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Mengele por KanonxKanon

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Notas del fanfic:

Respuesta al desafío Nevermore.

 

Júpiter x Kamijo

Notas del capitulo:

Bueno, espero que los miembros de Versailles sean conocidos para quien lea el fic, pero por si acaso, acá les dejo una imagen:

 

http://images1.wikia.nocookie.net/__cb20130812143632/visualkei/es/images/5/54/Jupiter_agosto2013.jpg

El del centro es Zin.

Y Kamijo, pues, ¿quién no conoce a Kamijo?

 

http://images5.fanpop.com/image/photos/29900000/Kamijo-World-Official-Photobook-versailles-29937241-800-1131.jpg

I

 

En medio de aquel pasillo no había nada.

Podía ir hacia la izquierda o hacia la derecha, pero nunca lograba llegar hasta el final del corredor; la penumbra empezaba a cargarse sobre mis hombros con mayor densidad y el eco de mis pasos pasaba de ser un ruido que se alejaba gradualmente, a un golpe azotador en mi cabeza, como si alguien caminara dentro de ella al compás de mi andanza. Se suponía que yo no debía ir más lejos, era un lugar prohibido al que solo «Él» podía acceder; pero era un niño curioso y siempre terminaba en aquel sitio que solamente lograba llenarme de ansiedad. El olor putrefacto, ese sabor a cecina que flotaba en aire y que parecía poder ser degustado con solo atrapar el aroma al respirar; ese golpeteo del agua sobre la madera podrida del piso que podía oírse a lo lejos y la luz mortecina de una vela en la lejanía. Cualquiera que fuese el camino que tomara, siempre terminaba en aquel ambiente; pero no era para esperarse menos, después de todo, aquella edificación no era más que una casona sórdida que «Él» usaba de pseudo orfanato.

Terminaba perdiéndome en aquel pasillo; los demás niños advertían que no debía acercarme ahí, pero poco me llegaba a importar y volvía una y otra vez en busca de algo que ni siquiera sabía qué era y, aunque aquello fuera algo inútil, volvía ahí para perderme y gimotear en la oscuridad; pero cuando eso sucedía, podía estar seguro de que él iría por mí, él aparecía siempre para rescatarme: Zin.

Era dos años menor que yo y si lo vieran, se sorprenderían de lo mucho que se parece a mí; quizá, sus rasgos son solo un poco más redondos y femeninos: sus ojos grandes  y azules, esos labios matizados de melocotón y sus mejillas cual almohadillas sonrosadas; sus cabellos eran de  un rubio más claro que el mío, pero igualmente ondulado; y esa sonrisa refulgente que solo él sabía mostrar eran bastas para tranquilizarme. Sí, él era quien siempre terminaba sacándome de aquel pasillo y me ayudaba a regresar a la habitación;  y aunque parezca ridículo que me apoye en un chico menor, no me preocupaba aceptarlo, Zin era todo lo que tenía para aferrarme en aquel execrable lugar.

—Te he dicho que no debemos ir para allá, Kamijo —decía él mientras me jalaba de la mano para guiarme de regreso a la habitación—. El día que te encuentre vagando por ahí, te va a castigar —advirtió con la voz algo trémula y sus deditos apretaron mi mano.

—Vale, lo siento. —Esa era la única respuesta que daba y Zin la aceptaba, aunque después de ya tantas ocasiones, hubiera aceptado que ya no me creyera, pero lo hacía, él lo hacía.

Debíamos avanzar dos pasillos, formando una «L» para alejarnos de aquel corredor en particular; aquellos eran un poco menos lóbregos y más alumbrados, con tan solo algunas lámparas de aceite colocadas estratégicamente para permitir ver por donde pisabas. El eco era el mismo al caminar y el sonido del goteo en alguna parte del sitio podía escucharse desde cualquier punto; está de sobra mencionar que se trataba de una edificación bastante nefanda, pero era el lugar donde debíamos aprender a vivir hasta que «Él» nos lo permitiera.

La habitación —misma que compartíamos con otros cuatro niños— no difería mucho del singular ambiente de los pasillos: era un habitáculo sobrio con cuatro camas —tan juntas que solo dejaban el espacio suficiente para poder bajar de ellas—; Zin y yo dormíamos en una de las que quedaban pegadas a la pared. Las piltras se conformaban de un colchón viejo e incómodo y una sábana áspera y justa para cubrir a cada par que habitaba ahí.

Fue Zin quien empujó la puerta ajada y chillante de la habitación y con tan solo avanzar ambos algunos pasos dentro, ya teníamos la mirada de uno de los otros cuatro chicos sobre nosotros: Masashi —el mayor de todos, contando con catorce años— nos observó desde la cama del fondo, sentado con las piernas contraídas mientras le acariciaba los cabellos a su hermano pequeño que yacía a su lado dormido; eran gemelos, al igual que los otros dos pares de niños que habitaban ahí.

—No sé qué vas a hacer el día que Zin no esté para ir a buscarte —me espetó Masashi antes de tumbarse al lado de su hermano quien se giró para abrazarle. Contraje los labios y la mano de Zin volvió a apretar la mía, incitándome a seguir avanzando.

Subimos a la cama y enseguida me atrajo para acomodarnos como era de su agrado:  yo recargado sobre la pared con las piernas estiradas y Zin descansando su cabeza sobre mi regazo, pidiéndome cariños sobre los cabellos con esa mirada tierna que solo él tenía. El rechinido de las tarimas se fue al quedarnos quietos y la habitación fue invadida por el silencio, siendo este interrumpido ocasionalmente por aquel chapoteo subterráneo que había en los pasillos. Los dedos de mi diestra se deslizaban parsimoniosamente por los sedosos cabellos de Zin y él cerró los ojos gustoso de aquello, emitiendo una respiración tranquila que más bien se asemejaba a un vago ronroneo.

