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La Ciudad de Polvo por Dedalus

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Ronald se llevó una mano al rostro y con la otra parecía frenar a Oscar de que se fuese contra él nuevamente. Era casi una posición de derrota, una posición patética para su imagen de auxiliar severo e imponente, imagen que luego de cinco años los muchachos veían caer frente a sus ojos. Fred no pudo evitar sentir algo se satisfacción, aun así era algo difícil de ver, le daba hasta lástima el comprobar como al hombre le temblaban las rodillas y manos. Hice todo lo que pude, volvió a hablar, todo lo que estaba en mis manos, y aun así no fue suficiente... Un espasmo ahogó su voz y el papá de Franco al fin se tranquilizó, retrocedió ligeramente aturdido, Manú aprovechó para ayudar a Ronald a recomponerse, para él también debía ser un espectáculo lamentable todo eso. Sabía de su propia boca que tampoco se llevaba bien con el cachaco, pero aun así era incapaz de ver una humillación de aquel tipo y sentir placer, aquello era un sentimiento que tendría que disfrutar él solo. Él volvió a hablar y ahora Franco tomó del brazo a su padre, como previniendo una mala reacción de él ante lo que fuese a escuchar.

—Yo corrí ese día en plena carretera, la gente andaba con sus maletines y bolsos regresando del trabajo, la ciudad entera se hallaba eufórica tras la caída del presidente de partido. Estaba todo preparado, ya lo habíamos hablado  con un amigo de la escuela de cadetes. Llegaría, tomaría una de las camionetas que se aparcaban en el descampado tras la base de los Pinos, él diría que tenía llevar unas cargas hacia el ministerio, nada tan importante, no hubiera habido sospecha. Miguel estaba enfermo... Eso conmovió a Mariano, por aquella época yo ya comenzaba a tener dudas de cómo se manejaba el conflicto por parte del ejército... Ya hablábamos de daño colateral, pero si los mismos terroristas también hablaban de daño colateral, ¿cuál de los dos bandos entonces tenía más autoridad moral para pasar por alto aquél error de cálculo? Eran las mismas muertes, los mismos inocentes. Me hallaba convencido de que Miguel era uno de ellos, y aun así no lo fuese, nadie merecía pasar por las atrocidades que se rumoreaba ocurrían en aquel lugar. —Ronald calló y tomó aire, Fred observó el rostro del padre de Franco, lucia mortificado.

—Al llegar la calle que daba a la puerta principal se hallaba llena de camionetas y un camión estaba estacionado junto a la parte lateral. Apenas alcancé a ver a un oficial de civil sacando a una mujer con el rostro cubierto, cuando comencé a correr nuevamente, crucé dos calles más y llegué al descampado por donde seguí el borde de un canal de regadío hasta la parte trasera del edificio. Mariano tenía razón, de uno de los patios salía despedida la luz a chorros, el humo blanco apenas se notaba en la noche, pero la luz era aterradora, los reflejos naranjas y morados, parecía la entrada al infierno, me acerque más, miré el reloj, volví a ver el límite de la base. Mariano estaba parado junto a un viejo portón negro que hacía de salida posterior. Me apresuré a correr hasta allí, pero estaba solo, no había nadie con él, así que asumí que Miguel ya se encontraba en alguna de las dos camionetas que se hallaban aparcadas frente al portón. Mientras más me acercaba, sin embargo, más me hacía dudar de mis suposiciones veía más lejano el que todo saliese como lo planeado, llegué a considerar incluso el dar media vuelta y escapar por la bajada al río, pero de nada servía, igual me capturarían, la camioneta era la única posibilidad de huida. Nadie sospecharía, pero dónde estaba Miguel ¿qué es lo que había sucedió? ¿Aquella mujer que vio salir encapuchada no había sido Sonia? Sí, aquella  blusa que usaba era como la que traía puesta la última vez que la vio en su celda junto a Miguel, una blusa celeste llena de mugre. Al llegar abrí la boca para preguntar a Mariano por la situación, llevaba toda mi esperanza en aquella pregunta, el pecho entero desfallecido en el esfuerzo de hablar, pero inmediatamente callé. Había algo en el porta carga, un bulto además de las cajas que Mariano había puesto a un lado para disimular. Una bolsa negra de plástico y una mochila llena de tierra con los tirantes rotos. De adentro se oían a los oficiales terminando de desmantelar el edifico entero, el naranja emergía reavivado hacia el cielo con el humo blanco tiñendo la luna de gris, Mariano decía algo pero no lo pude entender, o más bien no le presté atención, me acerqué más y descubrí a aquella bolsa de plástico, adentro había una camisa y unos jeans gastados, saqué la camisa crema, llevaba una mancha enorme de sangre seca sobre el hombro, los jeans estaban destrozados en las rodillas, las zapatillas  llenas de polvo y recubiertas en barro seco. Sentí que mi respiración se agitaba cada vez más, no sabía que sucedía, voltee a ver a Mariano «Falleció hace un par de horas» me dijo, lo habían encontrado cuando iban a sacar a los presos para el traslado, no era el único, en aquella fogata también ardían los cuerpos de quien sabe cuántos otros detenidos que no habían soportado las lesiones por los interrogatorios. Comencé a llorar como un mocoso mientras veía las llamas iluminar la parte trasera de Los Pinos, el fuego se proyectaba formando sombras, «No pude hacer nada Ronald, apenas logré rescatar su ropa y pertenencias, me fue imposible sacar el cuerpo una vez que se lo llevaron junto a los demás, adentro todo es una locura...» el siguió, como si le avergonzarse detenerse a ver mi reacción ¿Cómo algo así podía haber pasado en plena capital? ¿Cómo pudieron haber permitido aquella atrocidad? No tenía sentido nada y frente a él incluso podía ver las punta de las llamas de la fogata dando zarpazos en el aire, arañando el cielo negro. Él no me preguntó nada, me dio dos palmadas en el hombro y me empujó, «tienes que apúrate Ronald, déjate de mariconadas, si te quedas más tiempo y alguien nos ve me vas a joder». Cedí, él puso las pertenencias de Miguel en el asiento del copiloto y arranqué la camioneta por la trocha oscura, los faros apenas iluminaban unos metros adelante del vehículo, seguí conduciendo sin saber a dónde dirigirme, el rostro de Miguel no dejaba de aparecerse en mis pensamientos, las veces que lo veía dando clases, su entusiasmo con el proyecto del comedor, detuve el vehículo en medio de la nada, traté de calmarme tomando aire, pero lo único que logré hacer fue soltar un acceso de llanto que se perdió opacado por el rumor del río tan solo unos metros abajo de una loma. En aquél momento me detuve, buscando desesperado algo a lo que mirar afuera en la oscuridad, pero no pude evitar darme cuenta que no sabía si lloraba por Miguel o por mí.

