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La Ciudad de Polvo por Dedalus

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CDRY, 27 de Diciembre de 1988

A menudo uno escuchaba que los buses de la empresa Pacifico podían recorrer el país de forma longitudinal en tan solo un día, lo que a otras empresas que ofrecían servicios similares les tomaba cerca de tres días o incluso cuatro. Tal hazaña, por supuesto se debería en un principio a que estos buses rara vez hacían paradas, ya sea solo para emergencias o algún improvisto en el camino, sin embargo, más allá de su conveniente servicio exprés, estos buses eran conocidos por alcanzar altísimas velocidades. A menudo la gente comentaba fascinada como uno lo único que podía ver al pasar uno de los vehículos de la empresa por la carretera, era una suerte de estela levantando el polvo y la arena por sus dos flancos, un bólido verde botella fulgurando bajo el cielo abierto de los desiertos que rodeaban Ciudad de los Reyes.

Miguel y Oscar comprobaron este saber popular cuando en tan solo medio día habían alcanzado dejar atrás los paupérrimos balnearios del norte cercano a la capital y ya se hallaban penetrando en los amplios campos de cultivo que rodeaban las ciudades del extremo norte del país. En un abrir y cerrar de ojos, pueblos, villas y ciudades pequeñas se desvanecían en el paisaje cambiante; árido, boscoso; montañas, pampas, Miguel ya había perdido la noción de donde se encontraba, solo el eventual alarido del cobrador al llegar a uno de los paraderos designados lo lograba poner al tanto.

“¡Barranca!” exclamaba, o “!San Vicente!”, luego “¡Huarmey! ¡Huarmey!” y después de eso “¡Casma! ¡Paradero Casma!” Y la gente se ponía de pie de forma perezosa, despertando del letargo en el que los había sumergido la contemplación del paisaje costeño, se levantaban por sus maletas, bolsos y morrales, verificaba el no haber dejado caer nada en los asiento para luego descender todos en fila y poco después quedar atrás casi completamente cubiertos por la estela amarillenta de los legendarios buses del Expreso norte.

Oscar abrió con los dientes otra de las innumerables bolsas de maní confitado que venía comiendo en lo que iba del trayecto, su rostro había cambiado mucho en aquellas semanas, un cambio que, a pesar de haber perturbado a Miguel en un principio, ahora no se encontraba seguro si le desagradaba del todo. Él, sintiéndose observado, le ofreció la bolsa transparente llena de los dulces, Miguel negó con la cabeza y se reclinó en el respaldar.

Ya habían pasado dos días desde aquella trágica noche buena y aun ambos seguían con el malestar de todo lo que sucedió  impregnado en la piel, no habían conversado mucho, y aun así en la mirada de Oscar podía ver que le rondaban los mismos pensamientos, que las mismas emociones lo nublaban y que la mezcla entre frustración y remordimiento lo atormentaba a cada segundo. Aun así, él no podría entender del todo lo que había significado para él abandonar a Tony en aquél descampado, verlo quedarse agazapado al viejo auto atravesado por las balas.

Sabía que ambos se habían hecho buenos amigos durante las semanas que Oscar había pasado en Rioalto, pero aun así, tan duro como pudo haber sido lo que tuvieron que afrontar allí, no superaba el hecho de que Tony había sido la persona que lo acompaño durante su primera juventud en todos los eventos importantes de su vida. Fue con él que tuvo su primer beso, él fue la primera persona con la que durmió en la misma cama y la primera con la que tuvo sexo, la persona con la que se emborracho por primera vez hasta perder la conciencia y quien lo vio desde la primera fila de las butacas en la presentación de su único libro, fue la primera persona a la que vio a los ojos con el miedo tatuado en la cara—aquella vez de la gran toma de la UNCR—y no se avergonzó de buscar con los ojos fuerza en él, apoyo; no podía ser debilidad si era él quien lo sostenía, era compañerismo, camaradería, amor, pero no debilidad.

Y ahora todo parecía tan reciente, porque aquella misma mirada que le dio antes de dejarlo allí, rodeado de aquellos encapuchados, fue la misma que le dirigió hacia ya varios años, cuando la policía tumbo las rejas del el portón principal de la universidad y arremetió contra los compañeros con bombas de gas y perdigones. “¡Deben irse! ¡Corran, ya, corran!” Rezongó con voz de mando, él lo quedó observando sin entender del todo lo que decía, pero pronto se percató de que no era el único al que había dirigido aquellas palabras, tras él estaban media docena de muchachos asustados, las bombas estallaron nuevamente remeciéndole el estómago y el olor caustico comenzó a llegar desde la entrada principal, Tony trataba de resistir en el corredor junto con otros compañeros, ambos se quedaron mirando por unos instantes, tenía claro que estaba dispuesto a dar su vida antes que dejar que alguien pase, y él le quería decir lo mismo, que estaba dispuesto a soportar los golpes, el ardor en los ojos y la asfixia o los perdigones en su piel siempre y cuando pueda decir que paso todo eso a su lado.

Tony volteó una vez más, ahora el alboroto, los alaridos y los cuerpos aturdidos de los compañeros ya se escuchaban más cerca, estaba a punto de ordenarles que escapen, una vez más iba a alzar la voz en medio de todo aquel caos hasta que vio  la expresión de Miguel y comprendió todo. Su voz nunca llegó a estallar en su garganta y tan solo  sostuvo la mirada un par de segundos, los labios apretados, el gas entrando tras él; Miguel asintió gentilmente, sin un atisbo de pena, tristeza o preocupación, fue una venia, una licencia que le otorgó para huir con los muchachos, en su mirada aquella tarde comprendió claramente que el sabia, y no dudo ni por un segundo que  se hubiese quedado con él a hacer frente a la policía a su lado.

