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Segundas Partes por Rising Sloth

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Notas del capitulo:

Pues como que hemos llegado al final. El capítulo ha quedado largo, supera el recórd y todo. Me debatí entre si partirlo en dos o no, pero mientras me debatía lo terminé, y como que me parecía una tontería dividirlo en dos si igualmente lo iba a subir a la vez xD.

Me cuesta mucho desprenderme de esta historia, tanto que puede que lo haya retrasado un poco. Pero aquí está, espero que os guste ;)

Capítulo 25. Una mentira

 

Después de que Law le tratara los nudillos, Zoro terminó de limpiar el salón y se retiró a su cuarto. Metió la mano en el bolsillo derecho de su pantalón y sacó algo. Al abrir los dedos, observó los pendientes que, hasta pasado su reciente ataque de ira, no había recuperado del suelo del cuarto de baño. No podía deshacerse de ellos; al menos no solo, no en ese instante. No era lo suficiente fuerte.

En el otro bolsillo tenía el móvil. Buscó en él el nombre indicado; al leerlo, su estomagó se revolvió y la mueca de su boca se marcó aún más. Tomó aire y valor para hacer la llamada; sobre todo valor.

–¡Zoro! ¿Qué pasa, hombre? –le saludó Johnny con gran entusiasmo–. ¿Te ha dado un rayo en la cabeza y de repente has echado de menos a tu mejor amigo al que nunca llamas? ¡O no, ya sé! ¡Lo que te pasa es que vienes a restregarme por la cara tu caché de periodista de Competiciones de Grand Line! ¿A que sí?

Se carcajeó a gusto, el peliverde le dejó, al menos hasta que se le pasara el nudo de la garganta.

–¿Te pillo ocupado?

–Qué va. Estaba calentándome unos fideos instantáneos de estos para ver el partido de baloncesto.

Aquella información le desconcertó. ¿Partido? ¿Cuál? Tenía una vaga idea de haber hablado sobre él en más de una ocasión, de haberlo esperado, hace mucho.

–Oye, ¿te pasa algo? –le preguntó su amigo al no oírle decir nada.

Zoro reaccionó. Volvió al mundo real. Le subió una presión al pecho. Exhaló su agotamiento y resignación, se sentó a la orilla de su cama. Cubrió su cara.

–Johnny. Sé que es precipitado, pero... ¿Podéis venir Yosaku y tú este fin de semana? Necesito que me ayudéis con una mudanza.

A pesar de que no le veía, pudo saber perfectamente que se había quedado a cuadros. No era muy normal que le pidiera ayuda, menos a unos amigos que estaban en otra ciudad, menos para una simple mudanza.

–¿A dónde te vas?

Zoro tragó saliva como si estuviese tragando piedras. La mano que cubría su cara, la que aún sostenía los pendientes, se apretó.

–A casa.

 

 

 

Law, sentado en la cama con la espalda apoyada en la pared, intentaba leer desde hacía un rato, desde que había terminado de tratar la mano de Zoro. Le era imposible, era como si tuviera la cabeza llena de todo y de nada a la vez. Se rindió cuando empezó a oír al peliverde hablar con su amigo en la otra habitación y entender ciertas frases: "no, no hay otra opción", "no, él no puede irse antes que yo, es el jefe", "mi sueño se ha ido a la mierda, Johnny, eso es lo que pasa". No lo soportó, apartó el libro y se puso los auriculares, con la música a un volumen poco recomendable para sus tímpanos, pero necesario.

Inspiró y expiró, logró atraer algo de calma y se recostó sobre la almohada. Su mirada se desvió hacia su mesita de noche, donde estaba la foto de Cora; aunque no fue en eso en lo que se fijó. Alargó el brazo y alcanzó la gorra que le había regalado Luffy. La sostuvo con ambas manos por encima de su cara.

¿Qué hará? Se preguntó ¿Qué hará Luffy cuando vea que Zoro se ha marchado? ¿Qué hará cuando vea que no lo he detenido?

Quiso fabricarse algo de optimismo, pero incluso en el mejor de los casos, aquello iba a ser un torpedo directo a su relación. Podrían fingir por una temporada, aun así ambos sabrían que el barco se estaba hundiendo.

