacer ningún ruido, pero a Oscar poco parecía importarle y sujetándolo firmemente lo hacía ascender y descender penetrándolo con su miembro firme, lo sentía apretándolo, sentía su cuerpo suave, sus manos entrelazadas con la suya, su pecho igual de agitado, sus labios entre abiertos gimiendo y sus ojos algo cansados, aceleró el ritmo, lo abrazo; más, quería más de él; aceleró más, y Miguel se prendió de su cuello y su respiración le calentaba el oído, su pelvis  contra sus muslos, los volúmenes de su tórax, de su abdomen, sus manos de dedos largos aferrándose cada vez más, mismas manos que ahora lo tomaban de las nalgas y las apretaban firmemente, nuevamente su labios chocaron, unieron sus lenguas, se saborearon el uno al otro, dos embestidas más y Oscar tembló todo mientras que Miguel se retorció dejándose llevar sobre su abdomen y su pubis de vellos negros y ensortijados salpicados por el brillos lustroso de su semen desperdigado. Él lo miró satisfecho y lo volvió a besar mientras ambos cayeron sobre la cama, exhaustos, así, unidos todo lo que podían, durmieron hasta el día siguiente cuando el ruido del agua de la ducha los despertó.

Media hora después Tony salió del baño con el rostro limpio y el cabello mojado. Las vendas se le habían salido por lo que tuvieron  que ponerle una gasa asegurada con esparadrapos blancos en la zona donde el la bala había rozado. Luego de tomar apenas unos sorbos de café un silbido se dejó escuchar desde la calle, inmediatamente este se puso de pie y asomó la cabeza por la ventana, era Lester, quien se encontraba apoyado en un poste de alumbrado, llevaba zapatillas, una gorra con visera y una morral plomo, parecía un estudiante más rumbo a clases aquella mañana en la que la ciudad amanecía con la noticia de la fuga de Rioalto de varios partidarios del PCP y la  masacre de la mayoría de los amotinados en Las Rocas y Rioalto.

No habían hablado mucho durante el breve desayuno antes de la llegada del muchacho, Oscar se remitió a contarle como Tony lo había ayudado en medio de una gresca y lo difícil que era compartir celda con él, a lo que Tony sonrió de medio lado y sorbió el café: "Vivir con Miguel tampoco era cosa fácil según recuerdo", Oscar sonrió y Miguel se quedó perplejo, ¿Es que le había contado todo?

Oscar al percatarse de su confusión le dijo que Tony le había contado que eran viejos amigos de la universidad, que incluso compartieron habitación en la residencia y que participaron de aquella sonada toma del 81, aquella de la cual recordaba haber visto por televisión cuando aún iba en el colegio. Miguel asintió mirándolo receloso, Tony se hacía el desentendido, "También me contó que fueron ellos los que escondieron las armas ahí sin tu conocimiento, que no sabía quién se hacía cargo de aquel lugar y que cuando se enteró ya era muy tarde". Miguel tomó aire y asintió apretando los labios, no tenía sentido hablar en aquel momento, Tony lo observaba desde el otro extremo de la mesa, su venda le abultaba la camisa en el extremo derecho del tórax y llevaba la barba de días creciéndole en todas direcciones, el cabello aún húmedo, la sonrisa cínica y algo altanera que con los años;  Miguel se había percatado, opacó a sus antiguos gestos de muchacho tímido e inseguro.

Tony a su vez recorría su rostro facción por facción, admiraba el brillo ante de sus mejillas, sonrosadas como siempre, su nariz respingada, los ojos grandes y el cabello castaño alborotado. Tenía la misma vivacidad en el rostro que hacía  años, no había apenas el mínimo atisbo de cansancio, pero más aún, veía rabia en su gesto, y lo entendía perfectamente, sabía que si no fuera por Oscar probablemente lo tendría encima agarrándolo a golpes, y hasta cierto punto esa idea lo atraía. Siempre recordaría aquella misma expresión la tarde en la que intervinieron la universidad; la famosa toma del 81 llegaba a su fin, ya se había vuelto un evento casi mítico entre sus compañeros. Miguel se hallaba allí, siempre buscando la forma de ayudar, conseguir alimento, servicios, llamando a plantones y vigilias, siempre estaba allí, iba de un extremo a otro por la facultad, en aquellas semanas en las que vivieron atrincherados en el edificio de  mampostería ocre y fríos pisos de cerámico.

Fue allí donde el Partido comenzó a consolidarse, la mayoría de dirigentes, voceros, coordinadores, todos manejaban los mismos objetivos, todos convergiendo por primera vez en aquella coyuntura  que más allá de los  problemas internos de la universidad, tenía un trasfondo que pronto terminaría por irrigarse a otras casas de estudio, a otras ciudades, pueblos y caseríos. Él lo vio allí, y se sintió parte de algo, sintió el cuerpo escarapelársele ante un mismo coro, ante un mismo grito, las palmas elevarse, el valor vigorizándole cada musculo de su cuerpo presto a ir hasta el final, así que allí comenzó todo, un mes luego del desalojo de la facultad y del reinicio de las clases, se llevó a cabo la primera reunión del Partido en la UNCR.

Al principio no tuvo tantas expectativas, no le pareció nada nuevo el discurso que manejaban, sobre todo en una época donde casi todos los grupos de izquierda hablan de una "lucha armada". Luego, sin embargo, se percató de que este no era otro de esos grupos, no trataban de imitar a los compañeros de Rusia, China o Cuba, buscaban crear su propia revolución allí mismo, en Ciudad de los Reyes y provincias. Había compromiso —lo principal, según Miguel —en los rostros de todos los que presenciaban las reuniones, tenían aquella llama viva en los ojos, aquella expresión aguerrida que gritaba sin ningún miramiento que no retrocederían, que no cedería, "¡El momento ha llegado!" y la lucha de clases al fin estallaba, el campo de batalla temblaba con las pisadas furiosas de una generación repicando los ecos de guerra, cantando a una sola voz y esparciendo sus semillas desde la costa a Yanamarka, y de allí, hasta los valles amazónicos.

