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El Origen del Valor por Dedalus

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El peso de aquella verdad cayó repentinamente sobre su pecho embravecido; tempestad sobre Ciudad de los Reyes ¿y es que cómo? Si allí nunca llovía. Pero aquel sábado el viento parecía coger a bofetadas las fachadas de las casas, levantar las palmeras y las samaqueaba como plumeros chamuscados por el aire gélido que descendía tibio a las aceras. La gente no sabía qué pensar (él no sabía que hacer) caminando allí furibundo, con cada musculo chasqueando a punto de salir de cuerpo, quería estallar y ser furia pura, energía fluyendo hacia la plaza, fundirse con la noche violeta, con el baile y la risa, las bromas el buen ánimo, pero esta rabia que no lo dejaba, Fred no se la podía sacudir.

 Manuel, hasta cuando, Manuel, mil años Manuel y el amor ahora era cólera, era impotencia, pronto solo carcajadas en la pista de baile, caos en la convergencia de los faros multicolor, en el tanteo de un pasadizo de mampostería largo lleno de gente igual de ebria que él, sería abrir los brazos al caos de la avenida Diagonal, llorar sin dejar caer una sola lágrima, solo sintiendo el rostro serenado, la cabeza dando vueltas. Venirse en vomito ácido, en arcadas brutales y sueño, el único final posible para aquella historia además de la muerte, la única forma de olvido. Dormir, al fin.

 Mario ya lo había prevenido, se había percatado inmediatamente de su obvia necesidad de irse al carajo y es que parecía ya andar en picada, dispuesto olvidarse completamente de todo lo que sucediese no sólo aquella noche, sino durante la tarde —sobre todo allí— se acomodó el cinturón y seguía las bromas, reía a carcajadas amplias, hacía gala de su innata capacidad para narrar anécdotas, para soltar chistes de forma espontánea. Sentía que el histrionismo le desbordaba el cuerpo y seguía siendo Fred, siempre lo era, pero no el verdadero, era este otro muchacho realmente gracioso, uno con el que pasar una noche  era toda una bomba.

 Así había llegado a la rockola escondida en medio del jirón Moquegua, donde extrañamente aquel grupo de escandalosos idiotas de bocas espumosas había decidió juntarse, todos arrinconados ahí en las mesas junto a la esquina de la barra de utilería, porque quién pedía un vodka con jugo de naranja en un lugar como ese. Y él se lanzó sobre la cerveza helada, Joaquín se paró a alcanzarle un vaso y las chicas no dejaban de reír ante su propia sonrisa coqueta y los dos botones sueltos de su camisa. “Pendejo” soltó Helena sentada junto a Mario y los demás iban y venía entre carcajada y burla, entre comentarios sobre las canciones anticuadas de la nueva ola que algún tío había puesto, y venía Jeannette con su voz dulce y algo sosa, luego Camilo Sesto y todos estallaron a cantar, fugazmente como el muchacho que atendía atravesaba el local entero y las otras mesas giraban alrededor de ellos, afuera el cielo se caía y adentro él se consumía desde las mismas entrañas.

Había un límite para todo, esto incluía al amor. Por eso brindaban todos aquella noche, después de todo, por el amor negado, por la ausencia de mismo, el desconocimiento de ser querido, las ansias de ser querido o la sola necesidad de irse al mierda, para todo los efectos la cerveza helada también pasaba a su pecho como un bálsamo, como acariciándole adentro mismo donde ardía de rabia y frustración. Hacia allí el alcohol lo calmaba, afuera las bromas ácidas no eran suficiente, la lengua filuda de su jerga desbordada en chamuyo académico no dejaba de sorprender a Mario que se destornillaba en risa junto a una incómoda Helena, quien como siempre era la única de percatarse de la desesperación tras aquella risa pendeja que Érica siempre le decía era irresistible, a pesar de que nunca habían llegado a nada más que algunos besos y metidas de mano en los baños del bar de Sherezade.

Si supiera todo lo que podía hacer con aquella sonrisa. Ahora ella torció la boca, tomó el vaso iluminado a contraluz por la pantalla de la rockola y los dos muchachos que se hallaban allí poniendo quien sabe qué canción..."Salud, salud, salud..." decía Joaquín haciéndose el chistoso, pero todos sabían que era un pobre pelele al cual las muchachas sangraban como les daba la gana;  cierto, era una cada mes, como el mismo decía, pero cada una se llevaba la mitad de su miserable sueldo en una universidad privada que lo contrataba por hora como asesor de redacción, profesor adjunto o lo que sea de lo que trabajase.