Masashi y su hermano se quedaron quietos y yo deslicé la mirada por la habitación, consolidándola en las dos camas vacías.

«¿Y Yuki?» preguntó una voz lejana dentro de mi cabeza y aunque estuve tentado a cuestionárselo a Masashi, permanecí en silencio sabiendo que por más curiosidad que tuviera, no le dirigiría la palabra; así era eso: yo no hablaba con nadie salvo con Zin, todos los demás podían hablarme, cuestionarme, hasta reñirme, pero a mí nunca me surgía la voz para con ellos, ni siquiera para con «Él» pero eso no me molestaba, lo encontraba «normal» dentro de todo. La otra cama estaba deshabitada desde que yo llegué a ese lugar; Hizaki —en palabras de Zin— sería el dueño de ese lecho, pero a él se lo habían llevado junto con su hermano pequeño desde hace mucho, cuando apenas tendrían unos cuatro o cinco años y a ellos  les tenían a seis puertas de la de aquella habitación, en un sitio al que yo no me había acercado nunca.

«Curiosidad, curiosidad, curiosidad.»

La palabra rebotaba en mi cabeza al igual que aquella gota lejana que chocaba contra el suelo podrido y yo me rendí a ella sin objeciones.

Bajé con cuidado la cabeza de Zin de mis piernas, sustituyendo estas con un almohadón y me arrastré con cuidado, gateando por la cama para bajar de la misma. Zin permaneció inmutable, ni siquiera me fijé si estaba dormido, me dejé llevar por aquel impulso y avancé en sigilosos pasos hasta la puerta; la vi enorme, imponente y parecía hacerse más grande conforme yo elevaba la mirada para contemplarla por completo; di un paso más hacia ella y la escuché rechinar de una manera que me figuró a un llanto distante y lastimero; gemí sin pensarlo,  y con un temor errátil que me hacía tiritar. Estiré mi mano con la intención de abrirla finalmente y un aire gélido acarició mis dedos haciéndome estremecer; un crujido se escuchó desde afuera, trastabillé un paso hacia atrás y me percaté de que la  puerta se estaba abriendo sola.

La estridencia hizo un eco escalofriante en mi cabeza y mi respiración comenzó a acelerarse al momento que mis ojos atisbaron esa sombra que se estiraba por el suelo hasta casi mis pies; arrastré los ojos por el piso, titubeante de llegar hasta la figura dueña del grisáceo contorno:

Mengele.

El tiempo, y todo a mi alrededor pareció haberse congelado.

—Es hora —dijo la enorme figura con una voz similar al sonido que hacia el  agua al chocar contra la madera: lejana, subterránea y áspera, pero lo suficientemente grandilocuente para que todos los demás se pusieran de pie enseguida.

Sentí la mano se Zin envolver una mía, pero no reaccioné enseguida; mis ojos escrutaban el ser alto que se mantenía únicamente de pie bajo el marco de la puerta: era una figura delgada, de una estatura considerable —más aun a los ojos de un niño—, su cuerpo entero parecía ser envuelto por un gas espeso y gris que despedía un aroma similar al de la carne quemada y oscilaba con el de la humedad; sus ojos brillaban bajo los cristales de unos viejos anteojos y una sonrisa torcida parecía estar esculpida en sus labios. Sus dedos largos señalaban el pasillo indicándonos que debíamos avanzar.

Como «Él»  había dicho: era la hora.

Todos los días había una hora en la que salíamos a jugar para «Él» así era como escogía al siguiente que le acompañaría a «aquella habitación» y aunque todos estaban conscientes de ello mostraban una animosidad al avanzar por el pasillo, como si ese juego no les diera miedo sino que, más bien, les emocionara cual enorme y colorido caramelo delante de sus ojos.

El pequeño patio trasero al que fuimos guiados constaba de un tramo de pasto seco y hierba muerta, además no se alcanzaba a ver el límite de este, una neblina parecía cercar  lo suficiente para que solo se apreciara el espacio que usábamos para jugar, y la única planta que aparentaba estar viva era un abedul que bisbiseaba con las ocasionales ráfagas de viento. Ahí, al pie de ese árbol, se encontraba Yuki sosteniendo la mano de su pequeño hermano quien se ubicaba en cuclillas a su lado acariciando a un pequeño ratón, que al escuchar el crujir de nuestros pasos por la hierba salió disparado hacia la espesa neblina.

«Él»  se quedó de pie bajo el marco de la salida; no era necesario que dijera nada o hiciera más, nosotros ya estábamos enterados de lo que seguía y pronto procedimos a ubicarnos; la pequeña y cálida mano de Zin apretaba la mía en todo momento y sus azulinos orbes me decían «no temas» en cada ocasión que los míos los encontraban. No era la primera vez que participaba en aquel juego y sin embargo, seguía sintiendo el mismo pavor de aquella primera ocasión.

Yuki avanzó hacia nosotros y soltó la mano de su hermano para colocarse en medio de la rueda que comenzaba a formarse; Zin cogió la mano de Masashi y a su vez yo tomé la del hermano de Yuki: estaba helada, completamente fría y sus raquíticos dedos acariciaban los míos, los apretaba y pellizcaba como si se tratasen de algo que no había tocado antes y eso provocó que se me erizara la piel. Yuki echó una mirada de soslayo en dirección mía y no supe determinar si me observaba a mí o a su hermano, pero rompió enseguida el contacto visual al cubrirse los ojos con las manos; agachó la cabeza y flectó las piernas hasta acuclillarse. Nuevamente el silencio se hacía presente y era ocasionalmente turbado por el susurro del abedul, cuyas hojas comenzaron a agitarse pese a que el viento había desaparecido.