Pero lo correcto era ir con los muchachos, él lo sabía, y Miguel en el fondo también, aquella venia no fue más que el permiso último que necesitaba para abandonar su puesto—protegiéndole las espaldas, resistiendo hombro con hombro—y seguir, un permiso entre camaradas, entre amantes. Era lo correcto, se repetía, era lo que debía hacer, y aun así no pudo evitar llorar mientras corría a toda velocidad hacia uno de los salones posteriores donde consiguieron un momentáneo refugio.

Los compañeros trancaron la puerta y afuera un nuevo escándalo se montaba entre los gritos y el sonido de las bombas y los disparos, las tanquetas desfilando en los exteriores y la multitud juntándose en la entrada de la facultad, el ultimo edifico que aún continuaba tomado. “No es debilidad” se repetía miguel mientras resistía con la media docena de muchachos dentro del salón, “no es debilidad” trataba de convencerse mientras recordaba la forma en la que Tony fue llevado a rastras, sin embargo algo en su pecho le escocia y sabía que no estaba bien, o que no se quedaría tranquilo, no hasta haber recorrido el mismo camino que Tony, hasta haber soportado los golpes y el maltrato, hasta haber resistido al final, así sea asfixiándose con el gas.

La puerta comenzó a retumbar y uno de los agentes a demandar que la abran, era cuestión de tiempo para que esta caiga. En aquel momento vio la ventana y Carlos inmediatamente se percató de lo que pensaba hacer, no había otra salida, asique ellos saltaron por el alfeizar mientras el cedió junto a la puerta lanzando patadas y golpes en todas direcciones, gritando con todo lo que la garganta seca le permitía, “¡viva la toma!” repetía, “¡viva el movimiento estudiantil!” y sentía  el golpe de la cachiporras y las patadas una vez que cayo, sentía los músculos descompensarse, pero aquel escozor en el pecho ya no estaba allí, aquella vergüenza se había desvanecido.

Y ahora, luego de tantos años la mismas sensación lo enfermaba, “no es debilidad” dijo susurrando, "no es cobardía" se dijo en aquel momento en el que se internó junto Oscar en el sendero del cerro, una frustrante sensación de fracaso y rabia incapaz de evitar el hecho de sentirse, una vez más, un desertor; lo invadió, sofocándolo hasta el punto de no dejarlo avanzar. El cielo entero se encendió en un popurrí de colores, detonaciones, humo emergiendo de todas partes y las calles parecían cobrar vida, erigirse hasta querer alcanzar el cielo mismo. Ambos se dejaron caer en la tierra salpicada de desechos y cascajo, el olor a pólvora ya se dejaba sentir, nadie los seguía aparentemente.

Estuvieron allí cerca de media hora, tal vez más, escondidos en un sendero antiguo que los muchachos de la escuela usaban para escapar de clases. Nadie los hallaría allí, y ante este pensamiento Miguel se sintió tentado a no levantarse más y simplemente cerrar los ojos hasta quedar dormido, luego ya verían, luego decidirán qué hacer.

Pero Oscar no se merecía eso, no podía permitirse bajar la guardia hasta que no saliesen de allí. Así que se puso de pie como pudo, sintiendo que los tobillos le punzaban y los trozos de piedra se desprendían de su espalda, Oscar también se recompuso y ambos siguieron caminando por el serpenteante sendero que parecía nunca acabar, él lo miraba por momentos algo asustado, pero Miguel trataba de tranquilizarlo contándole como una vez él junto con la hermana María encontraron allí a un grupo de estudiantes sumamente alcoholizados, allí, cruzando aquel peñasco.

Oscar parecía calmarse, así que prosiguió contándole como la hermana María se disgustó tanto que expulsó a los dos alumnos que habían traído el alcohol y pretendía hacer lo mismo con los demás, de no ser porque el intervino y se comprometió a recibir en su clase a aquel grupo (todos de segundo año) entre  ellos estaba Lester,  el más bajito de su salón, recordó, rostro redondo y lleno de acné, voz casi inaudible y una constante tendencia a meterse en problemas.

Adelante las faldas del cerro se suavizaban hasta el punto de dar forma a sedosas lomas que descendían en los barrios al borde del distrito, las luces de las casas y calles les recordaron que aún seguían en Ciudad de los Reyes. Constantemente veían como una estela blanquecina iluminaba la cumbre y la cara oeste del cerro, a medida que continuaban avanzando se escuchaba cada vez de forma más clara el eco de los cohetecillos estallando y la música, ya era Navidad, sin embargo ambos parecían observar todo desde un plano distinto.

