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La Ciudad de Polvo por Dedalus

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Piura, 1989

La tarde caía y la ciudad se hacía cada vez más peligrosa con las patrullas circulando y pidiendo documentos al primer desdichado que se cruzarse en su camino el sol enorme al fin  hizo menguar el infernal calor y Oscar optó resignado por ira a la casa de su prima Teresa. Ambos partieron camino al extremo sur del pueblo, donde lo comercios escaseaban y las dignas  quintas coloniales de una sola planta daban paso a modestas casas de adobe pintadas de colores claros sobre la irregular superficie del rústico tarrajeo, como capas y capas de sedimento embarrados sobre las fachadas, casi plastilina seca esparcida con espátulas. Los comercios se hacían cada vez más escasos y cuando el sol al fin se ocultó y los campos empezaron con el tronar al que Miguel en menos de dos meses ya se había acostumbrado, Oscar le señaló un pequeño edifico de material noble en medio de una casucha de madera y otra de Adobe y yeso. Es allí, Migue, al fin llegamos, recordaba el camino más corto, debe ser porque siempre veníamos en moto, pero va, sólo espero que mi prima esté en casa, no tengo la mejor relación con su esposo y a mis sobrinos no los veo desde que el mayor había entrado a la secundaria y la menor aún usaba pañales, ahora uno ya debe haber terminado la secundaria y la otra debía de estar entrando al nido... Debería al menos, no los veo hace tanto tiempo, pero la casa sigue igual.

Oscar sacó una moneda de su bolsillo—de las últimas que les quedaban —y llamó a la puerta de fierro, adentro un perro estalló en enfurecidos ladridos y escuchó movimiento, un mueble arrastrándose y lo que parecía pasos. La chapa chasqueó y entre la rendija se asomó el rostro de una mujer que debía rozar los cincuenta años, de tez clara y cabello corto batido, la mujer asomó la nariz hacia la calle con sumo cuidado y al ver Oscar parado junto a él se apresuró a salir de todo. ¡Pero qué haces acá muchacho! ¡¿No estabas en la capital?! ¿Quién es él? Pero, pasen, pasen, antes de que algún vecino los vea, pasen, adelante, no confío en ninguno de estos sapos, son una tira de desocupados. La mujer prácticamente los empujó dentro de la casa y, comprobando que nadie se encontrase aguaitando desde su balcón u observando desde las esquinas, sacó su manojo de llaves y cerró la puerta asegurando la con tres vueltas que chasquearon  para finalmente, luego de un breve forcejeo, liberar la llave de la cerradura.

Adentro la sala de estar se hallaba sofocante con sus pesados muebles rechonchos, sus manteles y forros de encajes, daba la sensación de ser el hogar de una persona mucho mayor que la mujer que Miguel tenía en frente. Ella se fue a la cocina y volvió con dos vasos de jugo de carambola, dejó los vasos en la mesa de centro y se sentó en el mueble como esperando que hablasen. ¿Qué pasó? ¿Tu mama sabe que estás acá? Le dijo ella, Oscar parecía un adolescente reprendido, bajó la mirada y asintió. Tuvimos un contratiempo y nos hemos quedado varados acá, prima, en el centro nadie quiere alquilarnos un cuarto y el transporte afuera de la ciudad está restringido. Ella se puso de pie nuevamente aguaitando por la ventana. Obviamente muchacho, tu que te crees ¿qué esos cachacos están acá por las puras? Pero dudo que los rojos intenten entrar, no son muchos por lo que me han dicho.

La puerta chasqueó nuevamente y se abrió sacando a Miguel de su letargo. Los zapatos negros ingresaron primeros seguidos por el rostro algo avergonzado de un muchacho de cabello crespo y ojos hundidos, tenía un aire lejano a Oscar, algo que a Miguel lo perturbó un poco. ¡Ya era hora! Le dijo la señora Teresa a lo que el muchacho se disculpó en el acto. Tras él, otro muchacho entró a la sala, este parecía más desenfadado, se encontraba algo excitado, la respiración violenta, los ojos atentos. Buenas tardes, qué tal, ¿cómo les va? Saludó a ambos de un apretón y si la  reminiscencia del parecido familiar perturbó a Miguel este chico se le hacía conocido, había algo en aquellos ojos claros, las cejas pobladas y la quijada estrecha que se le hacía peculiar. El muchacho, le extendió la mano y ambos intercambiaron palabras, él pareció tratar de decirle algo con la mirada, pero apenas el sobrino de Oscar se despidió, ambos subieron a la segunda planta.

Vino hace un par de meses de Yanamarka, estudia acá en Universidad de Piura, le alquilamos una habitación al pobre, solo tiene una tía acá en la ciudad con la que se ve los fines de semana, en fin... Ha congeniado muy bien con mi Pedrito. Miguel se quedó pensativo y Oscar no lo pasó por alto, su prima seguía hablando y finalmente convino en que los ubicaría en la sala, los cuartos del fondo aún se hallaban en construcción y con la noche cargada de mosquitos y alimañas que se les venían encima no sería cómodo dormir a la intemperie. Oscar le agradeció por su gentileza, a lo que Miguel trató de sonreír.