***

"Incluso hasta hoy, cada vez que me voy a dormir y apago  las luces la oscuridad me perturba. No sé por qué lo sigo haciendo, usualmente me levanto al promediar la media noche y prendo la lámpara. Sólo así, con la oscuridad cortada por aquella tenue luz puedo conciliar el sueño tranquilo. No soporto el estar sólo completamente a oscuras, es casi una reacción inmediata, apenas mis ojos ya no ven nada comienzo a ponerme ansioso, siento que la cama vibra, mi habitación ha desaparecido y ya no estoy en Ciudad de los Reyes, sino en Rupay otra vez, el calor me asfixia, el hedor de los cuerpos sudorosos, enfermos y lo más aterrador de todo. Los extraños ruidos que se oían del bosque. Jamás podré olvidar aquellos gritos, silbidos, aquellas risas provenientes de la espesa vegetación que rodeaba el penal. Era aterradora la forma en uno incluso podía ver las copas de los árboles bamboleándose como movidas por gigantes y los locales se cubrían los oídos para no escuchar aquellas carcajadas. Es el chullachaki decían, le gusta joder a esta hora. Yo apenas podía pestañear unos minutos cuando nuevamente un croar monstruoso me despertaba y los hombres me miran aterrados desde el otro extremo de la celda, los ojos desorbitados, los dientes castañeándoles tan fuerte que se escuchaba "clac clac clac..." mientras enormes ramas eran lanzadas hacia el penal desde la selva, los guardias se sorprendían al encontrar aquellos trozos de madera del tamaño de árboles pequeños regadas por el patio y techo del pabellón. Era perturbador ver sus rostros resignados ante aquella trabajos limpieza diaria en la que ayudábamos ya como una rutina. En mi cabeza no tenía explicación para todo lo que oí en esos meses, sin embargo lo que definitivamente quedará grabado en mi memoria toda mi vida sucedió una tarde nublada en la que tuve que limpiar uno de las cisternas de agua junto con el señor Beto. El día estaba oscuro, el bochorno era insoportable, uno podía sentir los oídos zumbar ante el calor impregnado en la humedad del aire. Ya nos encontrábamos pronto a terminar cuando uno de los guardias comenzó a correr despavorido desde la cancha de fútbol hacia el pabellón. El sujeto corría desesperado y tras él su compañero solo atinó a tirarse al suelo, Beto y yo nos miramos, luego al cielo grumoso, el filo gris del techo del pabellón, perfectamente simétrico frente al enrevesado bosque. Pronto el chillido de un animal nos hizo que nos cubriésemos los oídos, era doloroso escuchar aquel quejido que sobrevoló el penal entero, las nubes se movían como si fueran pesadas matas de algodón y Beto se persignó mientras aquel animal invisible no paraba de cantar. Habrá sido cuestión de unos instantes cuando  de pronto se detuvo. Ambos volvimos a cruzar miradas como comprobando que seguíamos allí, yo miré hacia el pasto verde, hacia la selva y hacia el cielo negro, había anochecido en cuestión de minutos, miré mis manos, algo andaba terriblemente mal, lo sentía como una certeza, pero no sabía qué era, no lograba captar que es lo que había ocurrido, qué nos habían arrebatado. En aquél instante miré nuevamente a la selva y lo comprendí. No sé escuchaba ni un solo ruido, ni el crujir de los árboles, los chillidos de los monos o el tronar de los insectos, el bosque entero había enmudecido tras el paso de aquella criatura. Aquella imagen se me quedó impregnada en la memoria, la oscuridad del horizonte inhabitado y el extraño silencio. Jamás sentí un terror tan doloroso en mi vida, los músculos se me agarrotaron y la garganta se me cerró. Beto falleció una semana después. Le dio una fiebre de un día a otro, esta llegó a los cuarenta grados y nunca más bajó, no dormía y por último terminó orinando sangre, algunos dicen incluso que se volvió rojo, que su cara parecía quemada y sus ojos en carne viva, pero yo no lo pude ver. Todo pasó muy rápido, los guardias no dejaron a nadie acercarse a su cuerpo, simplemente se lo llevaron y lo arrojaron a la fosa común que todos sabían existía en uno de los terrenos baldíos donde se proyectaba construir nuevos pabellones. Luego de la muerte de Beto comenzaron a llegar camiones llenos de presos que se hacinaron en Rupay, pronto la población del penal se duplicó y los extraños sucesos nocturnos dejaron de ocurrir. Llegó un momento en que las celdas ya estaban demasiado llenas para recibir más presos, por lo que comenzaron a mandar a algunos de ellos a dormir en plena intemperie, la mayoría provenientes de la capital, donde nunca llovía y la ausencia de vegetación había repelido cualquier tipo de vida animal. Estos pobres sujetos andaban con los cuerpos cubiertos por picaduras de mosquitos y otras alimañas, parecían monstruos con los rostros hinchados y las pieles moteadas, muchos de ellos enfermaron, uno los veía cambiar de color de un día a otro, luego ya nunca más despertaban y eran llevados como paquetes a las fosas. Por suerte me liberaron no mucho después. El gobierno, ante la sobrepoblación de los penales y los reclamos de distintas ONGs, dio una primera amnistía en la que sacaron de las cárceles a los presos cuya participación directa en actos terroristas no había sido demostrada. Yo fui uno de los que se benefició de esa resolución. De pronto me vi en Rupay pueblo, sin ni un centavo en el bolsillo y solo con la ropa que llevaba puesta el día que me detuvieron en Ciudad de los Reyes."

***

El auto avanzaba a toda velocidad por la avenida Venezuela, la vía estaba casi completamente despejada y los chalés eran dejados atrás como estampas de barrios artificiales, llenos de fachadas dibujadas, rejas pintadas y gente inerte. Era hasta placentero el sentir el viento fresco y la noche silenciosa envolviéndolos a medida que el auto continuaba a una velocidad contaste, parecían flotar sobre la pista anormalmente uniforme. Ronald conducía viendo hacia los faros de los autos frente a ellos, junto a él Manú miraba por la ventana del auto las urbanizaciones extendiéndose por el flanco derecho de la avenida y atrás Oscar, su hijo y los muchachos estaban en silencio. No comprendía aquella ligereza en él, debería sentirse ansioso, irritado, pero aun así la calma lo tenía como aletargado. No recordaba la última vez que aquella sensación lo había sacudido. Tal vez cuando vio por primera vez a su nieta, poco le importo que su hija con tan sólo dieciséis años hubiese quedado embarazada, cuando vio los ojitos negros de aquella criatura, todo el resentimiento que había guardado con Julia por haber desperdiciado la oportunidad de ir a la universidad, desapareció, dentro de él solo quedo el amor por aquella bebé que pronto cumpliría su primer año. Pero aquella era una sensación distinta, dos autos cruzaron sin respetar el semáforo y él frenó el vehículo justo antes del cruce. Manuel se irguió en el asiento del copiloto y se acomodó el cabello, "salvajes”, fue lo único que dijo ante la impresión de que realmente no le causaba ningún tipo de reacción. Fue un comentario vacío que sólo libero de la carga a los demás de tener que reaccionar ante la imprudencia de aquellos conductores. Nadie había hablado desde que subieron al auto. Nadie había hablado mucho, de hecho, desde que él había terminado de relatar lo que había ocurrido aquella noche, todo lo que había sucedido.

