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La Ciudad de Polvo por Dedalus

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Notas del capitulo:

Este se suponia que iba a ser el último capítulo, pero terminé extendiéndome más de lo debido asi que lo divideré en dos partes. 

Ciudad de los Reyes, Febrero, 2008

Y así, en silencio la lluvia comenzó a caer sobre ciudad de los Reyes, una precipitación constipada, esporádicas gotas caían sobre la acera, como si el cielo soltara el exceso de carga de a poco. Las calles ardientes luego del sol de mediodía ahora evaporaban los charcos y el centro entero se llenó de un olor a humedad y cemento mojado. El bochorno seguía, pero ahora el vaho tibio despedido parecía empapar a los que se hallaban cruzando el Jirón de la Unión, Franco  estaba de pie en medio de todos ellos, caminó hacia la esquina en la que se abría la plaza repleta de gente paseando, encendió un cigarrillo y se apoyó en el muro del banco central sintiendo las gotas caerle de a poco sobre la cabeza y los hombros. El cielo gris vaporoso descendía sobre las cornisas y el ambiente húmedo junto al calor le daba una sensación extraña en el cuerpo. Sentía la neblina tibia sobre su piel, el cuerpo entero siendo invadido por aquella marea de vapor lavando las fachadas de los edificios de la plaza, inundando el centro entero de aceras húmedas, niños jugando con globos de agua y cubetas de pintura.

Aquel verano se había sentido tan solo, pensó apoyado contra la esquina del banco, miró hacia los árboles de la plaza y las palomas emprendiendo vuelo hacia la bruma grumosa sobre las ramas reverdecidas. Aquel calor  asfixiante soportado en su habitación le saturaba la cabeza, le hacía perder la consistencia de las cosas, el sentido de todo, así se veía casi todas las noches masturbándose en su cama mientras recordaba aquella primera vez que tocó el cuerpo de James, cuando descubrió sus muslos por primera vez y cuando lo penetró y vio sus ojos oscuros tan cerca a los suyos que temió venirse inmediatamente antes los movimientos de él sobre su pelvis.

Un camión portatropa paso frente a él rompiendo por completo la armonía ligera de la plaza, sus edificios blancos corrompidos por el feo camión negro, tras este al fin llegó su padre, tarde como siempre, pero al menos bastante recompuesto desde la última vez que lo vio, apenas consiente, casi incapaz de ponerse de pie y rodeado de papeles y libros, algunos de ellos con el emblema de la universidad en la que trabajaba dando clases.

—Ahí estás, muchacho —le dijo extendiendo la mano hasta su hombro y su sonrisa le dio la tranquilidad de apartarlo de la repentina nostalgia que le había entrado ante la perspectiva de no ver a James en la escuela una vez comiencen las clases. Oscar lo quedo observando fruncir el ceño y, sin soltarlo del hombro, lo guio hacia el jirón, vamos a tomar algo que me muero de calor, muchacho, aún tenemos tiempo —le dijo, ahora sujetándolo cariñosamente de la nuca —Franco se sentía algo avergonzado, pero valoraba aquellas muestras de afecto de su viejo, lo miraba todo flaco y ojeroso, parecía una caricatura con su camisa de mangas dobladas y sus pantalones jean claros. Oscar le contaba sobre tu trabajo, la muchacha con la que salía y veía como Francisco estaba taciturno (bueno, aquello no era tan extraño en él, el pobre de su hijo parecía haber nacido para lucir triste) pero algo más en él lo inquietaba, parecía verdaderamente fastidiado, y estaba seguro que esa vez él mismo no había sido el causante, no había vuelto a ir borracho a casa de su madre, se había amarrado la lengua en el santo de Arturo y ni siquiera se había permitido beber para no perder las papeles entre los estirados de la familia de Lucía, los chicos habían estado tranquilos con él, hasta lo habían ido a visitar varias veces durante el verano, claro que muchas de esas ocasiones lo habían encontrado con una resaca terrible y un humor no mejor; pero ahora, era una ocasión especial, inesperada, más cuando se enteró que su mismo hijo conocía la poesía de Miguel, había sido como un regalo de la fortuna. Se le hacía sorprendente que su madre haya aceptado meter a Franquito a la 0041 cuando ella misma se negó a ponerlo allí desde un principio. Aún recordaba su expresión irritada cuando él le dijo que quería que su hijo haga la secundaria en el mismo colegio que él y Miguel habían enseñado hacía ya dos décadas atrás. Ella se puso colorada conteniendo la cólera. No voy a permitir que metas a mi hijo a ese colegio de delincuentes, va a ir al Mariscal Castilla, igual que mis hermanos, además, le queda más cerca que la 0041. Claro, no había contado con que Franco sacaría su temperamento y terminaría siendo expulsado del colegio, por lo que la única opción termino siendo la 0041, donde por ironías del destino Miguel una vez más iba a regresar a él, ahora en boca de su propio hijo que  entusiasmado le había hablado de un poeta que había enseñado ahí cuyos versos le fascinaban, que había ido a buscar uno de los ejemplares de su único poemario a la biblioteca donde siempre lo llevaba de niño —hasta este punto no le había prestado tanta atención —y que lo habían hallado, al fin lo habían encontrado... Un ejemplar con anotaciones a pie de página, aparentemente de mismo autor.

Pero cómo lo iba olvidar, si aquél mismo ejemplar el cual Miguel le había regalado lleno con citas de otros autores. Había vuelto a llegar a sus manos gracias a la peripecia de la pequeña Tamara, quien lo salvó de las requisas en la pensión posterior a la huida luego de la emboscada en la escuela. Fue muchos años después, luego incluso de que la guerra se extinguiera y la tan ansiada estabilidad se asentara en la ciudad, que recibió la visita de la muchacha que ya había dejado de ser muchacha. El al fin había podido regresar al país luego de la amnistía y había conseguido un puesto en la UNCR con ayuda de Carlos. Franco ya había nacido y todo rastro de la violencia de hacía tan sólo algunos años antes se había esfumado por la llegada del nuevo milenio, del nuevo país, el nuevo sistema y los problemas de siempre. Fue ahí, succionado por la rutina de asalariado promedio, dictando clases a los alumnos de caras largas, almorzando solo en el comedor (la mayoría le guardaba recelo) y llegando a casa en la noche solo para escuchar el llanto inacabable de Franco, que e  una de aquellas sosas tardes mientras esperaba en la fotocopiadora su turno vio entrar a la facultad a la menuda muchacha que apenas pudo reconocer.