Llegada la hora la cena pasó extraña entre ellos, Miguel no podía dejar de sentirse incómodo, cogía las galletas de agua y las partía en dos sumergiéndolas en el té desabrido. Oscar hablaba con su prima y eventualmente le preguntaba algo a Pedro o Joseph (el inquilino) mientras que Ada parecía anonadada con su taza de leche. La puerta, una vez más, se abrió violentamente y la señora Teresa se puso de pie a recibir a su esposo, él al ver a Oscar se dirigió a saludarlo dándose un fuerte apretón de manos y un medio abrazo, parecía sinceramente complacido mientras tomó asiento y les preguntaba cómo es que habían llegado allí. Afuera está todo parece un pueblo fantasma, ninguna tienda está abierta y casi no hay gente en las calles del centro, no recordaba haber visto la ciudad así ni durante la intervención militar del 50, cuando cazaban a los del AP como animales, tu viejito se debe acordar de esos años —le dijo a Oscar — solo hay movimiento a lo largo de la carretera con todas aquellas tanquetas y los camiones aparcados a un lado, la comisaría también está repleta de militares y lo más probable es que "El humedal" (Miguel asumió que era un bar de prostitutas) también se encuentre con la casa llena. Ambos muchachos se miraron entre ellos y soltaron escuetas risas censuradas por el rostro indignado de la señora Teresa quien se puso de pie empezó a recoger de la mesa los platos sucios. Ada se despidió y se fue a su habitación al igual que Pedro y el inquilino. Sólo quedaron los cuatro en aquella sala conversando sobre el racionamiento, la crisis y la toma de las ciudades del sur, ambos hablaba  como si se tratase de otro mundo, Miguel sentía que ellos no veían la intervención militar más allá de una eventualidad que cedería con los días. Para la semana siguiente seguro ya se habrán ido, decía la señora Teresa. Esta ciudad nunca ha sido escenario de revolución —proseguía —no lo ha sido en trescientos años de fundación y ahora no va a ser la excepción.

Afuera un estallido sacudió el barrio entero, las ventanas vibraron violentamente y la mesa se estremeció haciendo tintinear la loza, derramarse el té de las tazas. Todos intercambiaron miradas nerviosas; afuera la ciudad volvió a quedar en silencio, la luz se cortó de forma abrupta y no quedó más que ponerse de pie ordenar los trastos antes de dormir.

***

Miguel no te tenía idea de cuánto tiempo había transcurrido, definitivamente más de dos horas, tres ¿quizás? El forro de los muebles ardía contra su piel y la delgada sábana con la que se cubría parecía húmeda y lo sofocaba más aún. Afuera lo único que se oía era el tronar de los insectos y el ocasional ladrido de algún perro. Oscar dormía estirado sobre el mueble contiguo, había hecho caer la sabana y se había estirado colgando los pies desde el extremo del sofá. Su pecho roncaba de forma casi inaudible, pero esto lo fastidiaba más aún, más que el calor extremo, la falta de aire y el constante tronar de los grillos, el chasquido de sus patas arrastrándose, los mosquitos que ocasionalmente zumbaban en la sala. ¿Cuándo podrían a abandonar aquella ciudad a punto de prenderse en llamas? No veía la hora de llegar a Caleta la Cruz y aprovechar aquellos días para decidir qué es lo que haría—giró a ver a Oscar, este se hallaba en la misma posición —no podía arrastrarlo más en esto, de eso se hallaba seguro, debía tener las cosas claras de una vez y ser consecuente con él. Un perro en la calle comenzó a aullar de forma lastimera y Miguel se acomodó nuevamente retorciéndose sobre el mueble, se deshizo de las mantas y se acostó boca arriba. Era insoportable, no podía tolerar el seguir ahí, sintiendo la piel escocer y a punto de perder la razón entre aquel aullido y el silbido del pecho de Oscar, se puso de pie, tanteando el piso descalzo, dando cada pisada con precaución de no toparse con algún objeto extraño hasta que llego a la cocina. Aquel lugar parecía encontrarse más fresco que el resto de la casa, había algo en el lavadero goteante o la mayólica de las paredes que parecía no retener el calor con el ímpetu de las cortinas en la sala.

El agua lo reanimó instantáneamente, ya no sentía las entrañas pesadas, la cabeza a punto de estallarle, musculo a musculo sintió como la tensión cedía ante el paso del líquido por su garganta. Unos pasos descalzos apenas se dejaron escuchar, el tacto de los pies contra el cementerio pulido y luego contra las losas apenas le dio tiempo de estar prevenido cuando en la entrada de la cocina Joseph se quedó de pie observándolo.

No se sacaba de la cabeza la impresión de que lo había visto antes, y el muchacho pareció coger su duda en el aire sonriendo de lado y entrando a buscar un vaso. ¿Tampoco aguanta el calor? Le preguntó, Miguel recostó el cuerpo contra el muro tibio, escuchó el agua de la jarra verterse en el vaso y luego de beber un trago largo le respondió. El muchacho parecía tranquilo, aquella excitación que había percibido en él apenas llegó se había apagado, y ahora sólo quedaba un tenue vivacidad que se traducía en sus gestos espontáneos mientras le comentaba lo terrible que era el verano en aquella región. Sí, ya me habían comentado algo, le dijo, intentando no sonar tan cortante. Él se quedó en silencio bebiendo de su vaso, aún escuchaba el silbar de pecho de Oscar, pero al menos el perro del aullido lastimero al fin se había callado.

¿Y qué era su lo que hará ahora, camarada? Le preguntó viéndolo de reojo, como sondeando si él sería participe de aquél lazo de confidencia que tendía. Miguel inmediatamente levantó el rostro que divagaba entre las fraguas amarronadas y los detalles de frutas y pimientos pintados en la loza blanca. Su rostro pronto cobró sentido dentro de los confusos días anteriores, definitivamente tenía que ser parte del campamento que el  PCP había levantado en la huaca y, si lo reconocía (porque desde un principio aquel muchacho lo había identificado) era porque había estado en la misma mesa que ellos durante la celebración del cumpleaños de aquel militante.

