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La Ciudad de Polvo por Dedalus

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San Antonio, 1989

En San Antonio la vida transcurría como hacía unos años, antes de la dictadura, antes de la democracia, antes de que apareciera el partido, la vida era igual que hacía treinta o cincuenta años, la jornada comenzaba con la salida del sol, dorado como él solo, resplandeciente emergiendo de la cordillera con su aureola de agujas amarillas, dardos lanzados contra la pampa norteña salpicada de bosquecillos como manchas verdes sobre la tierra anaranjada. El desayuno consistía siempre de lo mismo, pan, café, tamales los fines de semana y ocasionalmente algún huevo frito en el pan, mantequilla, mermelada, galletas, y así en un desfile diario de enceres sobre la larga mesa de madera cubierta por un mantel plastificado. Por aquél aspecto, al menos Miguel, no notó mayor diferencia con la ciudad.

Apenas terminando el desayuno ambos partían con don Ramiro hacia la chacra donde junto a otros tres jornaleros venían intentando limpiar uno de los canales de regadío que permanecía atascado desde la temporada de lluvias anterior. A pesar de lo duro de trabajo y lo poco acostumbrado que se hallaba a aquel tipo de faenas, Miguel disfrutaba al máximo el sol cayéndole sobre los hombros, el aroma de las plantas soltando su vaho húmedo en la mañana, los dedos llenos de tierra, la charla sencilla y sincera de Juancho y Daniel (los muchachos que ayudaban a don Ramiro en el mantenimiento de la chacra) quienes en su inocencia de todo lo que ocurría más allá del pueblo y la capital de la provincia, lo hacían reír con sus malos chistes y sus constantes peleas.

Oscar contemplaba todo y había momentos en los que olvidaba que tan solo unas horas en bus al sur podía ser detenido en cualquier esquina, por un momento, cuando la sonrisa de Miguel destellaba frente a él luego de días con los labios fruncidos, sus ojos mostraban de nuevo afabilidad, ternura; por un momento hasta lo hacía olvidar de que se encontraba en calidad de prófugo, y que ni él mismo tenía claro (ni aquellos mismos ojos que lo embelesaban había contado) lo que los había metido en aquella situación.

Pero Miguel sonreía nuevamente y él se sentía tan cómodo en aquella tregua momentánea, aquella pequeña concesión de felicidad que la vida les había soltado a regañadientes. Qué el amor que le efervescía en el pecho no era suficiente para disfrutar todo eso, todo el cielo despejado de su tierra en su mejor época, del verano con sus millones de grillos y mosquitos avanzando como una tormenta hacia San Antonio, tan insignificante que la crueldad de la vida aún no lo alcanzaba.

Jesús aún seguía receloso con él, sin embargo con el pasar de los días había cedido en su cólera hasta sola hacerla tangible cuando, a la hora que se iba con su esposa en las noches, no se despedía de él y le daba una mirada de reproche. "La jodiste" le decía con los ojos, Oscar solo desviaba los ojos, evitaba aquel contacto visual incómodo y soltaba un "hasta mañana" que podía ir dirigido a cualquiera.

Es así como el bochorno de las tardes se hizo más violento, la mañana más ardiente aún y las noches con el sereno tibio adormecía a todo quien elevara su voz a través de la plática, casi inaudible, como un conjunto de susurros—plegarias —de cara el cielo negro, salpicado de estrellas diminutas y una luna enorme iluminándoles los rostros  tumbados en su sillas afuera de la casa. Su madre se abanicaba exhausta y Don Ramiro no dejaba de renegar con Jesús por su tardanza con la camioneta y el retraso del embarco de una mercadería. Oscar imitó a su madre y arrecostó la cabeza sobre el respaldar, sintió el viento fresco en la garganta, los niños reían escuchando los cuentos de Miguel quien se veía delicioso  en su camisa de lino crema, tan entusiasmado como los niños por el cuento que relataba con dramáticas muecas y gestos exagerados, sus dedos fugaces atravesando la penumbra, su rostro apenas iluminado por la luz del foco de la cocina y el lejano poste de alumbrado que se inclinaba peligrosamente sobre la trocha.

Es así que el golpeteo del abanico de su madre y la risa Helena jugando con Mauricio por un instante los distrajo lo suficiente como para no percatarse de los dos faros acercándose peligrosamente, cada vez estos parecían más cercanos, tanto que ya de percibía el crujir de la carretera y el polvo levantándose en una nube plomizas atravesada por las luces emanando de la casa. Todos permanecieron callados viendo al vehículo acercarse, Miguel detuvo la narración, Helena tomó al bebé en brazos, su padre y Jesús quedaron silencio viéndose ambos a los ojos y luego viéndolo directamente a él, como culpándolo de lo que sea que fuese a pasar, de cualquier desgracia que aquella camioneta desconocida pudiese traerles. Sólo el ruido seco del abanico de su madre abriéndose cortó la atmósfera tensa que en cuestión de segundos había atravesado la tranquila escena hogareña, ningún recuerdo infantil permaneció en pie, estos fueron cortados al deslizarse cada una de las aletas de aquel abanico palo rosa que su madre tenía desde que él mismo era consciente.