El crujido de la hierba bajo los pies de Masashi anunció que debíamos iniciar y la rueda que formamos comenzó a moverse en torno a Yuki, quien parecía un pequeño ratón a merced de unos gatos que estaban todavía más asustados que él.

«Juguemos a girar, juguemos a girar

Estás atrapado y no puedes irte

Juguemos a girar, juguemos a girar, el pájaro se encuentra atrapado en la jaula,

¿cuándo la abandonará?

En la noche o el amanecer, la grulla y la tortuga se deslizan para salvarle y caen

¿Quién se encuentra detrás de ti?»

Fue el mismo Masashi quien rompió el silencio de nuevo, entonando la canción del juego y pronto todos la cantábamos al unísono; las voces infantiles invadieron la calma, resonaban como eco en mi cabeza, pero yo no podía escuchar la mía, mis labios se movían pero parecía que mi voz no era lo suficientemente audible. La melodía se repitió un par de veces más, era un verso infantil, que se convertía en  una salmodia, pero que en verdad, solo nosotros sabíamos que  se trataba de una marcha fúnebre interpretada por voces pueriles que reían como si de verdad se divirtieran.

«¿Quién se encuentra detrás de ti?»

La rueda se detuvo y fui yo quien quedó a espaldas de Yuki.

El silencio volvió a gobernar y pude escuchar la agitada respiración de Yuki chocar contra sus manos; pasaron unos largos segundos, un par de minutos que figuraban ser horas y finalmente la voz de Yuki se hizo presente, susurrando un nombre que no era el mío; las risillas burlonas de los demás no tardaron en aparecer, mofándose de él al haber perdido el juego, pero yo, yo me estremecí y mi faz se turbó con una mueca de dolor. La mano cadavérica del hermano de Yuki tembló entre la mía y al echarle un vistazo de reojo, me di cuenta que a espaldas de éste se encontraba «Él» con esa sonrisa torcida, impertérrita y al mismo tiempo tan sardónica.

Yuki se levantó sin decir nada y se apresuró a coger la mano de su hermano; los rostros de ambos se mostraban distantes, cargados con una angustia que logró golpearme el pecho, pero no replicaron en absoluto: avanzaron delante de «Él» tomados de la mano y desaparecieron en la oscuridad del corredor que llevaba dentro de aquella casona. El viento regresó en una momentánea ráfaga gélida que agitó solo mis cabellos.

El juego había terminado.

El camino de regreso a la habitación fue más que silencioso, ni siquiera el eco de nuestros pasos parecía poder turbarlo y cada par parecía estar en su mundo: Masashi abrazaba a su hermano, quien reía por lo bajo a causa de los mimos que le entregaba; Zin jugueteaba con mis dedos y en varias ocasiones sentí sus labios sobre ellos. Cuando llegamos al pasillo de nuestra habitación, me detuve abruptamente, perdiendo la mirada  en el fondo de ese corredor, las caricias de Zin parecían haberse detenido o así me lo pareció, ya que toda mi atención estaba en aquella puerta del final.

—¿Qué sucede? —La voz parsimoniosa de Zin parecía el tintineo dulce de una pequeña campana en medio de un estruendo abrumador y era basta para formarme una pequeña sonrisa.

—Quiero ir allá… —Estiré mi mano libre, señalándole la última puerta del pasaje, esa que había despertado mi curiosidad: la habitación donde se suponía estaba Hizaki.

Por un momento pensé que se negaría, que así como me alejaba del corredor principal, me alejaría de aquel sitio, pero no fue así; asintió ante mi capricho y me indicó que esperáramos hasta que Masashi y su hermano ingresaran a la habitación, para emprender posteriormente nuestro paso hacia la puerta que señalé.

—Hizaki fue el primero en llegar aquí —musitó Zin repentinamente, pero ni eso me obligó a retirar la mirada del actual objetivo—, está ahí desde entonces  y fue con él con quien se inició el juego. Mengele lo eligió como su predilecto desde entonces y por eso está alejado de los demás. —Aquel nombre me hacía estremecer, me llenaba de canguelo y Zin podía decirlo como si nada, cuando yo temblaba de solo escucharlo. Apreté la mano de Zin y él me sonrió con candidez—. Él es diferente —añadió y guardó silencio lo que restaba del camino, siendo entonces cuando una pregunta surgió distante en mi cabeza: Él, Hizaki, ¿era solo era uno?

El ambiente se empezaba a tornar más pesado, parecía que este estaba cargado con mi propio temor y lo dejaba caer sin consideración sobre mis hombros, haciéndome casi arrastrar los pies para seguir avanzando. Al estar a tan solo dos puertas de nuestro objetivo, el aire se impregnó con un hedor repulsivo: parecía haber carne podrida a nuestro alrededor, y eso me causó náuseas y un mohín que turbó mis facciones hasta que comencé a tallar mi nariz buscando deshacerme de ese aroma. Zin, por su parte,  iba tranquilo: su mano maneaba la mía en el aire y a pesar del aroma y demás, su rostro era impenetrable por mueca alguna; mi paso seguía el suyo y lo hizo hasta que su mano jaló de la mía para obligarme a detenerme.