No sé—le respondió —estamos intentando salir de la ciudad como me advirtió el camarada Sergio, pero no hay transporte disponible, además todas las salidas están custodiadas por el ejército y la ciudad entera parece estar alerta a gente extraña. Él asintió dándole la razón. Los camaradas están en retirada, parece que la acción no fue bien planificada, lograron entrar a San Antonio, pero ante la ofensiva de los milicos tuvimos que replegarnos nuevamente, el comité central ha ordenado que se aborte definitivamente la acción y que nos retiremos al sur. Mañana parte un grupo en la mañana, si quiere lo puedo llevar hasta ellos. Él camarada Sergio ya nos contó que usted ayudó al Camarada Cesar cuando escapó de Rioalto, ¿cómo fue eso? Dicen que el camarada Cesar se bajó a todo un comando de encapuchados ¿es cierto? En su voz había cierto entusiasmo casi infantil que sorprendió a Miguel, parecía que en realidad lo admiraba, como si estuviese hablando de un ídolo. Sí, así fue. Le respondió intentando entrar al juego. Pero la emboscada fue muy violenta, el supervisor de la escuela nos había tirado dedo, cuando nos percatamos de la trampa ya nos tenían acorralados contra el cerro, yo logré escapar junto a Oscar por un camino que iba hacia la cumbre, pero los demás camaradas decidieron quedarse. Sí, sí, el camarada Sergio dice que los deben tener detenidos, el caso se hizo demasiado mediático como para que los hayan ejecutado... No le distraigo más, mañana salimos a las seis de la mañana, es mejor que la Señora Teresa y su marido no se enteren, con Pedro no hay problema, él también es compañero.

***

No había amanecido aun cuando Miguel se terminó de convencer de que aquella madrugada se le haría imposible dormir en lo más mínimo. El aire se suspendía en paz, a aquella hora, la temperatura había descendido, las paredes ya habían arrojado todo el sopor del día y ahora con superficies frías y lisas casi ni se sentían aprisionándolos en aquella angosta sala. Oscar dormía estirado en el mueble apenas cubierto por una sábana la cual él había terminado por hacer un bulto bajos sus pies. Miguel miró el reloj colgado en una columna, daban las cinco y quince. En cualquier momento Joseph bajaría por las escaleras y sería momento de partir.

En la casa del costado un gallo empezó a gritar y por todo el barrio se sentía el ulular de las palomas y demás animales desperezándose en sus madrigueras, ya no había remedio, debía levantarse o nunca lo haría. Sigilosamente se deslizó desde el mueble y se acercó hacia Oscar, lucia tan tranquilo, su rostro pálido de cara a la mañana abriéndose a cada segundo. Lo movió delicadamente un par de veces, luego lo llamó entre susurros, el nada de despertase. Oscar, nos tenemos que ir, le decía al oído y respirando profundo, hinchando el pecho y con este todo el torso para luego desinflarse en un silbido que se escapaba entre los labios.

Miguel finalmente optó por sacudirlo, lo tomó por los hombros e intentó moverlo, este se hallaba pesado, pero ante el esfuerzo abrió los ojos y al ver el rostro de Miguel tan cerca se recompuso inmediatamente temiendo lo peor. Él le hizo una seña para que se calmase e hiciese silencio, Oscar no terminaba de comprender que pasaba. Ha llegado la hora de irnos, su amigo de tu sobrino nos va a llevar, le dijo, a lo que de las escaleras bajo Joseph con los zapatos en la mano y una mochila al hombro, Oscar se puso de pie tomó sus cosas.

Ya afuera una pesada luz azulada iluminaba las calles en las que el alumbrado aún se hallaba encendido, no había nadie despierto aún y eso facilitó la ruta hasta el punto de encuentro. Al llegar a los límites del barrio, sin embargo, se hallaba apostada en una de las esquinas una tanquetas con dos oficiales somnolientos haciendo guardia, tuvieron que rodear la calle saltar un muro para cruzar un club deportivo y llegar al otro extremo de aquel distrito de la ciudad, salieron por una suerte de descampado donde una jauría de perros callejeros amenazaba con perseguirlos a punta de ladridos que resonaban en la pampa entera. Estamos cerca, me dijeron que esperarían en el cruce de la carretera abandonada. Oscar no dejaba de preguntarle con la mirada a Miguel a dónde era que se estaban metiendo, pero este intentaba hacerse el desentendido, no estaban en posición de despreciar ninguna ayuda, lo importante era salir de aquella ciudad.

Al llegar una camioneta esperaba apostada junto a una tienda de abarrotes, un sujeto de contextura gruesa y gorro con visera se hallaba de pie junto a la reja del negocio. Joseph le hizo una seña y el tipo asintió, acto seguido giró y llevándose los dedos a la boca silbó mirando hacia la casa. Oscar y Miguel se acercaron más hacia la camioneta y del portón de la tienda emergieron  dos sujetos  con sendos costales que arrojaron al vehículo, uno de ellos lo quedo observando, llevaba el rostro cubierto, Miguel se sujetó del tirante de su mochila. "Camarada Miguel, me alegra que esté bien" le dijo Sergio, a lo que Miguel correspondió con el saludo y una vez más ignoró el notorio fastidio de Oscar y rostro reprochándole el hecho de que, una vez más, deban aceptar la ayuda del partido.

Así es, camaradas, nos cerraron completamente el pase a la huaca, los cagones nos rodearon por todo San Antonio, se bajaron a varios compañeros y solo unos cuantos pudimos escapar a Piura, la situación es crítica, nos han ordenado que nos repleguemos, esta zona aún no está lista para la siguiente fase del plan de acción. Lo peor es que la comisión de Central se encuentra atrapada en Ciudad de los Reyes, la capital está completamente militarizada, uno no puede salir a la calle sin que algún cachaco lo detenga, la movilidad de los compañeros es casi imposible, Yanamarka es el único punto estable que tenemos de momento, sobre todo luego de que las ciudades del sur ya cayeron a manos de esos lameculos del ejército. Por ahí dicen los rumores que los gringos van a intervenir el país, ¡Jajá! El favor que nos harían, si esos pendejos bajan, de hecho tenemos la guerra ganada, Camarada Miguel, le doy mi palabra. Miguel asentía escuchando a Sergio que hablaba sin para mientras conducía. En el asiento trasero se hallaba solo junto a Oscar, Joseph iba atrás junto a los bultos con dos muchachos más que habían subido en el camino. El camarada Sergio parecía entusiasmado, a pesar de la precariedad de la situación.