La camioneta se detuvo a unos metros de ellos, el poste parecía más arqueado con aquellos faros iluminándolos como especímenes raros, como seres extraños siendo descubiertos en el fin del mundo. Oscar sentía su corazón desbocado trepándole hacia la boca, su pecho a punto de rajarse en dos, su cuerpo dividiéndose y su cabeza pensando en los miles de escenarios, priorizando la seguridad de su familia, la huida de Miguel y por último su propia vida siendo agredida por los faros de la camioneta fastidiándole la visión, y el que se lleva la mano a la frente, que se pone de pie junto a su padre y Jesús que se apresuran a ver quién es mientras los niños corren hacia la casa, su hermana se acerca a su madre y está permanece con el abanico allí, sentada en la misma posición mientras ni la luz parece fastidiarla, Miguel va hacia ellos, pero en aquel instante la puerta de la camioneta se abre y una pesada bota desciende hasta la trocha, esforzándose por llevar acabo el intrépido salto desde el asiento del conductor a tierra firme, una verdadera hazaña para el señor Coqui, un viejo amigo de su padre quien al verlo le extendió los brazos efusivamente y le palmeo la espalda, "¡sobrino! Cómo no avisa que ha venido a San Antonio, muchacho, está flacazo, qué pasó, nadie lo alimenta allá en la ciudad" le decía mientras cerraba la puerta del vehículo y lo retenía del hombro.

Oscar solo asentía y trataba de seguirle la corriente al anciano que miró a su padre y señalándolo le dijo "tenemos que hablar" con una seriedad que se les escarapeló el cuerpo, su madre apenas lo saludó y pronto los muchachos volvieron a corretear por la pista, el poste titilaba con un paciencia ensordecedora que hacía imposible escuchar lo que hablaban ambos hombres dentro de la casa. Si piensa que me voy a para a darle comida está zafado el viejo ese, renegaba su madre negando con la cabeza y cruzando las piernas, Oscar sonrió recordando lo pésimo que se llevaban ambos y las innumerables peleas de las que había sido testigo cuando su padre llegaba apoyado del brazo del señor Coqui, apenas consciente y comenzaban a cantar boleros en su sala mientras su madre los miraba a medio camino entre la rabia y la risa de ambos sujetos desparramándose sobre el sofá; él jugando con Jesús y Helena detrás de su madre riéndose de su desentonado padre.

Aquella noche nadie supo la razón de la visita del señor Coqui, mucho menos hubo respuesta cuando su madre le preguntó a Don Ramiro por la procedencia aquella camioneta celeste o verde, será robada porque aquel viejo no tiene ni donde caerse muerto, rezongó ella poniéndose de pie y entrando a la casa, todos miraron a Don Ramiro esperando alguna réplica al comentario, pero este permaneció en silencio. El poste de alumbrado entonces hizo un ruido sordo, como en pequeño estallido que sumergió en penumbra la trocha, poco a poco el tenue rastro de la iluminación se desvaneció y sólo la casa permaneció como un faro, incandescente frente a la noche despejada, la pampa barrida por la brisa y los árboles zumbando el pueblo en el horizonte finalmente quedó en penumbra. Todos recogieron sus sillas y entraron a dormir.

***

 

CDRY, 15 de Diciembre de 2007, 3:00 pm

Una terrosa polvareda se elevaba desde los bordes de la calle, lanzaba borbotones mostaza sobre las cabezas de los muchachos corriendo hacia la pampa, otros colgados en los puestos de comida. Los comercios aledaños, fuentesdesoda, restaurancillos, repletos; animosos frente a la perspectiva de un verano próximo, dos meses adormecidos por el sol sofocante, la ciudad más viva y los niños desocupados, claro que, ellos ya no eran niños, tampoco adultos, pero niños ni hablar ¿entonces qué esperar? Porque definitivamente su abuela no lo iba a soportar más de un mes tirado en el sofá viendo tv, y el mismo, siendo sincero, sin la perspectiva de volver a la escuela en marzo, no se iba a soportar deambulando alrededor de su habitación, lateando con Fred y Diana o revisando los libros de su mamá.