Y así la frustración, el desencanto que había guardado tan meticulosamente por dieciocho años al fin había sido aliviada por la verborrea imparable de su propia culpa al fin desbordándose. No podía negarlo más; sí, se consideraba culpable de su ingenuidad, de su ceguera ante la ilusión de hacer lo correcto, lo cierto es que no había tal cosa como un accionar correcto en aquella situación, no existían quienes tenían razón, quienes tenían la verdad, la justicia de su lado. Sólo existían las víctimas y los victimarios.

Y por todo eso se sentía al fin en paz, porque al final había logrado reconciliar su falta de madurez, su mente cuadrada y su carácter impulsivo. No pudo salvar a Miguel, y eso le dolería toda la vida, pero al menos aquel día lograría concluir un pendiente que venía posponiendo desde aquella noche en la que comenzó a conducir a través de la carretera mientras el llanto le había abierto paso a la rabia. Así bajó por el valle camino de regreso a la ciudad, las chacras y huertos de los distritos suburbanos del este dieron paso cada vez más grandes barrios de casas de adobe y barro, barrios enteros de ladrillo, torres de agua y escasa iluminación, el tráfico arreció, se escuchó una popular cumbia en una tienda cercana, un grupo de sujetos bebían sentados en torno a una mesa de madera en plena vereda, el frescor de la noche entraba por las ventanillas del auto y la música, la brisa, las risas y el tráfico por un momento lo descolocaron. Pronto se vio ahí sentado con las manos en el volante como si nada de lo que creía haber pasado hubiese sido real ¿de dónde venía? Pero sobre todo ¿a dónde conducía?

Ronald aparcó la camioneta junto a la carretera, una mujer inmediatamente se acercó ofreciéndole caldo de gallina, le mostró una cartilla con los precios, pero al ver su letargo se alejó sin insistir. La caja estaba allí tal cual Mariano la había dejado. Él tomó la camisa de la bolsa plástica, sintió la tela áspera, la mancha de sangre parecía negra bajo la luz naranja de los faros de los camiones pasando a toda velocidad junto a la camioneta. Dentro de la caja sólo había una cartera con algo de sencillo, una casaca de antelina y un morral tejido. Dudó por un instante si revisar el contenido, sentía que estaba husmeando de más, pero debía comprobar que no hubiese nada allí que pudiese vincularlo con el partido o cualquier movimiento de izquierda radical, cruzar la ciudad sin esa certeza hubiera sido una insensatez. Sin  embargo, al revisar el contenido solo había un par de cuadernos, un libro y un tomatodo de plástico. Revisó el libro, era el primer tomo de Ana Karenina, la encuadernación lucía bastante maltratada, pero las páginas estaban bien cuidadas, había incluso algunas notas guardadas entre las ellas, pequeñas citas dobladas en retazo de papel y escondidas en aquel grueso libro de fuente pequeña.

Los cuadernos, por otro lado, estaban llenos de poemas, borradores de lo que parecían cartas o memorias, algunas de ellas tremendamente honestas con respecto a la situación de país, a su posición frente a la guerra, la literatura y otras cosas. Uno de ellos particularmente, tenía escrito un poema río que seguía por cerca de veinte páginas de forma continua, en un principio le pareció que hablaba sobre un amor, pero luego todo se volvía muy confuso y el lenguaje muy denso. Cerró el cuaderno, y sólo al volver abrirlo para comprobar la permanecía del extraño poema, se percató de la dedicatoria y el título al comienzo del cuaderno, parecía ser la maqueta de un poemario o texto híbrido. "La ciudad de Polvo" decía con una cuidadosa caligrafía; abajo, en letras igual de cuidadas, estaba escrito "a Oscar".

***

"Así que poco a poco comencé a rehacer mi vida en Puerto Palmeras, un pequeña ciudad a las orillas del río Yuraqmayu, a dos horas de Rupay pueblo. Primero comencé vendiendo dulces en las estaciones de buses que llegaba desde la costa y sierra, luego logré trabajar de ayudante en un puesto de comida en el mercado central del pueblo. Estuve cerca de un  mes allí, aprendiendo a freír carnes de extraña procedencia en la parrilla y mezclando arroz con salsa de soya y huevos para hacer un entreverado grotesco que vendían como si fuese arroz chaufa, por supuesto que a menudo los clientes se quejaban, motivo por el cual el lugar terminó por cerrar y yo, una vez más sin trabajo ni techo fijo, cogí las pocas pertenencias que tenía y tome el primer bus hacia la ciudad más cercana, el único lugar a donde me alcanzaba para llegar. En Puerto Palmeras mi suerte cambió. Logré conseguir un empleo en una escuela enseñando lengua y literatura, casi ni me pidieron identificación o un currículo, todo fue muy informal e improvisado, por un minuto dudé de aceptar el empleo, pero era eso o volver a parar a las calles, como los días posteriores a mi liberación del penal. Por lo que comencé a trabajar allí, iba todos los días caminando desde una pensión donde había conseguido un minúsculo cuarto al que solo iba a dormir. Me levantaba a amanecer viendo el sol erigirse sobre los bosques, era hermosos el ver el reflejo dorado sobre los techos de zinc y las palmas gigantescas emergiendo de la selva. Los aullidos y gritos de los monos ya no se me hacían aterradores, ahora eran hasta graciosos, como respuestas burlonas al impostado canto de las aves madrugadoras. Ver aquél espectáculo desde mi ventana me hacía olvidar por un instante mi situación en aquel pueblo remoto cuya única conexión con el resto del país era a través de una travesía de diez días en bote hasta llegar a Pucallpa, la ciudad más grande de la región. Las clases en la escuela eran tranquilas, no había gran afluencia de alumnado, y los pocos muchachos que asistían tenían aquella disposición por estar allí, por participar y aprender,  que no había visto en la pública 0041 de Santa Ana. Esto lo comprometía a siempre dar lo mejor de sí, preparaba sus clases con anticipación, ayudaba regularmente en las jornadas de padres y en las faenas comunales en las que se levantaban nuevas aulas para la escuela. El trabajo era demandante, pero esto no me importaba, todo lo contrario, agradecía las horas consumidas en clase, dando asesorías, arando la tierra del huertito del colegio y ayudando en la elaboración de los módulos que se presentaban mensualmente al Estado. Los ratos libres que tenía los mataba deambulando por las calles de la ciudad, iba al mercado, la plaza central, la alameda a lo largo del río enorme, el Rimaq parecía un riachuelo a su costado, el Yuraqmayu serpenteaba junto a la ciudad como una anaconda de escamas esmeralda, este brillaba con su corriente lustrosa casi imperceptible. Algunos barcos  rodeaban el meandro donde se asentaba el centro de la ciudad, los loros cruzaban en bandadas enormes el cielo despejado y veía a Miguel en todos lados. Lo veía cruzando las calles empedradas, apoyado en la baranda de  la cubierta de alguna de aquellas embarcaciones o sentado en la alameda solo a unos metros de donde me encontraba con el rostro tostado por el sol, la camisa holgada, antes ceñida, y los pantalones sujetados con un pasador para que no se me cayesen hasta las rodillas. Dónde estabas Miguel, a dónde habías ido a parar —me preguntaba — jurando buscarte por todos los rincones del amazonas, y volvía a caminar con la esperanza de encontrarnos por alguno de aquellos azares que uno espera que se le concedan. Sí, fui un iluso, estaba enfermo, realmente demente, pero todos los días recorría la alameda esperando encontrarlo de alguna forma improbable. Y hasta hoy lo había esperado, en cierta forma esa remota posibilidad no se extinguió del todo para mí."