¿Sabe algo del distrito de Santa Ana? Se aventuró a decir. Él negó torciendo la boca; mal, lo único que sé es que toda la zona Este de la ciudad es la más controlada y en la que se producen la mayoría de enfrentamientos. Nos vienen relegando a la sierra nuevamente. Oscar hizo una mueca de desagrado y entornó los ojos hacia la ventana, Miguel se percató de que este gesto no pasó desparecido para el camarada Sergio quien los veía por el espejo retrovisor. ¿Y ustedes de donde se conocen? Les dijo, con una tranquilidad que Miguel interpretó como sospechosa. Trabajamos juntos en un colegio de Santa Ana, se remitió a contestar Oscar. Sí, él ingresó a la plana de docentes luego de que detuvieran a un compañero por tener propaganda, eso fue poco antes de que nos mandaran a un supervisor como auxiliar, habló Miguel tratando de hablando el tono áspero de Oscar. Sergio asintió sin quitarle los ojos al camino, apretó el timón y viró ligeramente al borde de la carretera, a su izquierda podían ver algunos pequeños pueblos perderse en lo profundo de los campos de cultivo.

Adelante, como un punto diminuto ambos vieron una vehículo aparcado junto a la carretera, era una patrulla detenida a modo de control, uno de los oficiales les empezó a hacer señas para que se detuviesen. Ambos se miraron preocupados, Sergio nuevamente echó un vistazo por el espejo retrovisor y el sujeto en el asiento de copiloto le preguntó qué es lo que harían, "Pasar" fue lo único que le respondió este.

Llegado el momento detuvo la camioneta sin apagar el motor, el oficial se acercó a pedir los documentos y atrás el otro se dirigió a revisar los bultos que llevaban en la parte trasera. Jefe, vamos a llevar estos costales a Colán pues, es un ratito nomás, no nos haga volver a Piura. El oficial parecía inapelable. Señor, sus documentos, le repitió, esta vez más fuerte. No tenemos, tigre, pero ya pues, déjanos pasar, toma aquí para tu gaseosa, cholito. Le dijo Sergio alcanzándole un billete de diez soles, el oficial hizo una mueca y golpeado con la mano el capó del vehículo le ordenó que saliese, Miguel miró hacia el copiloto y este se hallaba rígido, ni siquiera miraba al oficial, atrás los muchachos tampoco parecían preocupados. Está bien, está bien, hermanito creo que tengo mi carnet por acá en la guantera, habló Sergio, ya casi de forma inaudible cuando sacó el arma y en cuestión de un segundo Miguel vio al oficial caer de espaldas a un lado de la carretera, inmediatamente  su compañero, aún en la parte trasera de la camioneta, fue reducido por los muchachos, quienes sin contemplación alguna lo arrojaron de cabeza a la carretera, reventándole una de las sienes con el asfalto hirviendo. La sangre le chorreó por todo el rostro y Miguel se debatía entre bajar a ayudarlos o quedarse ahí, veía  a los partidarios y ¿realmente a eso se remitía la lucha? A un cráneo roto de cara al pavimento caliente, a un cuerpo desangrándose junto a una pista, horneándose bajo el sol recalcitrante de aquella región. No movió un músculo y vio el rostro perplejo de Oscar, sintió su mano ciñéndose a su rodilla como esperando que reaccione, pero Miguel siguió allí inmóvil, implorando por que acelere la camioneta ya, que la prenda lo más pronto posible. Sergio pisó el acelerador con un exagerado disfuerzo, agriamente cómico, la camioneta salió disparada por la carretera y Miguel ni siquiera se sintió capaz de voltear a ver a los dos cuerpos tirados junto a la patrulla. Oscar no le quitaba la vista de encima, llegó un momento en el giró el rostro y no lo apartó de la ventana hasta que llegaron a Colán y se detuvieron a llenar el tanque y comprar algo de comer.

Afuera el aire salitroso le dio náuseas y casi se lanzó hacia una playa de estacionamiento contigua a la estación. Frente a ellos se veía la pampa árida como derrapando a modo de terrazas hasta hundirse en el mar turquesa, el viento violento, el camarada Sergio conversaba con el empleado de la gasolinera y los muchachos parecían inmersos en un debate que se hacía poco a poco más violento, oía sus voces discutiendo y el mareo, las náuseas hasta que se apoyó en uno de los postes contiguos a la carretera y sintió que no aguantaría la falta de aire. ¿Qué estamos haciendo, Miguel? Le dijo Oscar tras él. No su supo que contestar, otra arcada lo retuvo y ahora sintió rabia, ¿es que no era obvio? Estoy intentando salvarnos la vida, le dijo, estoy tratando de  evitar que nos maten. Pero Oscar le negó con la cabeza, el rostro confundido apretó los párpados frunciendo toda la cara en una mueca de fastidio. Pero de qué forma, ¡cómo! Si cuando estábamos en Santa Ana fuimos víctimas de una confusión, luego pasamos a ser prófugos y ahora estamos en una camioneta con cuatro partidarios que acaban de asesinas a dos policías. ¡¿Cómo es que intentas salvarnos, Miguel?! Si no dejas de meternos más en la boca del lobo. ¿Es esto lo que quieres? Porque si tu idea es meterte al partido debiste habérmelo dicho desde en principio, no haber hecho todo aquel teatro de profesor pacifista... Dime, Miguel, pero sé claro al fin...