—Aquí es —susurró con el volumen necesario para que le escuchara y con el índice de una mano sobre sus propios labios me indicó que no debía hacer ruido.

Ciertamente, la puerta era diferente a las demás: parecía estar hecha de acero y en  ella —a la altura en la que un adulto vería fácilmente— estaba una especie de gatera con tan solo tres barrotes cruzándole verticalmente; aquel hedor pútrido se había hecho más fuerte y tuve que tallarme la cara y sacudir la cabeza en un intento inútil por deshacerme de aquel aroma que llegué a sentir que saboreaba; volví enseguida a fijar los ojos en la puerta y cuando me volví para mirar a Zin, él ya no estaba. Giré mi rostro en ambas direcciones, buscándole con la mirada pero su pequeña figura parecía haberse desvanecido entre oscuridad que rodeaba el pasillo; no puedo negar que sentí miedo al estar solo frente a esa puerta, pero mi curiosidad era demasiada y pude escuchar el sonido vago de algún movimiento en el interior de aquel cuarto incentivando aún más esta.

No tardé en ubicar un viejo banquillo a unos paso de la puerta y enseguida me dispuse a arrastrarlo, ubicándolo de manera que al trepar pudiese alcanzar esa ventanilla; subí primero uno de mis pies en el asiento del viejo mueble y tanteé que no fuera a romperse al dejar encima todo mi peso; posteriormente trepé por completo, ubicándome de pie en el. Mi rostro quedó lo suficientemente alto para que pudiera observar dentro de la habitación y de haber sabido lo que me encontraría ahí, de haber podido prever la imagen con la que me encontraría… hubiera hecho todo lo posible por amagar mi curiosidad.

Ahí, de espaldas a donde yo observaba, se encontraban un par de seres no más altos de lo que yo era, sus espaldas estaban descubiertas y fue por ello que yo pude observar la enorme incisión en el costado de cada uno y les unía entre sí con un grueso hilo quirúrgico; el filamento atravesaba la carne, desde el comienzo de sus axilas hasta el principio de sus caderas y con la luz mortecina de una pequeña vela al fondo del sitio, pude ver que la pústula había empezado a gangrenar. «Él es diferente» las palabras de Zin volvieron a mi cabeza y justo como había dicho, lo era: ya no eran dos sino uno, «Él» creó siameses de una manera tan cruel que no me cabía en la mente. 

Sentí una horrible mezcla de repulsión y lástima y mis piernas temblaron causando un rechinido del banco donde me ubicaba,  el sonido alertó  a aquel ser que no tardó en virar tan solo una de sus cabezas hacia la puerta y mis ojos por fin se encontraron con los suyos. Los enormes orbes avellana estaban hinchados por el llanto, sus labios sonrosados y torcidos, y esa mueca dolorosa en su rostro me hizo tiritar; como pudo se colocó de pie y se giró hacia mí, soltando gemidos lastimeros al remover aquella putrefacta herida en su cuerpo. Me quedé estático y observé los largos cabellos castaños que caían ondulados por su rostro y hombros, esa tela vieja y rasgada que le cubría y  asemejaba un vestido hecho girones, los moños mal hechos en partes exactas para sostener la pseudo vestimenta y, la cabeza del que era su hermano caída hacia un lado, completamente floja e inerte; retrocedí, asustado, invadido por el pánico, y olvidando que estaba encima del banquillo;  pisé en el vacío rompiendo con mi equilibrio y caí del pequeño mueble, pero antes de llegar al suelo mis ojos fueron capaces de vislumbrar como Hizaki estiraba una mano necesitada hacia mí, mientras sus ojos acuosos me suplicaban ayuda.

La caída no dolió realmente, fue un golpe hueco en mi espalda que solo hizo cimbrar mi cabeza, pero por alguna extraña razón una profunda herida apareció en mi frente y el líquido carmesí que emanaba de ella no tardó en deslizarse por mi sien hasta una mejilla; ni siquiera me tomé el tiempo para levantarme, me giré en el piso para apoyarme sobre mis rodillas y, tan rápido como pude, comencé a gatear de regreso a la habitación. Respiraba muy rápido y la herida de mi frente escocia obligándome a entrecerrar la mirada —una reacción por mera inercia ante el picor— por lo que apenas si logré vislumbrar a tiempo la figura que aparecía delante de mí. Frené abruptamente y al deslizar mis ojos por el contrario, me topé con la penetrante mirada de éste.

«Masashi» no sé si lo dije, no logré escucharme, solo sé que mis labios se movieron y él me miró desde lo alto por un momento antes de dirigirse hacia mí:

—Hay cosas que es mejor no saber, ¿no es así? —No respondí. Apoyé mis manos y me tambaleé un poco antes de ponerme finalmente de pie.

Me tallé con una mano la herida de mi frente y mis dedos se mancharon de la sangre coagulada, misma que ya no tuve oportunidad de limpiar; Masashi me asió enseguida una muñeca y me obligó a caminar a su lado.

«¿A dónde vamos?» nuevamente mis labios se movieron, pero mi voz era inexistente; sin embargo Masashi pareció captar mi pregunta y tras un momento me miró de reojo y bisbiseó:

—Jugaremos de nuevo.

Aquello fue suficiente para poner en alerta mis nervios; traté de retener mis pasos, negándome a continuar avanzando, pero era inútil, seguíamos aproximándonos a la salida de aquel pasillo y cuando estuvimos en esa «T» que se formaba con el corredor principal y con el que daba al patio trasero, Masashi giró en dirección contraria a este último. Mi desconcierto fue aún mayor ante ello, pero mi voz era inaudible para él y fue hasta en ese momento, en el comienzo de mi desesperación, que me pregunté a dónde era que había ido Zin. Comencé a buscarle con la mirada —aun cuando estaba consciente que de estar cerca  ya hubiera interceptado nuestro camino— y pronto, me encontré llamándole una y otra vez.