Y había que verlo haciéndose el galán allí, apoyando el brazo en el respaldar de las silla de Andrea, quien fingía ridículamente el escandalizarse por como Mario aun no terminaba de recordar lo que había sucedido la noche anterior y con quien se había quedado en su cuarto, Helena seguía bebiendo y Mario preguntaba a Joaquín por aquel muchacho—Salud, Helena, salud por la ausencia de amor o su desconocimiento, las ansias del mismo o el entercamiento —pero Joaquín le negó con la cabeza, y es que era un amigo que se habían encontrado mientras tomaban en la calle Q. Junto con un grupo de su trabajo. Pero que hermosa que se veía la frente de aquella muchacha que cruzaba el local como disgustada con la vida de mierda por la que todos chupaba aquella noche que  ennegrecía cada vez más desde su esquina donde lo veía todo, donde tantas almas jóvenes pasaban deprimidas ante la sola mención de un futuro más allá de la madrugada.

¿Cómo había podio ser tan cojudo? En que cabeza entraba que podían pasar más de cinco años y que nada cambiaría, que todo permanecería tal como en aquel momento en el que tuvo los huevos de sujetar a Manú en pleno salón de clases y estamparle los labios con tal urgencia que aquellos ojos verdes sorprendidos no supieron ni como contestar al atrevimiento de aquel mocoso palomilla que había confundido todo.

Y ahora luego de tanto tiempo acaso tenía alguna excusa, que la ética del profesional, que era menor de edad, todo le hubiera dejado hacerme, todo le hubiera hecho con consentimiento, quería hacerlo mío, tal vez no era aún un hombre, pero por él yo me convertía en uno.

Y ahí estaba el gran huevón, esperándolo en un café, ya a punto de graduarse y tan estúpido como el mismo niño de dieciséis años que terminó llorando bajo las buganvilias el último día de clases. Había llevado el bosquejo de lo que buscaba hacer para su tesis en el maletín y su obsesión de adolescente cojudo aún en el pecho, se sentía aún un escolar yéndolo a buscar a la biblioteca nacional donde el solía quedarse todas las tardes sumergido en los interminables anales de periódicos y revistas culturales de los ochenta siguiendo el rastro a uno de aquellos tantos poetas que habían caído en el olvido luego de la guerra interna.

 Aun se veía a sí mismo todo gil allí, hace tan solo unas horas,  con su cafarena negra de cuello alto y sus pantalones de vestir color café, todo seriecito, "¿a dónde vas así vestido?" le había dicho su vieja, a lo que él le había respondido con la misma sonrisa boba "a ver tu futuro yerno" en medio de carcajadas ante la reacción escandalizada de su madre que a aquellas alturas ya se esperaba cualquier cosa de él, ya sea nuera, yerno o gato. Y por qué tardaban tanto en pasar sus canciones, tanta lloradera ya lo estaba jodiendo de más, no la clase de tristeza que buscaba en aquel momento, no quería lamentarse en una miserable mesa de bar, quería sufrir con el albor del cuerpo encendido hasta el último musculo bailando al ritmo de los parlantes ensordecedores, el cuerpo iluminado, opalescente bajo los faros y láseres de alguna discoteca de ingreso libre y consumo barato.

 Bailar dando golpes en el aire, sacudiéndose hasta el último ápice de dolor a pesar de que este lo tenía metido dentro de los huesos, bajo los mismos dientes al transformar su entusiasmo aniñado en decepción y ridículo. Había sido tan feliz por unos instantes,  y es que ya lo tenía todo planeado, todo estaba seguro cuando él le confirmó que al fin le habían dado el permiso para ser su asesor de tesis, ya se había visto nuevamente tarde enteras junto a él y su deliciosa voz a su lado, indicándole que textos podían ser de ayuda, y que si el marco teórico, o su vocecilla renegando tantas veces por su falta de memoria con las normas del formato académico, “así no se cita” “¿Quién fue tu profesor de metodología, ah? Y reía consiente de su falsa pedantería coqueteando con la imagen de académico ególatra, aunque ambos tenían claro que un egocentrismo era lo último que lo caracterizaba.

Pero todo aquello se había disuelto como la iluminación particularmente clara de aquel monitor que los alumbraba exponiendo sus rostros de tristeza recubiertos por sonrisas, o a los dos sujetos que se habían metido al mismo tiempo al baño, y ahora que lo pensaba también quería mear, pero mejor mas rato, más rato que ya venían las canciones que Mario había puesto y no quería estar apoyado frente al retrete con el pene en la mano mientras sonaba “I've been looking so long at these pictures of you, that I almost believe that they're real…” y venirse en un llanto incontrolable, moquear tanto que inundaría el baño entero, desbordaría las cañerías, sumergiría el bar y aun así todo lo que contenía no terminaría de seguir su camino, porque lo tenía atascado en el mismo cuerpo, era una infección de la que no podía liberarse, una condición execrable para alguien que aparentaba ser el tipo piola que tenía aquella caminada de pendejito de barrio, aquella gracia criolla que hacia estremecerse hasta a la misma vereda cuarteada por donde bajaba, las manos en los bolsillos de la casaca—ahora las manos en la botella y el vaso, levemente inclinado para no sacar espuma de más— y el viento peinándole el cabello.