Él  sólo se quedó en silencio, al otro lado de la playa de estacionamiento Sergio los llamó con un silbido mientras Joseph acomodaba los costales con su indeterminado contenido. Oscar, aún nos queda media hora más de viaje para llegar a Caleta la Cruz, no es el momento de que me hagas este tipo de preguntas ¿qué no comprendes lo delicado de nuestra situación ahora? Pero él nada de amainar su indignación, miraba la fina línea del mar en el horizonte, la pampa brillante, casi incandescente bajo un cielo despejado tan tranquilo que hacía casi imposible imaginarlo sobre un país agonizante. Comprendo perfectamente lo que está pasando, le dijo al fin.

Miguel respiró escupió hacia un lado de la carretera el reflujo ácido de su vértigo y enrumbó hacia la gasolinera. Vamos, nos están esperando, le dijo acomodándose el cabello desordenado por la brisa marina. No Miguel, yo me quedo, y cómo se lo ocurría eso, es que no tenía ningún lugar al que ir, ambos no tenían a quien recurrir a esas alturas. Volveré a buscar a mi familia, deben haber subido a la sierra, al pueblo de mis tíos. Miguel negó una vez más, no seas burro, te van a agarrar apenas te topes con el primer control militar, lo más seguro es ir a Caleta la Cruz y luego cruzar la frontera por el norte. ¡Pero tú no quieres escapar! ¡A este paso terminaremos en la línea de fuego de alguna pampa de Yanamarka! El camarada Sergio volvió a silbar y Joseph le hacía señas con los brazos. Yo me quedo, Miguel, no pretendo tomar parte en esta masacre. Miguel  quería  sujetarlo, obligarlo a subir a la camioneta, después de todo y  a esas alturas se ponía en aquella posición, trató de hacerle entender, de explicarle que la única salida era seguir con los del PCP al menos hasta que los dejaran lo suficientemente cerca de Caleta la Cruz como para ir a pie hasta la casa de su hermano, pero ya había visto que cualquier replica era en vano. Oscar lo animó a que subiese ante la insistencia de Sergio quien ya había entrado a la camioneta, pero cómo iba a dejarlo. Anda, necesitas pensar  bien qué es lo que harás, la posición que vas a tomar en medio de todo este desastre, le dijo, yo estoy seguro de donde estaré, pero escojas el camino que escojas tienes que saber que siempre te voy a amar, Miguel. Sólo necesito que seas claro, porque ya no puedo continuar andando de tu mano con los ojos cerrados mientras tú vas a la deriva.

No tenía sentido, no tenía claro algunas cosas, no lo iba contradecir en eso, pero si de algo se hallaba plenamente seguro era que separarse a aquellas alturas era lo último que debían hacer. Y aun así no sabía cómo detener sus piernas de moverse, no sabía cómo volver hacia él y decirle que se deje de cojudeces, que no lo iba dejar solo en aquel puerto con toda la región al borde del enfrentamiento. Él sabía qué era lo correcto, entonces porqué ya había entrado a la camioneta nuevamente, porqué respondió con tanta facilidad al Camarada Sergio cuando le preguntó por Oscar. No podrá continuar, debe solucionar un asunto en la sierra, le había dicho, y el copiloto soltó un bufido. Oscar se quedó tras él y lo último que alcanzó a ver fue su silueta contra aquel mar claro abrazado por el cielo impoluto,  las palmeras escuálidas y las casuchas de Colán arrinconadas en una pequeña ensenada. Miguel siguió aquella línea del horizonte casi cortándole los ojos, ardiéndole en la mirada, sentía los ojos aguados pero debía ser fuerte, aún faltaba para llegar a su destino, no quería parecer débil frente a ellos.

***

Oscar llevaba caminando poco más de una hora cuando al fin logró encontrar una pequeña combi que subía hacia la sierra, de ahí solo sería cuestión de caminar hacia el pueblo de sus tíos, un caserío a unas horas a pie de La Florida, donde el vehículo lo llevaría. El conductor se hallaba terminando de almorzar a un lado de la calle y los escasos pasajeros comenzaban a impacientarse, el calor y la amenaza de llegar al anochecer los irritaba más aún, sobre todo porque debido a la intervención del ejército en Piura y San Antonio tendrían que ir por la antigua carretera hasta una trocha clandestina que se interna a la sierra dando vueltas por un sinnúmero de cerros que triplicaban el tiempo de viaje. "Ya está, ahorititita subo, señores, no hay por qué ponerse malcriados" les decía mientras terminaba de comer el arroz verde de su plato. Oscar intentó abrir la ventana junto a su asiento, esta no cedía, hasta allí se escuchaba el barullo de las olas contra el malecón, la ventanilla se empecinaba en no moverse, alzó la vista, la gente parecía no estar enterada de lo que pasaba solo unos kilómetros al norte y Miguel que se había ido con esos sujetos... Miguel ya no estaba—razonó al fin—ya se había ido en aquella camioneta, quién sabe si verdaderamente a casa de su hermano o seguiría el viaje junto a aquellos terroristas.