Era inútil. Las sombras de aquel pasillo parecían haberse llevado todos los sonidos, salvo el de aquel golpeteo de agua que, conforme avanzábamos, se hacía más constante, más fuerte; y entonces, en medio de aquella oscuridad, crujieron unos pasos que se aproximaban a donde estábamos.

Masashi se detuvo abruptamente, soltó mi muñeca y se apresuró a avanzar por el corredor; observé su silueta desaparecer al final de aquel camino, dejándome entonces solo en medio de aquel lúgubre pasillo.

El olor.

Ese hedor comenzó a invadir el aire y yo observé con repulsión el camino de regreso, con esa imagen de Hizaki en mi cabeza; sacudí esta, tratando de borrar al menos aquella escena por un rato y opté por dirigir la mirada a aquella parte del camino que no me había sido posible explorar: el final del pasillo, donde estaba la puerta de aquella habitación donde «Él» siempre estaba.

«Curiosidad, curiosidad, curiosidad.»

Ahí estaba de nuevo esa vocecilla, incitándome hacia aquello que me aterraba pero que, por defecto, me atraía en demasía. Ni siquiera lo pensé, no dudé en comenzar a avanzar, y mis pasos no vacilaban, eran firmes  pese a que no lograba escucharlos; esa pesadez del ambiente sobre mis hombros no tardó en aparecer, y saboreé el sabor amargoso de la cecina en mis labios. Pero aquello no importaba, seguía caminando y aquella luz mortecina, similar al de una pequeña vela hizo su aparición para indicarme que estaba justo delante de la puerta: era enorme, lo doble de lo que yo medía y parecía estar hecha de acero; podía apreciar las huellas del óxido, unos golpes que la habían abollado, pero lo que más me llamó la atención, fue ese número que se encontraba tallado sobre el acero: 5.574.974.

No parecía ser un «trabajo» hecho por quien hiciera la puerta, sino que alguien talló el acero hasta marcar en el ese número; me quedé durante un largo rato observando aquella cifra, que realmente no tenía ningún significado para mí, pero que lograba captar mi completa atención y solo hasta que escuché un  crujido proveniente de tras aquella puerta, me obligué a  reaccionar; deslicé la mirada hasta la vieja y oxidada perilla, dejándola fija en esta por un largo rato; había llegado finalmente  hasta ahí, y Zin no apareció para detener que yo cruzara aquella puerta.

Mi mano asió la perilla y la giró lentamente hasta que el seguro hizo un «click»; el sonido hizo eco en mi cabeza y retiré mi mano, dejando que la puerta se abriera, causando que un prolongado chillido se hiciera presente.

 

II

«Él» estaba justo delante de mí, silencioso, impasible, con esa sonrisa torcida que parecía burlarse y al mismo tiempo compadecerse; me sentí insignificante, un ratoncillo a merced de un mordaz gato, que pareciera estar esperando el momento adecuado para devorarme.

¿Kamijo?

¡Oh! Cuan feliz fui en ese momento que escuché mi nombre con su voz. Me apresuré a entrar en aquella habitación, sin importarme que «Él» estuviera delante, lo pasé de largo y me dispuse a buscar a Zin, pero notoria fue mi decepción al darme cuenta que en aquella habitación no había absolutamente nadie, tan solo un  viejo escritorio sobre donde podía apreciarse aquello que había pensado era una vela,  y que no era más que un charco de cera  y una pequeña flama que se agitaba deseosa de no extinguirse; era todo, no había nada más, solo «Él» y yo en aquella sórdida habitación. Me quedé quieto en medio del sitio y cuando planeaba darme la vuelta para encararle, sentí sus largos dedos oprimir uno de mis hombros; le miré de soslayo y me di cuenta que no me observaba, tan solo me señalaba, con el índice de su otra mano, una furtiva puerta que pasaba desapercibida entre aquella oscuridad.

De repente me sentí embelesado por aquella puerta, de alguna manera me llamaba y no me di cuenta en que momento yo había comenzado a avanzar hacia ella.

La enorme figura de «Él» avanzaba tras de mí, a mi paso y con la misma calma que llevaba; en aquel momento se convirtió en mi sombra y fueron sus dedos largos los que cruzaron sobre mi hombro para abrir aquella puerta. Un escalofrío corrió por mi espalda, como si aquel movimiento suyo hubiera significado que alguien dejaba caer una gota de agua helada sobre mi nuca, y esta se deslizara por la piel caliente de mi espalda, haciéndome estremecer; contuve la respiración, amagando un suspiro que se convirtió en un pesado trago de saliva, preparándome para cualquier cosa que estuviera tras aquella puerta.

¿Kamijo?

Su voz, ahí estaba su voz de nuevo, proveniente del interior de aquel habitáculo; no necesité más para apresurarme a entrar y fue por la rapidez descuidada de mis pasos que no logré frenar cuando la figura de Masashi volvió a aparecer delante de mí; golpeé su pecho y trastabillé un paso hacia atrás pero no caí, la mano de Masashi sostenía firmemente una de mis muñecas y no tardó en llevarme de un jalón al centro de la habitación. Una tintineante bombilla iluminaba el sitio, el cual era carente de cualquier objeto, salvo ese cristal que proveía la mortecina luz. Masashi se acomodó tras de mí y en ese momento que perdí al mirarle de soslayo, otras pequeñas figuras se apresuraron a invadir el lugar: el hermano de Masashi y Yuki, quien llevaba a su hermano pequeño de la mano, formaron un  medio círculo cerca de donde yo estaba.