Estaba altísima, más de  lo que recordaba había sido su madre, quien había fallecido en un atentado, según había podido enterarse—ella llegó y cruzó miradas con él, pareció examinarlo igual que el a ella. Sonrió, igual él y al fin se acercó sujetando su morral de cuero y los libros bajo el brazo, salía de clases.

Profesor Oscar, está idéntico a como lo recordaba. Él soltó una risotada. No tienes que ser amable muchacha, sé que mi apariencia da pena, ¡pero tú sí que has crecido! Ella sonrió y con falsa modestia se acomodó el cabello. Le contó que había ingresado el semestre pasado y que recientemente se había enterado que dictaba clases en la facultad de Letras, Oscar el preguntó por los vecinos de la pensión, por su madre, cómo había ocurrido todo... Ella habló solo lo necesario, retrocedió un paso de forma casi ritual y sacó de su morral el libro. Hace años que quiero devolverle esto, profesor.

En sólo un instante la ilusión de cotidianidad que había construido con  Lucía se había destruido, Miguel había vuelto en ese libro de forma tan tangible que incluso podía sentir su voz, su sonrisa coqueta por nuestro cuarto en la pensión de doña Paquita, su cabeza sobre mi pecho, su mano sujetando la mía... Nunca lo había olvidado, pero pensaba al menos haber superado su pérdida, aceptado que ya nunca más lo volvería a ver. Aquél día leí el libro entero nuevamente, lloré como un imbécil escondido en el baño del minúsculo departamento en el que vivía con Lucía, sobre todo cuando llegué a la anotación que Miguel me había dejado en uno de los poemas, justo cuando tuvimos el problema con su padre, "nadie ha sido más feliz que nosotros, nadie va amar tanto como nosotros" decía, debo estar parafraseándola seguramente —Franco entró a un chifa y asumió que quería almorzar antes de ir a tomar el bus, así que Oscar no dijo nada—no podía tener el libro en casa, había sido una de las sorpresas más gratas que había tenido en años, una de aquellas concesiones que rara vez el tiempo se permite, pero no podía correr el riesgo de perderme en un recuerdo, así que aquel mismo sábado decidí llevarlo a la biblioteca de Antenor, quien me creía muerto y, lo cierto es de alguna forma lo estaba. En tan solo unos años había cambiado tanto, y llegué a esta conclusión  sin el mínimo atisbo de pena, pero la poca inocencia que me quedaba a fines de los 80 cuando conocí a Miguel, había desaparecido por completo al igual que toda la ingenuidad erradicada de los veinte millones de habitantes del país quienes no se creían que la violencia al fin había cesado. Aquella tarde me despedí de Flores de Aguas Negras en la biblioteca de Antenor, pero también me despedí de aquella sensación de eterna expectativa en la que me había dejado la desaparición de Miguel luego de que se lo llevara en aquella camioneta hacia ciudad de los Reyes (muy probablemente), al donar aquel poemario a la biblioteca me despedí al fin de toda esa pena nunca llorada ante la negación de creer que Miguelito nunca iba a contradecir mis flojos argumentos, nunca más se iba reír de mis bromas tontas o se iba estremecer cuando lo abrazaba intempestivamente por la espalda.

Los años posteriores a la captura del líder del partido se habían venido sobre él como una vorágine de cambios que tuvo que enfrentar con la poca fuerza que le quedaba luego de la separación con Miguel en Caleta La Cruz. Sólo recordaba su figura siendo arrestado y luego todo era negro, un negro más oscuro que las noches sin luna en San Antonio, un negro aterrador que lo engulló hasta que abrió los ojos y una señora le daba aire mientras le mojaba la cara con un trapo húmedo. Afuera se oía un alboroto tremendo, habían volado el edificio del municipio y el pueblo entero se hallaba  ansioso. La familia que lo había ayudado fue sumamente amable, algo extraño tomando en cuenta el clima de desconfianza que se había instaurado en todo el país. Sin embargo él estaba empecinado en ir a buscar a Miguel, no dejaba de llamarlo entre delirios e intervalos de cordura. "Ya se lo han llevado los cachacos, muchacho, ya no puedes hacer nada, se lo han de llevar para la capital seguro, ¿rojo eres? No nos traigas problemas por favor, le dijo la señora a lo que él negó con la cabeza y agradeciéndole la generosidad de salió hacia las calles desiertas de pueblo, no veía ni las patrullas o las tanquetas posicionadas en las esquinas, tal como en Piura. Sólo una raquítica figura bamboleándose en una esquina le dijo que todos los tombos se habían ido camino al norte. No sabía qué hacer, a donde ir, así que bajó a la playa y pasó allí la noche llorando, tratando de ordenar sus pensamientos ahogándolos en la oscuridad del mar inmenso escondido bajo la noche clara, las decenas de estrellas y la brisa transparente, pero densa, pesada. La arena tibia se lo tragaba poco a poco y solo quería desaparecer en aquel colchón hundiéndose hasta sofocarse, olvidarse del mundo entero con las olas estrellándose a sus pies y el esporádico grito de algún ave nocturna, ya no tenía fuerzas para continuar.

Había llegado hasta allí con Miguel, había llegado allí por él, no tenía sentido continuar sólo, brisa fría y una patrulla que cruza el malecón. No podía ir al pueblo con sus padres, solo los implicaría más de lo que ya estaban, era prófugo, una condición que no debía olvidarse, y ahora que toda la costa norte había sido militarizada, le sería imposible hacer todo el camino de vuelta a Ciudad de los Reyes de forma anónima, sería imposible no toparse con algún  puesto de vigilancia. Aún así, qué haría en la capital, no tenía por dónde comenzar, a quién acudir. Carlos e Isabel ya habían hecho todo lo que podían, Carlos tenía familia e Isabel muy seguramente ya debía encontrarse a punto de embarcar al extranjero, escapando de aquel naufragio de país. No tendría ni a  donde llegar. Las horas pasaban y el cielo cada vez cambiaba más su coloración negra por un azul profundo, casi violeta, el mar comenzaba a dividirse del cielo cada vez más.

Apretó las manos sintiendo cada gránulo meterse entre sus dedos, apretó fuertemente los párpados y aire fresco, el ensordecedor estruendo, se hallaba a punto de deshacerse, ser disuelto hacia el océano grisáceo, una hora más y recupera el tono turquesa, pensó, en la capital siempre es gris verde, por eso no le gustaba ir a la playa allá, era deprimente, Miguel, sin embargo, a él si le encantaba caminar por esas playas neblinosas mojándose los pies con el agua helada, respirando el salobre  espectral de la bruma y sonriéndole cuando el le tomaba la mano para jalarlo nuevamente hacia el malecón, para volver subir hacia la plaza de Barranco, a tomar un café caliente y pasar por la biblioteca de Antenor (esa fue la vez que se lo presentó, el viejo, en efecto, le dijo que era un muchacho bastante guapo, que no entendía como le había dado sajiro) pero Miguel se resistía y se hallaba como preso de aquel horizonte inconcluso entre mar y cielo nublado... Aquel mar de la capital es horrible, en cambio aquél que le mojaba los pies en aquel instante ya comenzaba a brillar celeste como el cielo, ya respiraba nuevamente exhalando el fresco hacia su rostro.

