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El Origen del Valor por Dedalus

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Cuando Mario abrió los ojos e intentó levantarse el dolor de cabeza nuevamente lo tumbó sobre las almohadas tieso como una tabla. De hecho era justamente así como se sentía, seco y rígido allí  incapaz de recordar cómo es que había llegado a casa, los ojos parecían querer salirse de su rostro y la boca amarga lo obligó a arrastrarse hacia la mesa donde siempre había algo de agua en el hervidor eléctrico. Su cuarto se hallaba hecho un desastre, la ropa tirada por todos lados, las sábanas en el suelo, arroz regado como confeti, latas de cerveza aplastadas sobre la mesa en la que cocinaba, comía y hacia sus tareas, eso sin contar  con el condón usado que pisó descalzo al buscar la toalla para darse un baño.

¿Había estado tomando con Elena y Fred? De eso estaba seguro, habían ido por un par de tragos luego de la última clase del turno nocturno en la facultad de letras. Fred como siempre los había animado con la excusa de todas las semanas y es que es viernes, muchachos, qué se van a ir a sus casas tan temprano. Helena lo siguió y él, qué nunca rechazaba una cerveza helada no objetó en lo más mínimo, todo lo contrario mandó al carajo el informe que debía haber enviado por correo  el día anterior hasta media noche. ¡Ja! Una nota menos le iba a subir ni bajar un punto en su promedio final. Y pronto la charla en la rockola de Sherezade se transformó en una pequeña reunión donde por azahares del destino confluyeron varios amigos y conocidos que andaban cerca allí, Helena fue la primera en comenzar a bailar  a medida que las otras mesas se retiraban y ellos eran los únicos que se quedaron en el local donde la gorda Sherezade, los veía riendo con su voz grave y aguardentosa desde la barra donde despachaba.

 "Martín me ha dicho que va a venir" dijo Helena entre vuelta y vuelta. Sí, sí, ese huevón me debe unas chelas desde la vez pasada que fuimos a casa de Joaquín y estaba misio. "¿Por cierto, Joaquín no anda por acá?" "deja, deja le envió un mensaje" intervino Fred presto siempre para armar el desbande ahogando su risa escandalosa en un trago más de cerveza y hasta la espuma se bebía ese flaco mientras hablaba por el celular y bailaba con Javiera una cumbia de esas que salían de moda y una las escuchaba en el microbús, en la sanguchería y hasta en el baño de la facultad.

Sí, se le había ido la mano, pero es que eran tantas botellas en aquella mesa larguísima que se formó entre estudiantes, egresados y los que como él, se encontraban en el medio, con dos cursos pendientes aún, un curso a cargo o todo un semestre más por delante, gente que se había retirado por dificultades económicas o personales, gente que intentaba retomar la especialidad, gente que estaba allí solo porque no sabían qué más hacer y lo cierto era que mientras siguieran llegando las botellas no le importaba. Él sacó a bailar a Helena y Fred bromeaba tras ellos rugiendo como un gato y haciendo el ademán de que le arañaba la espalda. Helena reía algo avergonzada y Mario trataba de callar al pendejo aquél que como siempre no paraba de joder ahora hablando en voz alta mientras tomaba de la cintura a una muchacha cuyo nombre no terminaba de recordar "¡Al fin! ¡Hoy es muchachos, hoy es! ¡El Gato al fin se decidió! Y todos comenzaron a silbar a medida que les hacían una ronda y ellos al centro. Helena era una estupenda bailarina, no lo negaría, se movía bien, bastante bien de hecho.

El baile siempre había sido la excusa perfecta para abordar a las muchachas, nunca había sido rechazado mientras la música seguía y el las sujetaba de la cintura o les seguía el ritmo con el contorneo vulgar del reguetón zumbando en los oídos como la borrachera misma, estridente sofocante, pero que rico se sentía tener otro cuerpo así, pegado frotándose contra uno. Siempre había detestado esa música, definitivamente no tenía nada que ver con la trova latinoamericana que tanto le gustaba, las canciones que cantaba guitarra en mano y con tal sentimiento que la gente lo miraba embobado, aun así, no se imaginaba ningún otro género que lo excitase más a bailar, hacia caso omiso a las letras idiotas, o al mismo beat repetido en loop una y otra vez, lo que importaba era aquella sensación electrizante del roce y los choques de pelvis, los muslos friccionando.

Llegada la media noche Sherezade ya los comenzaba a botar apagando las luces y acomodando las sillas, algunos protestaban bromeándole con invitarle unos tragos y ponerle un mocetón flaquito y pepón, como a ella le gustaban. Pero como nunca ella los mando a rodar apurándolos para que mudaran la fiesta a otro lado. Así Helena sugirió ir a una discoteca cercana a la plaza, un lugar bastante frecuentado por la gente de la universidad y que a aquellas horas debía encontrarse repleto —no se equivocaron —pero en aquél estado eso era lo de menos, siempre se podía hallar espacio para bailar en un local inundado de muchachos igual de borrachos que ellos. Todos conversando como si gritaran, Helena trepada en la espalda de Fred y Javiera tambaleándose con Joaquin a medida que hacían un esfuerzo por no tropezar con el empedrado de la calle.