 Tanta confianza desmoronada al verlo al salir del café, darse de lleno con aquella escena, como abrazaba a un sujeto de abrigo gris esperándolo en una esquina. Su sonrisa era sorprendente, nunca lo había visto así, él apenas dio unos pasos cuando lo vio prenderse del cuello de aquel tipo quien, sin dudarlo por tan solo un instante, lo besó en pleno Jirón de la Unión, nadie parecía percatarse, pero él sí, él estuvo allí, oculto tras el flujo constante de personas—el flujo de bebida en su garganta y hasta qué hora esperarían las canciones, que quería ir bailar y la hora se pasaba…—Tenia aquella imagen marcada en la cabeza como una constante tortura, nuevamente se sintió un mocoso impotente, ni el cuello alto o los pantalones de sastre cambiarían eso, ni toda la rabia frustración cambiarían nada, ni la sinceridad de aquel beso, ni la innegable felicidad de Manú al mirar al tipo del abrigo con los mismos ojos que Fred lo había visto a él desde que comenzó a enseñar en la unidad escolar 0041 en Santa Ana.

Toda su vida había dado un vuelco desde aquel entonces, todas sus decisiones habían estado condicionadas en mayor o menor medida por él, pero lo peor era que no renegaba de nada, no podía quejarse de la carrera que había escogido, de todos los libros que había leído buscando acercarse más a Manú, incluso de la universidad que escogió—mal que bien—todo había sido por él, pero también por sí mismo, porque desde un comienzo supo que aquello trascendía a un enamoramiento o un simple capricho, Manú no era solo el hombre que quería, era también el hombre que quería llegar a ser.

Tal vez en un principio su rostro gentil, los ojos redondos y aquel cuerpo menudo de cintura estrecha y hombros delicados lo habían embelesado durante largas noches frotándose el sexo con una urgencia desesperante—había veces en que aún lo hacía—pero con el pasar de los años había descubierto cualidades más discretas en él que lo fascinaban, no solo la constancia, su sorprendente perspicacia y aquella capacidad para siempre tener algo acertado que decir, así sea un silencio o un gesto. También aquellas breves pausas que lo desconectaban en medio de la clase, los momentos en los que su mirada divagaba por el techo y parecía recordar tantas cosas que terminaba por olvidar lo que hablaba, o el carácter explosivo que tenía tan bien guardado en la universidad, pero que sus excompañeros de promoción recordaban bien cuando alguna de sus payasadas se iban de la mano y el menudo profesor montaba en cólera trayéndose a bajo media escuela.

Él una vez más se había dejado llevar, ahora iban cantando sus amigos. Se había sentido un huevón, allí, con las bolas en la mano al verlo tan entusiasmado por trabajar juntos, la sonrisa de Manu siempre  lo dejaba todo idiota, asintiendo, mientras él como un niño, ya hacia planes sobre los libros que revisarían, los posibles horarios, ya le decía las grandes posibilidades que le aguardaban si tomaba en serio la investigación, ponencias, tal vez hasta seminarios a su cargo, y lo miraba con orgullo, uno que, a pesar de nuevamente reducirlo como su exalumno (ahora  ya profesional), también lo alegraba como un muchacho que es felicitado por la persona que más admira, y Fred se había encogido de hombros avergonzado, tonto él, había restado importancia a la relevancia del proyecto de tesis, plenamente consciente de que Manuel le daría la contra y lo animaría nuevamente, tal vez hasta le pondría la mano en el hombro, lo abrazaría (lo hizo), pero él se despidió cerca de las cinco y media, cuando el sol ya comenzaba a bajar y Fred también debía correr a darse una ducha y darle el alcance a los muchachos.

 Así que ambos salieron despidiéndose en el cruce entre el jirón de la Unión y el jirón Yanamarka, pero él estaba tan ansioso, y el recuerdo de Manuel yéndose  entusiasmado, su alegría al ver que ahora ya no tenía dieciséis y él era tan bello, siempre lo había sido, porque no parecía real, ni siquiera cuando lo vio sujetado por aquel hombre que le comentaba quien sabe qué cosa mientras subían en dirección a la plaza y Fred tras ellos, viendo como Manuel se dejó abrazar por el hombro, cómo apoyó su cabeza en el sujeto y la plaza tostada por el día finalizando los abrigó con las aceras calientes aun y la brisa fría haciendo ascender el abrigo del sujeto que ahora rosaba los dedos de Manuel como jugando con ellos, tanteando cada una las líneas de sus manos.

