Todo el alumnado de Tōō sabe que Aomine Daiki, el jugador estrella del equipo de baloncesto, es amante de los pechos. Grandes, voluptuosos, de esos en los que si se caía de inmediato moría por asfixia. Todo el mundo lo tenía presente, hasta algunos docentes.
Se le veía al joven estrella pasearse hacia la azotea de la escuela con montones de revistas de cierta modelo para hombres, sin importarle que tuviera entrenamientos en la tarde o que ese tipo de artículos estuvieran prohibidos en las instalaciones. ¿Qué le dirían? Si él era quien llevaba la batuta de la mejor escuela en los torneos, perderlo como jugador sería muy tonto.
Por eso hacía lo que quería, y entre esas cosas era faltar a los entrenamientos todos los días.
No fue hasta cierta Winter Cup que dejó a un lado su egoísmo—que más bien se la apartaron a punta de victoria ajena— y empezó a poner un pie en el gimnasio llevándose la mirada asombrada de todos.
La odio en un principio. ¿Por qué le veían así? Él solo quería darles una segunda oportunidad y cerciorarse que no eran tan inútiles como pensaba.
Se volvió a acercar a Momoi, topándose con la sorpresa de que ésta se habían vuelto muy amiga del escolta disculpón al que le robaba comida. Hasta ese entonces no se percató de lo lindo que era. Además de bueno en la cocina también era un chico gentil y amable que sabía jugar muy bien. Fue consciente entonces de que Sakurai, como se llamaba ese chico, siempre estuvo detrás de él apoyándolo como Momoi.
El castaño se tomó la gran responsabilidad de intentar hacerlo ir a practicar, se echaba la culpa si el moreno fallaba en cualquier cosa relacionada al club y, como Momoi le confesó tiempo después, siempre llevaba un bento extra en caso de que él decidiera robarle el suyo.
Sakurai era una buena persona que se preocupó por un idiota como Aomine sin siquiera tener que pedirlo.
¿Por qué tomarse esa libertad de echarse tan pesada carga a los hombros? No lo sabía, pero lo agradecía.
La presencia de Aomine Daiki, el arrogante As de Tōō, se hizo común en la cancha. Se la pasaba hablando con Momoi y Sakurai todo el tiempo, haciendo caso a los superiores solo cuando era estrictamente necesario o cuando Sakurai se lo pedía con esa gentileza que hacía doblegar al moreno.
No tardó en darse cuenta que cayó enamorado del castaño.
En vez de ir a la azotea con sus revistas lo hacía tomado de la mano de Sakurai, quien llevaba sus dos bentos. En vez de saltarse los entrenamientos asistía contento pues saliendo Sakurai y él irían a ver zapatillas o comprar artículos de dibujo. En vez de ignorar órdenes cumplía al pie de la letra cada una si venía de los labios de Sakurai.
Y si había algo que le molestara de Sakurai eran dos cosas, la primera su poca autoestima.
Era cierto que le prestaba poca atención a su alrededor antes de jugar contra Tetsu, pero Aomine debía reconocer que Sakurai como escolta era un buen elemento. Cuando se ponía serio su habilidad en la cancha crecía exponencialmente que si llegaba a pulirla competiría contra su antiguo compañero de secundaria.
Le alcanzaría muchísimo si no fuera porque se sentía poca cosa.
Jamás le habían llegado a molestar tanto sus disculpas sin sentido sobre su incapacidad hasta que se le declaró. Sin rodeos, sin tapujos, Aomine Daiki confesó estar enamorado de un hombre, que además era su compañero de equipo.
Sakurai se hizo menos, se menosprecio y pidió perdón por no ser suficiente.
Ese día declaró que el autoestima de Ryō, su Ryō, se elevarían tan alto que Murasakibara tendría que usar banco para alcanzarla.
La segunda cosa que más le molestaba a Aomine era eso.
Después de hacerse novios—y amenazar al estúpido de Wakamatsu con que no se le acercara a su Ryō, y claro, incluyendo de paso a los demás del equipo— Aomine se tomó la libertad de examinar a su pequeño hongo.
Claro que no lo hizo antes, él era todo un caballero con un ser tan puro como Sakurai. ¿No sería sucio de su parte mirar un cuerpo que aún no era suyo?
Las revistas de Mai quedaron olvidadas debajo de su cama, ya no eran necesarias. Ver el cuerpo de Sakurai en los entrenamientos era mejor que ver hojas plastificadas bajo el atardecer de la azotea.
Después de Tetsu jamás creyó encontrar a un chico más delicado en el mundo.
Ryō era diferente a su antigua sombra. Su cadera era más fina, sus brazos más delgados, su rostro angelical y sus piernas esbeltas. Sakurai era mejor que Tetsu. No, se equivoca, Sakurai era perfecto para él.
Y ahí estaba la molestia, ¿por qué ese voluptuoso y redondo trasero no se encontraba en su cara o pegado a su abdomen?
Una vez Momoi le contó que de todos los hombres el castaño tenía el mejor trasero del club.
No iba a confirmar eso, qué asco verles el trasero a los idiotas de sus compañeros. No, claro que no, él confiaba ciegamente en esa afirmación.