¿Cuándo había sido que se comenzó a sentir raro? Eso había sido desde antes, no había sido el trago, no fue la cerveza ni la cuba libre, pero el dolor de cabeza no lo  dejaba pensar ni recordar. Tomó el cepillo de dientes y lo llenó de pasta cepillándose furiosamente, mirando su rostro cansado en el espejo rajado. Se había sentido extraño todo el día desde que se cruzó con aquel facho en el bus. Helena ya le había advertido, al parecer una amiga de ella estaba ayudando a aquel mocoso a hacer los trámites para que lo saquen del taller. No podía permitirse eso, definitivamente, no en aquel momento en que el usurero de don Nicolás le quería subir la renta del cuartucho que le alquilaba, no ahora que seguía peleado con su padre, que su madre ya apenas y le enviaba un sencillo de cuando en cuando y su tío, pues el pobre estaba para que lo ayuden, apenas podía sostenerse solo, ya estaba hasta olvidándose de las cosas y él no podía dejar de ir todos los fines de semana porque quién más, después de todo le recordaría que tenía que tomar los medicamentos, que debía pagar las facturas, quién verificaría que está comiendo sus tres comidas sin olvidarse, que no está tomando el lonche en la mañana y el desayuno en la noche. No podía dejar de ir, pero hasta para eso necesitaba dinero uno, carajo, bus de ida y bus de vuelta, sin contar con el lonche, el pan, la mantequilla, la leche y los demás enseres que le llevaba. Qué le va  alcanzar, pues, al tío Pierre  su miserable pensión con la que se jubiló luego de haber pasado sus últimos años enseñando en un colegio público de las barriadas en el extremo sur de la ciudad, si hasta fundador había sido de aquella escuela, cuando  Villa Sol aún se levantaba sobre las arenas doradas del pampón y una sábana interminable de dunas daba la impresión de que no había civilización en kilómetros a la redonda, pero no, apenas se encontraban a las afueras de Ciudad de los Reyes. Toda una vida la del tío Pierre, de niño recordaba como esperaba los fines de mes en los que el pasaba por la casa de sus padres y llegaba como proveniente de otro planeta, era una aparición él allí, en el cuadrado entorno que sus viejos tan cuidadosamente habían construido para él y sus hermanos.  A él le importaba poco, venía con sus historias de aventuras en la sierra, con las leyendas alucinantes que había escuchado en Egipto o con sus intrigantes recuerdos de sus años de exiliado en Europa y Estados Unidos. Un personaje,  siempre con la camisa y los pantalones perfectamente planchados, la fedora café con un sobrio detalle en el ala y el pañuelo de seda anudado al cuello, los lentes de sol cuadrados cubriendo sus ojos celestes, ahora casi grises por el paso de los años.

El móvil comenzó a vibrar en algún lugar de su cama y allí entre las sábanas, entre algunas manchas sospechosas a las que prefirió no prestar a tensión, entre el envoltorio del condón que se hallaba en el suelo, allí estaba el celular parpadeando y un mensaje de Fred en la pantalla "¿no llegas a la clase? Baja a almorzar al mercado al menos" y allí se fue su tranquilidad tan rápido como pudo ponerse los pantalones y calzarse las zapatillas. Escupió como pudo la espuma del dentífrico y cogió una camisa limpia del cesto donde arrumaba su ropa doblada. Miró la hora, aún podía llegar a la mitad de la clase si se apuraba y corría hasta la facultad, no tenía tiempo para hacer la cola del bus. Así que como pudo se abotonó la camisa mientras cerraba la puerta de su habitación, se lanzó a la escalera, mochila en mano, la lectura que no había terminado en la otra y los pantalones desabrochados con los vellos ensortijados de su pubis emergiendo del elástico del bóxer, demasiado expuesto para el pudor matutino de la hipócrita capital que de noche era testigo de cosas mucho más escandalosas que el bulto entre sus piernas. Así salió hacia la avenida con el cabello oliendo tabaco, el olor a cerveza y sexo aún impregnado en el cuerpo, pero el aliento fresco y mentolado.

***

—Entonces, una falta más y te botan del curso ¿verdad? —Mario asintió sin levantar la cabeza.

—Y está sería la segunda vez, ¿verdad?—el Gato volvió a asentir apretando los labios, la espalda pegada a la silla.

—Y encima; encima de todo amenazaste a ese pobre muchacho con botarlo por lo mismo —Fred soltó un par de carcajadas y bebió un trago de cebada—No tienes madre, webón.

Mario daba vueltas a la sopa mirando el cielo despejado y recordó que su estómago aún resentido no iba a poder tolerar nada más que caldo de pollo en todo el día. Ni pensar en el cebiche que Fred cogía con su tenedor sin dejar de reírse recordando su cara al llegar aula y ser expulsado del salón por la profesora Elizabeth, quien —siendo justos —siempre le había tenido cólera, desde el día en que lo conoció cuando era cachimbo. "Para mí que esa tía te tiene hambre" le decía Fred siempre que aquella mujer le hacía uno de sus desplantes cuando debatían en clase o inventaba problemas o bajas notas a fin de semestre. Realmente era un dolor de cabeza cuando lo miraba con sus ojos saltones, redondos y rojizos como los de un anfibio, no por nada le decían la profesora sapito

—Ya, ya, y como te va con la tesis, ¿avanzaste algo al menos?—le preguntó a Fred viendo como este en tornaba los ojos como fastidiado, llamó a doña Olguita y le pidió una gaseosa de a litro y medio, porque este calor no hay quien lo aguante, pero bueno, al tema, le dijo una vez más buscándole la mirada y este al fin relajó los hombros.— Mira, ya tengo bibliografía y todo, tengo una idea de lo que quiero hacer, pero lo que me falta es...