— ¿Qué, no vas a comer nada? —le preguntó Franco. La mesera esperaba viéndolo anonadado mirando por las vitrinas que daban a la calle. Él negó y pidió una gaseosa de litro. Tenía el estómago revuelto, se hallaba demasiado ansioso para comer. Desde aquella vez que se deshizo del poemario de Miguel no había vuelto a pensar en aquella época. Era una vida de mierda, pero siempre podía ser peor, sobre todo con aquellos recuerdos atormentándolo a cada momento de soledad, nadie merecía eso.

Una vez llegó el plato que pidió Franquito este devoró la comida mientras Oscar no se sacaba de la cabeza lo solo que se sintió aquella noche tumbado en la playa de Caleta la Cruz. La gente pasaba afuera hacía en todas direcciones, un séquito de turistas se apresuró a la plaza de armas sujetando sus cámaras y estrellando las sandalias contra el empedrado de aquella parte del jirón. ¿No me vas a decir a dónde estamos yendo? Le dijo Franco con la boca llena, Oscar sonrió. Tengo un compromiso con un viejo amigo, respondió. ¿Y por qué me llevas a mí, entonces? Franco tomó largo trago de la gaseosa dorada, casi fosforescente, Oscar aguaitó nuevamente el jirón y luego de dar un hondo suspiro le contestó sacando la billetera de sus pantalones. Porque ya tienes la edad suficiente como para que entiendas algunas cosas de mi pasado.

***

—Ya sé que no estás de ánimos para salir, pero en serio esto es importante para mí, no puedo ir a tu casa , Samuel... —James miraba como Fred iba de un lado a otro llevando y trayendo los tarecos, los vasos de agua "los muchachos de la universidad van a hacer eso, Fred, ven a sentarte" le había dicho Manú, pero él parecía no darse por enterado, negaba con la cabeza y se ofrecía para ir por pilas para el micrófono, las muchachas que acomodaban los ejemplares del poemario lo miraron con ternura, James no pudo disimular su fastidio, olvidaba que para ellos debían ser niños.—No, no me iré a tomar, y aun así lo hiciese, estoy contigo todos los fines de semana en tu casa ¿no puedo hacer algo solo al menos por una vez? Tu sabes lo importante que es esto, entiendo que han sido meses difíciles pero... De nada servía seguir hablando, le había cortado la línea. Le daba tanta rabia cuando hacía eso, era como si la depresión, el remordimiento y la frustración lo hubieran desfigurado por completo, había días en que recordaba al amable muchacho con el que paseaba por el jirón de la unión y todo eso se le hacía tan lejano.

Todos le decían que tenga paciencia, que solo era una mala etapa, Diana, Malena, es un bueno muchacho, James, sin ti se derrumbaría, no va a aguantar la culpa el pobrecito, si cuando habla de ti le cambia hasta el semblante, cuando vienes se arregla, limpia su habitación, de lo que parece una caverna ese cuarto, cuando tu vas venir lo deja hecho un anís.

Pero era a veces intolerable y tenía aquellos arranques de idiotez en la que se comportaba como un reverendo... (¿Idiota?) Manú conversaba con una mujer muy delgada y al otro extremo el moderador ya se había subido a la mesa, llamando a que todos tomasen asiento. La gente poco a poco fue entrando a la amplia sala, Fred y él se sentaron en la segunda fila, Manú les sonrió desde la mesa de los ponentes y el murmullo se cayó ante la voz del moderador quien comenzaba a presentar  cuando el ruido de su celular distrajo la atención de muchacho de lentes, quien lo quedo observando fastidiado, la gente comenzó a murmurar y James sintió como las mejillas le ardían, inmediatamente sacó el móvil y al ver el nombre de Samuel en la pantalla lo apagó con tal cólera que a él mismo lo sorprendió.

En el curso del último par de meses, sin embargo, muchas cosas lo habían sorprendido. La gran parte de ella no fue positiva, por supuesto, pero hubo algunas excepciones, aquello no lo podía negar. Como aquél viernes, justo luego de año nuevo cuando llegó a casa de Samuel y Malena los dejó solos, debía ir a recoger a su nieta de la escuela, aparentemente había tenido una diarrea incontrolable o algo similar. Samuel se hallaba en una de aquellas faces de letargo en la que de nada servía hablarle, solo se quedaban allí, tumbados sobre su cama toda la tarde, viendo películas o jugando en el play, el cual siempre mantenía conectado al TV. Pero aquella tarde mientras jugaban lo veía inquieto, se movía incesantemente, iba al baño y volvía, luego volvía a ir, lo quedaba observando y nuevamente cambiaba de posición. James comenzaba a pensar que todo era preludio a una crisis de ansiedad, el calor era desesperante, y por más que habían abierto la ventana de su habitación, de igual forma las paredes recalentadas los sofocaban. Ambos estaban a un paso de desnudarte, pero sobre todo Samuel, quien lo recibió apenas con un short de fútbol puesto y el torso pálido descubierto. James no se había sacado esa imagen de su cabeza, toda la partida del PS1 se esforzaba por no distraerse con el pecho de Samuel, sus piernas apoyadas junto a él mismo, tan solo a unos centímetros, sus pies huesudos y largos. Samuel pausó el juego por quinta vez y James volteó para reprocharle que aquello era tramposo, pero inmediatamente se topo con la tremenda erección que estiraba la tela de sus shorts de chándal hasta casi rasgarla.

Ninguno dijo nada, Samuel simplemente liberó su miembro dolorosamente endurecido y James lo sujetó ante el suspiro casi agonizante de Samuel quien se estremeció al sentir sus labios allí, su boca succionándolo, su lengua y la calidez de él recibiendo la firmeza de su miembro de forma tan delicada que sentía que en cualquier momento se le iría la conciencia. James continuaba, ahora recorriendo con su lengua toda la longitud de su falo, bajo hasta los testículos donde los chupó superficialmente, algo tímido, pero cada roce se sintió como una corriente por toda su columna. Él lo tomó de la cabeza y lo guio hasta sus labios, «estaba rojísimo y él no pudo contener la sonrisa boba dibujándosele en el rostro, lo odie por eso, y me odie más a mí por ser tan obvio» pero de pronto la tensión sexual que surgía escasamente los guió con  desesperación hasta un desborde incontrolable de deseo por sentir más piel, más de aquel calor sofocante que los ahogaba dulcemente enredados en los edredones desordenados de la cama de Samuel.

