Ryō se perdió dentro de esas blancas y estériles paredes.
La espalda de Kazunari abandonando el lugar fue lo último que vio de manera consciente antes de que la epidural puesta por Midorima le empezara a hacer efecto.
Su médico había dicho algo como que por tener un cuerpo tan frágil como el suyo usaría dicho medicamento, y que Tetsuya también era un futuro candidato para ello. O bueno, al menos algo así entendió, la cabeza empezaba a darle vueltas y la vista se volvía tan borrosa por las lágrimas.
El dolor en sus caderas aumentaba con cada segundo, sentía sus huesos moverse a los extremos y su vientre doler tanto que en cualquier momento se desmayaba como Daiki. Menos mal él estaba en una camilla.
Vio los enfermeros moverse de un lado a otro, acomodando los instrumentos que necesitarían después. Kazunari llegó en algún momento, vistiendo un quirúrgico desechable encima de su quirúrgico naranja, que combinaba con el gorro del mismo color con listones verdes que lo fijaban a su cabeza, sin ningún cabello saliendo de él.
Kazunari preparó a Midorima con su quirúrgico desechable, guantes de látex y cubrebocas antes de hacerlo con él mismo. Aunque parecieran que ignoraban los quejidos de Ryō, hacían lo posible por preparase rápidamente y atender su parto.
En algún momento sintió la desnuda mano del azabache aferrarse a la suya. Buscó torpemente la mirada de su amigo, quien le sonrió tranquilizadoramente.
Midorima dio indicaciones y una enfermera le acomodó las piernas en posición ginecológica y le desnudó hasta el vientre, tal y como Kazunari lo había hecho en la habitación.
La epidural ayudó mucho a no sentir los toqueteos del médico en su intimidad, y estaba demasiado ocupado mirando el techo girar para preocuparse por la pena.
—Escúchame bien, Ryō — hizo lo que pudo por corresponderle la mirada —. A partir de ahora, cuando sientas que venga una contracción necesito que pujes, ¿entendiste? —asintió torpemente. Kazunari miró a su esposo confundido.
—Shin-chan, ¿la epidural? —Midorima negó, volviéndose entre las piernas del castaño.
—Aun falta que haga efecto en él para que no necesite pujar, y la cabeza del bebé ya se está asomando.
Ryō no estaba entendiendo cuál era la preocupación en el rostro de su amigo, pero solo le bastó escuchar que su bebé se estaba asomando para saber que algo de dolor podría llevarse con esa experiencia.
Sintió una contracción establecerse en su vientre con más fuerza que antes. Midorima se asomó por sus piernas, indicándole con la mirada que era el momento de pujar. Respiró hondo, Kazunari le colocó a otra mano encima del pecho haciendo una presión guía y se dedicó empujar desde su interior al bebé.
La presión del azabache le ayudaba a desviar toda su fuerza en el vientre.
—¡Tú puedes, Ryō-chan!
Los gritos de apoyo de Kazunari se mezclaban con los de esfuerzo y dolor del castaño. Midorima hacía conteos en cada esfuerzo y Ryō se detenía a la orden del mismo, tomando el aire necesario para la siguiente ronda. Enfermeras a su alrededor estaba al pendiente del paciente, unas anotando en hojas de enfermería y otras ayudando con los instrumentos que el médico les solicitara.
Ryō no supo cuántas veces necesito pujar, cuánto esfuerzo tuvo que hacer ni qué tan adolorida dejó la mano de Kazunari. Solo supo que todo había terminado cuando el intenso dolor abandonó su vientre y un acogedor llanto de un bebé llenó la habitación.
Los lloriqueos del recién nacido eran todo lo que se oía en el cuarto. Incluso los pitidos de una máquina en el fondo de la misma se habían vuelto tan insignificantes a comparación de aquel llamado canto de la vida.
Su inquieta mirada, aun borrosa, buscó al pequeño bebé entre los brazos del personal de salud y lo encontró entre los brazos de su médico y buen amigo. Midorima lo cargaba con tanta dulzura, como si no estuviera bañado de sangre y líquido amniótico o si su cordón umbilical estuviera recién cortado.
Sintió al bebé siendo colocado en su pecho, con su pequeña y delicada cabecita apoyada en su mentón.
No importaba qué tan suco estaba en ese momento, Ryō besó la pequeña cabecita de cabellos castaños con amor. Era tan pequeño, tan delicado, sentía que si lo abrazaba podía lastimarlo al verle tan tranquilo en su pecho como si hacía unos segundo no estuviera llorando a todo pulmón.
