La segunda carta llegó el martes.
Y ese día, Aomine pisó Too con una molestia evidente en su rostro. Tanto así que cualquiera que caminara a su alrededor se apartaba rápidamente, dejando un gran círculo cerca del moreno para caminar sin hacerle daño a nadie.
Después de la clase de historia de ayer, Sakurai no hizo mención alguna de la carta, irritándolo un poco. Cuando él intentó hablar de ella, Sakurai se disculpaba una y otra vez, exclamando que por favor no dijera nada hasta que él lo hiciera.
Y no podía sacarlo de eso en todo el día.
No durmió bien del coraje, ni por mensajes Ryō le seguía esa conversación.
Parecía pantera enjaulada a punto de brincar a su víctima.
Llegó a clases, saludó a su precioso novio con un beso en los labios, sin importarle que todo el salón se sintiera incomodo, y tomó asiento en su escritorio dispuesto a dormir todo el primer periodo. Ese día no tenían historia, dormir era lo único que haría.
Como dijo Ryō, él podía pasar sin prestar atención.
En el almuerzo se dirigieron a la azotea, como todos los días.
Extrañamente, Momoi no fue con ellos. Su excusa fue que tenía unos asuntos que platicar con Wakamatsu sobre un partido venidero, pero que estaría sin falta mañana.
Patética excusa si le preguntabas a Aomine. Comenzaba a sospecha del tipo de relación que tenían esos dos. Le hubiera preguntado a su amiga, de no ser porque su novio le tomó del brazo y le jaló, ansioso de ir a la azotea con él.
Satsuki se había salvado ese día.
Se sentaron en el lugar de siempre, a un lado de la puerta que daba a las escaleras, sobre la tierna manta que Ryō llevaba para no ensuciar sus uniformes. Él se acomodó, se estiró y bostezó; mientas Sakurai colocaba su obento frente a sus cruzadas piernas.
Desamarró la tela azul y ahí encontró la segunda carta.
El mismo papel y perfume le hicieron sonreír arrogantemente. Tomó la pequeña carta en sus manos y miró al remitente a su costado. Sonrojado y mirando al otro lado, comió uno de los pulpitos que tenía en su obento, ignorándolo por completo.
—Ryō...
Sakurai brincó, pero ni así le dirigió la mirada.
Bufó, antes de abrir la carta.
Sé que a Aomine-san le gusta mucho mi comida, eso me hace muy feliz. Es la primera persona, después de mis padres, que halaga mi cocina y me hace brincar de emoción. Me he dado cuenta, cuando como con usted, que cada bocado que prueba de mis bentos sonríe.
Y su sonrisa es la más hermosa que he visto en mi vida.
Quisiera poder seguirle cocinando, para verlo sonreír por mi culpa.
Perdón por ser tan egoísta.
PD: El almuerzo de hoy es su favorito. Sé que no le gusta el goya, así que no se preocupe por eso, nunca lo verá en su comida.
Sakurai Ryō.
Mirando otra vez a Ryō, lo vio cabizbajo. Usando su flequillo para cubrir el sonrojo que tenía en sus mejillas, obviamente fallando. Sus palillos, sostenidos por su temblorosa mano, abrazaban con fuerza un rollo de huevo y lo guiaban a su boca.
Aomine, sin dejar la carta, aprisionó la mano y redireccionó el rollito de huevo a sus propios labios, robando la comida de Sakurai.
—¡A-Aomine-san!
Disfrutando el puchero de su pareja, finalmente abrió su propio bento.
Una deliciosa, jugosa y e increíblemente apetitosa hamburguesa de teriyaki era lo que Ryō le había puesto de comer ese día. Acompañado de preciosos pulpitos con el entrecejo fruncido y ojos afilados. Si le ponía algo azul encima eran claramente una versión suya en forma de salchicha.
Agarró uno, el más bonito, y volteó al bento de Sakurai tomando uno de los suyos.
—Ja.
Los pulpitos de Ryō tenía una afligida expresión y ojos grandes.
Ante los ojos chocolate, Aomine hizo que ambos pulpitos se besaran antes de besar a su novio.
Ese día, Aomine comió con la sonrisa más enorme del mundo, y Ryō estaba satisfecho e increíblemente rojo.