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La Ciudad de los Muertos por InfernalxAikyo

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Miré mi plato de comida a la mitad y clavé el tenedor en una patata. Estaba comiendo, pero ni siquiera tenía hambre. ¿Cuándo esta vida se había vuelto tan vacía?

   —¡Eh, Branwen! —El trasero de Tadder cayó sentado a mi lado cuando él dio un salto sobre la banca, para acomodarse junto a mí—. ¿Qué tal va la noche?

   —Aburrida —respondí, partiendo la patata en dos y metiéndome una mitad a la boca—. Esto está asqueroso —comenté, con la boca llena. Me gustaban las patatas, pero éstas estaban crudas. Tadder metió sus dedos en mi plato y apartó la otra mitad para comerla.

   —¿Qué dices? No está tan mal —comentó—. La comida que sirve esta gente siempre ha sido igual. Ya sabes, los militares no cocinamos bien.

Me reí.

   —No me metas en el mismo saco que a los demás. Yo al menos sé cocer una maldita patata —dije e hice una mueca de asco—. Ew. Y definitivamente le quito la cáscara a una zanahoria antes de cocinarla.

Él me dio una palmada en la espalda.

   —Peor es nada, hombre.

Me encogí de hombros.

   —Supongo.

Una bandeja se deslizó sobre mi mesa y Francis Singh se sentó frente a nosotros. 

   —Buenas noches, mierdecillas —saludó—. ¿Qué tal está la cena? —preguntó, aparentemente animado. Puse los ojos en blanco y suspiré.

   —Hablando de cosas asquerosas… —dije. Tadder se rió de mi chiste y el imbécil de Francis hizo una mueca de enojo. Cuando él se enfadaba, su ceño se fruncía tanto que las cejas se le juntaban. Era un espectáculo divertidísimo de ver.

   —¿No estás retrasado, Dankworth? — preguntó y tardé algunos segundos en darme cuenta que me estaba hablando a mí. Cuando me enlisté en E.L.L.O.S, lo hice con el apellido de soltera de mi madre. Pocos sabían que realmente era el hijo del bastardo que dirigía nuestro escuadrón, y no estaba dispuesto a que más gente se enterara—. Tu turno comienza en diez minutos y aún no acabas tu plato —dijo y sonrió, como si algo de toda la mierda que soltó fuera realmente gracioso.

   —¿Le informas de sus horarios a todos tus compañeros? —escupí con sarcasmo—. Qué considerado eres, Francis. O no, espera. ¿Sólo es conmigo, ¿no? ¿Te gusta espiarme, Francis? ¿Es eso? ¿Te gusto?

Él frunció el ceño otra vez. Sonreí. 

   —Jódete —siseó.

   —Lo mismo digo.

Francis dio un golpe sobre la mesa y se levantó.

   —Bueno… —dijo, serio y con voz neutra, pero enseguida sonrió—. Deberías apresurarte o los prisioneros van a quedarse sin niñera. Ya imagino el caos que armarán si se dieran cuenta que no hay nadie vigilándolos —continuó, burlándose—. Porque claro, asumo que es un trabajo muy complicado, ¿no?

Me crucé de brazos.

   —No, la verdad —contesté—. Lo uso como tiempo de descanso.

   —Sí, debes estar muy cansado —rodó los ojos—. Dejarte follar por el médico te debe dejar exhausto —siseó. Me levanté de golpe cuando escuché esas palabras.

   —¿¡Qué mierda estás diciendo!?

   —Eh, Branwen. Calma —Tadder me tironeó de la chaqueta, para que volviera a mi lugar, pero no le hice caso—. Sabes que es un imbécil, no gastes palabras tratando de razonar con él.

   —Los vi el otro día mientras sacábamos a uno de los prisioneros —continuó Francis—. Y entonces me di cuenta que ambos son muy amigos, siempre se les ve juntos. Anda, Dankworth. ¿Te acuestas con él, ¿verdad? —rió.

   —No tengo nada con Maximus —respondí, intentando controlar la rabia en mi voz. Nos movíamos con cuidado, hacíamos todo en secreto. No había forma en que este idiota se haya enterado, de ninguna manera. Tenía que bajarle los humos a sus suposiciones—. Sólo somos buenos amigos. A diferencia de ti, sé relacionarme con el resto.

   —¿Buenos amigos, ¿eh? ¿Te contó tu buen amigo que le inyectó dos veces la dosis recomendada al último chico que ingresó?