***

Al llegar a Santa Ana, James se percató que Ronald conducía rumbo a la escuela. Ya había caído la noche y las calles oscuras lucían llenas de vidas con niños disfrutando las últimas semana de vacaciones y familias enteras sentadas en sus portales recibiendo la brisa fresca que a aquella hora recorría la ciudad entera. Franco estaba sentado al otro extremo del auto junto al señor Oscar, Fred a su lado no se atrevía a romper el silencio, por lo que sólo intercambiaban miradas incómodas a medida que estaba más claro que se dirigían a la pública 0041.

Todo el camino había dejado de preguntarse cómo se sentía el señor Oscar en aquella situación, no era difícil imaginar el resentimiento que debía tener por el auxiliar Ronald, un resentimiento que al juzgar por la rabia en su mirada cuando le saltó encima, permaneció intacta a pesar de los años. Cuanta pena debía tener aún guardada luego de la desaparición de Miguel, más aún, no dejaba de preguntarse qué es lo que pensaría Franco de toda aquella historia. Por lo que sabía sus padres se habían separado hacía ya varios años, pero aun así, enterarte de algo de aquella magnitud no debía ser nada fácil. ¿Cuánto tiempo habría permanecido con la esperanza de encontrar a Miguel? ¿Cuántas noches debió haber pasado pensando las posibles rutas que pudo haber seguido?, si habría escapado del país o (a pesar de lo aterradora de la perspectiva) si es que había sido ejecutado y toda su búsqueda era en vano. Quince años después ¿qué se podía sentir al confirmar aquella última aterradora posibilidad? Él, sin embargo, lucia tranquilo, miraba por la ventanilla viendo pasar las casa, tal vez recordando las calles de San Ana hacia veinte años, cuando él y Miguel coincidieron en la pública 0041, cuando la hermana María aún se encontraba a cargo de la escuela y el albor de la guerra se cernía al horizonte, tal vez apresurado a todos para que vivieran más rápido, para que se apuraran en amar como él debió haberlo hecho a Miguel.

¿Llegaría alguna vez a sentir un amor así? No podía evitar preguntarse mirando nuevamente hacia las calles, la luna enorme alumbrándolos, los cerros plenamente iluminados, con sus cuevas y pedrones emergiendo de sus brazos en torno al distrito entero, barrios completos trepando hacia sus cumbres, relucientes por los faroles y las ventanas de las casas, ventanas abiertas, puertas abiertas y las risas de los niños jugando en los parques, el aroma fresco a humedad y hierba. El tráfico era tan ligero que no había matado aquel aroma del pobre césped y los escasos árboles de la avenida.

 No hacía mucho que él, Samuel y los muchachos habían ido a la playa. ¡Qué tan distinto fue a aquella última vez en la que le había confesado que había tenido sexo con Franco! Todos treparon como pudieron al colectivo que enrumbó por la carretera atravesando cerros de arena y barrios enteros que parecían hundirse bajo las dunas y socavones, luego los humedales y finalmente ya se encontraban en carretera abierta hasta que los gritos del cobrador los hicieron bajar a tropel del microbús, "¡último paradero! ¡Apuren o los regreso a la ciudad!"

Al pisar la arena hirviente él alzó dificultosamente la vista y la pequeña caleta rodeada de casas blancas lo recibió con un aroma a sal y la brisa tibia dándole de lleno al rostro. Samuel lo tomó del hombro y sintió el aroma de su colonia desvaneciéndose con la imagen de su sonrisa iluminada por el sol y el reflejo de sus lentes oscuros. Todos bajaron entre bromas y carcajadas hasta la playa, clavaron la sombrilla sobre la arena, como si fuese una especie de ritual estival y luego se desvistieron lanzándose al mar con las ropas de baño ya puestas bajo los bermudas. El agua fría salpicaba sobre sus rostros, James veía, desde dentro del mar, las casas y edificios de apartamentos trepando hacia el pequeño morro,  el desierto cruzando la carretera sur y sólo a unos metros de él, mar adentro, estaba Samuel flotando tranquilamente, él le sonrió y lo animó a que entrase más, pero el no sentir  la arena bajo sus pies le daba pánico, así que regresó hasta la orilla donde Diana y Esther se hallaban sentadas mojándose los tobillos con la espuma de las olas.

Aquel día la playa se hallaba llena de gente, niños correteando en la orilla, vendedores ambulantes con gorros amarillos y rojos ofreciendo helados, cebiche o sánguches de pollo. El rumor del mar competía con la música de los restaurantes de cara a la playa, casas de madera de un solo piso llenas de mesas de plástico con sombrillas multicolores aseguradas al piso. Diana Lucía radiante jugando vóleibol con Esther, Juancito y dos muchachas más que habían conocido allí. El sol les bañaba el cuerpo impregnado de arena, el mar se sentía frío y era aún alivio sentir las manos de Samuel sujetándolo mientras las olas los mecían, los elevaban y hacían descender, él moría de risa viendo su rostro asustando, "no tengas miedo, no te voy a soltar" le decía, y James se prendía de sus hombros nervioso de que la corriente lo llevase hasta el  horizonte borroneado por las nubes. Ahora estaba soleado, más tarde nadie podía asegurarle, el clima cambiante no lo preocupó, aquella sonrisa de Samuel, sus manos aprovechando la marea para tocarle los muslos y el sintiendo su sexo rozando con el suyo, sus vientres unidos y sus manos firmemente sujetadas a sus hombros relucientes bajo el cielo (ahora) despejado. "Siento que te amo" le dijo Samuel, con la misma expresión inocente que le lanzaba cuando paseaban por los bulevares del centro,  la misma simpleza de alguien admitiendo un hecho, sin esperar nada a cambio. Desde la orilla Juancito los llamó para que se unan al partido de vóleibol, la espuma del mar le llegó hasta las rodillas.