—Que el profesor Manú acepte ser tu asesor. —Fred destapó la gaseosa que Steffy acababa de alcanzarle y se sirvió asintiendo algo avergonzado.

—Pero es que no es que no me haya aceptado, Gato despistado, ya te dije que está esperando que le den la autorización para ejercer la consultoría como profesor contratado, ya ves que él no es tan antiguo en la escuela, acuérdate que...

—Claro, claro, claro —Mario lo detuvo antes de que comenzase otra vez con aquella historia. Ya le había dicho cómo se preparaba para ingresar a la UNCR cuando se enteró que el profesor Manuel había conseguido una vacante como docente contratado en la Universidad San Agustín, no lo pensó dos veces, inmediatamente consiguió convencer a sus padres de postular a aquella universidad que, si bien era una de las más importantes del país, no igualaba en prestigio a la UNCR; vaya, y es que ya hasta su viejo se había hecho a la idea, pero había que ver al flaco cuando se le metía algo en la cabeza... Y aquel sujeto, el profesor Manuel había sido su obsesión desde sus épocas de escolar, por lo que entendía, aun así el tipo nada de darle sagiro, de hecho no le daba pie a confianzas a nadie. A diferencia de otros profesores que eran asiduos al local de Sherezade, que uno los veía en los bares de la plaza, que invitaban a sus alumnos fuentes de cebiche y se ponían las cervezas heladas en las eventuales salidas por el santo de algún estudiante, el cierre de ciclo o la clausura de algún evento. Manuel nunca estaba allí, nunca lo había visto siendo participe de aquellas reuniones, de hecho nunca lo había visto tener una conversación no académica con alguno de sus alumnos y eso también incluía a Fred. Pero no podía culparlo, en verdad el profesor Manú era bastante guapo, si aún recordaba cuándo volvió a la facultad luego dos años y lo conoció en una clase de literatura andina, él entró allí con sus jeans ceñidos, la casaca de ante café, y la sonrisa amplia e inocentona saludando a todos. Se quitó el gorro y sacudiéndose el cabello largo apenas rozando sus hombros se percató de su presencia. "A ti no te conozco" le había dicho y Mario sintió como los colores se le subieron a la cabeza sonriendo tontamente ante sus ojos expectantes a su respuesta e ignorantes de la erección que se le había armado solo con ver el  entalle de sus jeans y la forma como la camisa se ceñía a su cintura. Fred lo miraba desde la fila de carpetas contigua con una expresión asesina que Mario no tardo en notar. Toda la clase se la pasó refutado sus opiniones, buscándole discusión aun así la intrascendencia del tema fuera tanta que hasta los demás muchachos se percataban del fastidio del flaco. Él ya se hallaba irritado y no podía esperar a que la clase terminara para encarar a aquél sujeto que no dejaba escapar ni una oportunidad para soltar sus chamuyo sarcástico. Manuel no sabía dónde meter el rostro, se hallaba incómodo frente aquél espectáculo, aunque finalmente no aguantó la risa y todos  siguieron sus carcajadas graciosas relajando el ambiente tenso del aula. "A veces parecen chiquillos" les dijo y ahí fue que vio por primera vez esa expresión que solía poner Fred cuando algo lo hería de verdad, era como si contuviera una arcada, se encogía ligeramente y los ojos se le ponían rojos como si fuese a llorar. Más tarde ese día conoció la historia completa del alumno problema de la secundaria templado de su profesor literatura.

—Ya, ya sé huevón, pero en serio quiero que él sea mi asesor —le dijo Fred —en realidad domina muy bien  el tema, sin contar con que sería muy feeling, ¿sabes? Yo fui su asistente cuando él hacía la tesis de maestría hace años, que él me ayude ahora que yo me voy a titular... —Mario no se resistió y sacó la lengua en un gesto de disgusto.

—No aguanto tanta cursilería —le dijo el Gato sirviéndose gaseosa.

—Sal de acá, mongol, sí te encantan estas sonseras, todavía me acuerdo como le ibas a cantar con guitarra en mano hasta Lurigancho a aquella muchacha, Kathy. Y encima era una mocosa, ¿qué tenía diecisiete?

—Dioescinueve, huevonaso, cuándo me he metido yo con menores de edad—le dijo falsamente escandalizado por la insinuación de Fred.

—Pero es que contigo nadie se salva, Gatúbela. ¿Qué hay de aquel chibolito? El de primer año que te terminaste encamando ayer. Si parecía un niño el pobre, se notaba que era la primera vez que se amanecía ¿fue Joaquín quien lo trajo? No importa, la cosa es que se quedó contigo en tu cuarto una vez nos fuimos con Helena  luego de matar la noche con unos puchos en aquella ratonera donde vives, si serás  hijodeputa. Y la pobre de Helena ¡ay, la pobre de Helena!—río Fred viendo su rostro sorprendido.

No entendió por qué inmediatamente, pero se sintió avergonzado y cambió de tema al acabar el caldo frío que ya empezaba a coagular en pegotes de grasa. Las palomas barrían con sus alas los eterniles que hacían sombra a las mesas y la voz de Doña Olguita conversando con Steffy resonaba más fuerte que la radio en el lugar entero, como trayendo calma en su aparatoso chismorreo.

