Juntos salimos al pasillo. Yo tras él y él arrastrándome de las esposas como si fuera un perrito.
Le sigo el paso, pero pronto me pierdo por los pasillos, concentrado como estoy en parecer un simple preso.
Su preso.
- ¿Dónde vamos? –le pregunto, cuando me doy cuenta de que estamos saliendo del edificio.
- No me voy a rebajar a llevarte a la enfermería de la cárcel y luego curarte yo allí mismo delante de cualquiera al que se le ocurra mirar.
Me parece bastante lógico, pero aún así no ha respondido a mi pregunta, de modo que insisto.
- ¿Entonces dónde me llevas?
Rivaille parece dudar, pero aún así responde:
- A mi casa. ¿Dónde quieres que te cure lejos de miradas indiscretas, si no es en la privacidad de mi propia casa?
Es una excusa indiscutible.
Pero lo que me preocupa no es que me lleve a su casa, sino cómo me hace sentir ese hecho.
Cualquiera se sentiría intimidado si el capo Levi Rivaille estuviera arrastrándolo por las calles esposado y sin camisa, como voy yo. Pero yo sólo me siento excitado. Tanto que tengo que hacer serios esfuerzos por no sonreír y mantenerme serio. Por fingir que me duelen los tirones de las esposas que se me clavan en la carne de las muñecas.
Intento mantener mi mente en el sitio concentrándome en el poco dolor que siento en las muñecas, pero todos los esfuerzos son vanos porque mi mente calenturienta me hace imaginar que Levi me lleva a su casa para hacerme suyo (posiblemente varias veces y de manera violenta e incansable).
Tales pensamientos (y el dolor, porque el dolor también me excita) provocan que poco a poco mi entrepierna vaya creciendo y termine por apretar contra mi pantalón, pidiendo ayuda.
Gracias a Dios, Rivaille me da la espalda y la poca gente con la que nos cruzamos, aunque sí que nos mira, no se fija en la erección de un pobre chico esposado.
Pronto, sin embargo, llegamos a su casa y me veo obligado a hacer mi mayor esfuerzo para que la erección baje, pensando en cosas horribles relacionadas con titanes.
Conseguido.
Levi me da un empujón dentro de su casa y cierra la puerta tras de sí.
- Vamos al baño –dice-. Ahí es donde tengo el botiquín y podré maniobrar mejor con el agua.
Asiento y espero a que él me tome de nuevo por las esposas y me obligue a seguirlo, pero no lo hace.
Me dirijo tras él al baño. Al parecer ha dejado de lado parte de la violencia que lo acompaña en su día a día cuando ha entrado a su casa.
No puedo evitar empezar a tramar una manera de calentarlo verbalmente. Quiero algo que le enfade. Algo que pueda excitarle.
Mil ideas pasan por mi mente. Podría escapar por la puerta de entrada, pero ¿de qué me serviría eso si donde quiero estar es aquí? También puedo sacar a mi titán, pero de nada serviría eso excepto para matarme, tal vez.
Mi titán. Seguro que es un tema con el que lo puedo mosquear.
Lentamente entro al baño, donde él ya ha empezado a llenar la bañera de agua caliente.
- Me das una brutal paliza por llevar un titán dentro –digo, intentando tentarlo para que se mosquee- y ahora traes la amenaza a tu casa para curar las heridas que tú mismo has abierto.