No le gustaba ver a su esposo triste.
Cuando lo conoció, pensó esa sensación de discuto que tuvo al verle casi llorar por un error ajeno era porque le parecía absurdo. ¿Cómo llegar al punto de la congestión nasal solo porque te atribuyes la responsabilidad que no te corresponde?
Cada que el pequeño Sakurai daba reverencias de disculpas tenía que desviar la mirada, porque esa escena le parecía ridícula.
Después comprendió que aquello era solo consecuencia de su poca autoestima, y sintiéndose mal que se la mayoría de las veces las reverencias eran por él se comprometió a no volver hacerlo llorar.
Luego comprendió que su desagrado era más bien porque estaba enamorado y su negro corazón no soportaba verlo sufrir.
Hasta ese punto, se dedicó a que la autoestima de su esposo se elevara hasta los cielos, pasando las nubes. El ahora Aomine Ryō no debía derramar ni una sola lágrima pensando que era un inútil sin propósito en la vida. Pues él se encargaba de iluminar sus días, contrario a lo que su versión de preparatoria decía.
Y su misión estaba intacta, hasta hace poco.
La fuerte autoestima de Ryō se vio afectada por el enjambre de hormonas que venía incluido con el embarazo, y aunque Yoshiki ya se hallara fuera de su bendecido cuerpo parecía que ese estúpido químico no quería rendirse.
El bello Ryō había llorado, se había disculpado como nunca, en las aguas termales que estaban destinadas a calmarlo. Se sintió estúpido por ignorar el obvio rostro de preocupación que tenía camino al lugar, pero pensó que una vez en la caliente agua se tranquilizaría.
Qué equivocado estaba.
Después de aquel día, el Ryō de antes regresó con más fuerza. Había olvidado lo agobiante que era escucharlo disculparse por cualquier cosa. Que si el desayuno no estaba listo cuando él había terminado de arreglarse para el trabajo, que si Yoshiki llevaba un minuto llorando y no fue de inmediato a atenderlo pensando que eso lo molestaría o que la casa estaba hecha un desastre al final del día.
Daiki no encontraba las palabras suficiente para hacerle entender a su inseguro esposo que todo estaba bien, las disculpas acompañadas de lágrimas no eran necesarias.
Perdió la cuenta de cuántos abrazos llevaba en la semana, cuántos besos para calmarlo le dio, cuántas palabras de ánimo salieron de su boca.
Se acostumbró tanto a la tranquilidad de su hogar que olvidó el pequeño gran error de fábrica con el que venía su amado esposo.
—Deja de disculparte por eso, no estoy enojado.
Volvió a decir, por cuarta vez desde que pisó su hogar. Podía ver su casa hecha un desastre a las espaldas de su esposo, quien como todos los días se tomó el tiempo de recibirlo en la entrada, con Yoshiki en brazos.
Solo que, últimamente, siempre lo hacía sollozando y pidiendo perdón con su voz entrecortada. La disculpa de ese día había sido que la cena estaba incompleta.
—¡Lo siento mucho! D-Debes tener mucha hambre y yo no pude acabar de cocinar. Perdóname, Daiki.
Yoshiki sentía que algo estaba mal y, como su madre, pequeñas lágrimas de incomodidad empezaban a salir por sus azules ojos. Daiki suspiró.
—Sabes que no sé cocinar muy bien, pero puedo terminar de hacer la comida —Ryō gimoteó. Daiki reconocía esa mirada muy bien, la de “sigo dándote problemas”. Fue más rápido besando su frente que el sollozo de Ryō al abandonar sus labios —. El único problema que tengo contigo, Ryō es que tu trasero no está en mi cara.
Ignoró el sonrojo de su esposo, aun sin saber muy bien si era por el llanto o su comentario, y fueron a la cocina. Mientras Ryō dejaba a Yoshiki en la pequeña cuna que usaba para ir por toda la casa, indagó en los sartenes para ver qué era lo que debía terminar de preparar.
Faltaba que la sopa de miso diera su hervor y preparar por completo el arroz. Era algo sencillo que hasta la fea de Satsuki podía preparar.
Suponía.
Lavó sus manos y se puso a la obra. Yoshiki estaba más tranquilo, Ryō lo mecía en la cunita para dormirlo. Aunque por el silencio en la cocina, creía que lo hacía para calmarse él.