Los patrulleros descendía surcando calles angostas mientras las potentes luces y sus sirenas se mezclaban con las fachadas adornadas brillando igual de fuerte, el aullido de la civilización los acorralaba y pronto el aparente vacío tras ellos se desplomó con el eco de las balas, la luz del reflector comenzó a moverse nuevamente y ambos se tumbaron al suelo para no ser iluminados, el estruendo hizo eco en todo el cerro y ambos observaron como aquella luz cortaba la noche desde el cuartel varias cuadras hacia el oeste. Pronto la tierra retumbó en un rugido seco y los estremeció contra el polvo, el miedo le hizo enterrar los dedos entre los grajos, la respiración cortada violentamente y el corazón comprimido en un espasmo casi doloroso, Miguel trató de disimular. Frente a ellos las calles se fueron apagando una por una, las fachadas quedaban a obscuras y los postes de alumbrado desaparecían en la penumbra, cuando Miguel levantó la cabeza una vez los ecos de los disparos hubieron detenido, la ciudad entera parecía haber desaparecido en un segundo. Más allá de los bloques bajo la penumbra, kilómetros de edificios ruinosos, en el extremo sur de los cerros que se trenzaban a lo largo de Santa Ana, en una loma cercana a la cumbre, se encendió una llama que recorrió rápidamente un semicírculo, luego dos líneas convergentes, el símbolo del partido ardía tras ellos y varios metros hacia abajo, en el extremo donde el sendero se fundía con el concreto de las solitarias calles de aquella zona, una silueta negra se hallaba de pie, una figura larga que se hacía a un morral los observaba detenidamente como si fuese un espíritu del monte, uno de los demonios que decían habitaban las cuevas cercanas a la cima.

                                                                ***

Alzó la vista, y el perfil de Oscar contrastaba con el paisaje desértico que se extendía hasta la cordillera, se había quedado dormido y la bolsa de maníes confitados colgaba apenas prendida de sus largos dedos, Miguel sonrió y deslizó la cabeza del respaldar del asiento dejándola caer de forma gentil sobre su hombro, con sumo cuidado de no despertarlo se acercó más a él sintiendo el olor de su ropa y el cosquilleo de su cabello el cual le había crecido mucho desde la última vez que se lo cortó. Sin embargo, desertar de qué, se preguntó Miguel acariciándole los mechones desordenados a Oscar. Después de todo, Tony había muerto para él hacía cinco años, no dos días, no le debía su fidelidad, no le debía nada más que los buenos recuerdos.

Ahora la carretera comenzó a serpentear entre las quebradas, uno que otro árbol seco era dejado atrás en la carretera y la roca desgarrada parecía haber sido arrojada desde las entrañas de la tierra allí, junto a la carretera sorteando aquellos riscos. Oscar apenas veía la luz colándose entre sus párpados, sentía el roce de los dedos de Miguel en su cabello, prefería permanecer así, no quería que se percate que estaba despierto. Faltaban al menos unas tres horas de viaje más para llegar a San Antonio, a casa de sus padres, sería mejor que descansará un poco, aun así, después de la agitación de las últimas semana había desarrollado una paranoia que lo tenía en constante tensión, sobre todo cuando se hallaba a punto de al fin caer dormido.

Confiaba en que una vez llegase a casa de sus padres todo esto desapareciese, "¡allá no hay partidarios!" le había dicho, "allá los cachacos no patrullan las calles y la gente vive igual que hace veinte o treinta años" le aseguró en el terminal, pero en su rostro sonrosado no vio seguridad, solo desconfianza y miedo, sin embargo, igual cedió luego de hacerle prometer que sólo sería por algunos días, él asintió, no porque se encontrase de acuerdo, sino simplemente porque era lo único que quedaba hacer.

Y, a decir verdad, el hecho de dormir en los asientos del bus ya de por sí era un alivio luego de pasar una noche el sofá de Sebastián Lara y luego pernoctar la noche siguiente en las bancas de un hospital. De hecho, habían tenido poco a casi nulo descanso en aquel intervalo de tiempo en el que pudieron conseguir el dinero para viajar. Pero todo eso ya no importaba, ya debía llegar en un rato más y sólo esperaba poder abrazar a su madre, ver a sus hermanos y sobrinos, tal cual los había dejado, idénticos, a su padre volviendo de la jornada en la tarde y respirar aquel aroma a tierra fértil que inundaba todas las habitaciones.

***

CDRY, 15 de Diciembre de 2007

El recreo transcurrió tranquilo e incómodo. Todos el patio carecía del eventual griterío, los muchachos de siempre jugando al fútbol, las sonrisas estridentes y las bromas pesadas censuradas por alguno de los auxiliares. Esta vez no se  habían formado los diversos grupos, dependiendo del año o los distintos círculos sociales;  todos conversaban entre ellos animados, "¿qué harás en el verano?" no dejaban de replicar, "y es que ya no los veré el año que viene" alguien dijo, "mis padres se mudarán a Puerto Viejo" y James llegó hacia donde estaba su año y todos se encontraban con la misma expresión que aquella muchacha despidiéndose de sus amigas, todos sabían que muy difícilmente volverían a verse.

Aun así no desaprovechaban la oportunidad de comentar los exámenes, los pocos sucesos relevantes de la semana y la detención de Calí luego de que le robara la cartera a una señora en el ovalo de Santa Ana. A James no le quedaba duda que aquella puesta en escena era escandalosamente artificial, en un día común jamás se hubieran juntado y, aun así, no le importaba del todo aquella fingida repentina unión, sabía que era algo que se tenía que hacer, y simplemente lo toleró,  río y participó en rememorar las anécdotas de siempre, se dejó abrazar y zarandear cuando todos se comenzaron a poner más sentimentales de lo que él podía tolerar.

Fred, en cambio, era todo risa y bromas, no dejaba de lanzar comentarios que se confundían entre la broma y la crueldad, Diana se carcajeaba ante tal soltura como implícitamente comprendiendo que, si no lo hacía, rompería en llanto apenas tuviese la primera oportunidad. Él no le había contado hasta ahora a lo que se había referido con aquella dramática sentencia que le había dicho antes de que sonase la campana, aun así, James creía saber en cierta medida lo que había sucedido. Tan solo el miércoles Fred le había dicho algo frustrado que el día siguiente tendrían la última reunión con Manu antes de que este terminará su tesis y la reedición del libro se publicase, eso había sido ayer, y por las imparables bromas de su amigo, por la imperturbable sonrisa que llevaba en el rostro y sus tensos movimientos, definitivamente algo había ocurrido en aquella última reunión.