Miguel solo fue a dos reuniones, ambas las soportó estoicamente pero su rostro evidenciaba sus mortificación antes las arengas y los comentarios de los camaradas. La tercera vez que intento llevarlo fue inútil. Él atribuyó esto a un acobardamiento, normal; pensaba, era normal, ni siquiera los mismos proletarios se encontraban seguros de tomar las armas, no esperaba que un burguesito se lanzase a la guerrilla de buenas a primeras.

Así que su militancia comenzó oficialmente. Y ¡Bum! Cayó la primera torre; un distrito sin luz, protestas desbordando el centro, una universidad más, meses y cursos que apenas lograba aprobar. ¡Bum! Apagón en navidad, tres  ciudades más con sedes del partido, verano pegajoso, verano denso, húmedo, lluvia, excitación, veía a Miguel y sexo, caían, lo penetraba, gemidos contra el techo y la almohada. ¡Bum! Dos torres y Ciudad de los Reyes sin luz, sin electricidad, las venas obstruidas ¡abajo gobierno incapaz! Ráfagas de disparos y nadie nunca sabe quién fue. Ya sólo podía ver a Miguel los fines de semana, otras veces solo los miércoles, penetración, él estallando, Miguel estrujándolo ambos cayendo y ¡Bum! El verano decayendo, las tardes desparramadas exhaustas, recitales y bares, casonas viejas y alcohol barato, los autos de los serenos balando y un beso hasta que ¡Bum! ¡Muerte! ¡Caos! Edificios cayendo y humo irguiéndose  espeso, gritos y trozos de cemento, torsos, miembros amputados. Luto nacional. 

Luego de eso Tony supo que debía dar un paso al costado, escuchaba el espanto y la indignación de Miguel y le dolía el saber que aquellos insultos, que las lágrimas que le asomaban escuetas eran ocasionadas indirectamente por él, y es que también se sentía traicionado, nadie nunca le habló de matar civiles. Daño colateral, decían los camaradas, "cosas que pasan" repetían, pero Tony estaba como loco y Miguel lo sabía todo, estaba seguro, lo entendía todo y sólo esperaba que hiciese lo correcto. Y así fue, inmediatamente luego del atentado a la calle diagonal, Tony abandonó el partido. Miguel no cabía en su felicidad, y él, cada vez que lo tenía cerca la certeza de que había hecho lo correcto se sentía más real, tan tangible que la podía tocar y besar, que podía sentir su aroma fresco a perfume y piel, y podía sentir el vaho del sexo emerger en su memoria, nada más cierto, ni correcto.

Por aquella época sintió que se enamoró de él nuevamente y sus caminatas largas se  hacían comunes otra vez, la cómoda presencia de él a su lado, almuerzos y cenas que se extendían por horas y madrugadas estudiando o leyendo un su habitación, siempre pendientes de que sus padres no se enterasen de que su Miguelito había traído de nuevo al serrano comunista de su amigo a la casa, lo que ni siquiera se imaginaban era que es cholo estaba literalmente sobre sus cabezas penetrando a su hijo y que este último disfrutaba tanto que se prendía de su espalda y le enterraba los dedos en la piel, se mordía los labios y arqueaba la espalda conteniendo el placer desbordándose en un gemido.

Luego vino la publicación del poemario y todo volvió a cambiar. Miguel tenia cada vez menos tiempo, iba de presentación a recital, de coloquio a coloquio y a veces de ciudad en ciudad, la publicación fue un éxito y pronto el muchacho de las mejillas chaposas se convirtió en el primero en ser llamado en cuanto evento cultural se diese en Ciudad de los Reyes, y, por supuesto que Tony iba junto a él, abrazándolo cada vez que bajaba del estrado, cada vez que salían a celebrar él siempre se sentaba a su diestra y le pasaba el brazo por la espalda, porque era la única forma de expresar su pertenecía, era la única manera de que aquellos enclenques pretenciosos, ávidos por atención, que lo seguían de arriba a abajo se den cuenta de que Migue estaba con él. Carlos a veces se burlaba de sus celos y sus manías posesivas, ni que decir de Isabel quien no dejaba de hacer bromas al respecto todo el tiempo, bromas que usualmente terminaban  en ambos discutiendo y Miguel en medio, conciliador como siempre, Miguelito el de las mejillas chaposas, de piel tersa y cabello perfumado.

                                                          ***

CDRY, 2007

James se percató de que a iban a ser las seis y al fin se decidió a abandonar la tibieza de sus sabanas. Tanteo el piso frio con sus pies descalzos y luego de encontrar el par de sandalias que usaba para andar en casa, tomo una toalla y se metió al baño, adentro su reflejo desgarbado lo recibió en el espejo, sus ojos hinchados y su cabello aplastado. Él se palpo el rostro como asegurándose que aquel no era un impostor, se tiró suavemente de los parpados y acto seguido abrió la ducha dejando correr el agua caliente y sintiendo en la piel como el vapor llenaba el diminuto cuarto.

El agua corría desde su coronilla hasta los pies y luego a la loza, esta fluía en el piso de la ducha, tan cristalina como cuando cayó de la regadera, el flujo giraba en torno a él y finalmente moría en el hoyo del desagüe. James flexionaba su cuello sintiendo como el agua lo acariciaba y todo rastro de pesadez quedaba aliviado. El cuarto de baño se hallaba todo amarillo, iluminado por el foco incandescente, la luz del cielo nublando entrando tímida por la ventana no era contrincante para los potentes tonos amarillentos de la luz eléctrica, todo él se sentía como recubierto por un brillo nuevo, el agua reflejaba la hebra incandescente del  foco y James volvió a cerrar los ojos sintiendo el  líquido caer de sus brazos, desprenderse de sus dedos.