 Fred apenas avanzaba, las rodillas se habían quedado allí, incapaces de proseguir a medida que la gente lo empujaba para que no se detenga y ahora Érica le decía que se apure con la cerveza, que los demás esperaban. Pero él no le hizo caso apenas, con la mirada perdida y el fracaso de su épica romántica imaginaria materializado frente a él, tan solo unos metros hasta donde su sombra alargada se extendía como tendida sobre las losas ondeadas del jirón. Pero basta ya, se decía, basta que la noche apenas estaba comenzando y él quería arder bajo los faros violeta, incinerarse con su dolor cubriéndolo como combustible, era sudor o simplemente se encontraba tan ansioso que su cuerpo lo interpretaba como agitación. Pronto se sentía tan contento, allí, con sus amigos igual de felices, igual de divertidos, aquella noche era para recordar, aquel día era jodidamente memorable, con toda la decepción expuesta de su terquedad inmadura.

 La mesa era golpeada por los muchachos, sus ansias de ser querido recaían sobre su ego al escuchar una sonrisa boba junto a él, sentir una mano sobre su muslo. Allí estaba aquel muchacho, aquel pequeño con el que había compartido almuerzo hacia unas semanas, un tipo bastante agradable, su rostro curioso se topó con él, parecía nervioso, pero Fred estaba desbordando emoción. Así que lo saludó desde donde se hallaban todos, aquella suerte de gruta ridícula donde la corte de payasos fingía despreocupación. Lo saludó y el muchacho avergonzado apenas le contestó cuando le pidió que les tomase una foto, pero no, no, tenía que ser con la luz prendida, porque aquel celular que tenía no contaba con flash-linterna, y tenían que verse sus rostros, y lo felices que eran, lo encantados que estaban de ser jóvenes, toda aquella vitalidad explosiva, aquella locura de pose, eso quería; que Manuel lo vea, quería que aquella noche, mientras cenaba con ese sujeto, ojease su celular y se topara con la foto, plenamente contento, indiscutiblemente apuesto, bebido, descontrolado y hasta amenazante, porque si aquella noche tenia ganar de hundirse, había sido por él, por su indolencia, su maldita ética.

Así que llamó al seguridad, hizo que prendieran las luces—al carajo las pifias, los insultos—el muchacho les tomó la foto y él le agradeció cuando sonó una canción de Shakira y aquellos pendejos , aquel pendejo de Mario, comenzó a cantársela, así que Fred no tuvo más remedio que levantar su vaso, que beber a fondo y tragarse la rabia y el trago amargo como un hombre, a pesar de que ni el pantalón de vestir  o los zapatos lo habían ayudado a sentirse uno. Quien sabe, tal vez nunca llegaría a serlo. El chico había desaparecido y cuando se percató Érica ya tenía una mano sobre su entrepierna y él se carcajeo viéndola poner una cara provocadora, una ridícula mueca traviesa que escondía bajo la cortina de cabellos planchados, Helena se había percatado de todo mientras Mario le contaba otra vez la pelea que había tenido con aquel mocoso de que parecía haberse enganchado en las clases de guitarra que dictaba. Así que dejo que ella siguiera manoseándolo, sintió su mano recorriéndole el bulto palpitante entre sus piernas, sus jean se ceñían cada vez más y el bóxer delgado que llevaba no frenaba en nada la potente erección que crecía hacia un lado, Érica lo miro sorprendida de la rápida reacción y Fred la besó mientras los demás se burlaban y soltaban bromas grotescas al percatarse de la pareja que se toqueteaba bajo la mesa.

Alguien había sugerido ir yendo al Bunker, pero los demás no le hicieron demasiado caso, alguien más los animó  a subir al mirador, todos parecían lo suficientemente entretenidos con su miseria que no prestaban atención y bebió de un solo trago el vaso entero, besó a Érica una vez mas, vio los ojos de Helena tras la cabeza de cabellos alborotados de Mario. La música inicio abrupta de nuevo, “Bailamé, porque las penas se van bailandoo, bailamé…” decía el men de acento puertorriqueño en el video. Las muchachas se alborotaron, Mario levantó el vaso y ellas se pusieron de pie jalando a Joaquín, quien torpemente derramó el contenido de su vaso sobre la silla.