La duda y el temor estaban allí, pero ya para qué pensarlo más, si aún faltaba la graduación y la navidad, faltaban las fiestas y el pavo, con el panetón, las luces, y las zartas que ya hacían eco en las calles junto al crujir de los rascapies y el estallido seco y burlón de los silbadores volando hasta las fachadas de las casas. Todo llegaría a su momento, pero qué pasaría este momento llegue a su fin y su abuela lo vea desde el otro extremo de la mesa "¿ya decidiste que vas a estudiar?" o tal vez peor "tienes que trabajar, no te puedo ayudar más con los estudios." Y luego un verano atendiendo en alguna tienda mayorista en Gamarra o recibiendo insultos en algún call center, para solo salir en la noche embriagado del olor a verano, el perfume del sol borracho de tanto verdor en medio de las avenidas, desbordándose en los parques, flores rojísimas soltando la vida al ambiente tóxico de la avenida Arequipa, regalo que el sostendría incluso en el bus atiborrado de oficinistas sudosos y otro jóvenes igual de embriagados que él, deseoso de abrazar la ciudad con todas sus calles, todas sus plazas, pero atascados allí en la ruta de la casa al trabajo, de la casa al trabajo...

Otra historia eran los chicos saliendo de las academias, idea que no desagrada del todo a James, pero que contemplaba como una simple prolongación de la agonía, era una suerte de continuación de la secundaria, sin la molestia del uniforme y las prácticas calificadas, solo él contra las clases y el examen de admisión al final del semestre. Ahí estaba. Una vida entera tendida frente a él y aun así nada le apetecía más que hacer durar ese día hasta que la muerte le llegue, porque envejecer, eso aún no entraba en su perspectiva.

Diana lo tomaba del brazo riendo y contestando las bromas de Diego al otro lado de la calle. Y este confianzudo no sé qué tiene, le decía haciéndose la ofendida pero mirando a su compañero que se había desenfundado la camisa de dentro de los pantalones ya caminaba con el pelo revuelto saltando sobre Oliver quien estaba adelante con otro grupo de los chicos. La pampa ya estaba repleta de muchachos, las señoras sujetando sus hijos pequeños de las manos y llevando sus mochilas al hombro, solo los veían desde la acera, como decenas de ellos tiraban las agendas, cintas y cuadernos a una ruma que ya comenzaba a tomar forma cónica mientras, era un monumento a la chabacanería allí, en medio del tierral, las palmeras y los frondosos árboles atrás de la capilla. Uno a otro se empujaban aquellos tipos eufóricos, riendo como desquiciados, burlándose de la camisa de Oré que tenía el enorme dibujo de un pene en la espalda; la chompa de Juancito era otro tema, tenía toda la manga llena de del corrector blanco que alguien le había vertido en el afán de dejarle un recuerdo. ¿Qué pasó Bomba, te vaciaste sobre él? Le dijo Diego a lo que ella saltó y de un solo movimiento le mandó un lapo en toda la mollera. "Auuu" lloriqueaba mientras se sostenía la nuca, te pasaste Esther, solo era joda, le decía, solo era broma y Juancito se reía avergonzado, sujetaba su maleta, miraba la pira mortuoria frente a ellos, ahí estaba el cadáver de su adolescencia.

Pronto alguien tiró una el contenido de una botella sobre la pila de agendas, él levantó el brazo y soltó el líquido violáceo con tal solemnidad que le pareció una libación a la tierra, un sacrificio a la pampa que tantas tardes los había acogido, que los vio drogarse con marihuana y volver a casa agarrados de las manos, vio la primera vez que un hombre le metió mano y le tocó los muslos (Diana respiró hondo) sobre aquella tierra Franco le había preguntado si quería ser su novia; el fuego se alzó con un ronroneo placentero, los empastados de los cuadernos se retorcieron bajo el azul de la combustión, la tierra comenzó a chasquear en un negro despintado, un hedor a plástico quemado, allí había vuelto aquel día en que Franco le dio sus zapatos, prácticamente lo obligó a ponérselos y ambos bajaron del bosque con cuidado, él por lo grande que le quedaban los zapatos, sus pies parecían resbalar sobre las suelas; mientras Franco, pendiente de que ningún trozo de vidrio le abriese la planta del pie. James vio el fuego relucir sin miedo frente al sol de la tarde, no le importaba su insignificancia ante el bólido mandarina a punto de descender más y más hacia el mar de casas sin techos. Aquel día llegó allí con la única preocupación de lo que le diría a su abuela cuando entrase a la sala con aquel par de lanchas en los pies, de la mentira  que forzaría y de la cara de ella asintiendo hasta que terminase, "ajá, sí, ya ahora suéltame otro cuento, pero este más creíble" y ya veía volar su mano y quedarse en el aire, porque ahora que ya era un jovencito—decía—ya era hasta ridículo que lo ande corrigiendo a manazos. Pero ahí iría y le daría un jalón de orejas ¡me consigues esos zapatos como sea, no sé lo que harás, pero los consigues!  Yo no estoy para comprarte zapatos nuevos, menos, a unas semanas de que te recibas. Y él se quedaría callado, porque peor era si le decía que los había perdido en una pelea, y peor aún si le contaba que esos zapatos no eran de Fred, sino de Franco, y que se había dejado penetrar por él toda la tarde, que lo había dejado venirse dentro de él, entre los arbustos, bajo los árboles, sobre la ciudad entera...