Llegado el momento ambos fueron a comprar algo para beber al quiosco del último patio, James espero pacientemente a que Fred se dejara de dar tantas vueltas y le dijera de una vez lo que lo tenía tan dolido que ni siquiera podía expresarlo. Él, sin embargo, permaneció inmutable, con la misma máscara patética en el rostro, el uniforme extrañamente bien planchado y la loción emanándole del cuello con un frescor reconfortante.

Una vez llegaron al límite de la escuela, allí donde habían levantado la caseta de madera alrededor de la cual se conglomeraban varios estudiantes, allí Fred al fin pareció menguar su desconcertada sonrisa y se alejó con un simple "yo voy a pedir las gaseosas" internándose en el cúmulo de muchachos empinándose en el mostrador. James lo vio eludir su mirada, incómodo, avergonzado de su incapacidad de mantener la apariencia de que ya había pasado todo, de que nada relevante le había sucedido; era mejor no preguntarle nada, pensó, al menos de momento.

—Y a ese ¿qué le pasa ahora?—le dijo Esther junto a él. Juan acababa de saltar sobre la espalda de Fred y este entró en  personaje nuevamente.

—No tengo la menor idea —le respondió James sin levantar la vista. Él recorría con la vista cada uno de los listones de madera que componían aquella caseta. Los parasoles parecían abrirse como alas y el quiosco entero parecía un rústico aeroplano a punto de despegar.

— ¿Qué tal te fue con los exámenes? —habló Esther ante el breve silencio, James se encogió de hombros restándole importancia y recalcó que al menos se encontraba tranquilo con los de historia y lenguaje. Ella lo escuchó atenta, pero algo lejana en su mirada.

— ¿Crees que nos volvamos a juntar después de hoy? —soltó algo avergonzada.

—Claro, de hecho nos veremos durante el verano; qué, ¿por algún momento pensaste que aprobarías todos los cursos?— soltó James para luego lanzar una carcajada. Esther, ante la inesperada respuesta también sonrió dejando desvanecer la vergüenza frente a su poca común melancolía.

—Pero en serio, nos seguiremos viendo, de hecho nos juntaremos para ir a la playa, celebrar algún cumpleaños o lo que sea que nos dé la excusa perfecta, luego tal vez lo hagamos menos, seguro muchos entraran a la universidad o conseguirán chamba, no sé, igual espero no perder  contacto con ninguno de ustedes.

Esther lo palmeo en la espalda y sonriendo pareció agradecida de su aparente inmunidad a todo los sentimentalismos de aquel día, James sin embargo sintió que aquél gesto por poco lo hace perder el delicado equilibrio en el que se mantenía desde que se levantó extrañamente temprano, aquella mañana. Era justamente el sentimiento de vértigo que venía tratando de controlar toda la semana, un espantosa sensación de náusea ahogada en una violenta inhalación. El aire llenaba sus pulmones pero la amenaza de aquella arcada retenida no parecía abandonarlo, y allí frente a Esther no pudo encubrir del todo su indisposición, menos lo pudo hacer cuando luego de decidirse por llamar a Samuel con la esperanza de que le contestara ante la ausencia de cualquier señal de él desde la última vez que lo vio.

Estuvo pensando qué es lo que diría, se hallaba mareado, tanto que, a pesar de haber recargado el celular en la mañana, pospuso la llamada hasta después de la cena cuando al fin se quedó solo en su habitación con el aparato tirado entre sus mantas y él allí indeciso acerca de si al fin se atrevería a marcar o simplemente se olvidaría de todo aquel asunto, haría como que nunca pretendió comunicarse con él y por lo tanto su debilidad nunca sería evidenciada, nadie sabría que era un cobarde.

Evadió aquella incomoda visión revisando sus cuadernos, vio por la ventana recorriendo con la vista la calle con la muda esperanza de que algo ocurriese, de que Franco aparezca bajo la fachada de alguno de sus vecinos, emergiera de las sombras y le hiciera una seña para que le abriese la puerta. Cualquier cosa menos tener que afrontar la aterradora tangibilidad de todas sus flaquezas expuestas en aquella llamada que lo esperaba sobre su cama, como acusándolo con su sola presencia, el celular allí tirado vibró con la llegada de un SMS y James al fin lo tomó para ver de quien era este.

"Mañana es la última reunión que tendré con el profe Manú y por primera vez en mi vida me encuentro pensando qué es lo que usaré, no quiero ir a verlo con el uniforme." decía el mensaje de Fred.

"Cualquier cosa menos aquellas zapatillas de Bob Patiño" le respondió, a lo que, aprovechando su momentánea despreocupación, como por reflejo  buscó el número de Samuel en la lista de contactos, marcó la tecla de llamar y los siguientes segundos el ruido de su pecho desbocado solo fue opacado por el timbre intermitente que indicaba que al otro lado de Ciudad de los Reyes, su móvil estaba recepcionando la llamada; él, sin embargo nunca contestó.

