5 DE OCTUBRE:
TORMENTA ESTIVAL
Quiero comer el rayo quemado en tu hermosura,
la nariz soberana del arrogante rostro,
quiero comer la sombra fugaz de tus pestañas
y hambriento vengo y voy olfateando el crepúsculo
buscándote, buscando tu corazón caliente
como un puma en la soledad de Quitatrúe.
(Pablo Neruda, Soneto XXII).
El quinto día en compañía de Eren llega con este enfrascado en la cocina y tú siendo su víctima.
Como aquella tarde de otoño el cielo decidió teñirse de acero y dejó caer una ligera llovizna, que distorsionó el paisaje frente a los ojos de ambos cuando se hallaban sentados en el porche, el temperamental muchacho demasiado vivo, demasiado ansioso, determinó con la autoridad de sus diecinueve y la seguridad de un ser caprichoso, que era el momento ideal para que horneasen un pastel; un pastel para celebrar sus cinco días conviviendo juntos sin que tú hayas perdido tu limitada paciencia, echándolo de allí.
Y es así como acabas metido en la cocina, obedeciendo órdenes que no comprendes del todo y contemplando como tu limpieza perfecta se convierte en un perfecto desastre, porque con Eren todo siempre es así: demasiado intenso, demasiado caótico. Porque la vida para él se vuelve monótona con la facilidad que escapan los suspiros, y en apenas un cerrar de ojos sus emociones entrechocan y convierte todo en una tormenta estival.
Observándolo hacer a su antojo, recuerdas la primera vez que comieron juntos, no de aquellas en que se sentaban en el porche a comer fresas y beber té con limón los cálidos días de verano, sino la primera vez que Eren llegó hasta ti, una mañana de octubre, tan fracturado como una hoja a punto de desmoronarse y te permitiste, por primera vez, dejarle cruzar el límite de tu privacidad, curando sus heridas y soportando su maltratado corazón; preparándole una comida y oyendo su historia, o aquella parte que se atrevió a contarte, porque a pesar de llevar tres años de conocerse, de rondarse el uno al otro, Eren sigue siendo una maraña de fragmentos dispersos para ti.
Al contemplarlo trabajar tan entusiasmado y concentrado, tan igual y diferente al chico de dieciséis veranos que conociste a tu llegada, comprendes que en todo ese tiempo él ha ido pincelando el cuadro de su vida en medio del blanco lienzo que te presentó la primera vez que se vieron. Un cuadro que aún no acaba y hace que te preguntes si, cuando aquel juego llegue a su fin, podrás saber realmente quien era Eren o lo que deseaba. Si podrás descubrir que parte fuiste tú en su complicada vida.
Trozando chocolate como este te ha pedido, vuelves a pensar en la mañana que marcó un antes y un después entre ustedes; aquel momento exacto en el cual supiste que, pese a haber curado las heridas físicas del chico, no podrías hacer lo mismo con su alma llena de heridas profundas, abiertas y sangrantes; un alma donde prácticamente no quedaba sitio sin daño y la cual te hizo preguntarte, mientras lo abrazabas por primera vez, como se podía sufrir tanto en tan solo dieciséis años. Preguntarte, mientras él te suplicaba que no se lo dijeses a nadie, porque no habías llegado antes a su vida.
Las órdenes de Eren te instan a darte prisa y lo mandas al demonio, ante lo que este ríe. Poco a poco su pastel toma forma, y cuando el trabajo finalmente luce acabado frente a ustedes, no puedes negar que ha valido la pena, aunque tú hayas hecho tan poco y solo te estés colgando de un éxito que no te corresponde.
Deseando ser, aunque sea un poco útil, pones a calentar agua para preparar té; no obstante, en cuanto volteas te encuentras con el mocoso sosteniendo una cucharilla con un trozo de pastel de chocolate frente a tus labios para que pruebes, y a pesar de que no te gustan los dulces y aquello te parece la cosa más ridícula y cursi del mundo, aceptas. El reloj corre en contra a cada nuevo segundo que marca porque cada día es un paso más cerca de despedirse, y sabes que, si no haces aquello ahora, por muy tonto que sea, no lo harás nunca.
No dices nada y solo tragas el bocado, pensando en todas las veces que Eren ha cocinado para ti durante el tiempo que se conocen, y las que lo ha hecho desde que aceptaste aquel romance con fecha de caducidad que no los llevará a ninguna parte. Y por primera vez en sus ojos imposibles asoma una emoción muy diferente a todo lo que has apreciado en ellos antes. Más allá del dolor, de las ansias y el anhelo; más allá de aquella necesidad de estar juntos y poseer que siempre ha imperado entre ambos como una cadena, puedes ver el miedo a lo que vendrá y el dolor de los sueños incumplidos; de todo aquello que ya saben perdido.
—Has sido el primero y él único —te dice con una sonrisa torcida que no alcanza sus ojos y es como cristal hecho añicos; completamente hermoso y doloroso—. Solo aprendí para ti.
Y mientras sirves té para ambos y se sientan frente a frente en la mesa; mientras tu corazón duele al saber que él no ha cocinado para nadie más que no seas tú y lo ha hecho solo porque eres tú, piensas en cómo han llegado a ese punto. Si desde un comienzo Eren supo que no serían un «para siempre», o si, en algún momento, sus sueños de libertad se mezclaron con los de permanencia que tú tanto ansías. Si quizá, de alguna manera, te convertiste en su sueño como él se convirtió en el tuyo, teñido con el paso de las estaciones y los años, nacido con la vigorosidad exuberante del verano y perdiéndose entre el otoño marchito, lleno de colores cálidos y días tristes.
—Dulce —oyes decir a este mientras prueba un pedazo del pastel que ambos han preparado.
—Lo es —es tu respuesta, y sin embargo cuando comes a tu vez, observándolo, resguardando aquel recuerdo en tu memoria como tantos otros, sabes que has mentido.
Jamás algo te ha sabido tan amargo como aquel momento etéreo teñido de despedida, y el cual desaparecerá cuando la tormenta estival finalmente se haya marchado.