Él tanteaba allí abajo, lo sentía entrar moviendo sus dedos, ingresando más, haciendo tensión y luego saliendo provocando un estremecimiento y él lo veía con una necesidad de decir algo, pero se quedó callado, James se sujetó de su hombro y el a su vez lo cogió de los muslos separándolos, uno en cada mano, el hecho de que cabían perfectamente lo excitó más aún, en aquel instante comenzó a penetrarlo, él se mordió el labio inferior y James no podía verlo más, no podía respirar ante la excitación, el calor y el dolor de su miembro entrando trabajosamente. Es demasiado grande, le dijo en un suspiro, a lo que Samuel sonrió socarronamente y James se maldijo avergonzado. Él seguía intentando meterlo por completo, pero llegó un punto que era demasiado grueso en la base, ambos se hallaban agitados y Samuel parecía ya no aguantar más, lo tomó nuevamente de los muslos, luego de las caderas y comenzó a embestirlo, hundía la pelvis en el colchón y nuevamente su miembro lo hacía estremecer, James contenía los gemidos, no había nadie en la casa, pero aun así lo avergonzaba el pensar tan solo e  la posibilidad de ser escuchado.

Llegó un momento en que sin percatarse sintió el pubis de Samuel chocando contra sus nalgas, él había cerrado los ojos y parecía abstraído en el ascender y descender, ahora la mano de él lo atrajo hacia su rostro y el beso profundo se extendió indefinidamente mientras el ritmo de la unión de sus cuerpos aceleraba. El sol entraba poderoso por la ventana, la consola seguía encendida y el ruido de los resortes de la cama rivaliza a con el de sus pieles estrellándose, sus respiraciones desesperadas, pronto el sol le dio en el rostro y los ojos cegados apenas vieron la sonrisa de Samuel, su barbilla ascendiendo apoyando la cabeza en la cabecera, el ronco suspiro y el mismo recorrido por un temblor liberado en el blanco incandescente de la ventana con el azul más frío de la penumbra sobre la que cayó envuelto en los edredones.

Todo se calmó en un instante y él sólo se prendió del cuerpo de Samuel aún agitado, su torso elevándose violentamente ante la falta de aire. Su rostro lo veía con una sonrisa tan honesta que recordó al mismo muchacho que había conocido algunos meses antes, el mismo que había estado allí cuando  se hallaba  jodido, cuando no tenía nada que ofrecer más que culpa, remordimiento y debilidad. Aquel muchacho seguía allí, y era el quien ahora se encontraba ensombrecido por aquellos mismos parásitos. Nunca se sintió más cerca de él que en aquel instante, nunca se sintió más seguro de quererlo que en aquel momento. Estaba con el mismo muchacho extremadamente listo que había conocido en el concurso de ensayos, él mismo muchacho amable y ocurrente, pero también con el chico aterrado por las consecuencias de su irresponsabilidad, inseguro de qué hacer con su miedo e impotencia para hacer lo que consideraba correcto. Al fin estaba con una persona completa, al fin quería a alguien de verdad.

***

Al llegar a la sala de conferencias casi no había asientos. El sitio se hallaba repleto de estudiantes y algunos rostros viejos, un par de rostros conocidos y algunos otros completamente ajenos. Oscar no se sorprendió no ver a ningún amigo de Miguel allí. Una vez ambos se convirtieron en sospechosos de pertenecer al partido (y más aún luego al ser prófugos) todos desaparecieron. No hubo uno solo de sus conocidos en las cátedras universitarias, ninguno de los miembros de la ugel, el sindicato o incluso de los círculos sociales de la zona sur que tanto le gustaban a su madre, nadie abogó por ellos (algo razonable) pero más aún, nadie les tendió la mano, muchos de ellos hasta ahora no le dirigían la palabra.

 No había duda alguna que sin la ayuda de Isabel y Carlos no hubieran llegado a ninguna parte, hubieran sido capturados allí mismo y enviados a los centros de detención. A menudo se preguntaba si todo hubiera sido distinto si nunca hubiese escapado en el motín de Rioalto, Miguel nunca lo hubiese tenido que esconder, la balacera nunca hubiera ocurrido y tal vez él aun estaría allí, presentando por sí mismo la reedición de sus poemas.

No podía ser injusto, hubo también gente muy solidaria, que aun sabiendo lo que implicaba ayudarlos les tendió la mano. La misma hermana María se expuso a ser detenida cuando los encontró durmiendo en el ala de emergencias del hospital de Santa Ana. Ella misma fue la que los ayudó a disfrazarse de pordioseros para dar el encuentro Isabel. No preguntó nada, ellos trataban de explicar todo, cada cosa que había sucedido, pero ella parecía hallarse sobro todo eso. Yo sé que no son malas personas, política aparte, confío en que harán lo correcto, estén del lado que hayan  escogido, les dijo antes de volver a la casa donde vivía con las demás hermanas de la congregación.

Oscar escuchaba hablar al muchacho que exponía acerca de la obra de Migue, analizaba sus poemas de una forma bastante profunda, pero demasiado sistemática, cada uno de esos versos estaba ligado a los días más agitados de su vida, no podía tolerar un análisis tan frío, tan metódico. Le parecía reduccionista vincular tal poema a un determinado concepto u otro a partir de alguna categoría sociológica, no se podía, los poemas de Miguel, luego musicalizados por la izquierda pre-PCP eran textos abiertos, cuyo significado lejos de morir en un solo referente, se transformaban con el pasar de los años, no olvidaría nunca aquella vez en la que Tamara le devolvió Flores de Aguas Negras, cada página le sabía a dolor, pero los poemas en aquél punto de su vida parecían reveladores, casi proféticos. Sólo así pudo cerrar e círculo, allí fue cuando la herida cicatrizó por completo.

Cuando amaneció en la playa de Caleta la Cruz no sabía a quién acudir. No tenía idea de a dónde se podían haber llevado a Miguel, ¿Piura? ¿Ciudad de los Reyes? No sabía nada, no conocía a nadie. Deambuló toda la mañana  y parte de la tarde como un desquiciado, trastocado por los ataques de ansiedad que lo agarrotaban las manos y lo hacían poner se cuclillas mientras las arcadas le sacudían cuerpo. No podía siquiera imaginarse lo que Migue pudiese estar pasando a manos de aquellos sujetos. Finalmente optó por volver a pie  a Piura, averiguar si Miguel se hallaba ahí, entregarse si era necesario. Cualquier cosa para estar a su lado.