Ambos siguieron hablando de los ensayos que había que presentar pronto, las fechas de los parciales, la pelea que habían sostenido la profesora Sapito con el decano y los rumores de otra toma, una vez más la universidad cerrada por los estudiantes, aguantar pasar la noche entera durmiendo en los corredores y  comiendo solo fruta y latas de atún mientras las autoridades no se dignaban ni a  hacer el más mínimo esfuerzo en conseguir la licencia dentro de la nueva ley universitaria que amenazaba con traer abajo la facultad entera. Y es que ya el año anterior habían pasado casi tres meses enteros hacinados en los pabellones, organizando plantones y marchas hacia el congreso, el ministerio de educación, hasta el mismo palacio de gobierno, pero nada, nada, nada, las victorias eran tan pocas y la lucha tan larga —como solía decir el tío Pierre—pero eso no lo desanimaba y ambos concordaron en que, de reavivarse el movimiento, participarían al igual que el año anterior, pero esta vez las cosas serían distintas, esta vez sí lograrían cambios.

Por eso detestaba tanto a los disidentes políticos, esa gente era solo un lastre en el movimiento de estudiantes, una piedra en el zapato, reaccionarios egoístas que sólo se preocupaban por sus notas, dar su examen, conseguir la calificación, la aprobación del profesor y luego de moverle el rabo a las autoridades se largaban sin preocuparse por las promociones entrantes que tenían que lidiar con los mismo problemas de siempre, pésimos docentes, cero facilidades como proyectores, computadoras, bibliotecas completamente abandonadas y encima, represión ante cualquier intento de hace un cambio por medio del consejo de estudiantes.

De ahí que al escuchar a aquel chibolo huevón decirle que él iba a la universidad solo a estudiar—en su cabeza lo remedo como un niño—la sangre se le subió al rostro, pero lo dejó callado con lo que le dijo, y es que su cara había sido un poema, todo menudo él prendido del pasamanos y con aquella expresión a medio camino entre la vergüenza y la cólera de haber sido atrapado en su incoherencia. Sintió su nerviosismo al acercarse, aquel leve temblor cuando bajo la voz hablándole sólo a él. Y es que sí; no le había prestado atención al taller como debía, pero después de todo ¿quién esperaba aprender algo en aquellos cursos?

Mario sonrió ante la propia contradicción en sus pensamientos desordenados a medida que caminaba de vuelta a su cuarto. Se había quedado todo el día pensando en él y su carita palteada, tal vez se había pasado un poco, pero después de todo él no era  quien le había cogido tirria desde la primera vez que tuvieron clase.  Y ahora que lo pensaba su rostro se le hacía conocido de alguna parte, lo había pensado cuando se lo encontró en los pasadizos y el día anterior, mientras se enredada en las piernas de aquel muchacho que había venido con Joaquín, ambos rodaban en la cama de plaza y media, cuidando no irse de lleno al suelo. Él lo tumbó con las piernas abiertas, una en cada hombro y entró sintiendo el calor envolviendo su miembro, la presión y éxtasis alcoholizado difuminando el rostro del chico ese, tornando sus cabellos lacios en rizos crespos, su tez clara en una trigueña ligeramente sonrosado, los labios relativamente gruesos y aquellos gemidos por instante eran los de él, de él. Alex, le había dicho al muchacho—y es que por qué negarlo más, si se había aprendido su nombre desde la primera vez que lo vio entrando a clase —que rico carajo,  siguió penetrándolo sin compasión a su rostro descolocado y  pareció comprender o al menos tolerar su borrachera, siguió moviendo la pelvis ahora montado sobre su falo hundiéndose entre sus nalgas de forma majestuosa, lustrosa como una daga, sus muslos redondas dando contra sus vellos crespos. Así había acabado, viendo el rostro de Alex en el de aquél muchacho desconocido que en algún punto de la madrugada se fue tal vez—muy seguramente —fastidiado por el cretino con el que había terminando tirando. Al parecer Fred tenía razón, sí era un hijodeputa.

***

Al hablar por el intercomunicador el tío Pierre le contestó igual de sorprendido que todas las semanas, y es que ahora dudaba si seguía siendo consciente de que venía cada sábado, si solo lo hacía a modo de engreírlo con las pastas que le encantaba cocinar para ocasiones especiales, o si en serio no se acordaba que él iba seguido a ayudarlo a limpiar la casa, a arreglar sus cosas, llevaba los enseres para la semana y se despedía en la noche de camino a lo que surgiera, muy probablemente solo webiar con los muchachos por las calles cercanas a la plaza, matando la pena y el horror al abandono que le dejaban estas visitas a punta de trago corto y puchos de mariguana.

El entró al pequeño apartamento donde vivía, puso las bolsas de leche, huevos, algunas legumbres, pasta y embutidos sobre la barra de la cocina y le dio un abrazo a su tío que esquivando las rumas de enciclopedias, catálogos de pinturas de todas las épocas e infinidad de novelas y álbumes de fotos. Ahora se le había dado por buscar obsesivamente una foto que se había tomado en Woodstock. Todo había surgido de una tarde en la que estaban tomando un opulento lonche lleno de croissants con mermelada, alfajores, jamón, pastel y otros tantos caprichos que se habían permitido ahora que había cobrado la primera mensualidad de las clases de guitarra que venía dictando desde inicios del verano.