Me encogí de hombros.

   —Claro, pero el chico está bien así que eso no importa.

   —¿Bien? —rió él—. ¿Desde hace cuánto que no bajas a los calabozos? 

Alcé una ceja.

   —Dos días —contesté, sintiéndome ligeramente incómodo. Miré el reloj colgado en la pared y vi la hora. Ya era tarde—. Debo irme —palmeé el hombreo de Tadder como señal de despedida—. Mi trabajo de niñera me espera —me burlé. 

   —Eso es, fuera de aquí —balbuceó Singh, mientras yo me dirigía hacia la puerta. Levanté el dedo corazón y no volteé hacia él:

   —La próxima vez te patearé el culo —gruñí. 

Me detuve cuando llegué al umbral de la puerta del comedor y sentí un vuelco en el estómago. Por el pasillo, dos hombres llevaban de vuelta a los calabozos a uno de los prisioneros, justamente del que habíamos estado hablando. El chico apenas estaba consciente y lo llevaban arrastrando de los brazos. No estaba luchando, a diferencia del espectáculo que montó en el camión y la última vez que lo vi, ni siquiera parecía resistirse. Pasó frente a mí, a medio vestir y todo magullado; su labio inferior estaba roto y sangraba, su rostro estaba lleno de hematomas y pude distinguir rastros de sangre cayendo por sus tobillos desnudos. Ni siquiera le habían limpiado.

Corrí la vista y la dirigí hacia el despacho de Cuervo. Esto debía ser obra suya.

Maldito bastardo.

Esperé que avanzaran y caminé tras ellos, siguiéndoles sin decir una palabra. Nos dirigíamos al mismo lugar, después de todo.

Bajamos las escaleras y el horrible pasillo de los calabozos nos recibió. Vi a mis compañeros abrir una de las puertas de hierro y lanzar al chico adentro, sin miramientos. Iba a pasar de ellos para dirigirme a la habitación donde realizábamos los cambios de turnos, pero me los topé de frente.

   —Eh, Dankworth. ¿Estabas aquí? —preguntó uno de ellos, mientras cerraba la puerta.

   —Tengo turno —me encogí de hombros y miré por sobre su espalda para ver la luz ya apagada en la habitación—. Creo que llego tarde, el otro ya se fue.

El hombre miró el reloj que estaba colgado en la pared a mis espaldas.

   —Cinco minutos tarde, para ser exactos —comentó y, con su cabeza, hizo un gesto para apuntar hacia la puerta cerrada del calabozo—. El chico nuevo es un escandaloso, ten cuidado.

   —Ni me lo digas —sonreí—. Me mordió cuando lo capturamos.

   —¡No jodas! —se rió y me acarició el hombro en señal de apoyo y, enseguida, se me acercó un poco para susurrar—: Creo que es el nuevo favorito de Cuervo —dijo—. Así que cuida de que no se mate como el último.

Me estremecí. Hasta hace una semana Cuervo tenía otro favorito; un chico de unos quince años que no soportó las torturas de ese maldito y se quitó la vida. Le robó el arma a uno de los guardias y se disparó. Bien por él. Al final, había logrado librarse de Alger.

Pero algo me dijo que el nuevo chico no sería capaz de hacer una estupidez tan valiente como esa. Fue sólo una corazonada.

   —Lo haré —dije.

   —Bien. Que tengas una buena noche, Dankworth. Te veo mañana —El hombre me dio un par de palmadas en la espalda y se alejó—. ¡Vámonos! —le gritó a su compañero—. Muero de hambre.

Caminé hasta la habitación, encendí la luz y busqué un rifle para dejarlo colgando de mi hombro. Jamás había tenido que usarlo y no creía que fuera necesario hacerlo esta vez, pero cargar un peso extra mientras patrullaba de un lado para el otro me ayudaba a mantenerme despierto.