El vehículo vibró y empezó a moverse poco a poco calle arriba entre las aceras llenas de gente comprando fruta, vendiendo refrescos, conversando en las esquinas, subiendo a las motos. Él sacudió la cabeza ligeramente como buscando desembarazarse del agobiante calor. No podía dejar de pensar en a donde iría a parar Miguel, si realmente lo dejarían ir una vez que el intentase seguir su camino a caleta la cruz mientras la camioneta seguía rumbo al sur, qué pensaría su hermano, al tenerlo de un momento a otro en su puerta, a su hermano mayor, el subversivo, qué le diría Miguel sobre cómo es que había llegado hasta allí, sobre todas las peripecias que había tenido que sortear desde Ciudad de los Reyes. La perspectiva de subir a la sierra pareció poco a poco más desalentadora, sabía que su familia se encontraría a salvo allí, el partido aún no llegaba a la sierra norte y así como iban las acciones del ejército dudaba que llegasen a ganar terreno. Miguel, sin embargo, se encontraba en aquel momento rumbo a la línea de fuego, cada kilómetro que iba hacia el sur lo acercaba más una inminente detención. Pero como seguir con él cuando ya no sabía ni sus convicciones, ya no tenía la más mínima idea de lado se encontraba, había pasado de su explícita a aversión al actuar terrorista del partido a un silencio dubitativo, a la pasividad y ahora a la complicidad, a la adhesión enmascarada por su situación. Y es que no le cabía en la cabeza aquella polarización que de pronto lo venía a enfrentar a Miguel de forma tan dolorosa, jamás podría estar de acuerdo con aquella masacre justificada bajo la ilusión de cambio, pero tampoco podía estar de acuerdo con  la reacción del gobierno de erradicar indiscriminadamente a cualquiera que muestre la mínima señal de oposición o disidencia. Se encontraba en medio de un fuego cruzado—como la mayoría de la población —pero hasta aquel momento lo único que lo había mantenido de pie había sido que Miguel se hallaba a su lado, y ahora que este se había marchado...

El vehículo ya había legado nuevamente a la carretera donde hacía unas horas lo había dejado Miguel. ¡Pare! ¡Bajan! Gritó desde la última fila de asientos del pequeño vehículo. El chófer frenó en seco antes de entrar a la carretera y levantó una polvareda tapando las ventanas. Oscar se lanzó a la puerta y bajó hacia la trocha precedido por los reclamos de los otros pasajeros ante el nuevo retraso. Era imposible, no podía irse y dejarlo solo frente a la persecución, él mismo no soportaría atravesar la clandestinidad sin su compañía, sin su sonrisilla graciosa en el almuerzo o su cuerpo tibio durante las noches, no aguantaría tan solo un día alejado de su fortaleza frente al adverso futuro que les plantaba cara ahora, una vez más, no soportaría saber que le plantaría cara solo mientras él se refugiaba en el monte. Tomó su mochila y la combi arrancó tras él, con el barullo de los improperios disolviéndose en la nube de polvo tras el vehículo. Empezó a caminar.

Ya pasaba el medio día y el sol era insoportable, inútilmente buscó sombra en la estación de gasolina. Ni un sólo vehículo pasaba por aquella carretera resquebrajado por el sol. Oscar comenzaba a desesperarse, compró una botella de agua en la pequeña bodega ubicada en una caseta junto a la pista se sacó la camiseta y se sentó sobre la arena cubriéndose la espalda y la cabeza con el cabello húmedo por el sudor. El líquido pasaba frío por su garganta y en su distorsionada cabeza el rostro de Miguel sonriendo sobre su cama, desnudo lanzándose al río que cruzaba los terrenos de sus padres, su piel tostada por el sol de aquel tono rojizo, todo se mezclaba con el dolor del sol cayéndole pesadamente sobre la cabeza.

Allí al fondo vio el reflejo del sol contra el capó de un camión iridiscente a toda velocidad, cerró los ojos, cada vez se hallaba más más cerca, cerró los ojos hasta que al fin llegó a la gasolinera. Él, entre despierto y dormido sintió el crujir del suelo, los pasos del conductor y luego una mano sobre su hombro. ¿Está bien, señor? Le dijo al voz de aquella mujer cuyo rostro apenas podía ver ante el exceso de luz.

Sí, sí, no se preocupe, le dijo. Pero ella no le creyó nada, "cómo que no se preocupe, si está a punto de desmayarse, ¡Chabela! Pásame el agua!" llamó la mujer y del vehículo salió una niña cargando un bidón. Oscar se hallaba fuera de sí, ya no entendía lo que la mujer le decía, sintió el torrente frío sobre su cabeza, nuevamente la voz, otro torrente de agua y ahora dos palmadas en la mejilla." Despierta, hombre, despiértese" le decía y la luz se confundía con la penumbra de sus párpados. El cuerpo lo venció y sintió que cayó sobre la caseta de madera, el vendedor salió a ayudar a la mujer y entre ambos lo sentaron en el en la cabina del camión, Oscar no tardó en recuperar la consciencia y cuando se percató ambos lo miraban asustados pensando que le había dado una aneurisma al recibir tanto tiempo el sol directo en la cabeza. Chabela le seguía dando aire.

Tardo algo de tiempo el recuperarse lo suficiente para poder articular una oración coherente, pero una vez recobró el control de su lengua le explicó en líneas generales su situación a Consuelo, ella asentía escuchándolo mientras bebía su gaseosa. Le dijo que había terminado varado allí luego de que una patrulla detuviera a la combi en la que iba que los demás pasajeros había vuelto a Colán pero que él debía llegar a Caleta la Cruz puesto que su mujer lo esperaba allí en casa de su hermano (se imaginó el rostro de Miguel cuando le contase que le había tenido que cambiar de sexo por discreción, su risa burlona y las interminables bromas que le haría) ella se ofreció a acercarlo allí, iba al sur así que no sería ninguna molestia, Oscar no podía estar más agradecido y se ofreció a pagarle algo simbólico como pasaje, pero ella se negó. Así como están las cosas hay que echarnos la mano el uno al otro, joven, no puedo cobrarle.