El buzón de voz entonces dio paso a la momentánea desesperación solo ahogada tras el violento recuerdo del día en que  ambos se encontraban paseando en la alameda, el invierno parecía haber  llegar a su punto más álgido con la neblina avanzando como un aluvión sobre el cauce del Rimaq y ambos perdieron la noción del tiempo entre los puestos de picarones y las calles cercadas por faroles torcidos y tiendas de artesanías, fuentes de soda o cafés. Al percatarse de la hora ambos se apresuraron hacia la avenida Abancay pero al llegar a la bocacalle bloqueada por tres bloques de cemento, se dieron con la sorpresa del enorme atasco. Samuel, algo ansioso por el caótico espectáculo de autos intentando colarse en las angostas calles laterales o custers subidas sobre las aceras en un desesperado intento por avanzar, sacó su celular para avisar que llegaría tarde, "mi madre se preocupa por todo" siempre le decía "pero es especialmente paranoica de noche, si no estamos en casa a las 10, ya está pensando lo peor." así que intento buscar el número de su madre  pero el teléfono entonó un potente tono de alerta y la pantalla se apagó. Samuel se quedó con el rostro congelado y preocupado empezó a maldecir la poca duración de la batería de aquellos celulares modernos.

Fue allí que James le ofreció el suyo y él, al no recordar el número del móvil de su madre terminó por llamar al teléfono fijo de su casa, el cual James, un par de días después, luego de recibir una llamada justamente de aquel número, decidió guardarlo como "Samuel casa" en su lista de contactos. Ahora, luego de tres meses, marcó por primera vez aquel número y nuevamente el acuciante sonido de espera lo hizo temblar endeble en medio de su habitación.

 

CDRY, 28 de Diciembre de 1988

La casa de los padres de Oscar estaba al final de una larga trocha bordeada por frondosos castaños, tan altos como edificios de dos a tres pisos, y arbustos de enrevesadas ramas verdes y amarillas. Él no dejaba de indicarle que esos castaños los había plantado su bisabuelo en los años veinte, con el tiempo se habían vuelto una de las principales fuentes de ingreso para su familia, pero ahora, luego de la masificación de la producción en el valle, su precio se había devaluado tanto que las ganancias que sacaban de aquellos árboles ya no eran siquiera la mitad de cuantiosas que en aquellos años.

A medio camino Miguel vio dos siluetas flacuchas jugando entre los árboles, estos saltaron al camino y quedaron observándolos en silencio, el sol de mediodía los bañaba sin proyectar sus sombras, parecían dos monigotes de pie frente a ellos. Oscar, quién se cubrió del sol con la mano, la alzó saludando enérgicamente a aquellos niños de caras tostadas por el sol y piernas largas y morenas, ellos parecieron titubear por un instante y luego partieron a la carrera hacia ellos.

Ambos se prendieron de Oscar haciéndolo caer sentado, Miguel estalló en risa ante la escena, "¡tío Oscar! ¡tiíto! Gritaban los dos niños, hasta que se percataron de su presencia y lo observaron de pies a cabeza, se pusieron de pie sin quitarle la vista encima y solo avanzaron una vez Oscar también se levantó.

—Él es mi amigo, Miguel, saluden, niños. —Les dijo  limpiándose la tierra del pantalón. —Jair y Renzo, — prosiguió el señalando a cada uno —mis sobrinos.

Ambos niños le dieron la mano a Miguel y volvieron a la carrera camino arriba a avisar de los recién llegados, ambos hicieron sonar sus sandalias dando brincos y dejaron tras suyo un rastro de polvo, Miguel y Oscar siguieron avanzando tras ellos arrastrando los pies y cubriéndose los rostros del violento sol.

Al llegar al terreno en el que se levantaba la casa, la señora Soledad los esperaba en el portal apoyada al dintel de la puerta, la mujer de alrededor de cincuenta años entornó una amplia sonrisa apenas posó la vista sobre el menor de sus hijos, una sonrisa sincera, sin el mínimo rastro de autocontrol, apabullantemente impulsiva—un temblor sacudió a Miguel — tal y como todos los gestos de Oscar, quien ya se encontraba abrazando a su madre y dándole leves golpecitos en su espalda.

—Muchacho, luces terrible—lo regañaba ella sujetándolo de ambos hombros y contemplándolo de arriba a abajo, cotejando los daños que la capital le había causado a su hijo— ¿Que acaso no comes allá en la ciudad? ¡Con qué porquerías te alimentarás que estás tan flaco!

Oscar sonreía y asentía algo avergonzado, recostó la mano sobre el morral que Carlos les había logrado alcanzar en la estación e inclino la cabeza levemente como dando pie a la inevitable presentación. La Señora Soledad captó el gesto inmediatamente y giro el rostro hacia Miguel quien de pronto se vio indefenso frente a aquella mujer que lo encaraba directamente, ella arrugó un poco la nariz y Oscar rompió el silencio.

—Él es Miguel, mamá; estamos juntos. —soltó algo tímido, pero manteniendo la entonación firme, la voz clara. Miguel, por otro lado, sintió que los colores inmediatamente le treparon a su ya de por sí sonrojado rostro. No se esperó para nada aquél "estamos juntos", incluso un "es mi pareja" "mi novio" le hubiera resultado menos chocante, hubiera podido esperarse lo peor, pero la vaguedad de aquel "estamos juntos" aquella descarada ambigüedad lo hacía todo más vergonzoso.

Ella avanzó algunos pasos y tomándolo del hombro lo saludo con un beso en la mejilla, Miguel solo se dejó llevar y observaba a un divertido Oscar que lo miraba conteniendo la risa.

—Un gusto, jovencito—le dijo — ¿Areqipeño, no? —le preguntó de pronto sin soltarle el hombro, Miguel algo confundido asintió a medias y luego ladeo la cabeza.

—No, no, pero mi padre sí es de allá—contestó aún algo cohibido.