Todo esto se le venía a la cabeza y llegó a aquella pampa, donde la luz de los postes de alumbrado apenas llegaba y desde allí se veía aquella calle oscura donde luego del velorio de la Hermana María, conoció a Franco en medio de un forcejeo y ahora ya mi recordaba si le llegaron a quitar algo, pero el apareció con el rostro furioso, parecía tener la rabia contenida en el puño, toda la valentía que en aquel punto él sentía tan esquiva, tan masculino; él, con la camisa blanca pegada al torso y sus brazos firmes ayudando a levantarlo, ¿estás bien, compañero? Y ya no pudo dejar de pensar en su mirada inquietante, sus ojos negros. Ahora meses después, casi medio año después estaba allí de pie viendo la cruz fluorescente de la capilla sobre su cabeza, como un cursi panfleto cristiano, excepto que no había un prado tras la capilla, sino cientos de casuchas de adobe o ladrillo expuesto y él no se hallaba arrepentido de nada, solo perturbado por la amplia noche desparramándose sobre los cerros, inquieto por lo que ahora seguía. Ambos sabían que era la última vez que se tocarían, aquella sensación no la volvería a tener, y él solo pensaba en eso lo hacía querer salir corriendo tras él y colgarse de su pecho, besarle y dejar que sus brazos lo tomen fuerte mientras nadie los viera, que el sexo siga toda la noche hasta que alguien los acuse.

Pero siguió de pie ahí, consciente de que las horas volaban alocadas una tras otra, y que Franco mañana no sería el mismo que lo desfloró hacia unas hora, ni mucho menos aquél chico de rostro atontado que lo obligó a ponerse sus zapatos de punta cuadrada. Sabía que esa cruz suspendida sobre la capilla no brillaría siempre, y que Franco tampoco estaría en la avenida para acompañarlo. Samuel lo esperaba allí, era cierto, pero primero tenía que atravesar aquel camino solo, y no soportaba la idea de nunca llegar y que el pobre siga allí, esperando. La cruz se quedaba atrás a medida que arrastraba los zapatos sobre la tierra seca y los primeros espasmos se le escaparon del pecho, la respiración cortada, Samuel allí en las flamas, rompió a llorar, le faltaba el aire y ahora la luz de los fluorescentes apenas iluminaban su camino, la cara completamente mojada y las chispas de la fogata  crujían con violencia, los muchachos gritaban contentos y Diana saltaba junto a él, ella igual de sonriente, igual de viva, pero en su mirada había un ligero atisbo de nostalgia  y sí, debía ser por la graduación, porque ya no pisarían otra vez esos salones, pero también por Franco quien cerraba la botella de ron de quemar a unos metros de ellos.

El recuerdo seguía tan vivo que aún lo sentía sobre su cintura, en sus muslos, el calor de él y su ímpetu para abrirse paso a ella, su cuerpo tan duro, todo ángulo y musculo, todo firme, mientras ella sentía que hasta la boca le temblaba al sentir uno de sus dedos allí abajo, sentir su boca contra la suya y aquel leve rastro de loción, su aliento enroscado en su oreja, sus ojos negros haciéndola sonrojar más aún, y decía para, para oye, que alguien nos va a ver, pero él se hallaba desenfrenado, solo asentía, pero no respondía nada más que con un beso más largo hasta que ella le quitaba la mano con toda la indecisión posible en un solo gesto. Él la miraba, parecía ver a través de ella con aquella expresión tan seria que nunca sabía cuándo se hallaba enfadado o contento. ¡Pero hasta cuando! Que ya no soportaba toda la intromisión, aquel desenfado para perturbarla como si tuviese el derecho de tomarla cuando quisiese y Jamie a su lado tan entusiasmado con el fuego  que no se percataba. El respiraba de forma violenta, casi como si le costase trabajo,  el fuego empezó a desprender trozos de papel quemado que fueron levantados por el viento, los muchachos se empujaban, James cedía con el tumulto y veía que Franco lo seguía con la vista, veía aquella misma expresión seria con la que lo desarmó en la fiesta de Oliver mientras bailaba con Diana. James no podía girar la cabeza, porque no era justo, no era correcto, porque un día le recibía los zapatos con la hiriente distancia con la que lo había tratado y al otro no le quitaba los ojos de encima.