***

"Una tarde fui con dos colegas de colegio a tomar unas cervezas a una bar cerca al río. El lugar entero estaba hecho de madera y cañas, los filos de las mesas, la barra y las sillas también estaban talladas en la misma madera de las paredes y puertas, todo el lugar estaba matizado en el mismo color rojizo resaltado por la abundante vegetación del jardín frontal y el patio trasero que terminaba en la rivera. En los meses de lluvia el agua subía hasta dos metros y el lugar entero era inundado quedando la cabaña a como una suerte de isla a la que sólo se podía acceder en canoa. Todo aquel sector de pueblo, de hecho, terminaba convertido en una especie de Venecia amazónica en la que las canoas era la única forma de transporte y los mosquitos cruzaban las calles como nubes negras en busca de alimento, la basura flotaba por los canales-calle y los niños se lanzaban al agua turbia durante las tardes hasta que oscurecía, las personas conversaban en los zaguanes mientras las historias más fantásticas se contaban entre risas. Esto lo hacía mucho recordar los veranos en San Antonio, rodeado de su familia, ignorante aún de todo el mundo más allá del pueblo, el campo y la playa.

Aquella tarde lo habían convencido luego de varias semanas de acompañarlos a almorzar al Delfín del Yuraqmayu, el nombre del local. Allí, luego de una enorme parrilla de pescado y algunas botellas de cerveza terminaron uniéndose a su mesa dos profesoras de una escuela primaria cercana. Rápidamente los dos profesores comenzaron a bromear con ellas, los tragos circulaban, un plato más  de comida fue ordenado y pronto comenzaron a bailar, cambiaban parejas, yo mismo terminé bailando con una de ellas hasta que Ernesto fue comprar cigarrillos y los otros dos no dejaban de bailar abrazados. Ella le comentaba que trabajaba en un barrio de Pucallpa, pero que las cosas se habían puesto complicadas y le habían ofrecido una plaza allí en Puerto Palmeras. ¿De qué forma complicada? le pregunté, toda esta región es un paraíso comparado con el resto del país. Ella sonrió negando con la cabeza. «No, no es para nada lo que parece. Muchos fugitivos del PCP vienen a refugiarse acá. De hecho algunos dicen que la cúpula central del partido tenía su escondite en San Ramón, por supuesto luego de que capturaron a ese loco la vigilancia disminuyó. Pero en Pucallpa fue todo lo contrario. Luego de la captura enviaron a varios  encubiertos a que controlen el pueblo entero. Todo eso fue luego de que se estrellara uno de los buses que traía presos desde la capital, el bus estaba lleno de militantes del partido que lograron escapar luego de que interceptaran la caravana de camiones. Varios de ellos bajaron a Pucallpa. Algunos se fueron a otras regiones, pero la mayoría permaneció acá, algunos escapando de los milicos, otros del mismo partido, todos quieren un poquito de este aparente paraíso en medio de la guerra. Eso no duró mucho. Ya pasó en Pucallpa, no tardará para que suceda aquí también.»

En aquel momento recordé lo que Beto me había dicho en Rupay, el accidente en el traslado de los presos y que muchos escaparon en algún punto de la carretera hacia el penal, Miguel muy probablemente podía haber estado allí, lo más seguro es que hubiese seguido esa misma ruta. Era imposible regresar a la costa, y la sierra en aquellos momentos estaba capturada por la paranoia luego de la violencia del enfrentamiento en Yanamarka y otras ciudades. La selva parecía la única región viable a la cual ir, y asumiendo que el bus hubiese sido interceptado en el último tramo de la ruta (que era justamente lo que Beto le había comentado) la ciudad más grande era Pucallpa. Todo calzaba, él debía encontrarse allí. Así que dos semanas después ya se encontraba en un angosto bote junto a otra media docena de almas, camino a la ciudad portuaria. Una vez dejaron el Yuraqmayu atrás, el río se extendió hasta el punto en que dudaba si seguían navegando el Ucayali o habían llegado por error a algún desconocido mar amazónico, uno que no aparecía en los mapas y cuya existencia era sólo sabida por los lugareños. Al llegar a la ciudad recorrí todos las escuelas de la zona, en la mayoría me recibieron con desconfianza, pero me aseguraron que no habían contratado profesores nuevos des el año anterior, y la mayoría de ellos habían dejado el pueblo o habían sido detenidos. No había forastero que llegase al pueblo que no perteneciese al partido o al ejército, la gente lo sabía y miraban con recelo a cualquier rostro extraño. La primera semana indagando fue inútil, buscar trabajo era casi imposible y para la segunda semana el dinero comenzaba a escasear. Comía sólo una vez al día y me hospedé en una posada más barata donde el baño compartido no estaba disponible la mayor parte del día y en la noche se oían los histéricos gritos de una mujer teniendo sexo con su marido o siendo agredida por este, nunca llegué a saber con exactitud. Finalmente conseguí ayudar en una construcción cercana a la plaza principal, un nuevo edificio municipal que necesitaba mano de obra barata. Era extenuante trabajar bajo el sol del mediodía, solo en la tarde tenían algo de alivio cuando me podía enjugar la arena y polvo con la manguera que usaban para preparar la mezcla de cemento, era la única forma de ducharse tranquilamente, en la pensión no podía demorarme más de diez minutos o alguien comenzaba a golpear la puerta. Fue en una de aquellas tardes luego de la jornada de trabajo que Joaquín, uno de los muchachos que trabajaba conmigo, viendo que alistaba un balde y me dirigía a la parte trasera de la construcción, me ofreció el baño de su casa. Él vivía solo a unas cuadras de la obra junto a su esposa y sus hijos, uno de tan solo unos meses y el otro de siete años. Luego de ducharme y volverme a poner la ropa previamente sacudida dentro de la ducha, la esposa de Joaquín me invitó a quedarme a cenar. Ella era una mujer bastante agradable, sumamente rápida para soltar una broma o comentario ambiguo. Su marido parecía bastante cómodo con esto, más allá de eso, participaba en sus bromas pícaras. Ambos parecían sumamente enamorados. Cenaron con calma, el mayor de sus hijos le contaba a su madre acerca de lo que habían hecho temprano en la escuela, los ejercicios que le había mandado la profesora, que necesitaba que lo ayuden y que no entendía las fracciones. Ella renegaba quejándose de lo estricta que era esta profesora, todo el año ha corrido con los temas, le dijo Marta mientras sumergía un trozo de bizcocho en el té, no veo la hora de que la saquen. Inmediatamente el niño infló los carrillos y negó con la cabeza, "no pero la señorita Sonia es buena" le dijo frunciendo el ceño. "Sí, pero les deja mucha tarea" contestó ella, "No entiendo como la contrataron, ¡si hasta dicen que ha venido corrida de la capital! ¡Imagínese! Una militante enseñando en primaria" le dijo ella observándolo a los ojos, había notado inmediatamente su impresión. La última vez que supo de Sonia fue cuando los embocaron intentando salir de su escondite en los salones abandonados de la escuela en Santa Ana. Pensó que estaba muerta, pero si había llegado hasta allí, y como decía Marta, había sido contratada al inicio del año escolar, lo más probable era que hubiese escapado del bus desbarrancado camino al penal de Rupay, y por tanto, sabría sobre el paradero de Miguel.