Aquel día, luego de comer en el muelle ambos volvieron a la playa, el cielo se había abierto y la tarde cálida era disfrutada apenas por un par de tablistas que, como ellos, se habían tumbado en la arena varios metros hacia el sur. Samuel se sobaba el estómago aun recordando el monstruoso plato de arroz con mariscos que se había comido y lo delicioso que el cebiche estaba, claro que nada rivalizaba con el escabeche que la había la dado su abuela aquella vez—le dijo—aun soñaba con aquel escabeche de pescado cuando se levantaba los domingos. Ya le había dicho a Malena—la señora que cocinaba en casa de sus padres— que le haga lo mismo, pero no había punto de comparación, el escabeche de la abuela de James es otra cosa, le había dicho incluso hasta a sus padres y la misma Malena quien, algo resentida le respondió “Ah, vaya usted a traerme la receta entonces, pues joven.”

James lo escuchaba atento recordando como aquel día se zampó casi la fuente entera del escabeche de pescado y su abuela comento por días como aquel gringuito que parecía se lo iba a llevar el viento en cualquier instante, tenía el apetito más voraz que recuerde a haber visto nunca, solo similar al de su abuelo quien era igual delgado pero apenas servían el pan sobre la mesa, no dejaba de jalar uno tras otro y ahogarlos en el té hasta que cuando uno menos se daba cuenta la bolsa entera se hallaba vacía, parecía que tenía en gusano en el estómago— no dejaba de repetir su abuela— ni que decir cuando hacíamos cualquier tipo de fritura, ¡chatarra! Eso era lo que le encantaba, por eso nos sorprendió tanto cuando se enfermó de los riñones, todos pensamos que lo primero en fallarle seria el estómago o el hígado. Inmediatamente James recordó el rostro satisfecho de Samuel, con los labios manchados de salsa tártara luego de haberse comido un copioso plato de salchipapa que parecía desmoronarse afuera del plato. Se le hizo hasta tierna su expresión cansada y su sonrisa de autosuficiencia viendo el plato vacío.

James salió de la ducha y se comenzó a secar con toda la paciencia que la hora le había conferido, se cepilló los dientes meticulosamente, incluso los lugares a los que usualmente no se daba el trabajo de llegar con el apuro de las clases. Cuando salió del cuarto de baño su abuela ya se había levantado, ella  lo quedo observando con el ceño fruncido y la boca torcida “y ese milagro” le dijo, antes de proseguir a  entrar al baño.

Su habitación ya se hallaba propiamente iluminada, su ventana resplandecía con el vaho azulino de la neblina disipándose y él arrojó su uniforme sobre su cama por una última vez, contemplo la camisa, el pantalón gris, los zapatos negros y la chompa azul marino ribeteada por dos líneas amarillas en las mangas. Contemplo los zapatos acomodados a un extremo y paso los dedos por la tela blanca, casi resplandeciente que ahora se abotonaba de abajo hacia arriba, los pantalones ásperos con el cierre dorado y el cinto de cuero negro, la chompa cálida que aliviaba en algo la formalidad de los zapatos. Una vez se vio cambiado se percató de que no extrañaría para nada aquel uniforme.

Al mirar el reloj no daban las siete aun, tenía tiempo de sobra para desayunar e ir al baño nuevamente si le apetecía, así que saco su mochila y la tiró sobre su cama, él giro sobre sus tobillos y se dejó caer también sobre las almohadas que ya no se sentían tan húmedas y calientes, sino frescas y reconfortantes. Había sido tan extenuante aquella semana, solo quería permanecer allí al menos por lo menos tres días más hasta que la necesidad de recibir algo de sol lo obligara a dejar su habitación.

Aquel día en la playa todo parecía irreal hasta cierto punto, un año antes le hubiera parecido gracioso si alguien le hubiera dicho que estaría tumbado en “aguadulce” un par de días antes de que acabe la secundaria, tomando sol y sintiendo la brisa marina junto a su ¿novio? Porque ya Samuel le había hablado de la importancia de llamar las cosas por como son, pero él aún seguía teniendo sus reservas.

Definitivamente coincidían con todo lo que implicaba ese rotulo—pensó— salían juntos, iban a pasear a la alameda y al boulevard, se llamaban todo los días y ni mencionar de los SMS los correos electrónicos algo cursis que Samuel le enviaba sin falta cada semana, correos que secretamente el esperaba con tal ansiedad que, al menos en aquel instante se hallaba convencido de su enamoramiento por Samuel, y que todo se remitía a esa sensación en el estómago carcomiéndole las entrañas, a la agitación al leer las líneas que aparecían frente al ordenador y la sonrisa tonta que se reflejaba en la pantalla al leer el “Siempre pensando en ti, Samuel” con el que terminaba cada uno de sus correos. Aun así, todo parecía tan irreal, como si estuviera suplantando el lugar de alguien más, de una muchacha pecosa de cabello broncíneo y ojitos claros—pensó— claro, así la imagen tal se sentiría más real, más coherente. Pero de nuevo estaba allí Samuel, con su espléndida risa, sus carcajadas infantiles que lo atontaban y sus historias que el escuchaba atento a cada palabra, a cada cambio en el tono de su voz.

Aun así, le parecía hasta ridículo como no recordaba nada de eso cuando se cruzaba a Francisco por los pasillos de la escuela o cuando lo veía jugando futbol en el patio posterior a su pabellón, el pecho parecía estremecérsele y una ansias de sentirlo cerca lo poseían, una necesidad de sentir su peso, sus manos colándose dentro de su uniforme y su voz diciéndole la primera idiotez que se le cruzaba por la cabeza. Eso se sentía real, aquél era él y era así como solo podía concebir una relación entre dos hombres,

Le daba rabia ver lo inconsistente que era en todo, la indecisión que sabía terminaría por lastimar a Samuel tarde o temprano y con esto, terminaría por hacerlo hundir más aun, por hacerlo caer al mar de aguas agitadas desde donde Franco lo esperaba acostumbrado a la resaca, pero él se ahogaría contemplando el rostro decepcionado de Samuel firme aun en el rompeolas dividiendo el mar.