La fogata crujió junto con su rabia contenida y a medida que las lenguas de fuego se palpaban el disimulaba su cólera bromeando con Diana, los demás seguían igual de agitados, prestos ante el claro irradiándoles las caras, los cuerpos, uno sobre otros, piel contra piel, hueso contra hueso y una pareja tras los árboles, otros de la mano, otros por los labios. Allí escuchó el primer silbido, luego otro, y así uno más, los insultos, "mira, mira, el mariconcito seguro anda buscando a su marido" y risas lanzadas como barro a su espalda. Diana giró mandándolos a la mierda, callen la boca tira de pastrulos, les soltó con la lengua ágil y rápidamente devolvió una mentada de madre que resbaló de sus labios con tal natural que los sacó de los pensamientos en donde se había refugiado, ¿para qué lamentarse más? Ya estaba ahí, ya había pasado todo lo que habría de pasar.

Pero inmediatamente alguien lo empujó desde atrás, y sintió una mano tocándole allá mismo, dos manos cerrándose contra sus nalgas y otro empujón, el saltó sobre el tipo enjuto que se le había venido encima y los demás celebraban la payasada, Diana no dejó de requintar hasta sobre la memoria de hasta el último pariente del sujeto y el tipo seguía con sus risotadas, su cara de pendejo, sus mañas de palomilla, fresco y con la gracia entera fluyendo de los labios volteo el rostro como buscando la ovación de su grupo y James no soporto la indignación, la cólera  reavivándose con las llamas, le devolvió el empujón, le zampó un golpe, pero el tipo era más rápido, más mañoso.

Ambos se enredaron por solo un instante en el que Diana no pudo ver la diferencia entre ambos cuerpos, solo los brazos rotando como hélices y de pronto el rostro de Jamie y ¡zas! Un golpe de lleno en la mejilla y una patada en la cadera, torso resonando como un cajón de madera, un golpe seco, sumamente musical. Inmediatamente otro puño contra la cara del flaco, este más angustiante, casi hasta incómodo, Franco sacudió la mano antes el asco repentino que le dio el golpear una cara tan poco sólida, tan enclenque, y el tipo escupió sangre para luego lanzarse sobre él. Franco nuevamente lo lanzó al suelo, una y otra vez, hasta que al fin le puso el pie sobre el pecho, magnífico, todo un caballero medieval sin loriga, todo un príncipe periférico, un galán adolescente de cono, allí, venciendo al despreciable sujeto ése, Diana lo veía con los ojos derretidos en su anonadada expresión, la camisa desarreglada y el pantalón ceñido, su postura de machito enojado, al borde de contestar una ofensa, la peor de las ofensas, pero con él nunca se sabía nada, y eso ella ya lo llevaba claro por buen tiempo como para retroceder a aquellas alturas. Las risotadas se callaron y la pampa entera enmudeció rodeando al perdedor aún tumbado en el suelo y Franco mirándolo furioso, James sólo quería hacerse más pequeño, hasta ya no poder ser avistado por nadie y escapar entre todos aquellos rostros sorprendidos como si nada hubiese pasado.

Franco sujetó al muchacho del pescuezo y lo levantó como si de un trapo retaceado se tratase, él se elevó hasta sostenerse en sus piernas temblorosas "aprende a respetar conchetumadre" le decía una y otra vez, ¿ves? Le dijo obligándolo a levantar la cabeza, sus ojos se cruzaron, James resistió estoico, el tipo tenía en la mirada el innegable pesar de quien había sido herido en lo más profundo de su orgullo, ambos al menos coincidían en algo. Como te vuelva a ver haciéndote el pendejo te reviento el culo a patadas y ¡zas! Otro lapo que cae pesado sobre su cabeza y trastabilla hasta darse con el gordo Betanzos quien a su vez lo empujó, nadie decía solo una palabra excepto el grupo del enjuto muchacho que se iba soltando amenazas, es su marido seguro, es su cachero, por eso lo defiende, comentaban en voz alta, pero en Franco no había la mínima sombra de vergüenza, se sacudió el polvo del pantalón, se acomodó la camisa superficialmente y los quedó observando como intentando articular algo, como pensando bien las palabras que usaría, peinó su cabello hacia atrás y sin más giró hacia donde se encontraban apenas encendieron la fogata.

Diana lo vio alejarse, los músculos de su espalda asomarse tímidamente a través de la tela blanca de la camisa y el sol de lleno, violento contra la tela y su piel, sus muslos firmes, rectos, piernas largas y giró nuevamente enfocando sus ojos negros sobre ambos, sobre ella; no entendía, no le cabía en la cabeza como podía ser tan patán y a la vez tan caballero, tan correcto. James no tenía cabeza siquiera para efectuar alguna reacción, seguía con la ropa enterrada y la camisa rasgada en el bolsillo. Otra vez Franco, mil y una vez el, bajo la cruz de la capilla al otro extremo de la pampa, avanzando ágil y a la vez sólido, con aquella pedantería en el rostro de quien sabe que no tiene nada que perder, verlo junto a su grupo de amigos era todo un espectáculo para James, pero más el hecho de que lo haya defendido en frente de todos, cuando ni siquiera podía dirigirse la palabra.