Mis ojos fueron directo a Yuki y su hermano, me preguntaba qué era lo que pudieron haber pasado en aquel sitio tras perder el juego y fue entonces cuando fijé la mirada en los orbes de cada uno de ellos que me di cuenta: la esclerótica de sus ojos se habían llenado de lo que a mí me parecieron pequeñas venas de un matiz azulino que al llegar al iris se volvía más oscuro, al grado de perderse desde cierto ángulo con el color negro de la pupila; sus parpados inferiores lucían hinchados y yo atribuí eso fácilmente al llanto, ya que sus mejillas brillaban a causa de los vestigios de humedad en ellas. Inevitablemente di un paso hacia atrás, incapaz de digerir tal  imagen y enseguida una mano tomó mi muñeca arrastrándome de nuevo  hacia el pequeño círculo que formaban los demás; era Masashi de nuevo, y la mirada adusta que me dirigió fue suficiente para yo me quedara quieto en el sitio que él así dispuso.

El silencio volvió a invadir la habitación, y esa calma fue disuelta tras unos instantes por el crujido de unos pasos que avanzaban hacia la puerta del sitio; mis ojos fueron enseguida a la entrada y no necesité de mucho tiempo para asimilar la pequeña figura que se adentraba: Zin. Una sonrisa atravesó enseguida mis labios y justo cuando pensaba abalanzarme hacia él, la enorme mano que se posaba en su hombro me obligó a detenerme en seco; «Él» le guiaba al interior y se encargó de llevarle hasta donde estábamos, solo entonces rompió ese escalofriante contacto y se alejó un par de pasos hacia atrás.

—Zin… —musité con cierto alivio al verle y el llevó un índice a sus labios, indicándome con ello que guardara silencio. Así lo hice, me quedé únicamente expectante de Zin y él deslizó la mirada sobre todos, antes de avanzar un poco más, acomodándose en medio de nosotros.

El rostro de Zin lucía tan tranquilo y sus pasos fueron parsimoniosos, hasta su sonrisa se antojaba cálida y ese mirar sereno que mostraba, me lo dedicó enteramente a mí.  Comencé a embargarme de temor y este fue fertilizado cuando Yuki asió mi mano para, finalmente, cerrar la pequeña rueda. El rostro impasible de Zin ya no me calmaba. Si bien seguía siendo la misma sonrisa apacible, los mismos ojos azules y serenos, pero se había vuelto tan tranquilo… tan flemático, que me asustaba.

Los demás comenzaron a girar, con «Él» como nuestro único espectador y Zin tomó su posición enseguida, cubriéndose bien los ojos y acuclillándose en medio del círculo; giraban rítmicamente con sus rostros inexpresivos y sus miradas enfocadas en la nada y de repente, la melodía del juego fue entonada por la voz subterránea y áspera  de «Él»:

 

«Juguemos a girar, juguemos a girar

Estás atrapado y no puedes irte

Juguemos a girar, juguemos a girar, el pájaro se encuentra atrapado en la jaula,

¿cuándo la abandonará?

En la noche o el amanecer, la grulla y la tortuga se deslizan para salvarle y caen…

Había algo completamente diferente; eran las mismas palabras que nosotros solíamos entonar, pero quizá la sensación que «Él» transmitía era la que marcaba una gran diferencia, pero fue justo al final de la pequeña estrofa, que me percaté en dónde era que estaba lo que le hacía diferir:

«Los niños que no pueden morir,

ríen dulcemente

Niño si pierdes  el juego,

no huyas de nosotros, tú eres igual

No escapes o te perderás

Juguemos a girar, juguemos a girar

Juguemos a quién va a morir…

¿Quién se encuentra detrás de ti? »

Las manos que sostenían las mías se alejaron al finalizar aquella estrofa y sin que me diera cuenta, las figuras de los demás niños habían desaparecido, solo estaba yo, delante de Zin quien aún no respondía aquella decisiva pregunta de ese juego infantil. Me quedé observándole y aquel golpeteo de agua volvió a hacerse presente; ese sonido hueco me hizo compañía en la espera y cuando me vi en la necesidad de levantar la mirada, era «Él» quien se encontraba a espaldas de Zin. Una sensación de desesperación me invadió. Quería alertarle, darle alguna señal para que se diera cuenta, pero mis labios solo se abrían y cerraban, no emitían sonido alguno y sentía mi cuerpo tan pesado, casi clavado al suelo que acercarme no era un opción.

Zin sonrió y me percaté de ello porque, sin descubrir sus ojos, elevó el rostro en mi dirección; se quedó así algunos instantes y tras ello, sus labios se abrieron solo para lanzarse al vacío:

—¿Kamijo?

Yo mismo sentí que el piso desaparecía de bajo mis pies, cuando mi nombre salió de sus labios y esa sonrisa torcida de «Él» se ampliaba.