Él le contaba a su tío la última tocada que habían tenido con los muchachos del conjunto. Ellos habían participado en un festival como motivo del fin de los carnavales, un espacio autogestionado por dos colectivos culturales en los que  tenía varios conocidos y por los cuales habían contactado para presentarse ante aquel centenar de muchachos que a pesar de desconocer la mayoría de canciones de Serrat o Jara, había que verlos como cantaban con tal sentimiento allí, medio drogados, abrazados unos a los otros.

"Sí, sí, recuerdo esa sensación estremecedora de los festivales de música, si aún tengo clarito en la memoria los dos días que estuve en Woodstock en el sesentinueve..." y allí comenzó todo. Él no le había creído y le había bromeado con que ahora sí la memoria lo había abandonado completamente y que le estaba inventando historias. Pero el tío Pierre lo miró ofendido replicando que su memoria estaba intacta y que cómo se iba a olvidarse de Woodstock, si fue el único de su grupo que no estaba alucinando en ácido todo el tiempo. Él se había reído restándole importancia ante el puchero resentido del tío Pierre y bueno, ahora estaba ahí viendo las rumas de cachivaches que había sacado el viejo buscando las benditas fotos.

Aún no terminas con eso, tío, le había dicho algo cansado mientras ordenaba la comida en la refrigeradora. "Cállese muchacho incrédulo, ahora que terminas eso vienes para acá para mostraste algo" le contestó el viejo aun en bata y pantuflas, era gracioso verlo así andando de un lado a otro como un niño aburrido. Ya, ya pero primero tenemos que hacer algo para comer, pues ¿o no tiene hambre? Pero era inútil convencerlo, "¡des-pues!” Le dijo sentado en su sofá con las piernas huesudas cruzadas. A veces no terminaba de creer como la edad lo había encogido, aún lo recordaba llegando a la casa de sus padres tan alto que pensaba que se golpearía la cabeza con el techo, hasta lo cargaba en hombros cuando los llevaba junto a sus hermanos a la costa verde, a tomar helados en el parque, saltando allí entre los gatos que se habían hacinado en aquel lugar. Y ahora que lo recordaba ¿le había dejado comida a Cirse?

No importaba, seguro aquella gorda podía aguantarse hasta que regresaste a asearse antes de reunirse con los muchachos en el jirón de la Unión. Ahí estaba el tío llamándolo de nuevo y Mario lo calmó tirándose en el mueble junto a él, los cojines de forro aterciopelado levantaron inmediatamente una polvareda y la luz entrando por las ventanas dejó ver los millares de partículas de polvo volando por toda la sala, colisionando entre ellas como pequeños mundos.

El tío a Pierre abrió un viejo libro de tapa dura, era un álbum de fotos de aspecto antiguo, de esos que ya no hacían, con forro de cuero rojizo y las hojas gruesas donde se calzaba las fotos, igual de sólidas, de acabado reluciente prendidas en las páginas de blanco mate y apenas protegidas por una lámina transparente. El anciano pasó los dedos por la primera página, tenía varias cartas metidas allí en la portada, levantó una y luego de ver el nombre pareció restarle importancia. "Mira esto, muchacho" le dijo el tío abriendo el álbum cerca a la mitad. La pesada encuadernación cayó sobre sus piernas con un sonido seco y allí en la página había cuatro instantáneas prendidas y dos más solo metidas dentro de la lámina transparente. Mario solo sonrió ante el rostro de satisfacción de su tío y sacó una de ellas en la que salía sonriente junto a otro muchacho, ambos debían estar a mediados de sus veintes, el joven que estaba con el sujetaba la toma a modo de selfie, los rostros felices, caras algo cansadas, el cabello sucio se veía incluso con la poca resolución de la Polaroid con la que seguro debía haber sido tomada esa imagen y, tras ellos, el mar de gente recubriendo las lomas verdes y el estrado algo rústico se. Está bien tío, disculpa por no creerte le dijo viendo las demás fotografías, él tío Pierre solo asintió sonriendo.

"¿Sabes lo que nos tomó llegar hasta allí desde la costa oeste de los Estados Unidos?" le dijo prendiéndose un cigarrillo "no tengo ni idea como acepté hacer semejante viaje por carretera, pero fue una época hermosa, el verano del amor que le dicen, no sé. Yo definitivamente estaba enamorado de todo, todo, todo..." Ah te refieres al muchacho de la foto, le dijo y Pierre sonrió exhalando el humo de su cigarrillo por la ventana, Mario tomó las otras fotos, en algunas salía todo un grupo de muchachos, algunos con la facha hippie sesentera, otros solo vistiendo jeans acampanados tan ceñidos que incluso veía el relieve de sus miembros sobre la tela ¿que no conocían la ropa interior? Le dijo a lo que Pierre volvió a reír como un chiquillo. "Claro que no, muchacho, veníamos de un viaje de una semana sin ducharnos, sin mayor equipaje más que una mochila, ¿tienes idea de cómo hubiesen terminado los calzoncillos blancos que se usaban por esos años?" Mario hizo una mueca de desagrado. ¿Quién era él? Le preguntó al fin, a lo que él anciano volvió a sentarse en uno de los sofás dando una pitada profunda al cigarrillo.