Al día siguiente fui a la hora de almuerzo al colegio del hijo de Joaquín. Sonia estaba irreconocible, poco quedaba de la profesora de rostro jovial que conocí en la pública 0041 de Santa Ana. Ella apenas se dio tiempo de hablar conmigo, parecía por momentos trastornada, miraba hacia todos lados como si alguien la siguiese, cada vez que hacía referencia a lo sucedido en la ciudad bajaba tanto la voz que le era imposible escucharla. Finalmente poco le pudo decir sobre Miguel antes de que se pusiese de pie y saliese de la cafetería sin despedirse. Ambos habían estado en presos en un lugar cerca de Rioalto, sin embargo al momento del traslado los separaron y él se quedó en la celda, estaba muy enfermo, pero durante aquellos días, según ella había mejorado bastante, en el momento de la emboscada del partido a la caravana de buses que trasladaban a los presos no lo vio. En esta parte fue que ella se exaltó, nuevamente miró hacia todas las mesas, preocupada de alguien los vigilara y se fue... Al día siguiente intenté buscarla nuevamente, pero se negó a hablar conmigo. Tres días después la obra terminó y fuimos invitados a la inauguración donde se repartió cerveza y comida, llegué alrededor de las dos de la mañana a mi habitación, todo estaba movido. Habían sacado todos mis cajones, mi colchón estaba volteado y mis cuadernos y libros tirados en el suelo junto a la poca ropa de la que me había podido conseguir en aquellos meses. Habiendo terminado la construcción y sabiendo que no tendría más información por parte de Sonia, metí a una bolsa mi ropa, guarde mis libros y cuadernos en una mochila y partí en el primer bus que saliera de la ciudad a primera hora. El destino fue San Ramón, un grupo de urbanizaciones en un valle cafetalero a unas tres horas de allí, la misma rutina, fui a las escuelas, pregunte en algunos comercios, los pocos hostales del pueblo, nadie sabía nada. Allí no pude conseguir trabajo, por lo que lo único que me quedó hacer fue vender bolsas de fruta picada y caña en el terminal. Dos semanas después seguí hacia el norte del valle, donde al fin conseguí que me aceptarán como mecanógrafo en una pequeña notaria, una de las pocas en toda la región. Trabajaba a hasta las cinco y por las tardes salía a deambular por las calles, la plaza principal, al igual que Puerto Palmeras, veía a Miguel en todos lados, en mi cabeza la posibilidad de que estuviese escondido solo a algunas cuadras de distancia de donde me hospedaba yo, era casi una certeza. Luego de unas semanas comencé a viajar hacia los pueblos más cercanos, llegaba e indaga en los hostales, pensiones; nada, un fin de semana más era a otra vez la esperanza destrozada de abrazarlo nuevamente, de poder sentir su cabello cosquilleándome la nariz cuando apoyaba la barbilla en su clavícula, o escuchar sus ronquidos casi inaudibles, como un zumbido emanando de su pecho mientras dormía. Seis meses pasé deambulando por toda región central de la selva, desde los montes perpetuamente cubiertos por la bruma, hasta la zona baja donde los ríos serpenteaban hasta lo desconocido, en algunos lugares hasta ya me conocían como el hombre que buscaba a su "hermano" secuestrado por los milicos, no sé de dónde surgió la idea de que Miguel era mi hermano, pero al menos así nadie sospechaba de la naturaleza de nuestro amor, al llegar a algunos caseríos las señoras me regalaban bolsas de fruta o me convidaban almuerzo, siempre había alguna que había escuchado en el mercado de algún pueblo aledaño sobre aquel joven alto de rostro triste que no perdía la esperanza de reunirse con el muchachito de la foto que llevaba para todos lados. Una instantánea que había logrado ocultar durante los meses en la cárcel en la que Miguel aparecía sonriente apoyado en una de las fuentes secas de la escuela. La situación, sin embargo, cambió y cuando me percaté ya no había duda alguna, la antes única zona pacífica del país se convirtió en el último foco subversivo, los militantes del PCP continuaron huyendo hacia la selva central desde la costa y el ejército se desplazó hasta los valles amazónicos tras ellos. Ni la caída de su líder parecía frenarlos de su proyecto político cada vez más improbable. A aquellas alturas el PCP ya había perdido toda influencia de la que antes se hubiese aprovechado, la gente misma agrupada en escuadras los expulsaba de sus pueblos y les hacía frente antes sus incursiones de "castigo" por traición a la causa. Casi dos años habían transcurrido desde que vi por última vez a Miguel en aquella carretera en medio del desierto, un año entero buscándolo y tal vez lo hubiera buscado por varios más si no hubiese escapado del país. Mi habitación en la pensión de La Merced había sido rebuscada ya hasta en tres ocasiones, pero la señal definitiva que me empujó a irme sucedió una noche en la que regresaba de Bellavista, un caserío cercano. El microbús fue detenido en medio de la carretera, desde las ventanillas sólo se veían las luces de las patrullas militares rodeándolos, estos se subieron al vehículo y empezaron a sacar a de sus asientos a las personas, ya tenían todo planeado, parecían reconocer a su víctimas inmediatamente, el que les pidieran sus documentos fue puro teatro, ellos sabían de antemano a quienes habían ido a detener. Los hicieron acostarse en la pavimento con las manos en la nuca e hicieron avanzar el bus con la gente asustada soltando alaridos por sus amigos y familiares que se quedaron junto a mí, reducidos en medio de la pista. Pronto nos hicieron poner de pie y nos llevaron selva adentro hasta que llegue a escuchar el rumor de la corriente del río sendero abajo y no me tuve duda de lo que planeaban hacer. ¡De rodillas todos!, nos dijeron, estábamos así, de cara al río, viendo la selva oscura en la otra orilla y la luna reluciente sobre las copas de los árboles. Los insectos hacían zumbar el bosque entero y la primera bala se disparó, cayó un cuerpo, luego la segunda—otro flotando en el río —siguió otra, y luego las órdenes del oficial reduciendo nuevamente al detenido, pero era muy tarde, la fila se rompió, todos nos pusimos de pie de un salto y sin pensarlo me lancé al río sumergiéndome hasta sentirme desaparecer en sus aguas, la corriente me llevaba y yo más que las balas temía encontrarme con un lagarto o alguna serpiente. Por suerte pude llegar a salvo a una angosta playa algunos kilómetros abajo, no vi a ninguno de los otros detenidos. Poco después me embarqué hacia Brasil y de allí fui por carretera hasta Argentina, donde después de años escapando pude al fin conseguir un piso fijo y un trabajo estable. Para mí, sin embargo, no fue el inicio de una nueva vida en exilio, no cabía en mi cabeza olvidar todo lo que había pasado, no me sacaba la idea de que Miguel se encontraba en algún lado, tal vez también tratando de encontrarme. Para mí, aquella época significó el comienzo del purgatorio en el que se convirtió mi vida, y del que sólo hoy, casi veinte años después, logro al fin salir."