***

San Antonio, 1989.

Los días pasaron entre el calor insoportable de la pampa, el pesado trabajo de limpieza de los canales y los rumores de altercados con el partido en el pueblo y algunas casas cercanas. Miguel, sin embargo, parecía ignorar todo esto, era como si se encontrase embriagado por aquella ilusión de seguridad que ambos delicadamente habían logrado ensamblar a punta de almuerzos familiares y largas sobremesas en la noche luego del café y el recalentado. Gran parte de esto también había sido culpa de la inmediata simpatía que su madre le habían tomado a Miguel, pronto vio a doña Soledad separándole la mejor presa de la olla del almuerzo o mandándole alguna vianda durante las jornadas en la chacra.

Él, sin embargo,  llevaba sobre los hombros la pesada carga de vivir aquella ilusión, pero ser plenamente consciente de su fragilidad, estar constantemente pendiente de que nada fuese a quebrar la plenitud de aquella sonrisa estampada en el colorado cuando jugaba al fútbol con los niños o acompañaba a su hermana al establo. Era esa misma carga la que lo enfermaba por las noches en las que apenas podía cerrar los ojos y cada vez que Miguel lo abrazaba sentía un miedo terrible a que todo se desplome y él  vea su rostro impotente ante la inevitabilidad de un fatalismo que  se empecinaba en caer sobre ellos.

Luego de unas semanas la limpieza de los canales terminó por completo y la tierra ya estaba en su punto para ser trabajada a cabalidad, Don Ramiro, sin embargo, había dispuesto el darse unos días libres como ocasión del casorio de su prima, la tía Flora. Una regordeta señora que al fin había logrado convencer a su marido para oficializar su larguísimo compromiso de casi veinte años. Así que un día antes de la celebración sus padres partieron junto a Jesús y su familia hacia Colán, el pueblo pesquero donde la tía Flora vivía desde que conoció a su canoso marido con pinta de gringo, un sujeto alto y gordo de carácter sociable y andar torpe. Helena, por más de que se encontraba entusiasmada de ver a su prima Mariluz (pero sobre todo a Román, su hermano mayor por quien siempre había sentido atracción; y él también, si lo pensaba detenidamente) tuvo que quedarse en la casa debido a él fuerte resfriado que tenía a Mauricio en cama desde hacía un par  de días.

Es así como los tres se quedaron solos en la casa, turnándose para hacer el almuerzo y cuidar a Mauricio que con el resfrío se encontraba más mimado que de costumbre. El bebé se despertaba llorando haciendo remecer la casa con sus gritos fastidiados de no poder respirar o de tener la garganta tan lastimada ya sea por la infección —o por tanto llorar—, daba igual, los tres se vieron pronto inmersos en la extenuante preocupación de controlar la fiebre de Mauricio a toda hora, no tenían tan solo unos minutos de descanso cuando él comenzaba nuevamente a llorar en la habitación de arriba y ahí iba Helena apresurada a calmarlo, ya veía a Miguel con las compresas y él ahí apenas soportando ese calor febril que le hacía zumbar la cabeza y no se quitaba ni con tres duchas al día, cosa de por sí difícil debido a los más comunes cortes de agua propios de la estación. Había momentos en los que él ya ni se hallaba en aquella acelerada rutina, Oscar miraba al cielo crepuscular y pensaba en que al fin descansaría, que ya había terminado todo, pero la noche llegaba con el mismo temor, la misma desesperación de no saber qué hacer y posponer la búsqueda de que la solución esquiva.

Sólo la mano tibia de Miguel lograba calmarlo momentáneamente, su cuerpo igual de hirviente sobre el suyo, y Oscar lo sujetaba de los muslos y sentía los sexos de ambos tan juntos que eran uno y el arremetida dentro de Miguel sintiendo sus nalgas, solo un poco más frías que su pelvis a punto de hacer erupción dentro de él, de inyectarle todo el miedo y la preocupación que no podía expresarle con palabras, pero también la gloria que apenas comprendía cuando él le decía sí, también ya voy a llegar, dale, vacéate. Y Oscar tenía pase libre para dejarse ir y ver nublar aquel rostro que ya se sentía tan propio como el suyo, que se unía a sus a labios y lo sentía estremecerse entra sus brazos, embestida tras embestida no se detenía en aquel frenesí bañado de sudor y olor a chacra, a tierra y hierba, porque era inevitable que todo se impregnase de ese hedor invitando al coito, al deseo sexual desenfrenado del campo y el verano.