A pesar de todo, sin embargo, sentía la imperiosa necesidad de aferrarse a él, y sabía que era egoísta, sabía que era terriblemente cruel por corresponder a su sonrisa, por tomarle la mano cuando este lo abrazaba por hombro y por tumbarse en la arena junto con él, la cabeza apoyada en su estómago. Era terriblemente cruel verlo a él tan límpido en sus emociones y el a punto de desmoronarse y fundirse con la arena tibia.

Así que las palabras fluyeron incontenibles desde sus labios, le contó todo, desde el mismo inicio, desde que vio a un muchacho desorientado en la formación de la escuela, mirando hacia las altas palmeras del patio central, la voz del cachaco llamando al oren y el ahí, algo indeciso de a dónde ir, sus miradas cruzándose y un momento que había quedado grabado en su memoria, luego le habló de una ventana abriéndose en medio de la noche y de aquella silueta más negra que el cielo y el vacío escapando por la pampa, del rostro preocupado de Francisco y de su uniforme lleno de tierra, su camisa rasgada en la botonera y como desde aquel día la aparentemente infranqueable distancia de simples conocidos fue irrumpida por un irreprimible deseo de posesión, de fundirse el uno con el otro, una y otra vez, luego la tortuosa rutina, la culpa y el remordimiento luego de la fiesta de Oliver. Pero nada se comparaba a la liviandad con la pasaron los días en los que las dudas aparentemente se habían disipado y la seguridad de la correspondencia de sentimientos entre el uno el otro, el corroborar las mismas ansias febriles en el rostro de él  le trajo una de las mayores felicidades, una de las más simples que recordaba.

Todo se remitía a eso, y así como llegó desapareció el día en que vio su cobardía, su fragilidad ante el primer asomo de la aterradora realidad encarándolos en forma de decenas de risas burlonas y dedos señalándolos; señalándolo, porque al fin y al cabo él había sido el único que tuvo que pasar por el escarmiento público de ser un amujerado. Pero más allá de eso, más allá de la herida que le abrió su cobardía y de su incapacidad para sentir rabia y odio ante aquellos mismo que se burlaron, le dolía más la cruda verdad que asomaba tras todo esto, ellos eran solo dos muchachos aun en la escuela, dos muchachos que se habían deseado tanto y que fruto de esta atracción habían comenzado a quererse pero que en ciudad de los reyes, simplemente algo así no podía existir, era hasta ridículo pensar en tal posibilidad  en una ciudad de calles tan estrechas y cerros tan altos.

Y en medio de toda aquella confusión, había aparecido él, con su humor fresco, su uniforme tan formal y su forma de hablar cautivante, su desenvoltura  y su voraz apetito, con sus largos correos semanales… todo había sido distinto, no fue deseo lo que sintió la primera vez que lo vio, fue simpatía y admiración, luego ternura y finalmente ahora, sentía que su pecho se avivaba cada vez que lo veía, se encontraba constantemente pensando en él, en la próxima vez que lo haría uno de sus gestos que lo tenían distraído, idiotizado, o la próxima vez que le hablaría de Jean Paul Sartre, Foucault o Malena, iban y fluían de tema indiscriminadamente, solo con el mero eje de sus voces entrelazándose, sus rostros frente a frente y el reconfortante hecho de estar uno junto al otro paseando por la alameda, las calles adoquinadas del centro o el malecón.

Y sí, lo había hecho con Franco, y lo había vuelto a hacer hacia tan solo unos días, no se disculparía por eso, y no le diría que en cada momento que estuvo con Franco pensaba en él, porque ciertamente eso no pasó, más aun, aquello sí hubiera supuesto una traición para él. Pero si se sentía culpable, por el hallarse tan confundido, tan débil frente a palabras tan simples como “novio” o simplemente por andar con los ojos cerrados solo siguiéndolo por la bajada Balta mientras él era el único que estaba seguro de a donde se dirigían. Él no merecía una persona que simplemente se dejase llevar y que viviera anonadada por él, adormilada por su carisma al hablar y su sonrisa simpática.

Samuel escucho todo esto sin decir una sola palabra, podía ver de su rostro caer tantas capas de decepción que la siguiente mueca dolida que hizo fue casi insoportable para James quien tuvo que apartar la vista hacia el mar verdoso difuminándose con el horizonte gris y las olas color acero enroscándose en la orilla. Ambos quedaron en silencio.

— ¡Sanguches de pollo! ¡Sanguches!—gritó un señor quien paso a unos metros suyos, su rostro no se podía ver por la visera que llevaba puesta, él se detuvo viéndolos un momento, como descifrando el tipo de relación que tenían ambos y qué es lo que hacían en la playa los dos solos. — ¿Sanguches, jóvenes?—les ofreció, a lo que James al ver la inacción de Samuel solo negó con la cabeza. El hombre volvió a tapar el cooler donde llevaba los panes y se fue no sin antes girar el rostro con curiosidad.

Samuel cambió de posición y se sentó abrazando sus piernas, seguía pensativo, no parecía colérico, ni un ápice de enfado se podía observar en su rostro empalidecido por la cambiante luz que no dejaba de variar entre el cielo despejado y las nubes que atacando el sol con sus brazos blancos.

— ¿Estás enamorado de él?—le preguntó al fin saliendo de su ensoñación. James negó con la cabeza, pero luego se arrepintió poniendo una expresión confundida. “no sé” le dijo con la voz aun dudosa.

— ¿Entonces no me quieres?—le dijo Samuel conteniendo el aliento en esa sola pregunta—dime james, pero sé claro.

—Claro que te quiero, más que eso, ya te lo he dicho, creo que me estoy enamorando de ti, pero con él es distinto, no lo sé, no puedo compararlo, no te digo que lo quiera más a él que a ti, ni que me guste más él que tú, solo te digo que ambos son importantes para mí y yo quiero estar contigo, pero él me continua arrastrando a una situación de la que quiero salir pero a veces me siento tan débil.

—A mí no me importa, no importa en serio, no me importa que hayas estado con él hace tan solo unos días, pero si me dices que quieres estar con él o que ni siquiera sabes lo que quieres, yo…

—pero yo sí quiero estar contigo—le dijo James por primera vez seguro de lo que hablaba— no se sí como novios o como “amigos”, pero yo si quiero estar junto a ti.