Ahora en ronda, como invocando a la luna, como llamando a los cerros y huacas, todos  girando, bajando en un metesaca pornográfico, golpeando contra las mesas y el seguridad que los quería hacer sentar, pero Érica que lo jala y el mueve el culo con tal gracia sensual y cómica. Frenesí en sus risas ¿y este sujeto que había entrado a bailar con ellos? Era la mesa del pequeño, él no estaba, pero ahí también se hallaba el alumno problemático de Mario, plantado en la silla con cara de pocos amigos, ahora este otro sujeto bailaba con las muchachas—como gran pendejo—punteando sin discreción, hasta con Helena comenzó a perrear ante la chacota extendida hasta a mesas tan lejanas como las de la entrada.

Llegado el momento alguien gritó por ahí  ¡Vamos yendo! Y los demás convinieron que ya era hora, que qué mejor momento para ir a baila que a media noche, y que la calle serenada era excitante, las muchachas bajando con las manos  entrelazadas, los grupos bailando ebrios en plena plaza. Abriendo los brazos a los edificios blancos, la música que subía desde jirón Q. y Camaná, el eco de las arcadas eufóricas, arboles siendo testigos mudos del salvajismo desenfrenado de los ampones saltando como gatos por los muros y techos, de los balcones cayéndose sin que nadie los toque.

Dos golpes sobre la mesa y Fred se puso de pie, los guio como el abanderado condenado a terminar trágicamente, el subió los cuatro pisos hasta aquella discoteca en la cima de una de aquellas moles blancas que rodean la plaza afrancesada aun en su belleza lumpen. Todo era tan perfecto en aquel momento en el que se dejó ir hacia el centro de tantos cuerpos bailando botella en mano, mareado, entrando en personaje una vez más, era aquel otro Fred que tan bien caía a sus amigos y del cual Érica se prendía arrimándole sus caderas redondeadas, sacudiendo los hombros despertando del leve ensombrecimiento que había recaído sobre su expresión, una mortificación pasajera que pausó su borrachera, pero que desterró tan pronto como él la sujetó de la cintura y jaló para seguir bailando en aquella lamentable escena que Helena veía desde una esquina de la barra donde se servía de la jarra de sangría, Joaquín una vez más, se había hecho los tragos solo para panudearse con aquellos energúmenos que no podían costear ni una buena cerveza,

Le caía tan mal, pero a su voz callaba cuando hacia sus comentarios de mierda y se arremangaba las mangas de la camisa, sacaba su cajetilla de Marlboro, Fred no decía nada, porque al parecer a Mario sí le caía muy bien, y Helena lo acusaba de intolerante y hasta hipócrita. Él no lo negaba, no se enorgullecía, pero tampoco lo ocultaba, tal vez si era en cierta medida un hipócrita, pero prefería guardarse aquella antipatía para alguien de verdad lo merezca; el otro Fred, por ejemplo, el gil que seguía templado de su profesor del colegio y que se había permitido una vez más el hacerse ideas en la cabeza que jamás llegarían a concretarse.

Tomó a Érica más de cerca, la acercó más a su entrepierna, la sintió estremecerse a medida que bailaban sin mirarse a los ojos (él no la veía) y atrás los muchachos cantaban “Pero ¡ay! Qué barbaridad… y yo sin moverme del mismo lugar…” a coro, todos apaleados por las jarras que seguían llegando mientras ellos dos aceleraban, el ritmo se acrecentaba, sus respiraciones cada vez más entrecortadas, su mano resbalando poco a poco en una indecisión premeditada que lo único que hacía era darle tiempo a seguir imaginado el cómo bailaría Manú, ¿sabría bailar la salsa tan bien como lo hacía Érica? Debía verse sumamente gracioso bailando todo menudito, más rico se debía sentir el tenerlo así sujetado de la cintura y su mano sobre el hombro, su cabello largo fluyendo a medida que el los hacia girar, Érica se soltó por un instante mientras cambiaba el paso y daba vuelta haciendo notar sus glúteos en perfecta sintonía con los timbales.