***

Al llegar a la escuela el auxiliar Ronald los hizo ingresar por el portón secundario, por donde entraban y salían los vehículos de algunos profesores. A Franco le sorprendió que él tuviese las llaves de la escuela, James y Fred, por otro lado, parecían tranquilos. Los condujo por el pasillo a oscuras, la luna proyectaba la sombra de los árboles contra los salones completamente vacíos. Al llegar al final del pabellón y cruzar el segundo patio llegaron  al fin a la oficina de Ronald, este metió la llave y los hizo entrar con una voz extrañamente sentida. Franco dudó por un instante, ya había perdido la cuenta de cuantas veces había visitado aquella oficina durante el año escolar. Y ahora, viendo entrar a su padre allí de forma casi automática sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda, James pareció percatarse y le dirigió una leve sonrisa, él sintió las mejillas arderle e ingresó tras su padre. Ronald comenzó a rebuscar a entre las cajas que estaban apiladas en una suerte de armario en la parte posterior de la oficina, se le hacía extrañísimo el encontrarse allí todos apretados. James y Fred se mantuvieron junto a la puerta y el Profesor Manuel se apoyó en el muro dándoles espacio a que Ronald y Oscar hablasen con cierta cercanía, Franco no se apartó de su lado, él se sentó en la silla frente al escritorio y el muchacho  tras él. Finalmente Ronald sacó del fondo de aquella ruma de basura una caja sellada que abrió  con un par de tijeras, él se quedó observando su contenido por instante  y colocó la caja frente a Oscar. Su padre miró aquellos objetos, taciturno, torpemente metió la mano a la caja y extrajo una vieja camisa manchada, él la acercó a su pecho y agachó el rostro, no hacia un solo ruido, ni siquiera su respiración era audible en medio del completo silencio de todos allí en la oficina del cachaco. Franco no sabía cómo reaccionar, así que sólo permaneció en silencio junto a los demás. ¿Qué podía decirle? Acababa de recibir los únicos restos de la existencia de Miguel Ortega, veinte años después, con su propio hijo tras él. Por un momento quiso desaparecer, se sintió un intruso en aquella situación, pero luego recordó lo que le había dicho camino a la universidad, luego de que le hubiese revelado por qué se dirigían a la presentación del libro.

Ambos cruzaban una larga alameda camino a la facultad de letras cuando él se detuvo en seco en medio de los árboles y estudiantes apurados pidiendo permiso a cada instante. Las flores de los árboles comenzaban a desprenderse y muchas se hallaban embarradas en el asfalto como coloridos cadáveres de tripas violetas y fucsias. No quiero que pienses ni por un instante que no quise a tu madre, menos aún, que no te quise a ti o a tu hermano, le dijo. Él giró y lo tomó del hombro firmemente. Ustedes son lo más importante que me ocurrió, sin ti y Arturo no hubiera llegado hasta  aquí, agregó señalando las arrugas de sus ojos con una sonrisa. Él le contestó el gesto asintiendo y, por un momento fugaz, quiso darle un abrazo a su viejo, el señor Oscar; no recordaba un solo año que no la haya jodido en grande, llegaba borracho a los eventos familiares, olvidaba constantemente el cumpleaños de su mamá, de él o de Arturo, confundía sus edades y siempre había un lío en el que se metían por su falta de responsabilidad. Pero aun así no podía culparlo de ser un mal padre, por cada mala decisión o falta de memoria siempre había un gesto de cariño igual de grande. Siempre estuvo ahí en los momentos más difíciles, en los más vergonzosos, fue él quien fue a hablar con él director de sus anterior escuela cuando lo expulsaron, y fue él mismo el único que no le recriminó su conducta, todo lo contrario, le preguntó el porqué de su reacción. Siempre, a pesar de su debilidad por el trago y pésimo manejo de sus finanzas, se daba el trabajo de llevarlos al cine o a pasear por el  centro mientras les explicaba el origen del nombre de las calles o los sucesos que habían ocurrido allí. En algún momento había llegado a odiarlo, a detestarlo por su debilidad, por su poca madurez, su aparente conformismo, sin embargo ahora que lo veía allí apretando aquella camisa entre las manos, caía en cuenta de que más allá de ser solo su padre, también era una persona con la misma impotencia, la misma rabia, la misma inseguridad que él mismo sentía, miró a James, este también había agachado la cabeza por respeto. Recordó aquella anécdota que su madre le había contado hacía algunos años, sobre la noche en que se conoció con Oscar. Ella había ido con unas amigas a un bar cerca de su trabajo, por aquellos años su madre era ayudante en un taller de costura en Buenos Aires, el lugar se encontraba abarrotado de gente, la mayoría inmigrantes, ella reía apoyada en una tarima cuando las luces bajaron y el humo espeso llenó el lugar, las mesas habían sido arrimadas para que la gente comenzase a bailar. Los sintetizadores de aquella canción hacían retumbar los vasos, "I saw your eyes, and you made me smile, for a little while...” seguía  y él desde la barra la observaba con una sonrisa, no parecía para nada pretencioso —le había dicho su madre —todo lo contrario, se veía bastante gracioso con su camisa de chalíz estampada y sus jeans ceñidos. "I saw your eyes, and you touched my mind, although it took a while, I was falling in love..." Él se acercó y le habló al oído, le invitó a bailar, no se intimidó en lo más mínimo por las miradas hostiles de sus amigas, (falling in loooove...falling in loooove... Falling in loooove...) la melosa canción llegaba a su final y apenas en un instante sintió que la tomó de la cadera y le estampó los labios con un beso tierno, ella  se estremeció y el humo y las luces la ocultaron toda, avergonzada de saber que aquel tipo la había agarrado desprevenida.