El sol era insoportable, no había tomado agua en toda la mañana y para cuando la tarde al fin comenzó a menguar el ardor sobre sus hombros, ya no sentía el cuerpo entero, ni los pies le dolían en aquella larga carretera de nunca acabar. De caleta la cruz no eran más que unas tres horas de viaje en auto, sin embargo a él le estaba tomando todo el día. Cuando llegó a un asentamiento humano pequeñísimo al borde de la carretera decidió buscar agua de donde fuese. La gasolinera le pareció una buena opción, así que casi a rastras avanzó hasta la vía auxiliar y, al no encontrar a nadie en la estación, se detuvo un momento a decidir lo que haría, en aquel momento, al otro extremo del estacionamiento vio un grifo de cobre saliendo del muro. Inmediatamente Oscar se apresuró a abrir la válvula y beber de las palmas de sus manos, se mojó la cabeza, el cuello, volvió a beber, nuevamente se enjuagó el rostro lleno de arena y sudor pegados como una máscara.

—Despacio, amigo, te vas a atorar —le dijo alguien tras él. Oscar giró el rostro y allí estaba el inquilino de su prima, Joseph, con un galón vacío de agua en una mano. — ¿No se iba pa'la sierra?

Oscar no terminó de articular lo que iba decir cuando tras el muchacho apareció el grupo con el que estuvieron el auto y dos sujetos más. Lucían terrible, llenos de hematomas, uno de ellos llevaba vendado el brazo y notó que el camarada Sergio cojeaba cuando se acercó a saludarlo. Él no le correspondió, ¿así que ya está al tanto de lo de su amigo? Le dijo a Oscar; él, nuevamente, estupefacto, no le respondió. Ayer estaba en la patrulla que intervenimos. Parece que fue un operativo en conjunto, no fue el único, se llevaron  a varios camaradas el día de ayer...

—Él no era su camarada —le respondió Oscar irritado, los puños le crujían ante la cólera contenida, el cuerpo exhausto por una segundo recobró vitalidad, respiraba rabia. —Él no era del partido, sólo quería vivir en paz, como la mayor parte de gente en este país ¡son ustedes los que han causado todo este desastre! —el rostro de Sergio le cambió completamente, los demás parecía que se le vendrían encima en cualquier momento.

—Es un sacrificio necesario para...

— ¡Sacrificio y una mierda! —lo cortó Oscar. Sergio lo tomó del cuello, pero en aquel instante Joseph lo detuvo y le hizo notar las camionetas del ejército que venían llegando a la estación, el verde camuflaje de los vehículos resplandecía casi en la línea del horizonte donde dejaban una nube de polvo ascendiente. Sergio no lo soltaba, lo miro a los ojos, parecía impotente frente la urgencia de irse, el labio superior le tembló en una suerte de tic nervioso, bajo la mirada un instante y luego lo volvió a encarar. Oscar se mantenía firme, después de todo lo que había pasado esperaba los golpes con impaciencia, casi con desesperación. Pero Sergio no le hizo nada. Espero que logres encontrarlo, se lo llevaron en dirección  a Ciudad de Los Reyes. Le dijo, para luego soltarle el cuello y correr con los demás hacia la vieja camioneta que solo un día antes los había sacado de Piura.

La noche cayó y él no tuvo más remedio que volver a la playa a dormir. Por primera vez sentía el placer de anularse a sí mismo por un rato, escapar de la desesperación que lo había tenido en vilo todo el día. Ahora el extremo cansancio, al menos,  había contribuido en dejarlo inconsciente por algunas horas, ni la angustia o el dolor fueron  suficientes para retenerlo despierto en una noche tan tranquila y fresca como aquella, hasta se sintió culpable mientras dejaba caer sus párpados sobe su rostro tieso. Luego sólo el ruido de las olas, hasta que sintió que algo lo picaba contra sus costillas. La molestia se hacía más  fuerte, llegó un momento en que despertó y se recompuso abruptamente asustando al pescador que sostenía un carrizo partido. ¡Uff! Pensábamos que estabas muerto, muchacho. Le dijo el hombre haciéndoles una seña a sus amigos que se hallaban en un bote en la orilla. Oscar miró al sujeto, luego al bote con los tres hombres que lo alumbraban con una linterna de mano. Él le preguntó qué hacía ahí, pero Oscar no sabía qué responder, no había forma posible de explicarles todo, sólo que estaba perdido, ¿pero perdido de qué? Al fin y al cabo, no tenía a dónde ir, no había ningún lugar seguro y no había ningún lugar en el que quisiese estar. Luego recordó lo que le dijo el camarada Sergio, y la posibilidad de hallar a Miguel se le hizo más remota aún. Definitivamente, estaba perdido.

El cielo comenzó a clarear y aquellos hombres improvisaron un rústico cebiche solo con pescado, limón y sal, el comió casi atorándose con la carne blanda, mientras trataba de dar coherencia a sus respuestas. Bebió agua del bidón que traían en los barcos y cuando le preguntaron de dónde era les dijo que de Ciudad De los Reyes. ¡Uy! Está difícil que vayas para allá ahora. En la radio dicen que los cachacos no dejan ni salir ni entrar buses a la ciudad. No creo—intervino el otro —si la ciudad es grandototota, tu no conoces, por eso hablas. Tu conocerás bien acaso, le respondió el primero. Ambos hombres continuaron discutiendo hasta que el mayor los cayó cansado. Mira, si quieres volver a la capital, fácil puedes subir al Helena. Mi compadre Hernán está buscando cargadores para que ayuden en el camino, llegas en un  día, eso sí, vas a tener que ganarte la movilidad.

Y así fue. Los pescadores lo llevaron nuevamente hasta Caleta la Cruz, donde le presentaron al Helena, un barco pesquero de mediano tamaño que iba a dejar carga Puerto Viejo. Hernán, estuvo en un principio reacio a contratarlo, pero al final cedió como favor al viejo pescador cuyo nombre Oscar había olvidado con los años. Llegaron en dos días a Puerto Viejo, el barco tuvo que detenerse en dos puertos antes de llegar a la capital. Uno con motivo de una avería en los sistemas de refrigeración de los almacenes y la otra por simple capricho del capitán quien tenía una querida en Huacho. Finalmente vio las torres de la catedral de Puerto Viejo y las enormes grúas del puerto opacado la arquitectura virreinal de la delgada península que entraba como una daga partiendo el mar hasta casi arañar las islas que resguardaban a Ciudad de los Reyes del mal oleaje.