— ¡Ya sabía! todos ustedes tienen el mismo rostro, esa misma expresión, ese mismo tez coloradito, por eso tiene fama de renegones, pues. —continuó.

— ¡Cómo! Pero tú también estás bien delgado, ¿qué acaso nadie come bien allá en la Ciudad de los Reyes? Vamos, pasen, pasen, tiene  suerte de que la comida del almuerzo aún esté tibia. —les dijo esta vez a ambos, tomó a su hijo del brazo y empujó de forma delicada a Miguel para que los siguiese, atrás los niños los siguieron dándose empujones entre ellos.

Ya en la casa se encontró con una sala amplia dispuesta con muebles de esquinas redondeadas recubiertos con forros de lo que parecía ser una franela color menta, a un extremo estaba arrimado junto a la pared el mueble del televisor y sobre un repostero lleno de figurillas de cerámica y portarretratos había una radiograbadora algo destartalada.

—Por aquí —le dijo Oscar guiándolo hasta la cocina donde la señora Soledad ya se encontraba destapando las ollas de barro que Miguel solo había visto de utilería en algunos restaurantes del centro de la capital.

—Tomen asiento, muchachos, siéntense. —les dijo sin voltear a verlos mientras removía lo que parecía ser un arroz amarillento.

Una vez los platos fueron servidos ambos devoraron su contenido en cuestión de minutos ante la sonrisa satisfecha de la señora quien, luego de servir la chicha en sendos vasos se sentó frente a ellos y solo se quedó allí, ocasionalmente preguntándoles sobre el trabajo, la familia, la situación política y la vida en general, sin ningún interés en particular, ella solo fluía de tema en tema y de todos lograba sacar alguna broma o comentario pícaro a lo que ambos respondían con carcajadas, era hasta bizarro como situación tan plena en su simpleza pudo traerles tanta felicidad, pero Miguel desde un comienzo sabía que ella sólo estaba siguiendo el protocolo, luego, por supuesto, vendrían las preguntas más obvias, qué es lo que hacían allí, porqué habían venido prácticamente sin equipaje y porqué se encontraban ambos en aquel estado tan lamentable.

 Sin embargo, como toda buena madre, supo esperar; y, una vez ambos estuvieron satisfecho con el arroz con pollo que les había servido, los dejo ir a tomar una ducha y descansar en la antigua habitación de Oscar, ella se puso de pie comenzó a ordenar los trastos, ambos apenas pudiendo sostenerse en pie para entrar a la regadera la cual, para sorpresa de Miguel, no era más que un manguera atada a una rama en una caceta a la espalda de la casa, Oscar estallando en carcajadas al ver su rostro confundido entró con él, luego de haberse asegurado que su madre se encontraba aún adentro y que ninguno de los niños seguía por allí.

El agua cayó sobre ellos y aplacó en algo el calor seco de aquella región en la que el viento de por sí llevaba una arenilla finísima que irritaba la piel. Oscar se quitó la ropa interior en un ágil movimiento y, luego de enjugarla brevemente, tomó a Miguel por las caderas y lo guio bajo el chorro brillante que caía con un ruido seco a la tierra rojiza. Sintió sus muslos firmes contra su miembro, la breve redondez de sus caderas y su pecho plano, pero también se percató de un estremecimiento en sus hombros, una resistencia, que aunque breve, no pasó desapercibida para él. Lo soltó de inmediato y ambos terminaron de ducharse casi en completo silencio.

El camino hasta la habitación de Oscar en toalla fue algo vergonzoso para Miguel, quien solo el hecho de ponerse  traje de baño suponía un  gran esfuerzo. Sin embargo, al llegar a la habitación de Oscar este cerró la puerta y las toallas fueron innecesarias, estas cayeron sobre la cama angosta y él se dirigió al armario arrimado a un extremo, Miguel solo se sentó en el camastro viendo los ángulos de sus costillas asomarse apenas. Él le lanzó un polo sin mangas y un short deportivo.

— ¿Sí sabes que no me importaría tenerte así todo el día, no?—le dijo recorriéndolo con la mirada, se acercó y acariciándole el muslo le dio un beso fugaz en los labios para luego regresar al armario, Miguel sólo continuo cambiándose.

—Tal vez tu no tengas problemas, pero tu madre definitivamente no estará contenta de tenerme desnudo paseando por la casa. —contestó al fin una vez se hubo puesto la ropa de Oscar.

—Te sorprenderías de las cosas que contentan a mi madre. —agregó él.

Miguel sintió las mejillas arderle y dejó escapar una sonrisa nerviosa, colgó las toallas en la cabecera de la cama y luego se acostó sobre esta. Sentía el olor a Oscar en todos lados, su loción, el vaho de su piel, todo aquél cuarto se hallaba impregnado de él, su ropa se sentía como su tacto sobre su piel, sus muslos, no pudo evitar que esta idea lo excitase.

Oscar, quien ya se había puesto un polo desgastado y un short de baño celeste, se hecho junto a él, pero con la cabeza hacia la parte inferior de la cama, ocasionalmente lo fastidiaba topándole la oreja con los dedos del pie o poniendo su pierna entera sobre el regazo, Miguel contenía la risa intentando aparentar que no le causaban gracia sus payasadas, pero era imposible, él se carcajeaba con una tosquedad cautivante que no dejaba espacio más que para la ternura.