Sus débiles dedos acariciaron su cuerpo. Estaba caliente, moviéndose inquieto, vivo. Su bebé estaba entre sus brazos.
Las lágrimas de Ryō se volvieron de alegría. De un amor tan profundo, se sintió volando entre las nubes al tenerlo con él. Su pequeña respiración le llenó de un calor desde su pecho hasta la punta de sus cabellos.
—Bienvenido a casa.
La tierna imagen tuvo que se interrumpida por Midorima, quien entregó el bebé a Kazunari para que lo limpiara y le hicieran los procedimientos correspondientes.
Ryō jamás despegó su mirada del bebé en ningún momento. Kazunari lo colocó en una mesita con una mantita donde lo limpió. Lo pasó por una báscula donde anotó su peso, midió con una cinta partes de su cuerpo y, finalmente, lo envolvió en una cobijita de color azul celeste antes de dejarlo descansar en una cuna provisional mientras Ryō era limpiado y preparado para pasar a su recuperación en una sala aparte.
La epidural al final sí había hecho algo de efecto, ayudándole a soportar el trabajo de expulsión sin tanto dolor.
Midorima dio unas cuántas indicaciones más antes de acompañar a Kazunari junto al bebé. Este, recargado en un mueble cerca a la cuna, miraba al bebé con la misma dulzura que Ryō lo había visto todo ese tiempo.
Su bebé era amado por todos, incluso por el médico de cabellos verdes que se quitaba los lentes para limpiar las lágrimas de sus ojos ante la burlesca risa de su esposo.
—Gracias…
Susurró Ryō, antes de cerrar los ojos por unos segundos.
Estaba inquieto, más inquieto que aquel día de la primera ecografía de Ryō. Su pie se movía de arriba abajo, dando golpes en el suelo, demostrando lo nervioso que estaba. Solo que esa vez nadie podía mirarlo feo por el ruido que hacía.
Su mejilla aun se sentía adormecida y la parte trasera de su cabeza se sentía tan hinchada que había empezado a palpitar del golpe.
Hacía tan solo veinte minutos que su alma regresó al mundo terrenal y se encontró con su cuerpo abandonado en el sofá de la habitación. Le dolía todo, desde el cuerpo hasta la cabeza, pero lo que más le dolía era el corazón por la incertidumbre.
Al despertar lo primero que hizo fue buscar a su honguito, pero lo único que se halló en esa habitación fue una cama desordenada y la soledad de la misma.
¡Se había llevado a su esposo!
Era obvio que se lo llevaron para sacarle el bebé y venderlo en el mercado negro o la Deep web. ¡Era él un policía, sabía de esas cosas! Tenía un contacto en el gobierno que se encargaba de delitos cibernéticos y podía ayudarle a buscar a sus amados por la red profunda, de paso podían deshacerse de esos desgraciados y ser los héroes de la historia…
Estaba a punto de sacar su celular para marcarle al viejo y dar inicio a la cacería de malditos cuando Kagami pasó por la puerta con dos cafés entre sus manos y le ofreció uno de ellos.
—¿Qué haces aquí, Bakagami? —aun mirándole con desagrado, aceptó el horrible café y lo bebió de una después de asegurarse que estaba a buena temperatura.
—Kazunari nos avisó que estaban aquí —él tomó asiento a un costado del moreno, sorbiendo su café con tranquilidad. Daiki pensó que no había escuchado bien.
—¿"Nos"?
Kagami asintió al mismo tiempo que un embarazado Tetsuya entraba a la habitación. El pequeño fantasma era más panza que cuerpo y si no fuera por la situación Daiki se hubiera burlado.
Tetsuya, con toda la calma del mundo, caminó hasta el sofá donde Kagami le ayudó a sentarse. Tras un largo suspiro, miró a Daiki.
—Cualquier tontería que estés pensando, Daiki-kun, detente. Ryō-kun está en el quirófano teniendo al bebé.
—Siempre dices cosas que lastiman con esa cara de póker.
Tetsuya se alzó de hombros. Daiki se hizo chiquito en el sofá. Tuvo la desfachatez de desmayarse y dejar a Ryō solo con los dolores de parto y dando a luz al pequeño Frijol.
Sí, había azotado en el suelo con solo ver la intimidad de su esposo expandirse de una manera obviamente natural. Per estaba seguro que podía soportar estar en el quirófano con su amado, tomarle la mano y ser su apoyo emocional todo el tiempo.
El imbécil de Midorima sería quien viera a su bebé nacer.
La idea le cayó como balde de agua fría y le hizo sentarse en la orilla del sofá, preocupado.