Al llegar al puerto se dejó rodear por la multitud que desembarcaba, caminó por las playas de rocas redondas hasta llegar al mercado, ahí miraba los comercios, los restaurantes, no sabía qué hacer. No quería comprometer más a Carlos, y aun así no conocía a nadie más. No sabía siquiera como haría para dar con el paradero de Miguel. Por suerte tenía algo de dinero de lo que le habían dado por ayudar en el barco, con eso almorzó algo en el mercado y ya en la tarde tomo el bus hacia Ciudad de Los Reyes. En el trayecto vio lo deteriorada que se hallaba la capital. En sólo dos meses que habían pasado en el norte, las calles se habían llenado de basura, las casa se veían más opacas, el cielo mismo se hallaba teñido de un rojo cenizo de aspecto siniestro, los cerros árido ahora lucían negros y tenebrosos. La gente caminaba asustada, alejándose de los autos estacionados y mirando hacia todos lados, como aterrados de que en cualquier momento alguien los fuese a atacar. El cobrador, al notar su fuerte bronceado y las reminiscencias de su acento (para él imperceptible) le fue comentando que casi todos los días había atentados y enfrentamientos entre los subversivos y el ejército. Pero que por suerte el centro aún era un lugar relativamente seguro, al menos sí uno se mantenía lejos de los edificios institucionales.

Ese no fue el caso, apenas bajo del bus camino unas cuadras por la avenida Alfonso Ugarte y dos sujetos lo cogieron del cuello y le quitaron los pocos billetes que tenía en el bolsillo. Uno de ellos le lanzó un golpe que terminó por aflojarle el canino izquierdo, una corriente de repulsión lo sacudió apenas tanteo con la lengua el diente flojo. Las lágrimas se le amontonaron en los ojos, pero él alzó la vista hacia el sol de la tarde ya en su punto más dramático y siguió caminando, casi como un autómata se dirigió hasta la plaza donde antes solían encontrarse con Miguel.

Al encenderse los faroles de las calles y percatarse de que poco a poco la afluencia de personas decrecía no pudo más que enfrentarse a la resolución que venía posponiendo, debía buscar donde dormir. Caminó por las calles aledañas, por la avenida diagonal y examinó los frontis de la Universidad San Agustín, los jardines de los palacetes de estilo italiano que envejecían en las calles plagadas de prostitutas y ladrones, él mismo parecía un indigente más buscando un lugar donde pasar la noche. Finalmente terminó por volver a la plaza y acostarse en uno de los bancos. La noche estaba despejada y fresca, nuevamente disfrutó el poder escapar de su propia conciencia por un instante.

Pronto los miserables puntos incandescentes en el cielo negro de la ciudad se convirtieron en las ventanas iluminadas de su casa en San Antonio, vistas desde el medio de la chacra, el caminaba apresurado hacia allá, corría asustado de que atrás lo siguiese el condenado del que tanto hablaba señor Coqui, aquel fantasma alto que arrastraba cadenas y hacia desbarrancarse a los viajeros o matar del susto a los caminantes nocturnos. Ya se hallaba más cerca, ya casi llegaba cuando oía el sonido de las cadenas, corría más fuerte, pero ahora se escuchaba un silbido aterrador, casi como si llamaran a alguien, Oscar corría desesperado y de pronto algo lo sujeto del pie, luego del muslo y lo siguiente que sintió fueron decenas de manos, cientos rebuscándolo. Al despertar un grupo de mujeres horripilantes se peleaban para revisarle los bolsillos, el saltó del banco y comenzó a empujarlas cuando una de ellos con voz varonil se burló de él soltando una grosería, él trastabilló y cayó sobre el pasto húmedo. ¡Hey! Suelten al chico, hambrientas ¡Largo! Las espantó alguien, la voz masculina la mandó a la mierda. Anda a vender el culo a otro lado, gorda macetona, que el tipo está pelado. Todas ellas parecieron caer en cuenta de lo mismo, algunas lo rebuscaron nuevamente sólo para comprobar lo evidente. Finalmente lo dejaron tranquilo y el sonido de los tacos contra el empedrado de la plaza lo previno de la silueta que se acercó hasta él.

—¡¿Pero tú que haces acá?! —se sorprendió Tania apresurándose a ayudarlo a ponerse de pie, la otra muchacha con la que iba se paró a un lado y sacó un cigarrillo.

En medio de aquella noche Tania nunca se había visto más imponente, él le contó todo, la fuga hacia el norte, la detención, el inculpamiento con el partido. Ella escuchó en silencio mientras le servía más café. Ella le contó que poco después que le perdieran el rastro a Miguel las cosas se pusieron bastante feas. Todos fueron echados del edificio luego de que lo declarasen inhabitable, algunos volvieron a vivir en la calle, por suerte ella y Donna habían logrado conseguir aquel minúsculo piso en la avenida diagonal a donde ella lo había llevado. Luego habían comenzado el toque de queda, las batidas, arrestaron a Donna y ella apenas y podía pagar aquel lugar, por lo que andaba buscando otro cuarto al cual mudarse.

Hablaron casi toda la madrugada hasta que la luz salió y ella lo animó a que descanse. Oscar no la contradijo y, algo incómodo aún, se acostó sobre el duro colchón cubierto por los cobertores de lana rosa para por fin descansar en una cama luego de tantos días. Tania salió y no volvió hasta cerca las tres de la tarde que entró al piso cargando unas bolsas con comida. Ambos almorzaron allí mismo el arroz pintado apenas con condimento, cuando Oscar sintió un crujido y luego un cuerpo extraño en la boca, era su diente el cual al fin había cedido. El lo escupió horrorizado ante el rostro burlón de Tania quien, luego de su inicial sorpresa, no pudo evitar soltar una carcajada.

Estuvo allí cerca de dos semanas, trabajando cargando encomiendas en el mercado central junto con un amigo de la Donna, pasaba el día aterrado de que en cualquier momento lo pudiesen detener, pero ninguno de los policías o soldados que patrullaban regularmente la zona lo reconoció, no tendrían por qué, en cualquier caso. Sin embargo, la paranoia persistía.

Fue a la tercera semana que Tania volvió entusiasmada, su amiga le había contado que uno de los hombres a los que había atendido la noche anterior, le había dicho que estaban pronto a capturar al presidente del Partido, que la guerra con el PCP ya iba terminar. Oscar no le creyó del todo, pero su atención volvió a enfocarse en la exhausta Tania quien le contó que además Olenka, la amiga con la que había estado el día que lo recogieron de la plaza, le había dicho que su soldado trabajaba en un centro de detención cerca a Río Alto, y que era allí a donde llevaban a la mayoría de detenidos que aún no eran procesados y que iban a ser interrogados. Por lo que había una gran posibilidad de que hubiese sido allí a donde llevaron a Miguel luego de que lo trajesen a la ciudad. Oscar salto de la estera sobre la que dormía y le dio un abrazo a Tania quien sonriendo le prometió que todo se solucionaría. Lo curioso es que por un instante él también lo creyó.