Solo ocupaba esos dos pedazos de carne se pasearan frente a sus ojos y el día sería divino.
El uniforme de la escuela no era lo suficientemente pegado para que se marcara, ni tampoco el uniforme que usa el chico para entrenar. Tendría que hablar con el encargado para que se equivocaran de talla y le mandaran uno más chico a Sakurai.
O mejor no, nadie más que él debía verlo.
La primera vez que se lo vio fue en una de sus salidas, donde Sakurai uso un pantalón caqui tan ajustado con una gabardina negra encima. Sus piernas se veían deliciosas, pero cuando una ráfaga de viento hizo volar la prenda superior se encontró con el paraíso.
Esa trasero debería ser ilegal.
Otro día lo cachó en los vestidores, cambiándose del short deportivo al pantalón escolar. El negro de su bóxer hacía resaltar aún más esos dos bultos. Y cuando se cayó una camisa por accidente y se tuvo que agachar Aomine pidió ser la prenda interior que se apretaba y metía indecente en la intimidad. Total, ya era negro, solo faltaba ser de tela.
Ese día, Aomine Daiki salió con una marca morada en la frente del golpe que se tuvo que dar en la puerta de su casillero por tener pensamientos tan lascivos.
Pero ambos eran jóvenes hormonales y enamorados, un día tenían que sacar todo el deseo guardado.
Gracias a que Sakurai tenía varios amigos en el club de arte se interesó por una de sus actividades semanales: dibujar un rostro masculino. Le pidió si podía hacerlo de él, ya que no conocía rostro más masculino que el de Aomine-san—apodo que le ha pedido muchas veces cambiar por su nombre sin éxito alguno—.
Por supuesto que no le negaría nada su amado hongo.
Así, pues, llegaron a la sola casa del moreno y subieron a su habitación. Sakurai colocó todas las cosas que iba a necesitar en la mesita de noche del chico y empezó a dibujarlo. Sakurai era tan adorable cuando ponía ese rostro serio y se acercaba al suyo cada vez más sin darse cuenta.
Tuvo que robarle un beso, un beso que no pensó que escalaría a más.
Saber cómo es que Sakurai terminó sentado en su regazo, con sus manchadas manos de grafito alrededor de su cuello y sus labios acariciando los propios no le interesaba.
Habían estado compartiendo besos exageradamente húmedos por minutos. Sakurai paseaba sus manos por todo su cuello y acariciaba sus cabellos con tanta dulzura que no se atrevió a bajar las manos de su cintura.
Aunque tenía unas inmensas ganas de apretar las dobladas y esbeltas piernas se detuvo ahí, en espera de una aprobación más decente que la erección de ambos.
Mientras más le besaba Ryō más acercaba su pecho, buscando contacto. Le volvía loco, pero él quería esperar a que se lo dijera.
Por que fue un animal antes, ahora todo un caballero esperaría por su amado.
Sakurai se apartó del beso y mientras manchaba de grafito el lóbulo de la morena oreja con sus dedos cuestionó.
—Aomine-san, ¿no quiere tocarme?
Los achocolatados ojos le veían con deseo, sus labios se fruncían en ese berrinche que muchas veces vio en partidos y sus mejillas, pintadas en un rosa intenso, se inflaban infantilmente.
Las manos le temblaron antes de atacar al tan ansiado trasero de Ryō.
En la vida tocó los pechos de una chica, jamás. Pero ahí, masajeando esos dos grandes bombones calientes, Aomine juró que era mucho mejor el trasero fornido de Sakurai que aquello.
Ni siquiera cabían en sus manos, y eso que eran más grandes del promedio.
Sakurai jadeó y se abrazó del moreno, dándole acceso al blanco cuello que empezó a besar y morder. La intimidad de Sakurai se pegó al contrario, y Aomine se dio el gusto de la vida tocando.
Con las palmas subía ambas nalgas para luego apretarlas y moverlas en direcciones contrarias para terminar en círculos. Repetía la acción y después se movía a las piernas con necesidad, igual apretando.
Sakurai le gemía deliciosamente en el oído, ronca y vulgarmente.
Cuando el castaño empezó a brincarle sobre el miembro Aomine encajó sus dedos en la piel de cada glúteo.
Y en un movimiento tan ágil para ser digno de él, giró a su novio de tal manera en que quedara con el rostro en la cama y el cuerpo alzado solo para él.
Desde esa posición el trasero se veía más redondo, más carnoso.
Con ambas manos masajeó la zona, hundiendo sus pulgares en la unión recordando ese día en los vestidores. ¿Traería los mismos bóxer? Qué importaba, de todos modos, se los quitaría y metería su cabeza ahí.
Pero en vez de hacer eso llevó las caderas hacia él, pegando su miembro erecto con la unión de Sakurai y presumiéndosela. Le sintió mover las caderas en círculo y su miembro se vio estimulado sacándole un gemido ronco de sus labios.
Ryō le vio sonriente, como aquel tipo serio que encestaba triples bajo presión.
Y mientras le vuelve a besar y lo desviste entre jadeos y gemidos llenos de pasión Aomine cree que el trasero de Sakurai es un imán, y que el único que puede ser atraído por él es él mismo.