¡Midorima iba verle sus cositas a Ryō y estaría presente en el nacimiento de Frijol!
No sabía cuál era peor.
—Ese tsundere de mierda me las va a pagar.
Después de que los Kagami intercambiaran miradas preguntándose si su mejor amigo había tenido alguna contusión con el golpe del desmayo, lograron iniciar una conversación tranquila con el fin de tranquilizarlo.
Los nervios de Daiki eran evidentes mientras se tocaban temas de la vida de sus amigos y los presentes. La familia Kise habían dejado atrás la atmosfera de amor y calidez que significaba traer a una nueva vida y pasaron a las noches de desvelos y de inestabilidad.
Siendo ellos, podían sobrellevarlo. La relación entre Yukio y Ryōta siempre se balanceó en la poca (o nula) comunicación, ocasionándoles grandes problemas. Daiki recordaba con algo de tristeza como su sola presencia entre ellos lograba afectarlos, sobre todo al azabache gruñón que se volvía incómodamente inseguro y le causaba escenas al rubio.
Creía firmemente que si ellos pudieron con eso, su bebé sería un problema menor.
Los que había pasado al ambiente amoroso que significaba un bebé eran los Midorima. Ahí se enteró que Kazunari, el enfermero que se movía de un lado a otro en esa habitación atendiendo a su esposo, estaba todavía de licencia de maternidad. Cuestionó aquello al fantasma, quien nada sorprendido se hizo a la idea de que el recién parido Kazunari había suspendido ilegalmente aquella licencia para venir a atender de primera mano a su amigo castaño.
Daiki no dijo nada, pero agradeció ese gesto desde lo profundo de su corazón.
—¿Entonces quién cuida al mocoso?
—Kōta-kun —respondió Tetsuya, nuevamente importándole poco.
Se imaginaba al bebé de pocos meses pateando al enfadoso recién nacido de cabellos verdes cazador, tal y como su madre haría.
El embarazo de Tetsuya iba maravillosamente bien. Tenía un mes menos que Ryō, pero parecía estar a punto de ocupar la sala contigua de lo gran que su panza era. Tetsu siempre había sido de cuerpo débil, y le sorprendía muchísimo que estuviera soportando un bebé del animal de Kagami demasiado bien.
La mirada orgullosa del pelirrojo le hirvió la sangre.
Por otro lado, los señores Akashi mantenían la información de su embarazo exclusiva para su círculo social. Había escuchado rumores en televisión sobre el próximo heredero del imperio Akashi, pero su excapitán había movido mar y tierra para que nada se filtrara y Kōki pudiera disfrutar esa etapa con toda la tranquilidad del mundo.
Aunque con la organización de varios Baby Showers todos dudaban que el castaño lo hiciera. Sin embargo, él decía que estar ocupado en algo lo distraía de pensar que pudiera haber complicaciones.
Seijūrō y Masaomi pagarían toda su fortuna para que nada de eso sucediera.
En cuanto a los Murasakibara.
—¿Cómo dices? —preguntó anonadado el moreno, haciéndose del nuevo café que el pelirrojo le extendía. Odiaba el café, pero su cuerpo sentía la necesidad de beberlo.
—Ha tenido problemas de presión y dolores fuera de tiempo —repitió Tetsuya, aceptando el te de manos de su esposo, quien ante la mención de los problemas de su hermano su rostro lució preocupación.
—Midorima lo mandó a reposo absoluto —complementó Kagami —. Dicen que el bebé es demasiado grande para el cuerpo de Tetsuya y que si no se cuida puede llegar a perderlo.
Daiki miró con preocupación a su cabizbajo amigo y sintió la misma tristeza que él. Murasakibara era su amigo desde secundaria, lo conocía bastante bien y sabía que sin contar a Akashi y Kise, era el más emocionado en tener un hijo a quien mimar.
Ante la idea de que Himuro, ahora un Murasakibara también, pudiera tener un aborto, hizo que el cuarto se llenara de tensión y un ambiente lúgubre.
Gracias a Dios no duró mucho. La puerta se abrió, dejando pasar al enfermero azabache amigo de todos.
—Tat-chan estará bien si sigue las indicaciones, Shin-chan está trabajando para programarle una cesárea —comentó cantarín, dejando en claro que había escuchado todo desde atrás de la puerta.
—Qué metiche eres, Kazunari.
El azabache le guiñó un ojo a Kagami, y su risa alivió el ambiente.
Escucharon las llantas de un camilla aproximarse por el pasillo y Kazunari se apartó de la puerta para dejar pasar a los camilleros que traía a un medio demacrado Ryō hasta su cama.