Dos días después el presidente del partido cayó y la verdadera persecución comenzó, Tania ya no podía ni salir a trabajar por las noches, el tuvo que permanecer escondido en el cuarto todo el día, venían a hacer registros a la pensión y apenas escuchaba el barullo tenía que lanzarse debajo de la cama y arrimarse contra la pared para que no viesen los soldados. Los detenidos fueron incontables, a cualquiera se lo podía acusar como presunto terrorista, profesores, doctores, ingenieros, periodistas, gente de todos los oficios fue a parar a la cárcel en aquellos frenéticos días.

Tania lo ayudó a contactar a Carlos, ambos se encontraron en el cuarto de la avenida Diagonal, ella ya había arreglado sus cosas, debía volver a la casa de su madre en el interior, la situación  era insostenible en la ciudad. Carlos no dejó de reprocharle su irresponsabilidad e implorarle que tome el primer bus y que escape antes de que lo detengan. Él mismo había sido abordado por los policías en su casa, donde por suerte se había deshecho todo material político que en antaño tapizada sus muros. Se hallaba perdido. Olenka le había dicho que habían desmantelado la base de los Pinos el mismo día de la captura del monstruo, habían trasladado a los presos, según ella, al penal de Rupay en plena selva alta.

Él, cabeza hueca como siempre se enfadó terriblemente con Carlos. Si tan sólo por un instante pensaba que escaparía como un cobarde dejando a Miguel en aquella ciudad se encontraba equivoca, no lo conocía para nada. Él intentó calmarlo, le explicó con razones, Carlos también se veía bastante desmejorado, había bajado varios kilos y las ojeras se pegaban bajo sus ojos pequeños. Pero Oscar no quiso entrar en razón, era inútil cualquier argumento. Así que Carlos, aún resentido por su reacción se fue sin despedirse.

La noche siguiente acompañó a Tania al terminal de buses, ella le había dejado las llaves del cuarto el cual aún estaba pagado por unos días más, luego tendría que buscar un nuevo lugar donde quedarse. Ella subió al bus, con el cabello batido y las bolsas de rafia llenas de su ropa, una vez se acomodó en el asiento se despidió nuevamente con la mano y el bus comenzó a avanzar. Oscar una vez más se vio solo en aquella ciudad.

***

Franco veía al profesor Manú beber de su vaso de agua y a los dos otros sujetos que lo acompañaban comentar acerca de un tema que él mismo no terminaba de comprender. Adelante se hallaba James y Fred, no terminaba de digerir todo. ¿Qué tan amigo había sido su papá del tal Miguel Ortega? Tanto como para haber pasado todo lo que le había contado en el camino. Es que era increíble, nunca pensó que él fuese aquél tipo de persona, relacionado con el partido y ahora amante de un presunto terrorista... Vaya si a esas alturas aun su viejo tenía aquél tipo de sorpresas. Porqué él no lo había dicho así de crudo, per estaba seguro que tenía que haberlo amado para pasar toda aquello, para haberlo buscado por tantos años, incluso luego de que terminará la guerra, de que dieran la amnistía a los presos políticos... Ahora el se hallaba sentado con el rostro ansioso, jugaba con sus manos y miraba hacia la mesa de homenaje donde estaban colocados tres ejemplares de la reedición del poemario de Miguel. ¿Qué cruzaría por su cabeza en aquél momento? Llevarlo a él justamente, su hijo con otra mujer. Parecía hasta vulnerable ahí, esperando recuperar algo de un pasado que él apenas podía imaginarse, porque ahora que lo pensaba el pasado de su padre siempre había sido una gran incógnita, sabía que se había conocido con su madre en Argentina, que luego ambos habían regresado a Ciudad de los Reyes, pero que él nunca dejó de trabajar en la selva, por lo que eventualmente se separaron. Antes de eso, sin embargo, nada.

La puerta del auditorio rechinó abriéndose lentamente y Ronald entró frunciendo el ceño, como irritado por las miradas de la gente viéndolo ir hasta la primera fila y sentarse en el extremo opuesto a James y Fred. El profesor Manú ni se inmutó, él siguió hablando, agradeciendo a todos lo que habían tomado parte en el proyecto. Finalmente Manú llamó a Fred a que subiese, parecía bastante contento cuando reconoció la ayuda del muchacho, el larguirucho se ocultaba en su timidez, pero sonrió ante los aplausos y luego el brindis. Su padre había cambiado el semblante, apenas había sido cuestión de un momento, ahora lucia tenso, la gente comenzaba a levantarse de sus asientos y el permanecía rígido allí. Franco no sabía que hacer, debería preguntarle si se irían o quería ir a hablar con el profesor Manú. Por un instante se topó con la mirada de James y nuevamente su padre quien no salía de su letargo, pero de pronto se puso de pie, y Franco lo imitó saliendo de la fila de sillas cuando él asumió que se irían, su padre caminó hacia la tarima donde conversaban un grupo de gente que veía los libros y saludaban al profesor Manú. Él parecía un animal furioso yendo a toda prisa con los puños cerrados, sólo James se percató cuando Oscar de un salto subió a la tarima y le lanzó un certero golpe en la mejilla al auxiliar Ronald. Este salió despedido tumbando las banderolas de la universal y la facultad puestas a un lado del estrado. La gente inmediatamente se abrió en medio del escándalo y Oscar cogió al ex soldado por la camisa y lo volvió a lanzar contra la pared mientras esté trataba de defenderse. "¿Cómo puedes tener los huevos de aparecerte acá? ¡hijodeputa!" le repetía mientras intentaba golpearlo una vez más. El profesor Manuel fue el primero que logró sujetarlo y dos tipos sostuvieron al cachaco quien, extrañamente no decía nada. Franco corrió hacia la tarima y sujetó a su padre tratando de calmarlo.

—¡Tú nos delataste, malnacido! ¡Yo te vi! Te vi junto con el escuadrón que nos cerró el paso.—le gritaba su padre, Franco lo sujetaba de la cintura, apenas logrando detenerlo de su rabia desbordando, quería asesinar al tipo quien bajó la mirada y asintió. Manú trataba de calmarlo, se había puesto en medio de ambos y ahora trataba de hacerlo bajar de la tarima y tomar asiento.

