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A series of unfortunate rains por CrystalPM

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Londres, otoño 1969


Rizos negros, en eso piensa Gabriel cuando se acuerda de su madre. Una marabunta de rizos de color azabache que caían desordenadamente alrededor de su rostro y que mientras a otras personas les parecería un rasgo salvaje y llamativo a Gabe solo le evocaba un sentimiento de calidez y comodidad. Le encantaba enterrarse en aquellos cabellos por causa de un abrazo. Los mechones le acariciarían el rostro y harían cosquillas en la nariz. 


El niño se llevó una mano a sus propios cabellos, acariciando un mechón negro y enrollándolo distraídamente en su dedo. Aquel cabello era uno de los pocos rasgos que había heredado de su madre, una de las pocas pruebas de que ella había existido. El pequeño frunció el ceño, molesto con su propio pensamiento. Con un sonoro suspiro cerró el libro que había intentado en vano leer aquella mañana y se dedicó a contemplar la vista que le ofrecía la ventana sobre la que se apoyaba.


Aburrido, Croydon era aburrido, una ciudad de paso para los que iban a Londres, un lugar residencial para aquellos que se consideraban lo suficientemente ricos como para poder codearse por tener residencia en el lugar de diversión de la nobleza, un lugar de trabajo para aquellos necios que venían animados por las noticias del crecimiento de la ciudad. << Solo para acabar a las ordenes de gente como el señor Miller >> pensaba el niño. El niño continuó observando el ir y venir de la gente, sin dejar de acariciar con las yemas de los dedos la cubierta del ejemplar que tenía en su regazo. 


Cuando Gabriel sostiene un libro entre sus manos un libro se acuerda de su madre. La visualiza sentada en el suelo, al lado de su cama. Libro en mano abierto de par en par, ella leyéndoselo hasta que el sueño le alcanzaba. La voz de su madre era dulce, suave como si siempre se tratase de un susurro. A veces el pequeño dejaba de prestar atención a lo que decía solo para centrar su atención en el simple sonido de las sílabas saliendo de sus labios. 


—¿En qué piensas? 


La voz femenina le sacó de su ensimismamiento, provocando un espasmo involuntario en Gabriel, que por poco deja caer el libro al suelo. A su lado Eliza Miller le miraba con una mezcla de curiosidad y extrañeza. 


—En nada —contestó el muchacho mientras intenta recobrar la compostura. La niña parece divertida por aquella respuesta.


—Es imposible no pensar en nada —afirmó con un aire de suficiencia que a Gabriel le recordaba demasiado a sí mismo. Gabriel, incapaz de pensar en una respuesta coherente optó por se encogerse de hombros.


Eliza era apenas dos años mayor que él, pero aquella simple diferencia parecía marcar toda la relación de ambos niños desde que se volvieron hermanos. Ella, como mayor, siempre tenía la última palabra, aunque lo hiciese inconscientemente. La niña miró a través de la ventana que hace unos segundos el de rizos negros contemplaba. 


—¿Ves a toda esa gente? Seguro que están esperando a que padre les contrate para la nueva fábrica.


Gabriel, a quién aquella información le importaba menos que saber el color del camisón que utilizaría Molly por las noches, se limitó a asentir, a la espera de que la niña se cansase de estar ahí. No es que la joven le desagradase... es que nadie en Croydon le agrada especialmente. Su salvación llego en forma de otra voz femenina. 


—¿Niños? 


Anne Miller, una mujer alta, de cabellos castaños lisos y mirada neutral, les observaba desde la puerta. A sus brazos cargaba un bulto de telas blancas y encajes, entre los cuales Gabriel sabía que se encontraba el bebe de los Miller —. La comida estará en unos minutos, tenéis que estar listos para ento...¡Eliza, Qué le has hecho a tu vestido! 


La niña dio la vuelta rápidamente, enfrentando a su madre.


—Me caí en el jardín —confesó, incapaz de idear una excusa creíble para los manchurrones verdes que adornaban los bajos de su falda. 


Mientras que la señora Miller se acercaba a su primogénita para iniciar una sarta de regañinas Gabriel aprovechó para escabullirse de la habitación. 


Cuando le regañan en Southwark Gabriel se acuerda de su madre. Ella nunca le regañaba, nunca le levantó la voz. Su madre era todo sonrisas amables; consejos no prohibiciones; peticiones no obligaciones, y aún así siempre conseguía que Gabriel hiciese lo que ella quería.


Bajó los escalones de la gran escalera del vestíbulo intentando pasar lo más desapercibido posible. No pensaba volver a su habitación a intentar arreglar un cabello que no quería ser arreglado sólo por una comida en la que ningún invitado le prestaría atención. 


—Gabriel —La voz que pronuncia su nombre produjo un escalofrío en el pequeño. Alzó la mirada para cruzarla con la del señor Miller, que se encontraba en el rellano de las escalera—. Compórtate debidamente hoy en la cena, muchacho. Quiero presentarte a Mr. Payne, es uno de nuestros principales colaboradores. 


El niño se limitó a asentir, sin dejar mostrar el poco interés que le produce esa presentación.


—Sí, señor Miller 


La mirada de su padre adoptivo se ablandó un poco y Gabriel es consciente del por qué: Al hombre le habría gustado que el pequeño se dirigiese a ellos como padres antes que con un simple señor y señora Miller, pero Gabriel no podía hacer eso. Su madre durante todos estos años había pedido al pequeño Gabe que llamase respetuosamente a su amigo Miller ¿Como podía cambiarlo ahora que ella no estaba?


—¿Estás bien, hijo? —Gabriel fue demasiado lento para esquivar aquella mano grande que se posó sobre su cabeza para acariciarle los cabellos. El pequeño contuvo un puchero, incapaz de admitir que aquel gesto paternal le agradaba.


—Sí, señor Miller. 


El señor Miller dejó caer su mano.


—Pronto comeremos. Mira a ver si todo está listo en el comedor.


El menor asintió rápidamente y de un saltó bajó los pocos escalones que le faltaban, agradecido por poder salir de ahí. 


Cuando Gabriel veía al Mr. Miller se acordaba de su madre. Ella solía sonreír mucho más cuando él les visitaba. Gabriel la recuerda preparándose nerviosamente para su llegada. Siempre se ponía los pendientes dorados que brillaban contra los rizos oscuros.


Al contrario de lo que había prometido, el menor se escabulle a las cocinas de la mansión. Sabe que a ninguno de sus recientes familiares se le ocurriría ir ahí para buscarle. Inconscientes de que el pelinegro se pasaba una gran parte de su tiempo en Southwark entre fogones. El único de aquella casa que conoce su secreto es el pequeño ayudante de cocina, que aquel momento le ha pillado infraganti entrando en el lugar. Gabriel le mira paralizado durante unos segundos. Finalmente, dobla su brazo derecho y alza el dedo indice, este roza sus labios, en el universal gesto de no hacer ruido. El muchacho parece comprender y continua su trabajo ignorando la presencia del único hijo varón de los Miller. 


Cuando Gabriel visitaba la casa de los Miller se acuerda de su madre. La recuerda caminando a través de su propia casa atareada, de vez en cuando cesaba su caminar para dedicarle una sonrisa, una caricia y seguidamente seguir con su trabajo. 


Cuando Gabriel se acuerda de su madre suele acabar llorando. 


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