—Pero no me dices que cuando lo ves a él es todo distinto y ahora yo no sé cómo pinto ahí, dices que me quieres, pero entonces… ¿no te atraigo? Aquel día en tu cuarto no quisiste ni tocarme y yo me deshacía en ganas de hacerlo contigo, de sentirte más cerca, pero tu parecías tan seguro de que no pasaría absolutamente nada, y luego, luego nunca más hubo ni siquiera el intento, cada vez que intento tocarte es como si tu rehuyeras como si te diera asco del solo imaginarlo.

James intentó negarlo, le trató de explicar en cómo veía su relación tan platónica que no quería enturbiaría con nada, sentía que después de que lo hicieran todo se perdería irremediablemente, todo se volvería un simple juego de posesión, nunca más volverían a ser los dos caminando de la mano por la alameda, él no lo vería de la misma forma. Pero eso no significaba que no lo deseara, o que no le resultara atractivo, todo lo contrario, cada día lo veía más seguido cuando despertaba de forma violenta en la madrugada con la piel ardiendo y la respiración agitada o fantaseaba con él en las horas de clase y debía cuidarse de poner su maleta sobre sus muslos.

Pero algo en él lo retuvo de contarle todos estos pormenores, y ante su rostro impotente, incapaz de soltar las palabras que se le hacían un garabato en la cabeza, Samuel se puso de pie. “No pienso ser yo el que te siga causando problemas, no tienes ningún compromiso conmigo, nunca lo tuviste” le dijo con la voz sentida, se sacudió la arena superficialmente de los pantalones y trató de cambiar de semblante. “vamos, te acompaño a que tomes el carro.” Agrego extendiéndole la mano.

James no sabía qué decir o cómo actuar y todo el camino de regreso hasta el ovalo y la espera en la parada de bus se le hizo insoportable, el silencio era lacerante y el rostro de Samuel intentado aparentar serenidad no era más que una máscara que, más allá de hacerla situación sobrellevable, lo hacía sentir más culpable aun en su esfuerzo por parecer convincente de que se había tomado las cosas con la mayor calma del mundo.

Cuando lo despidió el bus se hallaba repleto, las personas se apiñaban como prensadas dentro del vehículo y las puertas se cerraron tras él dejando a Samuel de pie en la acera, la última capa había caído y solo le dio tiempo de verlo esconderse con las palmas de la mano en un desesperado intento por escapar de aquel lugar, su postura se encorvo ligeramente y giró de inmediato emprendiendo el camino de regresó al ovalo.

                                                          ***

CDRY, 1988

 Tony soltó un suspiro mientras se dirigían a un lugar más seguro, Lester conducía el destartalado auto y Miguel iba adelante algo ansioso, tenía el rostro serio, aquella expresión asesina, tan provocadora; a su lado, en la parte trasera estaba Oscar medio dormido, parecía un niño aún, no terminaba de entender del todo qué veía Miguel en él, aunque claro, siempre había tenido vocación por los mocosos desamparados, él mismo era la viva imagen de ello, aunque casi nada quedaba ya de él muchacho imberbe que le dijo entre lágrimas, y resistiendo la moqueadera, lo mucho que le gustaba, lo confundido que se encontraba; vaya, aún recordaba todos los detalles de aquella noche en el Av. Alfonso Ugarte y su posterior huida luego del toque de queda. Ambos juntos, escondidos de los militares, eran ellos contra el mundo, contra el estado, eran los dos persiguiendo sus ideales y así fue por unos años hasta que estos mismos fueron los que los separaron.

Las sirenas aparecieron una vez más sobresaltando a Miguel y haciendo despertar a Oscar de su sueño, Lester dobló a una calle lateral, media carretera pasó por sus ojos y una señora sosteniendo su bolsa de mercado les gritó algo mientras se adentraba en la calle angosta bordeada por casas con maceteros en sus ventanas, los geranios se ramificaban desde allí, abajo los minúsculos jardines improvisadamente cercados daban color a la pista gris tierra.

— ¡Carajo! —grito Miguel golpeando la guantera con la mano. Oscar volvió a caer dormido y Lester estaba concentrado en no subirse en la vereda ahora que la calle serpenteaba con un único carril.

El auto se agitaba y la herida envuelta en gasas no dejaba de punzarle, cerró los ojos, los abrió nuevamente, veía hacia el cielo por la ventana posterior, los volvió a cerrar. ¿Cómo es que había vuelto al partido? Pues, aquella pregunta era difícil de contestar. Lo cierto es que nunca se llegó a ir del todo, por más que eso le hizo creer a Miguel e Isa, siguió manteniendo contacto con ellos, llevando a cabo pequeños mandados, guardando propaganda o suministros de sustancias desconocidas que, en aquel punto, prefería no saber su uso. De su inicial indignación luego del atentado en la calle diagonal, poco quedaba, más aún, luego de pensarlo una y otra vez, en clases, en el transporte, en la cama con Miguel, siempre su mente volvía  a las mismas palabras, "daño colateral", "la guerra siempre cobra víctimas inocentes" "hay que hacer que sus muertes valgan algo" "la revolución se hace a costa de sangre y sufrimiento". Y las repetía una y otra vez en su cabeza hasta que pronto estas ganaban espacio a las espantosas imágenes propagadas en los diarios y noticieros. Llegó un punto en el que estas desaparecieron y los motivos por los cuales se alejó del Partido dejaron de parecerle relevantes para simplemente quedar olvidados del todo. Sin embargo, fue un evento en particular el que lo empujó a dejar el cómodo limbo donde había permanecido por casi un  año.