Zin descubrió sus ojos y se puso de pie con calma; aún tenía ese semblante tranquilo — aunque podía asegurar que él estaba consciente de haber perdido el juego — y su mirada serena dio un vistazo de soslayo hacia «Él», quien se inclinó hasta colocar su rostro paralelamente al de Zin; pude ver como sus labios susurraban algo en confidencia para éste y enseguida, Zin avanzó algunos pasos, cerrando la distancia que tenía conmigo; asió mis manos y se acercó tanto, que su frente quedo casi apoyada en la mía; me perdí en sus ojos azules y aunque yo no podía articular palabras audibles, pude escucharle claramente cuando comenzó a hablar:

—¿Nuestro lazo es muy fuerte no, Kamijo? —Asentí, aunque no comprendía del todo sus palabras o el significado de la pregunta—. Él quiere verlo, quiere ver que somos capaces de compartir el sufrimiento del otro aunque no haya un lazo de sangre de por medio. —Un semblante de extrañeza no tardó en invadir mi rostro y Zin acercó el suyo lo suficiente como para dejar un casto y breve beso sobre mis labios—. Mostrémosle, mostrémosle que somos capaces de sentir el dolor del otro… —Sus manos elevaron las mías y las acomodó entorno a su delgado cuello.

Yo no comprendía qué era lo que debía hacer, pero las manos de Zin ejercieron una sutil presión sobre las mías, dejándomelo más que claro; aquello no me cabía en la mente, pero aunque intentara alejarme, él me miraba suplicante.

—Hazlo… —susurró como si rogara y yo cerré con fuerza mis dedos sobre su cuello, obediente de aquella suplica.

Sus parpados comenzaron a caer lánguidamente, pero fue mi garganta la que comenzó a rasparse, fui yo quien empezó a carraspear, a sentir el sofoco, el mareo; esa sensación cercana a la pérdida de consciencia era lo que yo experimentaba al cerrar mis manos sobre el cuello de Zin, pero no era capaz de detenerme…

Zin me sonrió segundos antes de que mi vista se nublara por completo y sentí una vaga caricia sobre mi mejilla derecha, pero no era la cálida mano de Zin, fueron esos dedos largos, cadavéricos y torcidos de «Él» los que se arrastraron por mi rostro antes de que esa asfixia  me llevara al límite. Mis manos perdieron fuerza enseguida  y fui capaz de percibir la voz de Zin entre el silencio:

—¿Quién se encuentra detrás de ti?

El sonido hueco de mi cuerpo chocando contra el piso vino enseguida y la figura de «Él» a mis espaldas fue lo último que logré atisbar antes de perder la consciencia.

III

El aire fresco de una ventana lejana acariciaba mi rostro y los rayos oblicuos del sol atravesaban la delgada cortina, logrando calentar un poco aquella habitación; ya había despertado pero mantenía los ojos cerrados y no había movimiento alguno en mí, salvo el de mi pecho al respirar. Había voces lejanas e intercambiaban palabras tales como: la caída de las escaleras, una contusión en la frente, paranoide, tratamiento, terapia y psicosis; no comprendía del todo aquella vaga conversación, pero me llamaba la atención aquella voz angustiada que pidió estar un momento a solas en aquella habitación. El sonido de unos pasos se hizo presente y poco a poco se hizo más lejano hasta desaparecer por completo; una extraña calma me invadió en aquel momento y fue fertilizada gracias a una cálida mano que acariciaba mis cabellos.

—¿Kamijo? —Aquella voz era diferente de la Zin, pero fue basta para hacerme abrir los ojos.

Una delgada figura se encontraba a mi lado y cuando esa nubosidad del sopor anterior se desvaneció de mis ojos, me encontré con los suyos, enormes y angustiados.

—Teru… —No sé si logró escucharme o no, pero una aliviada sonrisa le apareció en los labios y eso logró  formar una en los míos.

—Tonto… —dijo él y una de sus manos presionó en una de mis mejillas al mismo tiempo que llevaba su frente sobre la mía—. No te volveré a dejar solo… —Gimió y refugió mi cabeza bajo su barbilla.

¿Cuánto tiempo había pasado? El calor de Teru envolviendo mi cuerpo logró confortarme y sentí que me sacaba de un profundo letargo o mejor dicho, de una extraña pesadilla.

—Lo siento… —susurré sin pensarlo y no tardé en envolverle con los brazos, jalándole a que se recostara a mi lado. Mi mentón fue a apoyarse sobre su cabeza y Teru se removió un poco, acurrucándose junto a mí.

—El doctor ha dicho que tendrás que tomar una dosis un poco más fuerte de neurolépticos… —dijo repentinamente y yo fruncí el ceño—. Aunque yo opino que sería mucho mejor que tomaras como es debido las que ya te han recetado… —Su voz se me antojó con el tono de una reprimenda y solo pude asentir—. Dejaste de tomarlas, ¿cierto? —Se levantó con cierto apuro para poder mirarme con un deje acusador y una vez más volví a asentir—. Sabes que eso te controla un poco… ¿por qué lo has hecho?

—Quería verle. —Arrugó la frente y yo esbocé una sonrisa algo culpable.

—¿A quién?

—A Zin…

—Él no existe. —Le miré fijamente tras aquellas palabras y un sonido en mi cabeza me obligó a deslizar la mirada hacia una de las esquinas de aquella habitación. Ahí estaba, de pie, tras el ligero vuelo de la cortina, observándome con esos ojos azules y serenos y dedicándome esa sonrisa suya que tanto me gustaba.

Teru debió haberse percatado de mi falta de atención y presionó mi mejilla izquierda, forzándome a devolverle la mirada; mis ojos se consolidaron de los suyos y con una firmeza, nacida de no sé dónde, musité:

—Para mí sí.

Un semblante angustiado apareció en la faz de ese muchacho de cabellos platas que había sido mi pareja desde hacía ya dos años, mucho antes de que la figura de Zin comenzara a aparecer en mis alucinaciones.