“Se llamaba Reinaldo, no, no era gringo, venía de acá, de Ciudad de los Reyes de hecho, de La Victoria. Sus padres eran obreros y él, como muchos se fue persiguiendo el sueño americano. La historia de cómo llegué yo allí ya la sabes de sobra de boca de tu padre, ya imagino lo que dice ese muchachito—su padre ya tenía cerca de cincuenta años —sí, tus abuelos me habían costeado los estudios allá y sí, lo cierto es que mandé todo al carajo, era un chiquillo con ganas de vivir ¿sabes? Y vaya que había mucho que vivir en San Francisco, debe haber sido al término de mi segundo semestre en Berkley que decidimos quedarnos en la ciudad por un tiempo. Ya con los años como que aquellos días se me escapan un poco, confundo ciertos rostros, me he olvidado de varios nombres, pero eran noches, tras noches de fiestas en el apartamento que rentábamos con tres amigos, la gente llegaba y se quedaba a dormir en el piso de nuestra sala, jóvenes que se habían fugado de casa de sus padres, jóvenes que querían ser poetas, músicos, o sólo drogadictos que querían divertirse. Yo creo que me ubicaba en esta última categoría, aunque de seguro pasé por las anteriores, nunca tuve mucho talento para el arte, bueno, bueno, eso ya lo sabes, ah pero para criticar.... Eso es otra historia y tal vez eso era lo que más les gusta a esa gente de mí. «Oh, Pierre, you're so mean» me decían a medio camino entre el resentimiento y la honesta gracia de algún comentario muy probablemente malintencionado, pero a estos pseudoartistas les encanta  esta honestidad y a mí me encantaba que me invitasen a sus fiestas, que me diesen yerba para fumar y pagasen los tragos en los bares que frecuentaba."

“Nando, sin embargo, era ajeno a todo esto, —Mario observaba con mayor detenimiento la foto en la que aquél muchacho salía abrazando al tío Pierre —a él lo conocí una noche que volvía de una reunión en un apartamento al otro extremo de la ciudad. Ya ni recuerdo que fue lo que pasó, pero había tenido una discusión con un amigo; no, no recuerdo cómo fue, solo que le terminé arrojando el vaso de un trago pretencioso que me habían invitado en esa fiesta llena de oportunistas y muchachos adinerados aburridos de su existencia, alienados por su propia falta de identidad. Era un ambiente fascinante hasta cierto punto para un  latino clase media alta como yo, quien sólo había visto un Martini en las fotos de revistas para mujeres. En fin, aquella vez, como siempre, mi cabeza ligera se peleó con quien me había llevado en su auto hasta allí y de paso, con quien me había invitado a aquel lugar. Por lo que tuve que volver a pie hasta mi apartamento en el lado noreste de la ciudad."

Mario miraba las fotos prendidas en el álbum, su tío lucia guapísimo son la melena larga y ensortijada, los pantalones ceñidos y las camisas satinadas, los lentes de sol, el flequillos despeinado, parecía realmente feliz. De hecho lo era, siempre recordaba una vez que lo escuchó decir que su juventud se había terminado el día que volvió a Ciudad de los Reyes. "Las calles de ahí eran oscuras, bien oscuras. Recuerdo que caminaba apurado y lo único que escuchaba eran mis botas de taco aperillado contra el pavimento húmedo de la lluvia que por suerte había menguado antes de que saliese. Corría un viento terrible desde la bahía y eventualmente uno que otro auto iluminaba con sus faros las fachadas victorianas de las casonas anticuadas que parecían horrorizadas del libertinaje de sus calles. Las prostitutas se agrupaban en las esquinas, a medida que avanzaba me percate de las figuras apoyadas allí contra las fachadas, las manos en los bolsillos o sosteniendo sus cigarrillos, aquellos hombres de aspecto rudo algunos, otros tan solo muchachitos intentando emular el porte matón de los otros, se vendían allí todas las noches, ya lo había escuchado  pero hasta aquel momento mi único contacto con la prostitución masculina había sido el puteo caleta de los muchachos arribistas que no les importaba meterse con algún anciano para conseguir estabilidad económica." Mario soltó una carcajada. Algunas cosas no cambian, ¿no tío?

—No, pero al menos en aquella época había vergüenza—le dijo el anciano riendo.