Una noche, una más de aquellas en las que trepaba por las enredaderas y molduras de la casa de Miguel para llegar a su ventana y dormir con él, una de aquellas tantas noches en las que ambos se cubrían la boca para evitar  llamar la atención o en las que extendían las mantas al suelo para que la cama no rechinase ante el ímpetu descontrolado de Tony al ver el rostro rojo de Miguel con los ojos cerrados y los labios entre abiertos jadeando. Fue allí que, luego de al fin reposar exhaustos las cabezas sobre las almohadas, que Tony perdió de pronto el sueño, sin saber muy bien porqué los ojos no podían permanecer cerrados a pesar del cansancio de sus músculos, a pesar del agotamiento de un largo día en el taller de su tío. Fue allí que se vio pronto en la necesidad de ir al baño, no es que no pudiera aguantarse, no recordaba haber bebido tanto en la cena, pero la idea de que no podría estar tranquilo hasta que descargase no lo dejaba en paz y peor aún, se había metido en su cabeza como una alimaña escarbándole en los sesos. Miguel dormía inconsciente de todo esto a su costado.

Se deslizó afuera de la cama con extremo cuidado, sintió el frío en su desnudez y apenas tuvo tiempo de colocarse la trusa blanca y salir sigiloso al corredor en medio de la oscuridad cuando escuchó un ruido en  la cocina, por lo que apresuró el paso y prácticamente corrió en puntillas hasta el baño de la segunda planta donde luego de terminar pasó su mano por el dispensador de agua y salió del baño en la misma oscuridad que no se atrevía abandonar, pero está pronto se desvaneció, alguien subía por las escaleras y él no tenía lugar al cual escapar, no sabía a dónde ir en medio del corredor, por lo que corrió a la primera puerta que encontró y entró a lo que parecía otra habitación, pero esta tenía acceso a una pequeña terraza, un macizo escritorio de grandes proporciones y una cama de plaza y media a un extremo, los pasos se acercaban donde esconderse; bajo la cama era muy visible, en la terraza muy arriesgado, el armario parecía la única opción, así que sin pensarlo entró mientras tras suyo la puerta se abría y el Coronel Raúl entraba rezongando en bata. Marcó en el teléfono y Tony trataba de no respirar, de no moverse apenas un milímetro de donde estaba cubierto por sacos de paño y uniformes de poliéster.

Allí fue donde se enteró de lo que pensaban hacer en Willka y otros pueblos vecinos, el coronel hablaba con una asquerosa convicción sobre la necesidad de aquella purga y la inutilidad de cualquier tipo de segregación entre los campesinos partidarios y los civiles, porque estaba seguro de que no había inocentes en aquellos poblados de mierda. Tony apretaba los puños y estos crujían pero el Coronel no se percata a y seguía hablando sobre la estrategia, Willka primero, luego Ischullaqta, luego San Sebastián, luego Accos y así toda la región en la que había crecido, arrasada por aquellos malditos. Sus vecinos de la infancia, su familia, el pueblo y los niños en la plaza, salió tanto de su memoria que los recuerdos e imágenes lo velaron por un instante en que tanta frialdad le precio improbable, el coronel afinaba los últimos detalles, nombres, nombres—pensaba Tony—debía recordar a todo a quien mencionara aquel sujeto taimado meciéndose en la silla de escritorio.

 Al día siguiente, frente a un aula llena de los compañeros contó todo, tal y como recordaba, nombre por nombre, tal y como lo había memorizado, sabía que de aquel punto hacia delante no habría retorno, los demás hablaban, el lugar entero estaba helado, asentían, sabía que era lo correcto.

***

Miguel miró extrañado a Lester al ver que entraban hacia la calle en la que un par de cuadras más arriba colindaba la parte trasera de la escuela, Lester en un principio se hacía el desentendido intentando esquivar la insistencia de su ex profesor, sin embargo la del respeto que le tenía por los años en la secundaria no le permitieron continuar evadiéndolo y le sonrió por el retrovisor.

—No se preocupe, profe, tenemos una camarada acá. —Le dijo el muchacho.

Miguel no cabía en su sorpresa al encontrarse a la Profesora Sonia esperando en la puerta trasera enfundada en un abrigo negro con las solapas levantadas, ella levantó las manos y solo profirió un "lo sé, luego podremos hablar".

En el interior, Sonia los guio hasta el pabellón viejo de la escuela, un edifico largo de dos pisos hecho de barro y quincha, debido a su estado ruinoso estaba parcialmente abandonado y solo se empleaba como almacén, además de las habitaciones para los guardias (cuando estos aún trabajaban allí). Era justamente en esos cuartos que Sonia los instaló, pequeñas piezas no más grandes que un baño espacioso, ambas compartían un baño y una pequeña sala, tenían un catre pegado a la pared y una cómoda al otro extremo. Lester acostó a Tony en la cama y Sonia lo ayudó a quitarle los zapatos, Miguel no pudo evitar observar la escena con cierto desprecio.

Una vez ambos se instalaron Oscar también se acostó en el catre y llevándose las manos al cuello se estiro con los ojos cerrados, Miguel lo recorría de pies a cabeza comprobando una vez más que, rasguños y moretones a parte, se encontraba bien, estaba vivo y completo, de la otra pieza escuchaba los ronquidos de Tony, los mismo que lo habían metido en tantos aprietos cuando dormía de forma clandestina en la casa de sus padres, el recuerdo de su madre reclamándole por "sus" ronquidos en la mañana lo hizo sonreír, sin embargo desde la habitación contigua escuchó a Sonia y Lester discutir sobre un tema.

—... No, no, es imposible ¿qué eres idiota? Es demasiado arriesgado. Yo también lo estimo bastante pero no sé puede quedar acá, deben salir de Santa Ana, ahora mismo el Coronel debe estar moviendo cielo y tierra para encontrar al Camarada y  junto con él al profe terruco que...

—Pero a dónde, camarada —se apresuró a hablar Lester.

—Escucha, ya hablé con...

Miguel no pudo distinguir lo que ella decía, por un instante incluso dudó si era español lo que escuchaba, simplemente a sus oídos llega un siseo extraño, sin cadencias ni acento. Vio a Oscar una vez más y se preguntó qué harían ahora que se habían embarrado en aquel gran embrollo. Se tumbó junto a él, vio su rostro dormido de cerca, la textura de su piel, la forma de sus cejas, puso una mano sobre su pecho y sintió su corazón latir, la calidez emanando de su interior y el vaivén de su respiración.