Teru dejó escapar un suspiro de entre sus labios y tras dejarme un cálido beso en la frente, justo sobre esa gasa que resguardaba la lesión de la misma, se incorporó para levantarse de aquella cama.

—Veré que puedo traerte para comer. —Sus pasos dudaron un poco y volvió a verme con preocupación.

—Estaré bien —mascullé y formé una pequeña sonrisa que, a diferencia de mi mirada, era completamente dedicada a él; mis ojos estaban fijos en aquella ventana y en la sombra detrás de aquella cortina—. Ya pasó todo, ve tranquilo.  —Teru suspiró, esta vez  con algo alivio y salió de la habitación dándome un último vistazo del que ya no presté atención.

El ambiente de aquel habitáculo cambió enseguida de que Teru se marchara: esa calma que me hacía sentir tranquilo fue sustituida por una que me hacia estremecer y un aroma rancio comenzó a flotar en el aire; me incorporé lentamente, sentándome en el filo de la cama y cuando mis ojos nuevamente apuntaron hacia la ventana, ahí estaba de nuevo Zin. No decía nada, solo me observaba desde aquel punto, e hizo únicamente eso durante un largo instante; me puse de pie, con la intención de acercarme, pero él se me adelanto con un par de pasos y fue solo hasta entonces que pude vislumbrar la enorme sombra que le seguía: «Él» estaba a sus espaldas y sus huesudas manos se apoyaron en los hombros de Zin haciéndole medio girarse para quedar delante de la ventana.

El sonido de varios crujidos se hizo presente y ese son de las subterráneas gotas de agua, empezó a sonar más constante; pronto me di cuenta que aquella habitación morfaba a ese pasillo anterior al patio trasero de la sórdida casona y la puerta hacia este apareció frente a Zin, quien no tardó en emprender el paso, siendo guiado por «Él». Me apresuré a seguirles, quedándome por un instante delante del marco de aquella salida y fue entonces que atisbé a los demás niños, formando un círculo del que Zin pronto formó parte.

—Es tu turno —dijo y me hizo una seña para que me acercara—. Ven, es hora de que sigamos jugando. —Su sonrisa cálida me hizo dar un paso hacia el frente y enseguida sentí un enorme peso sobre mis hombros; me volví por encima de uno de ellos, percatándome de que «Él» estaba justo a mis espaldas, instándome de que avanzara con una enorme sonrisa bailándole en los labios.

Ni siquiera lo pensé; imité su sonrisa torcida y avancé con cierto apuro hacia aquella salida que, justo al atravesar, emitió el ruido de un cristal al romperse en miles de pedazos.

Un viento áspero me acarició el rostro, formándome varias cortadas sobre la piel y  pude escuchar un desesperado grito en la lejanía acompañado de mi nombre: era la voz de Teru que no paraba de llamarme, pero pronto dejé de escucharla y me acomodé en medio de aquella rueda formada por Zin y los demás, sin volver la vista hacia atrás. Cubrí mis ojos, llevándome antes la imagen del rostro de Zin y cuando la oscuridad finalmente se hizo presente, el sonido hueco y grotesco de los huesos al romperse, retumbó con ganas en mi cabeza.

Todo se convirtió en nada y aquella salmodia infantil dejó solo aquella escalofriante pregunta rebotando en mi cabeza:

«¿Quién se encuentra detrás de ti?»

Giré el rostro con dificultad y cuando descubrí mis ojos, detrás de mí solo se encontraba «Él», cual manto carmesí acunándome sobre el frío del concreto.  

Notas finales:

Bueno, antes de dar las explicaciones correspondientes (?), les agradezco por darse su tiempo para leer y como siempre, esto es para mis mujeres hermosas: mi Flanecito, Buñuelito y Panquesíma ♥

Comenzando por el título y el personaje que lleva el nombre de este dentro de la historia:

Mengele es el apellido de Josef Mengele, un médico de las SS, de reputación infame por sus experimentos inhumanos con prisioneros de campos de concentración en Auschwitz, y algo de mi historia está basado en sus experimentos; no me extenderé mucho sobre él xD pero bien: él fue conocido como “El Ángel de la Muerte”, era un médico sádico que tenía cierta preferencia por experimentar con gemelos; éstos, tenían que soportar sus grotescos experimentos, que iban desde transfusiones de un gemelo a otro, hasta los intentos de Mengele por “fabricar” ojos azules; para ello inyectaba químicos en los ojos de los pacientes, causándoles infecciones y ceguera.

Las situaciones que di a Hizaki y a Yuki, han sido basadas en  esos experimentos, siendo Yuki quien pasara por el cambio de los ojos y Hizaki por el experimento que más traumó mi pura e inocente mente (?): Mengele podía llegar a ser más inhumano todavía, sobre todo en los experimentos que realizaba en bebés (sus sujetos favoritos de estudio). El culmen de su depravación llegó en el momento en que pretendió “crear” siameses: escogió a dos niños gemelos de cuatro años y les “cosió” por la espalda hasta las muñecas y estaban unidos incluso por las venas.

Creo que eso es suficiente para darse una idea de qué clase de sujeto era.

El número de la puerta en donde “experimentaba” es su número que se le dio después de presentar su solicitud para conseguir el doctorado de antropología y el título de médico, estudios que compaginaban con actividades ligadas al partido nazi de Hitler.  

Y bueno, tomando todo eso, mezclándolo con la esquizofrenia paranoide e  inspirándome en la canción Kagome Kagome de Vocaloid, surgió esta historia; espero no se me haya pasado nada D: y todo quedara claro.

Ojala les haya gustado, de nuevo gracias por leer ♥.

Au revoir~.


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