"Y así pues, hijo, en lo que estoy andando y de la esquina escucho el chirrido de los neumáticos y el rugido de un motor a toda velocidad, las prostitutas de la esquina gritaron, las chicas corrieron calle abajo con aquél clásico sonido, redoble de tacos y sandalias, tac, tac, tac... Y los fletes cuando me percaté ya habían escapado hacia los callejones, cuando apenas reaccioné intentado correr, pero la borrachera apenas me dejaba moverme con la suficiente coordinación como para caminar, menos para hacer una carrera como  aquellos desquiciados que se bajaron de la camioneta y comenzaron a golpear a una pobre muchacha  cuyos suecos no la habían dejado seguir el ritmo de sus compañeras y yo caí igual que ella, trastabillé enredándome con mis propios pies, fui a dar sobre un charco de agua sucia, gire y ahí veo esos fachos enormes con bates de béisbol, sonriendo los desgraciados, como sintiendo placer de los gritos  y mi rostro aterrado al intentar ponerme de pie y escapar. En eso apenas sentí un ruido agudo mi oído cuando uno de ellos me lanzó un sopapo que me lanzó contra las rejas de una de aquellas casas abandonadas. La sangre me empezó a brotar a montones, tenía las manos rojas, alcé la vista resignado a la golpiza que iba a recibir cuando desde la esquina vi como las muchachas que habían escapado volvieron dando gritos y vociferando una serie de insultos en spanglish, parecían un grupo de ménades, solo había furia en sus rostros, el miedo se había esfumado. Ellas se lanzaron sobre los sujetos que golpeaban a la chica de los suecos quien seguía en el piso. Los dos tipos que me iban a golpear se distrajeron unos instantes cuando ¡Zas! Un muchacho saltó sobre ellos lanzando un derechazo que hizo perder el equilibrio al grandulón, yo me recompuse e intenté correr, pero la borrachera y el golpe me habían aturdido—Mario sobrentendía que también se hallaba bastante drogado—y apenas di un par de pasos vi que otro tipo de los fletes corría con una cadena a ayudar a su amigo, la calle se oscureció, más y más hasta que lo siguiente que recuerdo es haberme levantado en un cuartito minúsculo iluminando por una ventana sin cristal. Llevaba la misma ropa sucia y salpicada de sangre, pero me toqué la frente y tenía una gaza asegurada con un  esparadrapo, inmediatamente salté de la cama y al ver por la ventana me percaté que no estaba lejos de donde había perdido el conocimiento, cogí mis zapatos como pude, la cabeza me daba vueltas, la luz me lastimaba los ojos y me retumbaba cabeza de lado a lado, debía verme como un chiste allí intentando ponerme de pie todo encorvado, el cabello grasoso, la ropa sucia y el parche en la frente. En aquel instante la puerta de la pieza se abrió y dos muchachos entraron riendo cargando una bolsa blanca. Yo los quedé observando algo asustado. «Oh, you already up» me dijo uno de ellos mientras iba a poner a hervir agua en lo que recién caía en cuenta era una diminuta cocina a kerosene. El otro se quedó en el  extremo de la habitación, me quedó mirando fijamente con sus ojos negros enormes, sonrió mostrando los dientes cuadrados y blancos, la barba insipiente se veía azabache con aquella luz blanca de la bahía, sumamente similar a la de Ciudad de los Reyes. « ¿Hablas español?» me dijo, y yo asentí como un tonto «Yo soy Reinaldo, ¿me permites?» me dijo señalando mi parche. Nuevamente solo asentí atontado aun por la resaca, el golpe y su rostro, cuando me percaté ya estaba  desayunando con aquellos dos sujetos que recién había conocido."

***

Helena se hallaba muy animada aquella noche, Mario apenas acababa de llegar y ella le ofreció un trago allí sentada con la cartera sobre las piernas y los ojos enmarcados por la sombra rosácea que se había puesto, sus párpados parecían dos pétalos con el delineador negro alzándose en punta y su cabello  suelto que caía algo enredado sobre sus hombros. "¿Vienes de la casa de Pierre?" le dijo ella, Mario asintió saludando a los demás. Sí, te manda saludos le respondió. Ella sonrió contenta dejando el vaso a un lado, "No sé a qué hora cambian de música, ya me están aburriendo estas canciones deprimentes." soltó apenas poniéndose de pie y yendo hacia rockola vacía al fondo del local. Las bombillas efusivas en su amarillo reflejaron los risos de su cabello, su silueta algo desfigurada por el humo de los cigarrillos y el murmullo de las risas y voces como siseando. Mario apenas veía hacia los otros rostros, veía la mesa salpicada de ceniza y rayones de humedad dejados por las botellas tomadas cada instante por alguno de sus sedientos compañeros.

Y el cuerpo entero se le reanimó en aquel ambiente cálido, entorno a una mesa que se extendía torcida a un extremo, chueca, pero en armonía con las sillas arrimadas, los muchachos apoyados uno junto a otros, las chicas con los codos sobre la mesa, las muchachas animandose a bailar ahora que Helena había puesto una salsa antigua, tanto que hasta recordaba a sus padres bailando esas canciones en las fiestas que daban por los cumpleaños de alguno de ellos. Fiestas a las que el tío Pierre no solía ser invitado, pero a las cuales igual asistía sonriendo consciente de la incomodidad que causaba su presencia en los adultos y la emoción de él y sus hermanos al verlo llegar con el pastel, pizza o algún regalo para ellos. Nunca le pasaban la voz al tío Pierre para los cumpleaños, pero él nunca se perdió uno solo, desde que tenía memoria, siempre esperaba a que llegase su tío y el ambiente de los adultos se tensaba, pero ellos—niños todos—no comprendían nada, más aún, lo esperaban ansiosos de las sorpresas que traía, de sus historias y cuentos, de los juegos que les enseñaba.

— ¿Y qué pasó ayer? ¿Lograste detener el golpe de estado?—le dijo Helena volviéndose a sentar junto a él. Mario sonrió agradeciéndole que le hubiese pasado  el dato.