Daiki pegó el brinco desde el sofá, acercándose de inmediato al aun adormilado castaño. Cuanto sus miradas se cruzaron y el moreno se encontró besando su delicada mano, sonrieron.
—¿Cómo estás? ¿Te dolió mucho? ¿Sufriste mucho? —Ryō rio bobamente, disfrutando de las caricias en su cabello con tranquilidad —¿El idiota de Midorima te vio mucho allá abajo? Porque si fue así te juro que lo mataré.
Los presentes se rieron ante la absurda preocupación del moreno. Kazunari despidió al persona y empezó a preparar los medicamentos correspondientes en el suero del castaño y luego los anotó en la hoja de enfermería mientras miraba a los Kagami irónico.
—Lo mismo preguntó Ki-chan —susurró.
La mirada de Daiki pasó por el sudoroso cuerpo de Ryō, notando que su panza se veía ligeramente más chica. ¿No se suponía que estaba en parto? ¿Por qué parecía seguir embarazado?
El castaño, aun sonriendo torpemente, dirigió su mirar a la puerta.
Midorima, ya vistiendo su ropa casual y encima su bata de médico, entraba con una pequeña cuna cubierta con una sábana por encima. Llevó al bebé hasta el lado donde Daiki y Ryō se tomaban de las manos, siendo seguido por los cuatro pares de ojos atentamente.
Los ojos de Aomine parecieron pedirle permiso a Ryō para soltarle la mano e ir a conocer a su bebé, permiso que este se lo concedió con ternura.
Midorima le cedió la cuna, dejándole una advertencia de tener cuidado con el bebé, antes de retirarse junto con los Kagami y su esposo quien ya había acabado con sus notas.
La puerta se cerró cuando las manos temblorosas de Daiki tomaron la sábana y descubrieron la cunita, dejando ver a su precioso hijo.
Una pequeña bolita arrugada de cabellos castaños y piel tan rosada, indicativo de que heredó los genes de su madre. Daiki tuvo miedo de cargarlo. ¿Y sus grandes manos le hacían daño, como todo lo que tocaba? ¿Y si su bebé, ese precioso y adormilado bebé, lloraba al sentirlo?
Tuvo miedo, tuvo ganas de llorar, de besarlo, de abrazarlo y dar toda su vida por él.
El pequeño Frijol se removió cuando una gota de sus lágrimas le pegó en su regordete bracito y abrió los ojos para juzgar a quien lo mojaba mientras dormida plácidamente.
Daiki gimió al ver que sus ojos eran tan azules como los propios.
—H-Hola —murmuró Daiki, con la voz entrecortada y una temblorosa sonrisa. Movió su mano encima del bebé, saludándolo —, soy tu papá, pequeñín.
La garganta le ardía, sentía que podía morir en ese momento y estaría plenamente feliz.
Frijol le miró confundido, analizando con sus aun cieguitos ojos quien era ese ente que se movía encima de él.
—Cárgalo, Daiki —la voz de su esposo le sacó se sus pensamientos. Ryō los miraba a ambos, especialmente al recién nacido, con un profundo amor. Sintió el miedo en los llorosos ojos de su esposo y le sonrió —. Te amaremos, sin importar qué, recuerda.
Cargarlo fue la mejor sensación del mundo. Era un ser frágil, pequeño, pero le hacía sentir tanta fuerza al tenerlo entre sus brazos. Su pequeña cabecita se amoldó perfectamente en su ante codo y el calor de sus brazos le regresó el profundo sueño.
—¿Ves? —dijo Ryō.
Acarició los suaves cabellos de Frijol. Su mano podía abarcar dos de sus cabecitas y todavía sobrarle espacio. Frijol se movía totalmente cómodo ante el calor de su cuerpo.
Las lágrimas corrían por su rostro, pero al sonrisa en él demostraba que era por pura felicidad.
Caminó a Ryō, besando su frente y después sus labios antes de ponerse a su lado, dejando a Frijol en la vista de ambos. Ryō seguía algo débil, pero tuvo la fuerza para pedirle al bebé y colocarlo en su regazo antes de apoyarse en el hombro de su esposo, que seguía acariciando los cabellos castaños del bebé.
—Soy tan feliz con ustedes dos —gimoteó el moreno —. Los cuidaré con toda mi vida, se los prometo.
Ryō, sin mirarle, asintió, creyendo cada una de sus palabras.
Sin dejar de mirar al bebé y acomodarle la sábana en su delicado cuerpo, dijo.
—Desde la Winter Cup que no lloras así, Daiki.