Cuando menos se percató el sueño lo venció y la potente luz que atravesaba la ventana parcialmente cubierta recorría la habitación de extremo a extremo, pared a pared siendo bañadas con aquel resplandor cálido, una luz definida, casi sólida que se impregnaba en cada partícula levitando en el aire, en cada suspiro que dejaba escapar sintiendo como su cuerpo se encontraba con el de Oscar, como las sábanas se le pegaban a la piel. El terracota de las paredes de anchos ladrillos rústicos se encendían ante él, brillaban por momento apenas dejándolo abrir los párpados. La nochebuena se veía tan lejana desde allí, toda la rabia, el dolor y la frustración de hace algunos días no tenía cabida en aquella habitación que levitaba suspendida en medio de aquel desierto.

***

 

CDRY, 15 de Diciembre de 2007.

Al regreso del recreo el salón de clases se sentía cargado del humor de las treinta y dos almas allí metidas, cada uno con un mundo entero en la cabeza, cada uno con la perspectiva de una vida a iniciarse al momento en que  las campanadas de la salida repicaran por última vez en año. James secó el sudor de la frente con el pañuelo y espero pacientemente la llegada del profesor Manuel. Todos se hallaban calmados, el sol brillaba a  través de las ventanas con tal intensidad que daba la impresión de que el ocaso los golpeaba de frente a pesar de que no era aún ni medio día.

Fred parecía cada vez más aletargado, como si el constante esfuerzo de mantenerse aferrado a aquella imperturbable mueca al fin le hubiese terminado por desgastar. Él miraba como preocupado la puerta y Diana le bromeaba siguiendo la conversación con los demás pero ya no podía contener aquella velocidad, no podía soportar todo aquel peso a sabiendas que el tiempo se había desvanecido tan rápido y que ya no había lugar a evasiones.

El temblor en las piernas que sentía remecerlo de cuerpo entero difícilmente se volvería a repetir con alguien más—de eso se hallaba seguro —y la vida no le daría la oportunidad de enamorarse tan dolorosamente de alguien como Manu. Todo para que ambos llegasen a aquel punto en el que la vergüenza muy seguramente no dejaría que intercambien más que un par de palabras y un apretón amistoso de manos, aunque no, no, sabía que Manu no era aquel tipo de hombre. Él sin duda era alguien excepcional, muy seguramente tendría el temple suficiente como para olvidar todo lo que su ingenuo pecho prácticamente le había lanzado el día anterior con una urgencia aterradora. Muy seguramente incluso, se sentiría culpable, tal vez ni siquiera viniese a la última clase del año, todo por su ingenuidad y  egoísmo.

Pero no era suficiente, nunca lo sería y desde aquel día en adelante tendría que aprender a vivir sin la tranquilizadora seguridad de que lo vería cruzar aquella puerta todos los martes y viernes sin falta.

Así que el día anterior llevaba todo esto arrugado en su bolsillo, una carta larga de letra minúscula doblada en sus pantalones. El calor de la expectativa lo había mantenido excitado la mañana entera, llegado el momento debido la desesperación se adueñó de él y terminó retrasándose cuando no supo ni qué ponerse para ir a la última sesión que tendría con Manú. Definitivamente no se imaginaba en la última reunión con Manuel usando un polo y jeans rasgados; una camisa —definitivamente — esa era la solución, una camisa de botones, tal vez la gris o la azul acero; la segunda, esa era (el tiempo corría) y ahora caía en cuenta que todos sus jeans tenían detalles rasgados, desgastados o desteñido. Fred se paró frente al armario en calzoncillos y  con la camisa sin abotonar. No había que darle más vueltas, cogió el que mejor le quedaba, el que le entallaba de forma más favorable en las pantorrillas y no lo hacía sentir constreñido por la pretina.

Cuando menos se percató ya se encontraba camino al centro, las mejillas le ardían y ante el calor humano sofocándolo dentro del bus intentó inútilmente abrir la ventana. A aquel paso terminaría sudando, sentía terror de llegar con los sobacos mojados a su última cita con Manú, debía calmarse—intentó abrir la ventana nuevamente —solo faltaban unos minutos más y bajaría entre las intersecciones de la avenida Diagonal y el Paseo de los Héroes. Ya se imaginaba a Manú allí, contento con el trabajo casi finalizado, más recuperado luego de la vorágine en la que había sido succionado por casi dos meses en los que cada miércoles que lo veía se encontraba con el rostro cansado y el cabello desordenado. Cuan atractivo le resultaba en aquellos días y aun así, nunca lo vio en clase entrar descuidado o cansado, siempre comenzaba su lectura con el cabello ordenado, la ropa bien planchada y el rostro entusiasmado. Nadie en el salón sospechaba las amanecidas que se daba casi todos los días de la semana tratando de compensar el tiempo entre el trabajo y la investigación. Sólo él, desde su carpeta en el extremo del salón comprendía el gran esfuerzo que hacía y saboreaba cada segundo de aquella intimidad con tal placer se olvidaba del tema de la clase y terminaba divagando en torno a la forma como Manú se desplazaba por el salón y reía ante las payasadas de sus compañeros.

Una vez llegó al centro cultural de la UNCR, Fred sintió que las extremidades se le tensaron y un frío en el estómago lo hizo palidecer frente a la amplia recepción de la antigua casona. Las paredes repletas de mosaicos daban paso a altos portones de madera y al fondo del corredor un gran arco dejaba entrar la luz de la mañana con tal libertad que era fastidioso observar fijamente aquel resplandor, blanco, azul a ratos. Sombras formándose tras de él y su corazón palpitando (se acomodó el cabello una vez más) y afuera en el patio todo el verde de los árboles lo cautivó en una exhalación sacudiéndolo como un escalofrío. Manuel estaba allí, sentado en una de las bancas de concreto con un folder junto a él.