Salí de la habitación y miré la hora en el reloj de plástico barato que colgaba en la pared. El puntero acababa de pasar la media noche. Nadie más vendría a molestar por hoy. Caminé un rato, en silencio, a lo largo de todo el pasillo de los calabozos. En esos momentos teníamos casi dos celdas llenas e intenté visualizar a cuántos más lograríamos atrapar de aquí a fin de mes y cuántos más quedarían vivos de aquí a cuatro semanas. Era un ejercicio mental divertido, existían muchos factores que influían y algunas veces nos topábamos con casos sorprendentes, como el del chico que resistió la doble dosis de droga. Si por celda había entre diez y quince prisioneros, y si manteníamos el ritmo que habíamos llevado a hasta ahora, antes de que terminara este mes deberíamos tener al menos unas treinta y cinco o cuarenta personas. ¿Pero cuántos iban a sobrevivir? Hasta ahora, cuatro se habían suicidado, cinco habían muerto de hambre, tres por deshidratación y cuatro no habían soportado las torturas. Sin contar la cantidad de hombres y mujeres que no lograron pasar la primera prueba; esa donde Wolfang les inyecta todas esas mierdas que él crea.

«Veintisiete, de aquí a cuatro semanas. Y estoy siendo optimista»

Me distraje cuando oí a alguien llorar.

Este pasillo era una clase de “corredor de los lamentos”. Todos los días, a todas las malditas horas, se oía gente llorar y gritar; algunos porque extrañaban su antigua vida, otros lo hacían por el dolor, otros simplemente porque era lo único que podían hacer encerrados en esas cuatro paredes. Pasearse por este lugar era semejante a deambular por la casa embrujada de un parque de atracciones, podías oír toda clase de sufrimiento, de todos los matices y tonos. Y ya los conocía de memoria, y siempre jodían mi maldito humor.

   —Silencio ahí dentro —ordené, dando dos golpes en la puerta de hierro con mi rifle. Inmediatamente al menos la mitad del ruido cesó. Pero todavía pude oír a algunos maricones quejándose como señoritas—. ¡Silencio! —grité, más alto.

Disfruté de tres o cuatro segundos de afonía total. Hasta que un sollozo ahogado la rompió.

Busqué la llave en mi chaqueta y abrí la puerta. Encendí la luz.

   —¿Quién? —pregunté, recorriendo con la mirada a todos esos pobres diablos que estaban repartidos por el interior de la celda, abrazados a sus rodillas y temblando por el frío—. ¿Quién es el mariquita?

Las miradas me apuntaron a un sólo hombre. Era el chico escandaloso, el que me mordió y resistió la doble dosis de Wolfang. Me metí en la celda, lo cogí de un brazo y lo saqué de ahí. Cerré la puerta tras nosotros y le empujé contra ella, quizás con demasiada fuerza.

   —¿Puedes dejar de llorar? —gruñí en voz baja. Si alguien nos oía ahí, él no iba a ser el único castigado—. Me tienes con dolor de cabeza.

   —L-L-Lo sien… —balbuceó, sus labios temblaban y apenas podía hablar.

   —L-L-Lo siento —remedé, burlándome de él—. No puedes sentir las cosas en este lugar —le miré de arriba abajo. Estaba tan deshecho como hace un rato, sólo que ahora tenía los ojos rojos por las lágrimas. ¿Este era el mismo chico que gritó, golpeó y pataleó con tal de liberarse de nosotros? ¿El mismo al que vi clavando las uñas en el suelo con tal de que no se lo llevaran? ¿El mismo que vomitó el exceso de droga en un instintivo esfuerzo por salvarse?

Me pregunté qué demonios hizo Cuervo para romper toda esa resistencia en tan sólo esos dos días que llevaba despierto.

«¿Qué te hizo?»

   —Ven… —lo tomé del brazo y lo traje conmigo hasta la habitación donde realizábamos los cambios de turnos. Él se dejó llevar en silencio y varias veces tuve que bajar el ritmo de mis pies, porque él no podía caminar bien. Cojeaba, y comencé a hacerme una idea del porqué. Abrí la puerta y encendí la luz otra vez—. Siéntate —le ordené, dejándole en la única silla que había en esa habitación. También había una camilla, pero solíamos tumbarnos ahí si la noche estaba muy tranquila y no me interesaba mancharla con su ropa ensangrentada.

   —¿Q-Qué vas a…? —intentó decir. La voz le temblaba, casi podía oír su garganta castañeando por el miedo y las lágrimas que tan sólo hace poco había dejado de llorar.

   —No voy a lastimarte. No si dejas de lloriquear.

Le oí respirar profundamente, intentando calmarse. Tomé mi máquina de tatuajes que siempre estaba cerca de mí, la conecté y la encendí. Su respiración volvió agitarse en cuánto la vio.

   —¿E-Eso es una máquina para tatuar? —preguntó. Idiota.