Con un suspiro, soltó la gorra, que cayó y tapó su cara; cruzó los brazos sobre su torso. Tampoco era ninguna sorpresa que se fueran a pique una vez desapareciera Zoro. Aunque Law hubiese sabido de la existencia Luffy de antes, sólo lo conoció cuando el peliverde empezó a vivir con él. Sí, podría pensar que tal vez, en futuro hipotético, aun sin Zoro, Law se hubiese atrevido a hablar con Luffy en la línea de metro; pero, válgase la redundancia, eso era nada más que una hipótesis.

Recordó el primer día que le vio, con su uniforme de bachillerato mal puesto. Entró en el vagón de metro atropellando a los viajantes al grito de "llego tarde"; se resbaló, calló de culo y, de poco, su cabeza no quedó espachurrada al cerrase las puertas del vagón. Así, al llamar la atención del médico, éste se percató de los zapatos que llevaba: un pie estaba calzado con el mocasín reglamentario, el otro con una deportiva. Era una nadería, una sandez que además no se repitió, pero se acordó demasiado de Cora, le dio la sensación de que ese mundo había recuperado algo de él y, como le comentó Lami más tarde, su mirada dejó de mostrar tanto vacío.

A lo tonto había pasado tres años, cargados de pequeños apuntes, pequeñas anécdotas de igual gama que la primera, cada ciertas semanas o meses que aparecía el chico, con lo que muy poco a poco, Law, había recobrado energías para salir a la superficie de ese mar en el que se ahogaba, sacar la cabeza hasta la luz del sol que había sido Luffy durante todo ese tiempo; con sus tonterías, con sus despistes, con sus exageraciones... Sonrió por debajo de la gorra, por alguna razón no sentía miedo de volver bajo fondo; sabía que eso no iba a pasar, mientras el siguiera empeñado en nadar hasta la orilla. Luffy no le perdonaría lo de Zoro, por eso era preciso que el siguiera por su cuenta, con o sin sol, era la mejor forma de agradecerle lo que había hecho por él aún sin ser consciente.

 

 

 

Luffy miraba el partido de baloncesto a través del televisor, aunque no le prestaba ninguna atención, por mucho ímpetu que Shanks, sentando a su lado, le pusiera al encuentro. Había hablado de ese partido con Zoro, de quizás verlo juntos. Se fijó en su móvil, tan silencioso como un muerto; se fijó en su pulsera, que le recordaba que debía confiar. Confiar en que no iba a perder a los dos delante de sus narices.

 

 

 

La mañana del jueves se abría paso. La reunión de los Recursos Humanos se dio por concluida y Ace fue de camino a su despacho. Resopló, estaba teniendo un día de lo más tonto. Que te diera calabazas la misma persona dos veces no era demasiado fácil de asumir, más si a la segunda había dejado claro que no te quería ni como servilleta. Sólo esperaba que, por lo menos, una vez Zoro entrara en Competiciones, ya de paso, también entrara en sus cabales.

Nada más lo pensó, cruzó esquina y su vista se topó con el peliverde. Estaba al final del pasillo, pudo ver cómo le daba algo a una de sus compañeras de sección y se iba.

–Eh, Bay –detuvo a esta última.

–Vaya, estás aquí. Me ahorras un viaje –le ofreció lo que le había dado el peliverde, un sobre–. Es una carta de dimisión. Me ha pedido que se firme que ha sido recibida.

Si Ace se hubiese caído en una trituradora de carne, no hubiese sufrido una conmoción mayor. Le arrancó la carta de las manos, hizo pedazos el sobre, leyó sin dar crédito a lo que leía, dos y hasta tres veces para corroborar que era cierto. Aturdido, levantó la cabeza hacia la misma dirección donde Zoro había desaparecido.

En menos de dos segundos atravesó el pasillo entero, dobló esquina y llegó a la zona de los ascensores. Estaba medianamente abarrotada, pero gracias a su pelo pudo encontrarle al instante. Le agarró del cuello de su camisa vaquera y tiró de él antes de que se le ocurriera entrar en la cabina.

Una vez se miraron, Ace le tiró su dimisión a la cara, la cual rebotó y cayó al suelo.

–¡Ni creas que por mis cojones voy a aceptar esta mierda!

Zoro le correspondió la mirada; Ace pudo ver como su aspecto había empeorado todavía más, en menos de veinticuatro horas.

–Me da igual si la aceptas o no –le dijo en un tono frío y autoritario.

Ace pudo haberle metido un puñetazo, de verdad que lo hubiese hecho.

–¿¡Pero qué coño te pasa!? –le agarró de los hombros–. ¡Estás a menos de cuatro días de lograr tu sueño!

–Ese no es tu problema.

