Huyó como un cobarde.
Él, Aomine Daiki, el jugador estrella de la Generación Milagrosa y del intimidante Instituto Tōō, futuro mejor policía de la ciudad cuando el viejo Nakamura se dignara a presentar sus papeles de jubilación, había huido como alma que la lleva el diablo.
¿Por qué? La respuesta era muy sencilla.
Llevaba semanas haciéndose de la vista gorda e ignorando los cambios físicos de su pareja. Y no se refería a su vientre, que parecía crecer cada mañana. Sino a esos menos evidentes, que si no fuera porque Frijol era tan pequeño y cabía la posibilidad de heredar el delicado cuerpo de Ryō ya habría hecho algo al respecto.
El trasero de Ryō había crecido y se veía deliciosamente peligroso.
De por sí, el castaño ya poseía una retaguardia de los dioses, sus caderas ensanchadas lo volvían sus pantalones más abultados.
Miraba desde el espejo como las gotas del agua que acababa de echarse al rostro caían al lavamanos. Aomine Daiki se manejaba por el instinto, su cabeza era lo último que usaba al tomar decisiones, y durante esos seis meses estaba aprendiendo recién qué era la razón.
Pero, por más que lo intentó, no pudo evitar desviar sus manos y tocar por encima el enorme trasero de Ryō.
Esa mañana pensó en mencionar que el chico debería empezar a comprar ropa para maternidad, o al menos una pijama nueva que no le apretara el cuerpo así. Claro, por la comodidad de su pareja, no porque cada mañana parecía despertar con una erección recordándole su abstinencia autoimpuesta.
Lo del espejo terminó por explotarle las hormonas. Además de indicarle que no era el momento adecuado de mencionar sus tallas extras.
Miren su cutis. Su morena piel, opaca, le gritaba la falta de atención allá abajo.
El trabajo que hizo para bajar su erección no fue suficiente.
Bufó. Secó su rostro y acomodó su uniforme antes de salir directo a la cocina. Ryō ya se hallaba ahí, portando una de sus camisas tal como vestido, cubriéndole por debajo del bóxer por detrás.
Parecía no ser el único que se percató que la ropa ya no le estaba quedando.
Sus ojos vagaron por sus piernas, también con carne extra. Dios, cómo ansiaba apretar esos muslos entre sus miembro y…
—¿Estás mejor? —preguntó, deshaciéndose de esos pensamientos impuros de su mente por su propio bienestar. El castaño se giró a verlo. Aunque sus ojos estuvieran algo rojizos por las lágrimas de antes, parecía estar de un mejor humor.
—¡Sí! Solo que… —su alzado brazo se movió a la alacena superior, en un vano intento de alcanzar los tazones de arroz para el desayuno. Daiki rio por el puchero en sus labios —dejaste los platos muy lejos anoche y tu hijo no me deja alcanzarlos…
—Ese Frijol…
Murmuró divertido, ganándose una mirada de fingido odio por parte del más bajo. Aun así, se acercó a él y bajó los tazones que lavó la noche anterior, aprovechando la cercanía para tomarlo de la cintura y dejarle un beso en su mejilla.
Pese a los pensamientos que seguían divagando por su mente, desayunaron tranquilos. Ninguno de los dos mencionó la conversación frente al espejo y se enfocaron en enlistar sus planes del día. Daiki iría a la comisaría y por la noche haría horas extras, mientras que Ryō se encargaría de la cafetería hasta medio día y después saldría con Kōki de compras.
La cercanía entre el esposo de Akashi y el suyo siempre le pareció extraña, pero ambos estaban cómodos con su amistad. Además creyó que era lo mejor para Ryō el visitar a un amigo nuevo, Tetsu empezaba a ser mala influencia.
—Se está tardando…
Susurró Daiki, mirando el reloj en su muñeca mientras estaba parado en la entrada. Llevaba diez minutos esperándolo, ya que por insistencia de Ryō se adelantó a alistar en lo que él se vestía.
¡Pero no salía de la habitación!
Desesperado, dejó las pertenencias de ambos en el estante y sacó sus zapatos para dirigirse a la habitación.
—Ryō, ¿qué pa...?
Esas cuatro paredes eran un desastre. Montones de pantalones y shorts regados por el piso y encima de la cama, ¡hasta uno estaba colgado en el dichoso espejo!
Y su marido, en medio de la habitación, intentaba subirse a toda costa lo que intuyó era el último pantalón que le quedaba.
Daiki quedó atónito ante la erótica escena. Ryō tomaba el pantalón desde los extremos, subiéndolo. Sin embargo, la prenda se atoraba en el inicio de sus muslos y por más que jalara en vez de ceder solo hacía rebotar la carne de su trasero.
Ryō jadeaba, y lo que era desesperación la retorcida mente de Daiki lo empañó de seducción.
Se quedó en la entrada, boca abierto, entretenido con las nalgas de Ryō subir y bajar.
Cuando el castaño se dio cuenta de su presencia le volteó a ver con sus ojos llorosos, sonrojado y asustado.
—Amor… ¡N-No me queda ningún pantalón!
Daiki se daba cuenta de eso.