Una vez Oscar pareció más tranquilo comenzó a revisar las otras cosas, los cuadernos, un libro...Franco incluso escuchó mencionar algo de un nuevo  poemario incompleto, pero entre el entusiasmo de Manú y Fred solo podía ver la infinita nostalgia de su padre. Revisaba aquellas páginas lentamente, como reencontrándose con él, por un instante incluso pudo ver el asomo de una fugaz sonrisa que desapareció raudamente bajo sus manos cubriéndose el rostro, restregándose los ojos. Ambos hablaron por cerca de media hora.

El profesor Manú los llevó afuera de la oficina para dejar a ambos solos. Él soltó un profundo suspiro y se sentó en el borde del jardín mirando hacia la luna. Franco no sabía dónde ponerse de pie, Fred y James se apoyaron contra el muro del corredor y él sólo se quedó allí, viendo el jardín con los árboles meciéndose, el único pino como una sombra espinosa cortando la armonía de las flores, arces y ficus. Las hojas reflejaban como espejos el azul violáceo del cielo y él tomó aire  imaginando que en una exhalación se volvía invisible.

— ¿Estas bien?—le preguntó James acercándose a él. Fred se sentó junto a Manú y James lo seguía mirando fijamente esperando que respondiese, pero no podía explicar cómo se encontraba.

Sólo ladeó la cabeza y trató de sonreír; sí, supongo que después de todo estoy bien, le respondió y asintió girando a ver el jardín junto a él. Tú cómo estás, James; le devolvió la pregunta sintiendo sus codos rozarse y la brisa fresca devolviéndole el aliento y un poco de autocontrol. No he sabido nada de ti desde que terminó la graduación.

—Bien, estoy bien—respondió sin mirarlo— entre la academia y el trabajo en la librería se me va todo el día.

"¿Y cómo vas con Samuel?" soltó sin pensar aquella pregunta que hizo girar el rostro sorprendió de James, tenía abiertos sus grandes ojos hacia él, recordó aquella misma mirada la primera vez que lo hicieron en su casa y el aroma de su cabello, el vaho que desprendía  era estimulante y su rostro confundido lo hizo sonreír avergonzado.

—Estamos bien, supongo.

— ¿Supones?—replicó con una natural ironía que nuevamente no supo de dónde salió tan espontánea. James se quedó en silencio, volvió a ver hacia el jardín, la luna iluminándole el rostro, nuevamente giró hacia él.

—Sí, supongo. Nada es completamente  estable, Franco. Tal vez ya te has enterado lo del accidente (y lo había hecho, Diana se lo había contado una noche que la encontró en el parque principal mientras jugaba con Arturo), ha habido días en que ha sido casi intolerable la impotencia, la frustración, todo esto nos afectó mucho... Pero yo le quiero y, más allá de eso, más allá de las discusiones, de las cosas que me gustan y las que no de él, hay algo que al fin he podido asumir—sonrió—y eso es la responsabilidad de querer a alguien, de aceptarlo con todas sus flaquezas, con toda la mierda que pueda llevar encima, no sé sí vayamos a durar un par de meses más o toda la vida, lo que sí sé es que el día que nos separemos voy a estar seguro de que con todos los errores que pude haber tenido, fui completamente consecuente con mis sentimientos.

***

El grueso portón se cerró tras ellos y Ronald les ofreció llevarlos a casa, pero Oscar prefirió caminar y a Franco esto pareció no importarle. Así que se despidieron someramente y el auto avanzó dejándolos atrás. Llevaba  la caja que Ronald le entregado en las manos. Aquella vez que Tamara le devolvió "Flores de Aguas Negras" se volvió a obsesionar con el recuerdo de Miguel, ese fue el motivo por el cual lo dejó en la biblioteca. Ahora, ya separado de la madre de Franco, ya en medio sus cuarentas, aquél recuerdo volvía más vívido que nunca, aquél, el año más agitado de su vida, pero también el más feliz, el más apasionado. Todo allí en aquella caja, únicos restos de Miguel.

Había sido en vano, la búsqueda en Rupay, en Puerto Palmeras y las decenas de poblados y caseríos en la selva alta y baja; la angustia y la esperanza. Miguel nunca había cruzado la cordillera, según Ronald había muerto en Los Pinos, poco antes del traslado. Lo cierto era que no había forma de saberlo con exactitud, y el caer en cuenta de este hecho le escarapeló el cuerpo. Franco caminaba a su lado con las manos en los bolsillos y aquella expresión adusta que no sabía de quién había sacado—su madre muy probablemente—le pasó el brazo por el hombro y lo sacudió levemente. Él, huraño como siempre, hizo una mueca y le quitó la mano cuando Oscar lo despeinó consciente del trabajo que le tomaba acomodarse el cabello. Él le preguntó si se encontraba bien, Oscar asintió aferrándose a la caja firmemente. La larga calle se extendía vacía frente a ellos y la luna iluminaba más que los postes de alumbrado languideciendo medio torcidos junto a la pista.

No, nada había sido en vano, sin su obsesión por buscar a Miguel nunca hubiese tenido a Franco o Arturo, nunca hubiera formado una familia, de una u otra manera, Miguel había sido el causante de todo eso. Las tardes en las que se encontraban en la plaza, paseaban por el Jirón, veían películas en el Cine Bolívar o caminaban por el malecón; el parque de la reserva, las fuentes reverberando cristalinas y las bandadas de loros prófugos iban de árbol en árboles sobre ellos. Todo eso también lo había hecho con los muchachos, había amado mucho a Miguel, aun lo seguía haciendo, pero ese amor no había opacado en nada al que le tenía a sus hijos, más aún, lo había alimentado. Nada había sido en vano, nada de lo que había vivido, de lo que había sufrido a lo largo de los años, la soledad, la compañía, todo terminaba siendo lo mismo cuando se veía en retrospectiva, solo cambiaban los matices. Franco pareció algo nostálgico una vez pasaron junto a una arboleda que cercaba una pampa poco iluminada, tras los ramajes se veía una cruz brillante sobre el techo de una capilla, los fluorescentes creaban un halo blanquecino donde se veían revolotear cientos de hormigas aladas. Sí, había amado y había perdido, pero sobre todo había vivido plenamente consciente de que nunca tendría espacio para el arrepentimiento. Miró a Franco, con el rostro triste, agachó la cabeza y volvió a meter las manos al bolsillo. Oscar le puso una mano en la nuca y le abrazó por el hombro, el muchacho comenzó a llorar mientras caminaban hacia la avenida.

Notas finales:

Tardé un poco más de lo que pensaba en terminar este último capítulo, pero al fin logre escribirlo antes de las celebraciones de ayer. Muchas gracias a todos lo que llegaron hasta este punto, por muchísimo tiempo tenia esta historia inconclusa rondando en mis archivos y terminarla ha sido todo un viaje. Espero que los haya entretenido tanto como a mí, o que los anime a escribir y continuar leyendo. ¡Feliz Año nuevo desde Ciudad de los Reyes!


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