   —No me digas, Einstein.

   —¿Qué harás con eso?

   —¿Puedes adivinarlo, cerebrito? —me burlé y me acerqué a él—. Vamos, quítate la camiseta.

Sus ojos, unos impactantes ojos azules como el maldito océano ártico, se abrieron enormemente y me miraron llenos de horror. 

   —¿¡Q-Qué!? —titubeó y vi cómo sus rodillas comenzaron a temblar también. ¿Qué es lo que había pasado con él durante estos dos días para que me temiera de esa forma?—. No…

   —Quítatela —insistí y encarné una ceja—. Dije que no voy a hacerte daño —le miré a los ojos, lo hice para que entendiera que no estaba mintiendo. No estaba interesado en maltratar a un pobre chico que apenas podía mantenerse en pie y que parecía estar a punto de mearse encima.

Él pareció comprenderme.

   —Está bien… —accedió y, con dificultad, alzó los brazos sobre su cabeza para quitase la camiseta.

Tuve una sensación extraña y repulsiva, una especie de nudo en el estómago cuando vi su torso desnudo. Tres días, tan sólo habían pasado tres días desde que despertó, pero la cantidad de moretones y heridas que cubrían su pecho y brazos era como si él hubiese estado meses enteros aquí. Conocía esas manchas moradas con bordes verdosos, conocía esas heridas aún con sangre pegada a la piel. Sabía perfectamente quién había creado la imagen que tenía delante de mí. La había visto un millón de veces frente al espejo durante mi adolescencia.

Noté también la marca enrojecida de unos dientes en su cuello y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Estuve a punto de cubrirme la boca, pero detuve mi mano a mitad de camino y la dejé suelta a mi costado.

   —¿Cuervo te hizo todo esto? —pregunté. Él asintió con la cabeza. Apagué la máquina, la dejé a un lado y me acerqué un poco más a él—. ¿Qué tan mal estás? —Sus ojos azules parecieron brillar por culpa de unas lágrimas que no me interesaba ver—. Hace un rato, vi que te sangraba un tobillo. Puedo traerte vendas y…

   —N-No es…no es el tobillo —interrumpió él y me sentí helado. Lo entendí de inmediato.

¿En tan sólo tres días? ¿Ese cerdo le había violado hasta romperlo en tan sólo tres días?

Me pregunté si sería muy arriesgado de mi parte llevarlo con Wolfang. No, ni hablar. Él era un indolente. Más que yo.

Le dejé y busqué el botiquín que guardábamos en esa habitación para algún caso de emergencia, no sabía si esta era o no una urgencia, pero ya estaba metido en este enredo. Además, mientras rebuscaba entre los cajones, reconocí en mí cierta satisfacción en llevarle la contra a mi padre, en reponer lo que él había roto, en ayudar a ese chico a sobrevivir. Si Cuervo se había encaprichado con él, quizás yo podía hacerle un poco más difícil el trabajo de destruir a este chico. Aunque fuese sólo por esta vez.

   —Toma —dejé el botiquín en sus manos—. Límpiate y cura esas heridas —No sé muy bien por qué volteé para no mirarle, quizás porque imaginé que sería incómodo para alguien limpiar los rastros de sexo brutal y forzoso delante de otra persona. No oí movimiento—. Vamos, ¿qué esperas?

   —G-Gracias… —dijo—. De verdad, yo…

   —Sí, sí, apresúrate —interrumpí. 

   —Sí. Lo siento.

Le oí despojarse del resto de su ropa y le oí quejarse cuando la sangre, que seguramente debía estar pegada a sus pantalones, tiró de su piel cuando él intentó quitárselos. Escuché el ruido que hacían sus manos, temblorosas, buscando los implementos en el botiquín, tiritaban tanto que el ruido torpe de sus dedos me puso nervioso y estuve a punto de voltear hacia él para ayudarle, pero no lo hice.

   —¿Cómo te llamas? —preguntó, y oí su respiración agitándose cuando seguramente vertió desinfectante sobre alguna de sus heridas. Ahogó en gemido.

   —Eso no importa.

   —Me gustaría saber el nombre de la única persona que ha sido amable conmigo en este lugar… —dijo él—. Y de paso, disculparme por haberle mordido.

Intenté contener la risa. ¿Modales dentro de este basurero? Eso era ridículo.

  —Tu placa lleva una «D» —continuó él y se quejó en voz baja otra vez—. ¿D-Dante?