Aquél día no hablaron nada nuevo, solo repasaron los últimos detalles de la pronta publicación de Flores de Aguas Negras y recordaron con la sonrisa en los labios el día en el que confundieron la dirección de la casa de un colaborador y terminaron varados cerca al puerto. No importaba, después todo, Manú no se hallaba enfadado, simplemente rio por la confusión, se acomodó el maletín y llevándose las manos al rostro. Vamos al puerto, le dijo, hay que aprovechemos la confusión y tomémonos una tarde libre. Él, por supuesto, no cabía en la alegría cuando sintió sus sonrisa toda sobre él, sus ojos todos para él, ambos juntos allí en pleno malecón, comiendo pescado frito y luego tumbados sobre la arena tibia viendo el atardecer, claro, el problema fue cuando cayó la noche y la niebla fue vomitada por el mar como expectorando todos sus males, una niebla fría y apestosa que los hizo correr hacia la avenida y retornar hacia Santa Ana.

Ambos rieron mucho recordando sus rostros sofocados y luego al subir al bus caer en cuenta que llevaban los abrigos húmedos debido a la garúa y sentados allí, pegados uno junto al otro y Fred... solo quiso calentarlo, solo quería abrazarlo y sentir sus hombros delgados su espalda prolija cubierta por aquél saco de azul medio satinado por la fina capa de humedad. Pero tuvo miedo de empañar ese momento, y ahora contemplándolo todo en retrospectiva no cambiaría un solo detalle, todo aquel día había sido perfecto, lógicamente Manú nunca supo que él siempre estuvo enterado que la dirección estaba errada, y que por Chucuito se refería a la calle y no al distrito, pero el calló y simplemente espero lo mejor; por qué cambiarlo, por qué arriesgarlo todo  por una certeza que bien podría destrozarlo y sacarlo para siempre de la cómoda incertidumbre con la que habían comenzado a acostumbrarse a convivir.

Pero aquella tarde era la última en la que lo vería a solas, y muy probablemente sería una de las últimas que lo vería. No podía negar aquella aterradora realidad a punto de alcanzarlo, apenas unos días para dejar el colegio y con él, Manú.

Así el seguía hablando ahora de Isabel y como no cabía en felicidad por la reedición del libro y que habían muchas personas que se encontraban expectantes por la publicación, tanto así ya le habían llamado solicitándole encargos para algunas librerías de los distritos del sur. Fred asentía igual de satisfecho que Manú, aunque con el interior hueco, endeble frente al inapelable paso de las horas, entre ambos ya el cielo gris había dejado de proyectar sus escasa luz blanca y ahora se había tornado azul intenso, un color tan saturado que todo el patio, las mesas con sus sombrillas amarillentas  y los árboles retorcidos parecía pasados por un filtro cobalto que le heló hasta los huesos, no sentía los dedos, las mejillas se le tensaron.

"Yo lo quiero" le dijo sin siquiera mirarlo, solo estaba sentado junto a él, las manos juntas sobre la mesa de madera y la mirada clavada en el césped hirsuto. Su mente se hallaba completamente vacía  sintiendo el aire frío entrando por su nariz y la presencia que asumía se hallaba aún sentada frente a él.

—Por supuesto Fred, tendrás todos los ejemplares que quieras... —sonrió Manú luego de su breve silencio—ya sabes que sin tu ayuda no hubiera conseguido el texto en un primer lugar.

—No profesor, lo quiero a usted. —hablo él, firme en aquella misma posición, ni siquiera parpadeó, no giró el rostro para ver el de Manú, ni aflojó los dedos que se prendían entre ellos ya adormecidos, helados.

Me gusta desde que lo vi por primera vez allí en clase y es qué... No quiero que piense mal de mí, yo lo respeto tanto, lo admiro tanto y no, no, esto no una cosa mocosos, no es una fijación extraña, yo lo quiero, y no quiero que nos dejemos de ver, quiero seguir conversando con usted tardes enteras y escuchar esa risita que suelta y luego su rostro avergonzado cuando aquella vieja antipática de la bibliotecaria de la BNP nos calla y usted diciendo "supuestamente aquí yo soy el adulto", y sí, sé que usted me ve como un niño pero yo a usted lo quiero, y no sólo es admiración, no sólo es deseo, yo de verdad estoy enamorado de usted... No me vea así por favor—agregó al borde de la desesperación.

Manú seguía sin mover un solo dedo de la mesa, sus piernas seguían perfectamente cruzadas, lucia mortificado, no quería darle tiempo a que responda,  de pronto Fred se sintió desnudo frente a él, expuesto frente a todos, la vergüenza le hizo arder el rostro y ponerse de pie tirando al suelo el morral tejido que había puesto sobre sus piernas, acto seguido topó la mesa con el violento movimiento que hizo al recogerlo.

Fred retrocedió y Manú se puso de pie ahora con el semblante preocupado, él lo quedo observando, como temiendo asustarlo más, pero Fred se hallaba al límite, no quería llorar frente a él y la luz de los farolillos se difuminaba casi relampagueante ante la capa acuosa que se prendía en sus pestañas, de nada le servía evitar parpadear o mirar hacia arriba, hacia la noche tupida de nubosidad. Manú abrió los labios, "Fred...siéntate" fue lo único que dijo antes de que él huyera incapaz de escuchar lo que iría a decir, Manú se quedó atrás más lejano que nunca y en las otras mesas seguían sorbiendo sus tazas de café.


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