"No, cómo no te iba a avisar" le respondió ella con los ojos desviándose hacia su vaso de cerveza. Los dedos delgados prendiéndose al cristal y los labios  ahora sonrientes ante las bromas que no dejaba de soltar Érica frente a ellos, y es que la menuda muchacha una vez que tomaba un par de botellas era todo un espectáculo. Mario se unió a la plática desterrando estos recuerdos a donde debían permanecer, el pasado. Porque refundirse en la nostalgia un sábado por la noche era de pésimo gusto y había que ser reverendo gil para desperdiciar una noche tan prometedora como aquella, donde sus amigos se hallaban entusiasmados por bajar a una fiesta en un local cultural cerca a la plaza B. y Helena se hallaba lista ya para agarrarse codo a codo con él en la pista de baile ante los chiflados esos que se volvían más torpes luego de cada ronda del vaso pasando de mano en mano en la esquina de la calle Camaná (habían decidido pasar por allí) y aquel callejón bordeado por fachadas coloniales venidas a menos, todas aquella casas apenas iluminadas o por las luces violetas de los bares y los grupos de muchachos bebiendo sentados en las acera, tratando de hacer luz mientras encendían los cigarrillos, escondiéndose en la penumbra ante el paso de las patrullas cruzando todos aquellos rostros eferveciendo en risa, aquellos cuerpos templados por el alcohol y la música de las zampoñas, los tambores improvisados y el patético intento de los celulares por competir con los gritos/aullidos, con los pasos sobre la acera húmeda y pegajosa, los silbidos eventuales imitando el pitido de los serenos que vigilantes, pendientes de que la gente no tome en la calle, no de forma descarada al menos, no sin convidarles un vaso, al menos.

Sabía que le gustaba a Helena, de hecho siempre lo había sospechado, pero cuando Fred comenzó con sus bromas y ella se ponía coloradísima, solo ahí tuvo la certeza. No era algo que le incomodase, de hecho hasta cierto punto le agrada a la idea, tenía cierto placer en sentir su mirada sobre él, su voz deliberadamente modulada al conversar, su sonrisa algo nerviosa, a medio camino entre la camaradería y el deseo. Y es que estaba plenamente seguro de que, por más de que Helena no le desagradara, no era el tipo de muchacha con la que hubiese podio acostarse una noche y olvidarse del asunto al día siguiente. Sobre todo porque había un sentimiento de compañerismo que sentía traicionaron si cruzara la barrera amical. Claro que había sido difícil, sobre todo cuando se embriagaban entre una canción y otra, bailaban tan pegados, se había sentido el uno al otro tantas veces, pero no, no era correcto, para nada prudente. Ella—estaba seguro—también lo entendía. Así que cruzaban miradas cuando sus cuerpos se hallaban tan erotizados que al mínimo movimiento en falso no hubiese habido marcha atrás. Ellos se miraban a los ojos, y no había necesidad de decir más, la música acababa y cada uno a su silla, sin más que alguna broma coqueta o algún comentario si  importancia.

Joaquín le decía que Fred no iba a bajar, que se había tenido que volver a su casa, le había dicho, "Voy a ponerme a buscar bibliografia para mi tesis" le hacía dicho "Ya huevón y yo que dedo quieres que me chupe"  respondió Joaquín a lo que el flaco no le quedó más remedio que solo reírse y al menos Mario lo imagino así, avergonzado de su incapacidad para articular una mentira verosímil, claro que a aquellas alturas ya era difícil lograr engañarse entre ellos, y lo más seguro es que terminaría contándole durante la semana en qué andaba últimamente que los cancelaba a última hora con sus excusas mal planteadas.

Afuera los bordes rugosos de las aceras encausaban su paso tambaleante, como una corte carnavalesca avenida abajo, marchando mientras danzaban inconscientes, emocionados por el mismo brillo raro, brillo contradictoriamente opaco de las calles aledañas a la plaza a aquellas horas de la noche. Y aún con el rugido de un motor y los camiones de bomberos avanzando ensordecedores con las sirenas gritando histéricas junto a ellos, aun así sus pisadas no perdían el compás de la canción que Érica iba cantando desde que salieron del bar de Sherezade.

Pero el ulular de aquellos gritos no cesaba, y era desesperante la forma lastimera en que lloraban las sirenas, cada vez más fuerte a medida que avanzaban. La gente corría con el rostro decaído, casi sujetándoselo como a modo de máscaras, dándole la espalda a los postes de alumbrado, a la plaza abriéndose frente a ellos, en la esquina se hallaba una ambulancia, un tumulto que no dejaba de hablar y soltar gritos tan crueles en su futilidad, tipo "¡ay, un muerto" y seguían su camino hacia las discotecas un par de calles abajo. Ellos siguieron acercándose, como atraídos por aquellos colores azul y rojo intermitente de las patrullas.

Mario apenas palpaba la pista con las zapatillas, tanteaba el piso como inseguro de su solidez, un paramédico hablaba por celular mientras dos policías interrogaban a una señora con los ojos llenos de lágrimas. Era la única que se hallaba verdaderamente conmovida por la escena. "Lo han atropello al indigente" escuchaba decían, "sí, mira como lo han dejado" comentaban allí sujetándose en sus cascas, tomándose del brazo apoyándose del hombro de sus amigos, aquel tumulto de curiosos se le hizo tan lamentable que por un instante sintió rabia de hallarse allí con ellos y no hacer nada por el anciano tirado en la pista unos metros frente a él, la caja llena de dulces y cigarrillos estaba tirada a un lado, sus zapatos habían volado hasta la berma central de la avenida. Mario giro el rostro hacia sus amigos de pie en la esquina esperándolo, él quiso decir algo, algo que valiese la pena ser dicho, pero no sé le ocurrió nada, no era el momento, sería mejor solo seguir avanzando.

Notas finales:

Buen sábado a todxs! 


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