   —No estoy siendo amable —le corté—. No pienses que encontraste un aliado en este lugar, o que voy a ayudarte a salir de aquí. Sólo quería que dejaras de llorar.

   —¿Demian? —Él ignoró olímpicamente mis palabras.  

   —Dankworth —volteé hacia él—. Es mi apelli… —callé. Todavía estaba desnudo y se cubrió las partes nobles instintivamente cuando me vio mirándole. Volteé otra vez—. Apellido —terminé. Tenía quemaduras de cigarrillo en ambas piernas y un corte, seguramente hecho con una navaja, le cruzaba gran parte del muslo. También noté que una de sus rodillas estaba muy inflamada e inmediatamente supuse una lesión más grave. El daño era más grande del que creí en un principio.

   —Lo lamento, Dankworth.

   —¿Acabaste?

Escuché el sonido de la ropa subiendo por su cuerpo nuevamente.

   —Creo que sí.

Cuando volteé otra vez hacia él, él estaba mucho más limpio; los rastros de sangre en su rostro casi ya no estaban y, por consecuencia, los moretones y demás marcas se veían con más claridad. De entre todas esas heridas recientemente hechas, había una que destacaba demasiado, y eso me molestó, porque era como una maldita estampilla, como un recordatorio que había dejado el bastardo de Cuervo para que todo el mundo lo viera.  

Tomé la máquina otra vez y la encendí. Le hice una seña, para que tomara asiento otra vez.

   —No te muevas —le ordené y me acerqué a él. Le tomé del cabello para inclinar su cabeza hacia un lado—. Voy a tatuarte algo.

   —¿P-Por qué estás…?

   —Shhh… guarda silencio o vas a desconcentrarme.

Él hizo caso y se mantuvo así, quieto y callado. No tenía idea de qué estaba haciendo y mucho menos qué iba a dibujar sobre esa mordedura que estaba seguro tenía las marcas de los dientes de Alger. Cerré los ojos y busqué algo, cualquier cosa. La imagen de un escorpión relampagueó en mi cabeza. 

Comencé a tatuarlo sin titubear. Un escorpión iba a verse perfecto en ese cuello.

Se estremeció y apretó los puños.

   —¿Duele? —pregunté.

   —No.

   —Dicen que duele un montón —sonreí, porque me hizo gracia verle intentando contener el malestar—. El cuello es una zona difícil de tatuar, es muy sensible y la piel allí es muy delicada —clavé la aguja con un poco más de fuerza y el chico intentó ahogar un gemido—. Deberías sentir como si te estuviera taladrando directamente el músculo.

   —Creí que intentabas matarme —bromeó.

Me reí. Y no quise decírselo, pero él lo estaba soportando mejor que mucho de los maricas de mis compañeros. Ambos nos mantuvimos en silencio por varios minutos después de eso, yo no quería hablar y supuse que él tampoco podría hacerlo si estaba intentando contener el dolor. A pesar de que me gusta tatuar, jamás yo me había dibujado algo, así que era bastante ajeno al dolor que mi aguja podía causar. Sobre todo y considerando que, cada vez que algo puntiagudo tocaba mi piel, provocaba el efecto contrario del que debería. Pero, aun así, luego de eso, intenté ser más suave. De alguna forma, ese chico había logrado caerme bien. No iba a romperlo más de lo que ya le había roto mi padre.

Mientras trazaba líneas y curvas sobre su cuello, sufrí una especie de epifanía; imaginé símbolos y tribales en sus brazos, una frase en cursiva en el borde de su espalda y la cabeza de un león en su pierna izquierda. Fueron imágenes que azotaron mi cabeza y dispararon mi pulso, por alguna razón. Me imaginé a mí mismo pintando todas esas figuras y sombras sobre la piel desnuda.

Me imaginé cubriendo todas y cada una de las heridas de ese chico.

   —¿Q-Qué pasa? —Su voz interrumpió la extraña fantasía. Volví a la realidad.

   —¿Qué pasa con qué?

   —Dejaste tu mano quieta.

  —Uh, yo… estaba pensando —volví a mi trabajo y él se estremeció cuando la aguja tocó su cuello otra vez—. Estaba pensando en que, desde ahora, cada vez que tengas una herida me llamarás y yo te la cubriré. Sólo tienes tocar tres veces la puerta cuando me necesites —dije. Sus manos temblorosas se tensaron sobre sus muslos y yo me detuve cuando sus hombros se sacudieron de arriba abajo. Los músculos de su espalda también se tensaron. 