Él allí le seguía ritmo, porque no bailaba tan bien como Mario, pero sabía hacerse el pendejo, y desde chibolo sabía que si uno hacia reír a la gente, caía parado donde sea, no importaba lo que sonase, rock, wave, indie o reggaetón, el sabia defenderse, ¡ah! Pero con la salsa, con eso si sabía montar un show, hacerse el payaso, y eso era justamente lo que hacía desencajándole la mandíbula a carcajada pura a Mario quien se retorcía junto a Helena con la cara más seca que su corazón, ¡porque vaya mujer para más amarga! Pero que rico que era bailar así, y Manu debía estar en su casa con aquel huevón, ya qué importa si Érica sabia bailar tan bien la salsa y sus pechos estaban rozando el suyo, su pierna entre la de ella por unos instantes y Manuel ahora se apoyó en su pecho como embriagado por la excitación, era su cabello largo, su cabecita contra su barbilla, apoyada, sonrojada incapaz de mirarlo a la cara, y él aprovecho y le apretó los muslos groseramente, él intentó apartarse, pero no podía soltarlo, necesitaba más, y los sujeto de las nalgas más fuerte aun en el momento en el que Érica alzó el rostro y Manu estaba en su casa, estaba con aquel hombre, él estaba solo, Helena había dejado el vaso sobre la barra ya hora se acercaba a ellos, Mario ni se había dado cuenta, ya estaba hablando con otra muchacha en la terraza del bar, ahora Érica lo empujó y salió volando en dirección baño mandándolo a la mierda y él se quedó allí con las manos abiertas mientras la canción terminaba.

“Pero que gran pendejo eres, carajo” “¿Qué te sucede, no tienes el mínimo de respeto por ella?” le dijo Helena y él trató de excusarse, trato de expulsar todas las justificaciones, “ella comenzó, en un primer lugar”, luego “ella es así” y al ver el rostro sorprendido de ella supo que la había jodido aún más, pero no se detuvo y la mandó al carajo viéndose tan expuesto apenas aquellas palabras salieron de su boca y ella lo calló, pero ya era muy tarde, porque todo se salía de control, él se hallaba fuera de sí, Helena no se detenía, “machito de mierda, que te has creído, que todas tus amigas estamos ahí solo para que nos trates como culos a la mano cuando te sientes triste, madura, estúpido, ten algo de huevos y afronta la verdad” le dijo ella. Fred cogió el poco aire que pudo, sintió que el sudor se le había helado y al ver los ojos furiosos de ella, sabía a lo que se refería, él mismo se lo había contado, pensó que se vendría en llanto por un instante, que la debilidad  le ganaría, pero fue aun peor.

 Tú con qué autoridad me vienes hablar a mí que madure, porque mejor no le dices a Mario que te coja de una vez, a ver si así dejas de andar dando pena y jodiendo a los demás. Por eso andas amargada, te falta cachar, pero con esa actitud de mierda quien te va a querer, por eso Mario ni te mira. Y ella se quedó muda con una expresión resentida por unos instantes antes de mandarle una sonora bofetada, él apenas la sintió, ya tenía todo el cuerpo adormecido, Mario los separó, lo había escuchado todo, trataba de contener a Helena que no dejaba de soltarle una serie de manazos hundiéndolo cada vez más, como si mantenerse erguido no fuera ya difícil en su estado.

Así que solo huyó de ahí con el rostro escondido, escapó apenas tuvo oportunidad, con cuidado de no resbalar—una vez más—con el piso mojado de cerveza, los vasos rotos que se había traído abajo al cubrirse el rostro, apenas llegó a la escalera trastabilló cuatro escalones torciéndose el pie, arriba todo era oscuridad y los peldaños descendían grises hasta perder consistencia, su rostro ya no tenía facciones, la piel le hormigueaba—Basta, que ya no soporto más toda esta desesperación, el dolor…—cayó tres peldaños más cuando ya se encontraba en el segundo piso y al salir a la calle extendió los brazos hacia las barandas blancas bordeando la plaza, se lanzó al césped pardo y arrojó sobre los arbustos azules, las espinas le arañaron el rostro, el reflujo le quemó la garganta. Nubes negras sobre todo el cielo, tal vez no era de noche, solo era un día muy triste y todo aquel alboroto por nada.

A la mierda Helena, a la mierda Mario y sobre todo Manuel, porque me traicionaste así, Manu, porque no me esperaste como yo lo hice por ti. Nunca te importé en lo más mínimo, y todas aquellas tardes, la vez que nos perdimos (¿o había sido intencional?) y terminamos varados bajo la garua, apenas viéndonos los rostros, yo el de el hombre más fascinante que había conocido en mi vida y tú el de un pobre mocoso que te ofrecía su corazón feo, pero incorrupto como la mayor prueba de entrega que un muchacho podía hacerte. Y tu veías siempre hacia otro lado, a mi no me engañas, siempre lo supiste, solo te hacías el webón—cosa que nunca fuiste—solo no te importaba ¿verdad? Nunca te preocupaste por las noches en las que me dormía fantaseando con el momento en el que termine la escuela y al fin pudiésemos estar juntos, o luego, cuando me enteré de que enseñarías en la universidad San Agustín y te seguí una vez más, y me mirarías, te quedarías allí, observándome desde la catedra, te darías cuenta de todo el tiempo que perdimos por reglas idiotas y el miedo al prejuicio.