Se tumbó junto a él, lo más cerca de su pecho que pudo, lo más cercano a sus piernas, su cuerpo entero frente a él, su olor, su respiración y el contante recuerdo de la preocupación que le había dado su ausencia la pasadas dos semanas y media, el miedo y la desesperación ante su impotencia y ahora el ahí tan tranquilo. Ni siquiera le había reclamado el problema con las armas, no le había alzado la voz ni una vez y ni siquiera lo había encarado por no haberlo ido a visitar. Todo esto lo hacía sentir miserable, acercó más la cabeza a él y sintió como las lágrimas le resbalaron sin ningún esfuerzo.

—Nunca más —murmuró saboreando el salado en sus labios, Oscar entre sueños se percató de su presencia y lo abrazó.

                                                           ***

Tony jaló las frazadas raídas del catre girando hacia la pared, la luz le atravesaba los párpados pero la sensación de comodidad; o cansancio, si uno lo contemplaba de forma más detenida, era suficiente como para poder conciliar el sueño muy a pesar de las voces de Sonia y Miguel en la sala.

"Aún sigo sin entender esto del todo, Sonia" le decía el Colorado a lo que ella le hablaba casi en susurros, parecía conciliadora, tranquila, nada parecido a la Camarada que se presentaba puntual a las reuniones en  el cuartucho al que la policía había intervenido hacia  algunas semanas.

Miró hacia el techo y se figuró lo que Sonia debía estar diciéndole ahora mismo, tranquilizándolo ante la situación, tal vez, convenciéndolo de que el partido no dejaría que atrapen a Oscar y aun así sabía que Miguel no se calmaría con eso, más aún, se negaría rotundamente a recibir ayuda del partido. Terco, testarudo como siempre prefería morir a traicionar su posición, la misma que lo empujó a dejarlo sin decir nada aquella mañana en que partió a Willka.

La voz de Miguel parecía irreal, el hecho de que él mismo se encontrase  sano y salvo tantos años después y de que el Colorado esté afuera hablando en vos alta, con su mismo tono ligeramente ofuscado, aquella voz algo irritada que recordaba tan bien, parecía imposible, un sueño; inevitablemente lo asaltó la nostalgia, más aún al recordar como aquella noche en la que el pueblo ardió en llamas, las balas surcaban el aire pitando y los gritos y sollozos se elevaban como coros y derrapaban por el valle, aquella noche en la que fue golpeado y vejado, en la que vio a mujeres y niños masacrados y a los camaradas morir gloriosamente, verter su sangre sin ningún atisbo de duda, aquella vez... Lo único en lo que pensaba era en lo que Miguel estaría haciendo; corrió a través de la pampa cubierta de hierba seca, esquivó las balas, veía cuerpos tirados, mujeres sangrando, casas en llamas y hordas de soldados subiendo del valle, el calor del fuego le acarició la mejilla y pensó en que Miguel debería estar volviendo a la casa de sus padres, lo vio tranquilo entrando al recibidor, quitándose el abrigo y emanando aquel aroma tenue a ropa limpia, su cabello desprendiendo aquel olor a manzanilla, su rostro amable, su paciencia al volver casa, la meticulosidad al colgar las llaves, quitarse los zapatos, lavarse el rostro y su voz preguntando si había alguien; el fuego se avivó y vio una persona rodar en llamas por la ventana de una casa, por un instante la respiración se le cortó y quiso llorar.

El ischu se encrespó ante el viento que zarandeó los tejados, las balas volvieron a estallar y frente a él una mujer gritaba mientras uno de los sinchis la sacaba de los pelos de su casa, adentro crujía la madera, los muebles volaban, la mujer cayó en el suelo con las palmas extendidas y Tony saltó sobre el soldado. El arma cayó tras ellos y él no dejó de golpearlo en la cara, seguía propinándole un golpe tras otro hasta que su rostro se convirtió en una masa roja  sanguinolenta, atrás las mujer corrió de nuevo a su hogar pero inmediatamente otro soldado la sujetó y pretendió dispararle cuando los sesos se le desparramaron al caerle uno de los proyectiles de los camaradas.

Nuevamente corrió esquivando el fuego cruzado, gracias a dios su madre no estaban en la ciudad, aun así, sus tías y primas vivían cerca a la ladera del valle, en el extremo inferior del pueblo. Corrió como pocas veces en su vida recordaba, salto las escaleras empedradas, cuerpos desangrándose, el fuego y los gritos lo aturdieron.

Tony parpadeó un par de veces saliendo de su ensoñación, el camastro rechinó por su peso y el colchón duro contra su espalda se torció ligeramente.

—Permití que guardasen las armas en el comedor bajo amenaza de Tony, y ahora por su culpa Oscar está implicado no sólo bajo cargos de subversión, sino además por el motín en Rioalto.— escuchó casi vociferar a Miguel—no voy a permitir que nos arrastren más a ambos a esta guerra en la cual ninguno de los dos cree. —la puerta se cerró, Tony sonrió aún tumbado sobre la cama, los ojos cansados, pero la expresión satisfecha. "Tal y como lo esperaba" pensó, "no había cambiado ni un poco".

El pequeño piso quedó en absoluto silencio, no se escuchaba un solo auto en la calle, ni los árboles balanceándose al ritmo del viento, Tony giró el cuerpo nuevamente e intento retomar el sueño. La estrechez de las paredes sólo acrecentada la ilusión de seguridad, de calor. Rápidamente cayó dormido sintiendo como su pecho silbaba ante su respiración y la pared se disolvió ante la pesadez de sus párpados. Pero tan pronto como consiguió alejarse de aquellas cuatro paredes grises, se vio nuevamente agazapado tras una pila de adobes. "Dispara sin miedo, camarada" le decía Marcelino, el camarada quien le había proporcionado un arma. "nos podrán matar hoy estos perros, pero no van a matar la revolución, ni mucho menos el pensamiento del partido".