   —¿Por qué haces esto? —preguntó y, por su voz, noté que estaba a punto de romper en llanto de nuevo.

   —No lo sé —contesté—. Y no importa realmente. Sólo es algo que acaba de nacerme

Una lágrima cayó sobre la piel desgarrada de sus puños cerrados.

   —Gracias.

Decidí no volver a abrir la boca hasta ver terminado mi trabajo y me concentré en el escorpión, que ya comenzaba a tomar forma. Nunca realizo dos tatuajes iguales, así que supe que ese sería el único y el último arácnido con esas características que dibujaría en mi vida; de tenazas gruesas y un aguijón prominente, que en mi cabeza imaginé vivo y cargado de veneno, una cola enroscada y de patas puntiagudas. Por los próximos veinte o treinta minutos sólo me centré en la tinta y en la piel rojiza, que ya había comenzado a sangrar ligeramente. Y ese chico se mantuvo inerte como una estatua y en completo silencio, hasta que finalicé.

 A veces, agradecía esa clase de silencios en las personas a las que tatuaba.

   —Está listo —dije, pasando una toalla húmeda sobre el diseño, para limpiar la sangre. Rocé con el dedo índice la piel pintada, hinchada e inflamada—. Quedó mejor de lo que esperaba.

   —¿Puedo…puedo tocarlo? —preguntó.

   —Claro —me aparté y busqué un espejo junto a una crema antiséptica. Le entregué el pequeño espejo a él antes de decidirme untar el ungüento—. Puedes verlo, también.

Por el reflejo del espejo, logré ver ese par de agudos ojos azules abrirse por la sorpresa y, por un momento, me quedé viéndolos, como si tuvieran una especie de imán que me obligaba a mirarlos. Eran hermosos.

   —¡C-Carajo! —balbuceó y las comisuras de sus labios se elevaron ligeramente, pero no lo suficiente para formar una sonrisa—. ¡Quedó genial! ¡Me gusta!

Sonreí. Era tan sólo un jodido bicho, pero él lo miraba con excesivo entusiasmo.

«Te gustan los escorpiones, ¿eh?»

Me vi tentado a darle una palmada sobre el hombro, pero me contuve. En cambio, sólo puse un poco de crema en mis dedos y comencé untarla sobre la figura del escorpión, cubriéndola ligeramente.

   —¿Acaso no me tenías fe? —reí—. ¿Creíste que dibujaría un garabato cualquiera?

  —¿Se puede tener fe en este lugar? —contrarrestó mi pregunta con otra que me aturdió y me dejó pensando por varios segundos. Entendí que, en tan sólo tres días, este chico había aterrizado y se había anclado a su nueva realidad. Eso era una buena señal, la adaptación se daba más rápido en los sujetos que aceptaban la situación tal y como estaba. Quizás este chico lograría sobrevivir más de una semana.

Pero no supe si esas esperanzas eran buenas o malas para él.

   —Claro que no —respondí. Terminé con la crema antiséptica y le quité el espejo de las manos, para dejarlo a un lado—. Ya es hora de que vuelvas al calabozo… —comenté y me sentí ligeramente extrañado, el tiempo se había pasado realmente rápido estando ambos aquí. Lo tomé de un brazo para levantarlo y casi sentí lástima cuando tambaleó y estuvo a punto de caer. Sus piernas y sus muslos heridos y acalambrados no lograban sostenerlo y eso era realmente triste, porque no tenían mucho que cargar—. Joder, vamos —hice que deslizara su brazo por mi hombro y cuello para llevarlo yo mismo y pensé que quizás no fue buena idea someterlo a un tatuaje después de la paliza que Cuervo le había dado—. Eres pesado, chico. Y estás tan jodidamente flaco.

   —Noah… —balbuceó él.

   —¿Disculpa?

   —Me llamo Noah.  

Sonreí, porque otra vez, sus modales me causaron gracia y porque ese nombre le quedaba bien. Me detuve en mitad del pasillo y busqué su mirada herida, fría y cansada.

Sólo hablé cuando me aseguré que me estaba viendo a los ojos:

   —Aguanta, Noah.

 

Notas finales:

Aguanta, bb uwu tienes que soportarlo, para convertirte en un cabrón HDP desalmado <3 


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