Al tercer día de la partida de sus padres la fiebre de Mauricio arreció y se mantuvo firme ante las compresas, las frotaciones con vinagre bully y los baños fríos, no había más vuelta que darle, debían ir a la capital de la provincia. Así que salieron sin pensarlo más, con Mauricio al borde la inconsciencia en los brazos de Helena, una vez llegaron al pueblo subieron al primer microbus con rumbo a la ciudad donde se encontraba el hospital más cercano de la zona. El vehículo avanzaba a través de las pequeñas poblaciones que se desprendían cada vez más lejanas la una de la otra, de la pequeña ciudad capital, similar en tamaño a Santa Ana. Piura aparecía en el horizonte próximo como un con cúmulo de edificios blancos y las torres de algunas iglesias salpicadas entre las paredes blanqueadas por el sol. Helena trataba de calmar a Mauricio quien había comenzado a llorar de nuevo y Miguel la calmaba a su vez a ella mientras él veía a la carretera y apuraba al conductor desde su asiento, enervando a su vez los ánimos en el vehículo lleno de (de por sí) gente malhumorada quejándose del extremo bochorno.

Fue allí pudo divisar a lo lejos el reflejo metálico de una couster de la misma empresa de transporte en la que iban detenido junto a la carretera, junto a este habían tres patrulleros detenidos y media docena de agentes parados junto a la carretera haciendo señas a los vehículos para que se detuviesen. Oscar inmediatamente giró para alterar a Miguel pero este ya los había vistos, Helena seguía sumida en evitar que Mauricio se durmiese, pues había escuchado que aquello era peligroso para la criatura.

El microbús se detuvo y el oficial subió de forma prepotente pidiendo documentos, abajo había una fila de sujetos detenidos parados en fila junto al patrullero. Piernas abiertas gritaba un tombo mientras cacheaba a un muchacho de no más de veinte años con cara de yo no fui, Oscar miró nuevamente a Miguel y luego al agente prepotente apurando a las personas y haciendo poner de pie a un sujeto de bigote que no tenía el DNI con él, menos otra identificación, apúrense carajo, no tenemos todo el día para perder acá en medio del arenal, continuaba el tombo y afuera el muchacho seguía siendo revisado y nuevamente Miguel puso aquella expresión colérico en sus ojos enormes centellando rabia hacia el tipo que pateó  las bolsas de una señora nerviosa buscando en su cartera su identificación. Pase lo que pase nadie va a tocar a Miguel, pensó, nadie va hacerlo pasar por esa humillación, reafirmó Oscar, quien no sabía qué era peor, el hecho de que no tuviesen identificaciones o la certeza de que en el momento en el que diesen sus números de identidad los detendría y mandarían a Ciudad de los Reyes.

El agente seguía avanzando y Mauricio se detuvo de llorar, Helena parecía iba a romper en llanto en cualquier instante, los asientos irradiaba el calor sofocándolos cada vez más, el aire más escaso, el exterior más brillante, la pampa incandescente, ¡Apúrense carajo! Y otra bolsa que es pateada con las cebollas desparramándose en el corredor del microbús, Miguel no resistió más, tenía que ponerse de pie; él, sin pensar las cosas, saltó a encarar al oficial con el  cabello crispado y sus ojos furiosos, tanto que le recordó aquella energía que lo había excitado tanto, aquel carácter volátil para contradecirlo, para justificar lo que creía correcto y supo entonces que era inútil haberlo retenido, él no podía contenerse, más aún no debía, porque allí iba toda admiración encarnada en un gesto que hizo alzar la cabeza a la couster entera quienes empezaron a reclamar el mal trato y pronto Oscar se olvidó por un segundo el peligro de la inminente detención cuando un ruido seco detonó haciendo saltar a todos nuevamente a sus asientos, una estela de polvo se elevó dentro del microbús y una de las ventanas laterales se resquebrajó hasta deshacerse sobre el ahora vacío asiento de uno de los pasajeros, Mauricio comenzó a chillar nuevamente a la par que la gente gritaba que arranque al conductor incapaz de comprender aun lo que sucedía.

Y ¡paf! Sonó nuevamente consolidándose el caos afuera de la couster donde todos los detenidos empezaron a correr, otros atinaron a tirarse al suelo y buscar refugio de las balas pasando ensordecedoras sobre sus cabezas, cara sobre la tierra, debajo de la llanta y los oficiales recargaban, el agente saltó del microbús al patrullero y el chófer arrancó dejando una nube de arena  donde aún se veían las siluetas corriendo a todos lados, las balas atravesando los autos hasta que se encontraron lo suficientemente lejos como para apenas poder escuchar el rumor del alboroto como un estremecimiento apenas perceptible. Mauricio despertó de la ensoñación febril que lo tenía llorando y al ver a Miguel se prendió de su camisa cerrando las manos en sus hombros aún endebles por la impresión, la gente seguía viendo hacia atrás en la carretera pero Oscar no quería voltear, era suficiente con ver el rostro de Miguel sobreponiéndose, sus ojos extrañamente llorosos, con el miedo allí, expuesto dolorosamente en su frente, el bajo la mirada y apapachó al niño como si de su de su hijo se tratase, como si así pudiese evitar lo que ya se hallaba tras ellos, Oscar lo quedo observando y él se percató, fue allí donde lo supo, aquella burbuja dentro de la cual andaban viviendo, el cuento familiar bucólico que los había embelesado acaba de ser quebrado irremediablemente. Oscar pasó el brazo sobre el hombro de él y sintió su cabeza inclinarse lentamente, ya están aquí los del partido, sentenció Helena metiendo la cabeza de la ventana y cerrándola mientras de acomodaba el cabello.