Así partieron a la carrera, Consuelo debía llevar su cargamento a Trujillo antes de las ocho y a aquel ritmo llegaría a las diez, los controles no dejaban de detenerla en los límites de cada provincia, sin contar con los cierres producto de las lluvias que ya comenzaban a caer a la costa en forma de huaycos. Chabela le iba contando como su mamá había tenido que salir con él camión de su papá porque a este lo habían llamado del ejército para que vuelva al servicio tras el intento de los del partido por tomar San Antonio. Oscar seguía la plática de la parlanchina niña y las bromas de su madre, pero se sentía ansioso por llegar a tiempo para encontrar a Miguel, si es que este había llegado a bajar en Caleta la Cruz, en caso contrario qué haría —pensaba —no tenía la más mínima idea de a dónde ir, que hacer en medio de los enfrentamientos, imposibilitado de volver a Ciudad de los Reyes, Miguel se había convertido en el centro de su vida, no comprendía como había tenido los huevos de dejarlo ir tan fácil. La radio de pronto cortó la transmisión del bolero aguardentoso que resonaba por los parlantes y dio paso a un informe de último minuto «en este momento las fuerzas armadas están ingresando a Yanamarka por la parte sur-este y nor-este, se escuchan fuertes detonaciones del centro de la ciudad y la gente comienza a colgar banderas blancas de las ventanas de sus casas. Tres tanques acaban de ingresar por la avenida de la Independencia y una barricada les bloquea el paso...» Mamá no lo van a mandar a mi papá ahí ¿no? No, no mi amor, tu papá solo está apoyando por la crisis, pero ya no lo pueden delegar fuera de la provincia... «Tres bombarderos se ven circulando por el cielo de Yanamarka, compatriotas, tal parece que se reanudará el bombardeo a la ciudad, los aviones cada vez van bajando más, desde nuestra posición en el cerro La Esperanza podemos ver claramente la multitud de gente corriendo hacia los pampones y saltando a la ribera del río, ahí van los bombarderos...» ¡Bum! "Pobre gente, dios mío, qué desesperante..." ¡Bum! «los soldados ya se encuentran abriendo fuego contra los partidarios apiñados tras la barricada, nos informan nuestros colegas desde el cerro Yanahuanca, que por la zona Norte de la ciudad grandes multitudes de gente corren huyendo de las bombas y el fuego cruzado.» ¡Bum! ¿Mamá, a qué se refiere con fuego cruzado? Ella apenas le hacía caso repartiendo su atención entre la carretera y la transmisión. Es cuando estas en medio de un conflicto y te atacan por ambos bandos, le dijo Oscar sin despegar los ojos de la radio.

Era alrededor de las cinco cuando saltó del camión de se despidió con una sonrisa hueca, ellas le desearon suerte y siguieron su rumbo. Oscar giro sobre sus pies llenos de ampollas y se dio con el pequeño pueblo pesquero bañado por la luz de la tarde, era ensordecedor el rostro del sol hundido en el mar.

La mochila le dolía sobre el hombro y empezó a caminar en dirección a las casas desperdigadas en el borde la playa. La gente ya salía a buscar el pan y comentar lo que sucedía en el sur del país, no distinguía la figura de Miguel por ningún lado, recorrió la calle principal, bajó a la plazuela, y llegó hasta la playa, nada.

No tenía la mínima idea de dónde podía estar la casa de su hermano, sabía que este pertenecía a la marina, pero hasta donde él estaba enterado por allí no había ninguna base, mucho menos una urbanización de marinos junto al pueblo, solo en el horizonte dos torres petroleras oxidándose en medio de la nada. Tendría que preguntar, primero a una anciana que armaba su puesto de anticuchos y menudencias en una esquina. Nada, no sabía nada. Avanzo más, de vuelta a la plaza, de un puesto de comida salía el ruido de la raído y el compungido locutor narrando el drama en la ciudad altoandina, la épica Yanamarka, escenario de la última batalla por la independencia y ahora, doscientos años después, volvía a teñirse de sangre. «La gente continúa corriendo hacia los descampados, los disparos ya no cesan, de la multitud no dejan de caer al piso civiles con niños en brazos, ancianos, mujeres. Hace tan solo unos instantes  se ha podido escuchar una fuerte explosión en la plaza de armas, según nos informan abrían dinamita da toda la calle aledaña a la catedral principal, se desconoce el número de soldados que están atrapados bajo los escombros...» Oscar caminaba viendo hacia todas aquellas caras apiñándose en la entrada a los escasos comercios de aquella zona de cara al mar, las terrazas de un par de restaurantes estaban repletas. Preguntó allí, nadie le sabía dar razón, en el bar aledaño corrió la misma suerte, nadie sabía nada, todos lo ignoraban prendidos en el pequeño televisor que apenas recibía la señal borrosa de los tejados de Yanamarka siendo rociados por el rojo incandescente de las detonaciones, salpicado por los nubarrones grises de los derrumbes y cubierto por el manto negro de la humareda ascendiendo contra un cielo prístino, tan encendido como aquel que tenía sobre su cabeza, de un naranja que caía hasta el violeta, un azul opalino que se burlaba de la tensión en los rostros de la gente.

Oscar al fin llegó a un billar donde un grupo de sujetos tomaba en un rincón escuchando una cumbia norteña reproducida desde un enorme estéreo. En la mesa de billar dos sujetos se turnaban para tomar los tacos y en la barra un anciano miraba con desánimo el movimiento en la calle. Él se acercó y le preguntó por Fabián Ortega, si lo conocía, si sabía dónde vivía o si tenía conocimiento de algún puesto de la marina donde le pudiesen dar referencia de él. El viejo ni se inmutó a su pregunta, seguía viendo hacia la calle sin prestarle atención, se lamió los labios y pareció que iba a hablar cuando reparó al fin en él. ¿Va a querer algo? Le dijo con el rostro inexpresivo. Oscar se resignó, jaló una banca y ordenó una cerveza, palpó la botella helada, sirvió el vaso, cerró los ojos y sintió el líquido entrando helado dentro de él.

