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Delicatessen por Radhe

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Mar


Al otro le gustaba bañarse en el mar, decía que la espuma le blanqueaba la piel… y  aunque sobre el resultado no había dudas, Afrodita pensaba que más bien era debido al roce constante de la arena y no un efecto de la espuma. 

Lo esperó recostado sobre la playa desnudo y el otro salió de igual forma. Se miraron
largamente, con simpatía. 

Misty era muy hermoso y en cierta forma le recordaba su propia apariencia. Con un mohín volvió a recostarse, era temprano en la mañana y no tenía mucho tiempo antes de que comenzara a salir el sol. Su compañero se acostó a unos pasos de él, para que
su cuerpo se secase. 

No solían hablar mucho, pero eran unidos, y no debido a su belleza, sino debido a Saga, porque ambos habían jurado con todo su espíritu, servir al patriarca, y ambos creían en esa misma justicia. 

 

Violencia



Una frágil rosa contra una cadena de metal… de cierta forma no parecía un enfrentamiento justo. 

Subió un borbotón de sangre desde sus pulmones, pero no pudo escupirla toda de su boca. ¡Maldito fuera! Aún podía escuchar el corazón de Andromeda latir rápida pero firmemente a tan solo unos metros de él. Si tan solo pudiera moverse lo haría morir, lo arrastraría con él hasta los infiernos.  

Pero no… su propio corazón se oía cada vez mas opaco, mas apagado… no tardaría en fallecer, ya comenzaba a sentir frío.

Y no podía dejar de recordar sus taques, ¿qué había hecho mal? ¿Por qué andromeda no había muerto? No es que fuera a encontrar las respuestas en el techo del templo, que apenas se ditinguia en la obscuridad, pero no podía hacer mcuho mas,  si pudiera moverse… si al menos pudiera matarlo…

Murió con esa sola idea en la mente… matarlo. Matarlos a todos.

 

Mayoría


Había escuchado decir muchas veces que aquel era el Caballero más hermoso de toda la orden de Atenea. Había escuchado exageraciones alegóricas, como que el ondear de sus cabellos dorados se comparaba con la luz del sol al amanecer o que sus ojos celestes recordaban un cielo despejado en el más hermoso de los días. También Minos –aunque no le concedía mucha credibilidad– solía decirle las ganas que tenía de verlo nuevamente, después de su última encarnación, que le había impresionado vivamente a pesar del desarrollo final entre ellos.

Radamanthys jamás había estado de acuerdo, lo que la mayoría pensara le importaba muy poco y justo ahora estaba comprobando que todo aquello no eran nada más que habladurías. 

En cierta forma, el juez tenía razón: sostenido del cuello, incapaz de defenderse, con la expresión demudada por la desesperación y la angustia, el cuerpo lleno de heridas, sangre y tierra; y con el cabello deslustrado y reseco, Afrodita no daba una buena imagen. 

Así que Radamanthys lo dejó caer hasta el fondo del foso de la muerte sin remordimiento alguno.  Sin saber jamás que aquella imagen conmovedora de la que había oído hablar sí existía… y que él no había sido capaz de verla.

 

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