                                                          ***

CDRY, 15 de Diciembre de 2007. 4:37 pm

La tierra parecía temblar como el rugir de los autos cochambrosos a lo largo de la avenida, no era el paso del tren más allá de la pampa, no era estremecimiento de una réplica más luego del temblor de hacía unos meses. Eran todos ellos saliendo con los uniformes desordenados, las caras sudosas, las piernas adoloridas de tanto saltar, las mejillas entumecidas de tanto reír. Habían exorcizar todo el año en tan solo unas horas, pero ellos —la clase de James —había dejado todo allí en la fogata, todas sus impresiones de escolares se quedaron en las flamas y ahora, caminando con los amigos de siempre, se encaminaba a la ciudad expectante de nuevas almas.

Allí, cruzando los matorrales que dividían la calle de una acera que se iba torciendo hasta llegar a Villa Hermosa, los árboles de troncos delgados subían retorcidos con flores colgando de sus ramas y las rejas de las casa estaban cubiertas por redes de buganvilias rosadas y violetas. Ya el invierno había terminado plenamente y la nostalgia florida y saturada de la primavera se dejaba sentir en el olor acanelado de las rosas. Fred se encontraba apoyado en una de estas rejas, parecía emerger de las mismas plantas, un maniquí verdoso intentando volver a la naturaleza, James apenas lo vio desde la acera del frente, Diana bromeaba con la Bomba y Juancito, Diego fue el único que lo sujetó del hombro, pero al ver la figura de Fred escondido en la mata de flores oscurecida  simplemente lo dejó ir asintiendo con una mirada cómplice. ¡Vamos al parque triángulo, los del Mariscal Castilla ya están ahí! , escuchó James que gritaban tras él los muchachos, y todo era broma y risas pendejas tras él, ahí iba su adolescencia, pensó.

 Fred no se movía de aquel lugar, cuando llegó este apenas escondía el hecho de que lloraba de forma descontrolada, un torrente de lágrimas y mocos se le escurría de la cara y a James por un instante se le hizo hasta cómica la forma infantil en la que su amigo no podía hablar. Pero para qué, si ya lo sabía todo y no podría hacer nada, nada podía hacerlo calmar, ni siquiera el mismo Manú podía solucionar aquel manojo de gimoteos escapando de su boca. Sólo los años podrían hacerlo superar aquella ilusión tonta, aquel encaprichamiento impensable. Así que sólo lo acompaño viendo pasar a los demás muchachos de la escuela, nadie decía una sola palabra, las ramas de los árboles los cubrían parcialmente, pero no era difícil el percatarse que algo pasaba allí, y algunos rostros curiosos se asomaron, pero la pena de Fred era tan sólida que poco le importó una sonrisa burlona o las miradas ávidas por chismorreo, por el último corazón roto del año o el pobre que rechazaron antes de la promoción.

Es que sé que lloro por nada, le decía, y la verdad siempre supe que iba terminar así, pero igual jode tanto Jamie... Le decía sorbiéndose los mocos una vez mientras avanzaban cruzando el parque. El sol les daba tibio contra el rostro y unas cuadras arriba aún veían a la multitud de uniforme rasgados corriendo hacia el parque triángulo.

Fred le decía una y otra vez que no entendía, que si ya había terminado todo, que después de tantas tardes, que sabía que le gustaba , que lo sintió estremecerse cuando él lo besó, que lo sintió corresponder, al menos un poco ¿o lo imaginó todo? O todo era producto de su mente arrecha que no lo dejaba ver las cosas claras todo era él, él, él y se detuvo en seco junto a James, las suelas de los zapatos crujientes sobre los grajos de tierra, el polvo amarillento se hallaba compacto al sendero. Qué había de Manú, que sentía él de verdad, fuera de sus impresiones, más allá de sus ojos coquetos, sus labios finos, que pensaba Manú de todo esto. Fred se sorprendió el saber lo poco que le importaba en realidad aquella verdad, sabía que no debía ser así, ¿pero es que su sentimientos, todo el amor que tenía dentro suyo no pesaba lo suficiente como para equilibrar ese detalle?


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