Dos chicas gritan histéricas ante lo que había dicho un tipo y al cruzar la avenida diagonal, nuevamente, todo negro, los fierros retorcidos de un portón y un sabor acido en mi boca, seguir caminando, con aquella imagen aun dándome vueltas, consumiéndome poco a poco de adentro hacia afuera. Así que aquél era el sujeto en quien Manu pensaba cuando desviaba la vista hacia la calle, veía la gente en el jirón, claro, pensaba en alguien; estúpido yo que dentro de mi mente cegada por su propia pasión imaginaba su rostro melancólico como solo un gesto plenamente estético—uno inconsciente, por supuesto—, casi trágico allí, con esa tristeza fugaz que perturbaba su usualmente afable trato, aquella amabilidad casi impersonal que me sacaba de quicio. Pero que embelesaba  tanto, con la gracia para levantar la mano y ordenar dos caldos de wantán en el chifa de Mickey, un lugar en Santa Ana al que aun iban como recordando las épocas en las que él trabajaba en la 0041 y yo era aún un estudiante.

La calle entera se onduló como un rizo o era el que había torcido el paso hasta darse contra el muro gris de un edificio, alzo la vista y el centro cívico se elevaba hasta el cielo, enorme el ídolo a oscuras se venía sobre él, era aterradora su grandeza, la perspectiva de la torre allí, cruzando las nubes, hierática junto a él, tan minúsculo y miserable. Quiso gritarle, golpeo sus bases consiente que  no podría tumbarlo, y siguió destrozándose los nudillos allí, regocijándose en su rabia, sintiendo cada herida abriéndose en su manos. Un sujeto bajaba de la avenida hacia a la plaza. “Oiga ¡vaya a su casa!” le dijo el vendedor de caramelos mientras  miraba divertido el espectáculo, él se apoyó exhausto, sumamente cansado, cada musculo, rígido como concreto, ahora se quería fusionar al ídolo, ser parte de él, apoyo el cuerpo entero contra el muro, miró una vez más la torre con sus docenas de ventanas subiendo, piso a  piso, hasta penetrar el cielo siempre chato de la ciudad, así lloró, mirando hacia las nubes levemente iluminadas por los postes de alumbrado, y aquella neblina espectral que a esa hora deambulaba por todas las calles.

 Fred gritó una vez más, hasta donde la garganta le dio, mantuvo aquel grito y el vendedor había desaparecido, ni un auto había en la calle entre la avenida y el jirón que llevaba a la plaza, la misma vía estrecha por donde había llegado dejando sus entrañas y lágrimas como el lamentable rastro de su existencia ilusa. Siguió su camino patichueco hacia las oscuras calles  cruzando la avenida Wilson, luego el rumor de los aboles, gente petrificada, bellas siluetas a contraluz, rostros tan desconsolados que se reconoció en ellos, nuevamente el rumor de las ramas, reja a reja, y adoquines salidos, era tan difícil aquel trayecto—recién se percataba—bajaba casi a rastras, pero se puso de pie, cayó otra vez, pero nuevamente se levantó.

Siempre era igual, todos aquellos años en la universidad, noches bebiendo y fumando hasta darse con aquella dulce sensación que lo acompañaba hasta que el estómago se le salía por la boca y las arcadas lo hacían gemir indefenso encerrado en el baño de su casa, pero vaya que había sido feliz, ver a Manu todas las semanas,  darse el lujo de invitarle un café durante los ratos libres, de cargare los libros en la biblioteca y de comentar las últimas lecturas que había tenido en los largos corredores del edificio. Todo un triste intento por alargar la agonía de lo que fueron sus últimos dos años de la escuela, vaya contradicción, todo un patético intento por no terminar de crecer, de asumir la responsabilidad de la misma sonrisa pendeja que el encantaba  Érica.

Helena estaba en lo cierto, y es que en lo único que se detenía a pensar era en Manuel y como aquella tarde se vio tan entusiasmado en ser su asesor de tesis, pero eso ya no podía ser, porque no iba a tolerar verlo tan feliz sabiendo que ese sujeto era el responsable. Y qué es todo aquel esplendor frente a mis ojos, tantos orbes de luces en plena madrugada, decenas de torres una tras otra rodeando el campo de marte, luces rojas y blancas, los autos pasan y aquellos malnacidos sueltan una serie de groserías que con aquella brisa apenas siento, apenas se me vienen las arcadas nuevamente, respiro fuego, lloro hielo, ambos queman calle abajo, hacia casa de Manuel, porque tenía que decirle que todo había acabado ya, que lo dejaba ser feliz con alguien más, porque simplemente las fuerzas de mi amor se habían agotado, y la destrucción o el amor para mí son lo mismo, pero no lo obligaría seguirme en aquel cursi destino. Hasta que aquellos chalets ruinosos terminaron ya me había quedado completamente seco, y aún faltaban tantas cuadras y mis lágrimas se agotan, ya no puedo ni siquiera restregarle mi rostro empapado porque esta fría garua oculta la miseria de cualquiera.