Un rugido lo cegó y los gritos y el dolor lo desgarraron, ellos seguían avanzando y las lenguas de fuego lamian el pasto seco avanzando a la par de las botas militares pisando vidas; inhumanos, eran monstruos barriendo las calles y devorando personas con los cañones de sus armas, violando mujeres y desgarrando almas. Tony resistió, se aferró a cada metro de calle, arreció ante cada muerte, pero llegó un momento en que se percató que algo había cambiado, en un principio no ubicaba qué, pero el pueblo no era el mismo, corrió escondido en las sombras, sujetándose el brazo ensangrentado y el muslo dormido y empapado por el espeso líquido emergiéndole del hoyo que tenía en la entrepierna, intento correr pero fue inútil, otro proyectil silbó y con un golpe seco le asestó en el hombro, igual continuó. Frente al valle, negro e inmenso, con las enormes olas negras  que cuando era niño lo aterraban al caer la noche, esos gigantes dormidos al otro extremo del precipicio que parecían más oscuros en aquél instante en el que el pueblo resplandecía rivalizando con las estrellas. Allí, casi desfalleciendo, con la vista nublada a ratos, vio las casa de sus tíos envuelta en la candela crujiente, chisporroteando el techo, su prima muerta en la entrada, otro proyectil silbo, le atravesó la espalda, su cuerpo solo cedió hacia adelante y cerró los ojos mientras rodaba al precipicio acariciado por la yerba, los arbustos espinosos, las rocas y la tierra fría, húmeda.

***

Las casas comenzaban a iluminarse por las noches con los tintineos de las mallas de luces en las ventanas, el cielo despejado de la noche las dejaba brillar las bombillas con mayor intencionado y las guirnaldas cayendo flojas de las vigas se mecían con el viento. Oscar ya iba una semana en el colegio, hasta ahora nadie se había percatado, ni siquiera Ronald quien cada vez que lo veía lo saludaba con la hipocresía de antes y seguía su camino. Sonia era la mayor responsable de ambos, ella insistió que levantaría menos sospechas que ella se encargarse de llevarles la comida, después de todo eran ellas, las religiosas, quienes se encargaban del colegio y ella, luego del convincente papel que había interpretado como interesada en tomar los votos, prácticamente era una monja más deambulando por los pasillos. La hermana María, por supuesto, no sabía nada, pero Miguel juraba que los últimos días lo miraba de forma distinta, había algo en ella que indudablemente había cambiado, algún aspecto en su mirada que se había torcido, o algo que se había perdido en aquellos orbes negros que lo seguían silenciosos. Él seguía pensando en cuál sería su siguiente movimiento, era más que seguro que su padre ya sabría de todo lo acontecido, y era más que seguro qué el mismo se encargaría de perseguir a Oscar hasta el, fin del mundo si fuese posible, ni que decir si se enteraba que Tony aún seguía vivo. Se hallaba convencido de que no podía vincular más a Oscar con el PCP, y aun así permanecer con ellos parecía la vía más segura para evitar la detención.

La campana sonó y Miguel cerró las actas con las notas del año escolar, quedaba muy poco por hacer, ya era mediados de diciembre y pronto las vacaciones comenzarían de forma oficial. La escuela se sentía vacía sin los muchachos correteando por los pasillos y los constantes gritos de los colegas irritados, ahora el pasadizo y el patio, los salones y los jardines se encontraban tan silenciosos. El verde de los arbustos resplandecía ante el mediodía y al otro lado del jardín la profesora Sonia salió del aula de la subdirección, ambos intercambiaron miradas brevemente, pero tan pronto como dio el primer paso, desapareció por las escaleras.

 El día anterior habían tenido una pelea, estaban terminando de tomar el lonche cuando le dijo que los arreglos ya estaban hechos, y que ambos, Tony y Oscar se podrían esconderse en un pequeño piso en el distrito de la Magdalena, muy cerca donde recordaba Tony iba en la época en la que el partido recién se formaba. Miguel inmediatamente reaccionó y le recordó que no permitiría que vinculen más a Oscar con el partido. Ella levantó la voz rebatiéndolo con que era la única forma de que ambos no sean capturados. Tony y Oscar salieron de las habitaciones e intentaron calmarlos, pero inmediatamente Sonia se puso de pie "¡Pequeño burgués egoísta!—le espetó a Miguel —no te das cuenta que por tu miedo lo vas a matar" dijo señalando a Oscar para luego salir de ofuscada de la sala. Miguel se quedó callado por un instante, Oscar lo sujetaba del hombro igual de sorprendido, sintió como él temblaba y luego como poco a poco la tensión de su cuerpo cedió, para luego salir raudamente a zancadas, se cubrió disimuladamente el rostro simulando acomodarse el cabello, pero era inútil, ambos se habían percatado de su mortificación  antes de cruzar el dintel.

—Creo que deberías ir, probablemente yo solo empeore las cosas— le dijo Tony a Oscar.

Miguel siguió su camino en dirección a los cuartos traseros, esa misma noche se llevaría a cabo el traslado y él aún no tenía nada pensado que los permitiese desligarse del partido, ni un plan de respaldo, ningún lugar al que ir, Sonia tenía razón, estaba siendo egoísta, no era una simple cuestión de principios— los cuales de por sí ya no tenia del todo claros—se estaba  dejando llevar por su terquedad y estaba poniendo su temor por delante de la seguridad de Oscar, de momento, indudablemente seguir con el Partido era lo más seguro.

Tony se encontraba tumbado en el mueble, parecía escuchar la radio pero al ver su postura, la cabeza mirando al techo, las manos en la nuca, Miguel se percató de que se encontraba preocupado pensando en quién sabe qué, recordaba claramente esa expresión de ojos perdidos y los labios fruncidos. El resorte del catre rechinó y Oscar apareció por el dintel de la puerta de su habitación con  su amplia sonrisa y su expresión algo atontada, parecía haber estado durmiendo. Ambos se abrazaron y él lo besó atrayéndolo hacia sí, Tony se recompuso en el sillón y cambió de emisora al radio algo incómodo.


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