Sus llantos ya no se oían, pero Daiki podía asegurar que si volteaba seguía llorando.
—¿Cómo se portó hoy? —rompió el silencio, echando el lavado arroz a la arrocera y programándola. La sopa de miso ya había hervido, por lo que apagó el fogón y empezó a servir las porciones de comida para ambos.
—Mejor que su mamá.
Su voz, aunque ya no gemía, sonaba tan apagada y en automático. Jamás le había gustado esa voz. Sirvió las porciones de la cena, omitiendo el arroz que seguía cocinándose, y las colocó en la mesa para mirar a su esposo.
Ryō tenía la mirada perdida en el piso y movía la cuna como robot, sumergido en sus pensamientos. Esos que Daiki quería romper por hacerle daño a su hongo.
Pese a que se arrodilló frente a él, Ryō no se dio cuenta de su presencia, ni de que sus manos habían sido aprisionadas por las del moreno.
—¿Por qué me siento tan inútil, Daiki? —otra vez su voz de quebraba y sus ojos de humedecían —Intento ser lo mejor para Yoshiki, para ti, pero siento que todo lo hago mal. No soy capaz de trabajar, de limpiar, de… —sus labios se apretaron y se contuvo. Las lágrimas volvieron a caer por sus rojas mejillas y, finalmente, sus preciosos ojos chocolate se conectaron con los propios, llenos de miedo —¿Y si llego a hacerle daño a Yoshiki cuando no estás?
La pregunta le asustó. No porque creyera que fuera capaz, sino por lo bajo que su autoestima y amor propio habían caído para hacerle pensar que una persona tan buena como él pudiera hacerle daño a un bebé, a su bebé.
Daiki, con algo de furia que espantó al castaño, jaló las manos de Ryō hasta su rostro, mostrándoselas. Lo sintió temblar, confundido.
—Mira tus manos, amor. ¿Las ves? —Ryō asintió —Son las manos de la persona más pura y dulce de este mundo. Del hombre que llegó a aceptar la peor versión de mí, me cambió para mejor y me hizo cambiar de rumbo. Son las manos de un hombre que se quitaría el pan de su boca para dárselo al más glotón del mundo solo porque dice tener hambre, y no le importaría que se ría en su cara por engañarlo, ya que si lo hizo feliz él está feliz.
Su garganta ardió, su pecho se aceleró y su estómago se revolvió. Quería llorar de la impotencia. ¿Por qué su esposo debía pensar lo peor de sí?
Ryō le miró asombrado, procesando las palabras de salían de su boca.
—Alguien tan bueno cómo tú, Ryō, no sería capaz de dañar ni a su peor enemigo —Daiki llevó las blancas manos hasta su pecho, haciéndole sentir su corazón que latía desenfrenado —. No eres inútil, no eres alguien que lastima a otro ni por accidente. Eres alguien que ama, que cuida, que protege.
Su voz empezaba a temblar, pero no le importó, porque el cuerpo de Ryō se abalanzó a él en un abrazo que lo hizo caer al suelo. Ryō lloraba con tanto dolor que sintió una lágrima resbalar por su mejilla.
Se dedicó a palmear su espalda y besar su frente mientras disculpas eran balbuceadas entre sollozos. Era doloroso oírlo, pero necesario para que se desahogara. Ryō estaba mal, pasaba por momentos difíciles y era su deber como compañero de vida ser su soporte, su pañuelo.
Duraron unos minutos en el suelo. Ryō ya no gimoteaba, simplemente dejaba caer las lágrimas con más tranquilidad. Su ojos volvían a tener su caracteristico brillo, dejando de ser las vacías y depresivas orbes que le recibieron en la entrada.
—No estoy bien, Daiki —y él no pudo estar más de acuerdo. En vez de negarlo, de decirle lo contrario, asintió de acuerdo —. Necesito ayuda.
—Necesitamos los dos, para darle lo mejor a Yoshiki.
Su bonita sonrisa volvía a alumbrar sus días. Ryō se acurrucó en su pecho y como pudo lo alzó en brazos para sentarlo en la mesa, junto con Yoshiki que dormía plácidamente sabiendo que su madre ya estaba mejor.
Daiki sirvió el arroz en las cuencas que después dejó en la mesa y se sentó a comer a un lado de su esposo. Ryō comía lento, pero con una sonrisa en sus rosados labios.
Debía pedirle a Midorima la recomendación para un psicólogo.