Ahí anda su fachada ocultándose del vengador sádico, del masoquista violento en el que me he convertido, todas las ventanas oscuras, ya debían dormir ¿lo habría llevado a su casa? Hasta donde entendía vivía en la primera planta de aquel pequeño edifico, y lo más probable es que estuviesen allí acostados en su cama, abrazados desnudos el uno junto al otro. Aquel tipo debía de haber disfrutado de su cuerpo, de haber rodeado con sus brazos su torso, empujado sus labios contra los suyos, entrado en él mientras sus gemidos lo aturdían, sus manos largas y la cintura fina, el cabello largo cayendo hacia atrás, pero yo estaba afuera, soñando, mientras el ahí, durmiendo a su lado. Respiro fuego, lloro sangre…; no, son mis manos magulladas luego de la caída, me acerco cada vez más, una roca en la mano y apenas la veo, solo percibo el tacto rugoso entre mi palma y mis dedos, pronto se ha ido volando sobre el pequeño jardín que separaba la calle de la fachada, el proyectil fue directo contra el cristal, en un instante el silencio de la madrugada se dio de lleno contra los trozos de vidrio cayendo y las luces de la fachada se encendieron, otra piedra más, nuevamente el cristal estalló a medida que ya ni la garua ocultaba mi llanto los gemidos contenidos y el hipo borrachoso, la habitación de Manú—o al menos lo que imaginaba era su habitación—se encendió en amarillo incandescente y hui como un criminal de allí, arrastrando las piernas, reptando hacia al parque donde me oculte como la alimaña que era, como aquel ser grotesco en el que había devenido, me lancé contra el césped y seguí contra los arbustos.

 La ciudad apareció de pronto, el zanjón, aquella horrorosa carretera sumergida como un rio negro llevando muertos bajo él mientras cruzaba el puente sintiendo que viento lo levantaba, lo llevaba consigo, su rabia y arrepentimiento, pero lo dejaba con la desesperación de no reconocerse, de tantos años arrojados hacia el vacío, el rumor de la música que provenía del centro había desaparecido, allí al borde de los distritos aledaños, los comercios cerrados y el cielo oscurecido por los nubarrones espesos, bajo sus pies comenzaban a formarse charcos de agua amarronada, sin embargo el fétido olor parecía no llegar a él, Fred inhalaba desesperado, respiraba mar, casi agua salada en sus pulmones, saboreaba las lágrimas.

Qué había hecho con su vida persiguiendo una ilusión. Todo el tembló ante aquella vedad, su estómago protestó y las piernas le temblaron, quiso caer, iba a irse de frente a la acera, pero continuo sosteniéndose de los portones cerrados, en el cruce apenas se lanzó a la siguiente calle, y así hasta que llegó a aquel puente que llevaba nuevamente al centro, abajo la carretera estaba desierta, el cielo igual, su cuerpo exánime sobre la baranda, ver aquella distancia daba hasta placer, imaginar su rostro borrado por el impacto más aun, el final definitivo de aquel ardor en todo el pecho, la descompensación en su estómago, aquella sensación repulsiva de querer arrancarse la piel de los brazos, matar a ese Fred ingenuo—y al otro idiota de paso— apenas se sostuvo de un poste y hacia equilibrio entre el vacío y la acera, estaba a merced del viento y es que aquella noche anhelaba una tragedia, sintió una vez más el cosquilleo de la garua sobre su nariz, aquel aroma salado de la tristeza, el pecho henchido en aquel glorioso momento antes del salto, era intocable, solo se dejó llevar, ya no había nada más por lo que pelear, había perdido.

— ¿Fred?—lo llamó Arturo desde la acera. Ambos se quedaron observando en silencio reconociendo lo que el otro hacía.

El pequeño muchacho tenía el rostro tan empapado como él, pero su expresión de tristeza inmediatamente cambió al verlo haciendo equilibrio sobre las barandas del puente. Fred sintió la vergüenza sacudirlo, inmediatamente intentó bajar enredándose con sus propias extremidades y yéndose de cara a los pies de Arturo. “¡Carajo!” fue lo único que alcanzó a decir antes de que la sangre fluyéndole de la nariz lo obligase a callar.

Notas finales:

Buen sábado :D


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