Se sentía exhausto, había llegado a un punto en que ya no sentía los pies, las apoyas se habían convertido en heridas, y ahora ya ni estas le escocían, solo sabía que cuando se quitase los zapatos muy probablemente encontraría solo hueso y pellejo rasgado. Junto a él se sentó un hombre con el rostro sudoroso y el polo blanco sucio. ¿A quién decía que buscaba, joven? Le dijo apoyándose en el mostrador. Oscar lo quedo observando con desconfianza, por un momento pensó que buscaba que le invitase trago, pero luego se percató de que estaba con el grupo que se hallaba tomando en el otro extremo del billar. A Fabián Ortega-Arrué, me han dicho que vive aquí, es técnico de la marina, creo que trabaja en las estaciones petroleras. El hombre asintió, ¿De Ciudad de los Reyes? Oscar hizo lo mismo (afuera la gente soltó un suspiro colectivo, parecía que se encontrarán viendo un partido y no una masacre televisada ¡Han vuelto a bombardear! Gritó una muchacha desde el otro extremo de la calle.

No conozco a ningún Fabián, le dijo el hombre, yo trabajo ahí en las estaciones y la mayoría de los técnicos son de Ciudad de Los Reyes está el señor Damián, el Tripa seca, el orejón, Cocoliso... Su esposa se llama Jenny o Jennifer, está en cinta. El rostro del sujeto se encendió. ¡Claro! Es el Fabicho, pensé que el diminutivo venía de Fabricio. ¿Entonces sí lo conoce? Le pregunto Oscar ofreciéndole el vaso para que se sirva, él no despreció la cerveza, pero negó con la cabeza. No, no, hemos tomado algunas veces pero amigos amigos, así como que se dice compadres no somos. Oscar se pasó la mano por el cabello, ¿al menos sabe su dirección? El hombre volvió a asentir.

Afuera el tumulto aglomerándose frente a los restaurantes y comercios apenas lo dejó transitar por la calle, siguió de frente —como le habían indicado —hacia un largo sendero que se torcida de forma paralela a la línea costera. Todo el camino iba escuchando los comentarios de la gente, siendo objeto de una que otra mirada curiosa, desconfiada. Mira cómo va, tiene pinta de rojo, escuchó atrás a un grupo de señoras, miró hacia sus zapatillas rotosas, sus shorts viejos y el polo sucio, definitivamente no debía dar la mejor impresión. Siguió avanzando si prestar atención, era cuestión de minutos para que oscurezca por completo. «Nos informan que los partidarios se han retirado hacia las pampas, la ciudad está siendo retomada por las fuerzas armadas, señores... Los disparos no cesan, los aviones siguen volando en círculos como aves rapaces...» ahí iba el atardecer con aquel enorme sol de su tierra zambulléndose hasta el día siguiente en el que era expectorado desde las montañas. Iba contando los números de las casas, ya sé acercaba, el corazón se le aceleraba al tratar de encontrar las palabras cuando viese a Miguel, más aún, la ansiedad arreciaba al pensar en la posibilidad que nunca hubiese llegado ahí.

Cruzó una angosta avenida polvorienta, el azul de la luz desvaneciéndose teñía los árboles de negro y les quitó las sombras a las personas que salían a las calles a saludarse entre vecinos. Habían recuperado Yanamarka. Las radios se escuchaban encendidas e  todas las casas, la resonancia crujía en todo el pueblo. La fila de casuchas parecía interminable hasta que llegó a un malecón en el que las casas rústicas de adobe se transformaban en chalets blancos y rosados de ventanas pequeñas y aleros gruesos. La gente cada vez llenaba más la calle, se saludaban como si fuese alguna festividad, año nuevo a fines de febrero, los pies ya no daban más y contaba los números en las plaquitas pegadas junto a las puertas. Aún faltaban un par de cuadras.

Eran las cuadras más largas d emitir vida, ya no sentía los pies, pero en aquel momento el dolor estaba bloqueado por la ansiedad de llegar. Podía olerse el ambiente de desenlace aquella tarde, veía a los vecinos saliendo a sus puertas y en sus rostros había expectativa, yo debía verme trastornado, caminando como un loco con la ropa raída, el rostro insolado y el cabello sucio, arrastrando los pies para que las ampollas no se abrieran con la fricción de las zapatillas de lona. Ya casi llegaba, estaba tan cerca y la inmensidad del momento me cautivo en un instante en el que lo mareos regresaron y el rostro se me adormeció. Me apoyé rápidamente en el cerco de madera de un jardín y miré calle arriba, dos, tres casas, cuatro más allá era la de Fabián, la calle se iba de lado y caía con mis ojos que no enfocaban bien la fachada de la casa y mis piernas que comenzaban a fallarme. La noche violenta me había quitado el último aliento de fuerza que ahora se me escapaba con la respiración lenta, casi imperceptible, traté nuevamente de ver hacia la fachada de la casa de Fabián, frente a ella había llegado una camioneta del ejército, era inconfundible con su color verde tierra, su parachoques oxidado, la puerta se abrió y de adentro salió Miguel forcejeando con dos sujetos que lo tenían inmovilizado. Intenté avanzar, pero las piernas al fin me habían dejado de responder, quise ver hacia allí pero mis ojos se negaron, la calle caía de lado, se me escapaba de vista, ahora solo la vereda frente a mí, nuevamente Miguel siendo metido en la camioneta, ahora mis pies sangrando dentro de las zapatillas y la camioneta que se iba, avance unos pasos, llamándolo, tal vez unos paso más en silencio, traté de lanzarme sobre ellos, sobre lo faros encendidos del vehículo avanzando hacia la carretera, yo quería abalanzarme sobre ellos y sacar a Migue de ahí, pero la calle se me caía de la vista junto con mi cabeza. Luego ya no era la camioneta desapareciendo calle abajo, ni la vereda o mis zapatillas, el cielo aparecía frente a mí, oscuro como mis párpados cerrándose y mi cuerpo entero sobre el pavimento, unos cuantos rostros parecieron pero yo al fin me decidí por seguir en aquella penumbra tan cómoda de mis párpados cerrados.


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