James parecía igual de sorprendido. La gente comenzó a despejar el aula y una vez su padre dejó de gritar los organizadores al fin pudieron comenzar a ordenar la sala antes del cierre. Los tres hablaban frente a él, pero Franco  parecía excluido de la conversación. James y Fred se hallaban parados a un extremo, él no sabía se mantenerse junto a su padre o ir con ellos, en ambos lados sentía que estaba de más.

—Por tu culpa desapareció—le decía.—tu fuiste quien causó todo... —y la voz se le quebraba, pero dudaba que su padre fuera a llorar, nunca lo había visto llorar y aquel día no sería la primera vez. Aun así él seguía encarando a Ronald y el cachaco no tenía respuestas a nada, solo lo escuchaba incómodo, desviaba la mirada hasta que al fin habló.

—yo intenté ayudarlo, de verdad quise sacarlo de aquel lugar.—Oscar lo quedó observando, la rabia en sus ojos se reavivó.—pero llegué muy tarde.

***

"Aquella misma noche que Tania partió fui arrestado. La policía cayó improviso, todas las calles de la avenida diagonal de pronto se vieron repletas por soldados y agentes de la PNP. Se metían a los edificios de forma intransigente, tumbaron puertas, sacaban a la gente de sus camas, los tiraban en la calle en pijama y los subían a las camionetas del ejército. Me despertaron los gritos histéricos de una vecina a la que se llevaban enmarrocada por el pasillo luego de lanzar le una botella en la cabeza a uno de los agentes. Una a una abrieron las puertas de la pensión, yo no sabía por dónde huir. Me hallaba en el segundo piso, una caída de allí me hubiera roto los tobillos, por lo que no hubiera llegado lejos, sobre todo tomando en consideración la calle llena de patrullas. Lo único que atine a hacer fue a meterme bajo la cama. Tumbaron la puerta, rebuscaron el cuarto entero y terminaron por sacarme a empujones de la pensión junto a dos tipos más, igual de desconcertados que yo. Esa misma noche en la estación se percataron que me buscaban por el motín de Rioalto.

El proceso fue veloz, dos días después ya me enviaban a Rupay, un penal en medio de la selva alta a donde comenzaban a mandar a la mayoría de los presos para los  que ya no tenían lugar en la capital. La esperanza de que Miguel hubiese sido enviado ahí luego del desmantelamiento de Los Pinos me mantuvo vivo durante las dos semanas en el calabozo de la comisaría de Alfonso Ugarte y el posterior traslado cruzando la cordillera entera. El frío extremos sucedió al calor sofocante una vez los cerros áridos dieron paso al marrón y blanco de la cierra, para luego reverdecer una vez el bosque cubría las montañas filosas. Soporté todo aquel trayecto sin comer o beber, tres días aferrándome a la posibilidad de que Miguel se encontrase allí.

Al llegar el lugar era un infierno. Cientos de presos hacinados en un edifico de paredes ruinosas. La selva entera era la cárcel para aquellas almas devoradas por mosquitos y otros insectos que se prendían a la carne como parásitos enormes. Los hombres allí parecían idiotizados por el calor, algunos ya ni hablaban, se pasaban el día entero deambulando por el patio, las celdas, defecaban en frente de todos, comían junto a las heces, allí comprendí lo bajo que podían caer las personas una vez abandonada la humanidad. Miguel no estaba allí, no podía haber estado allí, esa fue mi nueva ilusión.

Diez meses estuve en el penal de Rupay. Había momentos en los que la histeria me vencía y corría hacia los límites de la pampa, pensaba en saltar los muros, en lanzarme de cabeza, en internarme en la selva, pero nunca me atreví a hacerlo, el miedo a lo desconocido era más fuerte que mi desesperación. Un día que me hallaba sentado tejiendo bolsas de rafia con un grupo de presos que me enseñaban el oficio, vi a un hombre taciturno sentado sobre la tierra. Veía hacia los árboles con el rostro cenizo, dejaba caer los párpados y los levantaba con dolor, se acomodaba el cabello y nuevamente miraba hacia el bosque, no tardé en reconocerlo. Era Antonio; Tony, como le decía Miguel, o Cesar, como se presentó en Rioalto.

Inmediatamente arrojé las tiras de rafia a un lado y fui hacia él, traté de hablarle, le hice recordar quien era, le hable de Miguel, le pregunté todo lo que me venía rondando la cabeza por meses. Él parecía no escucharme, no hizo tan solo un gesto, simplemente siguió viendo hacia las copas de los árboles y las aves sobrevolando el penal. Insistí, exaltado, colérico, pero no tardé en percatarme que todos mis esfuerzos por comunicarme eran inútiles. Aquel hombre  ya no era el Tony que había conocido en Rioalto.

Al volver pregunté por él a los demás. Sólo Beto, quien me había incluido en el encargo de las bolsas, me dijo que había llegado trasladado de la capital un par de semana antes que yo, que el camión donde lo traían tuvo un accidente donde dicen que varios presos se escaparon y que a los que quedaron los mandaron para Rupay. Apenas él llegó al penal lo mandaron a confinamiento solitario, de ahí salió tocado, no hablaba, apenas comía y por ende Lucía como un despojo humano tostado por el sol tropical.

En aquel instante un oleada de alivio me remeció el cuerpo, Beth me había dado sin querer una nueva esperanza a la que aferrarme, una nueva posibilidad de que Miguel hubiese escapado y se encontrase escondido. Me propuse cumplir los días que tuviese que estar allí para seguir buscándolo. Cree todo un relato en torno a lo que pudo haber pasado. El debió haber huido a la menor oportunidad, debía de haberse refugiado en  cualquiera de las ciudades aledañas, pudo incluso haber ido hasta las selva baja, haberse escondido en alguna de las ciudades portuarias de la selva, lugares en los que era fácil  mezclarse entre los extranjeros y nativos ajenos al conflicto armado en el resto del país. Seguro se hallaba trabajando como profesor, podía imaginarlo dictando clases en alguna de aquellas comunidades alejadas en medio de la selva amazónica, en una de aquellas aldeas a los que sólo se podía llegar después de una travesía en bote a través de espesos bosques de palmeras y meandros neblinosos llenos de animales desconocidos. Tal vez sin aquella ilusión no hubiera podido aguantar tan solo un mes en aquel infierno verde. Era como si yo no estuviese allí, las cosas que hacía, lo que sentía. Aquél no era yo, yo estaba perdido dentro de un sueño constante en el que al fin encontraba a Miguel y lográbamos escapar juntos."

Notas finales:

Trataré de subir  la segunda parte la semana que viene. ¡Feliz navidad! :D


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