–¿¡Has perdido la puta cabeza o qué!? ¡No lo puedes mandar todo al cuerno! ¡La gente rompe con su pareja y sigue su vida constantemente, joder!

–¡Te estoy diciendo que no es tu puto problema!

Junto con ese alarido, apartó al pecoso de un empujó cargado de rabia. Ace le miró de arriba a abajo, como si no le reconociera. Estaba absolutamente airado, casi demente; por un tío al que era evidente que le importaba una mierda lo que le ocurriera o dejara de ocurrir a Zoro.

–¿Desde cuándo te has vuelto tan patético?

Ese último dardo debió acertar de lleno. La ira de Zoro se transformó en un dolor profundo. Turbio.

–¿Qué ocurre aquí? –apareció una tercera voz.

Ambos se giraron a la vez. Shanks Akagami se acercaba a ellos. El pelirrojo miró a uno y a otro, luego al suelo, donde recogió la renuncia de Zoro. La leyó con detenimiento, sin mostrar nada que se pareciera a la sorpresa o a la estupefacción. Observó al peliverde; le sonrió amable.

–Acompáñame a mi despacho, por favor –dijo a la vez que colocaba su mano en la espalda de Zoro para obligarle a ir con él y pulsaba el botón del ascensor.

Ace observó a Zoro, se había quedado pálido. Por un momento creyó que iba a salir corriendo. Pero las puertas de la cabina se abrieron y no pasó nada. Shanks, antes de entrar él también, le guiñó un ojo al pecoso en señal de ánimo. Eso podría haberle aliviado, pensar que el pelirrojo lo tenía todo bajo control para convencer a Zoro de que lo que estaba haciendo con su futuro era una cadena de disparates. Podría.

 

 

 

La cabina seguía su trayecto hasta la última planta. El tiempo se dilataba a cada gota que ascendían en silencio. Zoro podía oír su propia sangre recorriendo sus venas. Se le hacían milenios que no escuchaba una palabra humana.

El ascensor se abrió. Shanks anduvo por los pasillos; Zoro le siguió a la zaga, atento. La planta parecía estar vacía de cualquier tipo de vida.

Llegaron a las dos puertas enfrentadas, cada una perteneciente a uno de los dos despachos de los dirigentes de Grand Line. No pudo evitar fijarse en la de Mihawk. A pesar de lo que había temido esos días encontrárselo, justo ahora se habría metido de cabeza en su despacho y cerrado con llave. Pero no era ahí donde tenía que ir.

Shanks abrió su puerta y le dio paso. Mientras cruzaba, el pelirrojo volvió a poner la mano en su espalda. Supo de lejos lo que significaba ese gesto tan paternal: que no tenía escapatoria. El despacho se cerró tras ellos. Shanks no dio ningún portazo, pero Zoro oyó retumbar el eco que hacía el picaporte al encajarse.

–Siéntate –señaló con la barbilla la silla delante de la mesa.

El joven se estremeció. Era el mismo asiento de la última vez que estuvo allí; le recibía tan amigable cual silla eléctrica. Adelantó sus pasos y se ajustó entre los dos reposabrazos. El otro, por su parte, se demoró, pero finalmente se sentó tras la mesa de despacho.

Zoro observó como leía de nuevo la carta, con total calma y la dejaba sobre la superficie de madera. Los músculos se le tensaron aún más, se preparó para el primer disparo. Pero Shanks no hizo nada, no le habló, no le miró. Solo dejó la carta de dimisión como si nada y se puso a revisar otros papeles, a firmar documentos. Así un rato grotescamente largo. El joven cedió así mismo:

–¿Por qué no me dijo nada? –la pregunta salió apurada de su garganta.

Shanks por fin le miró a los ojos. Le sonrió, como si no entendiera a que se estaba refiriendo. Zoro se obligó a volver a hablar.

–Cuando nos encontramos en.… en aquel piso. ¿Por qué no me lo dijo?

El pelirrojo mantuvo su expresión. Se encogió de hombros.

–Tampoco es que hubiese conseguido cambiar nada. Después de todo, no es la primera vez que pasa. Si no hubieses sido tú, hubiese sido cualquier otro.

El peso y filo de una guillotina le cayó encima.

–¿Cualquier... otro? –su voz era arena.

Shanks le ojeó de arriba a abajó; expiró una risa, con un deje de burla.

–Debo reconocer que me ofusqué bastante cuando me soltaste lo de "su mujer", pero parece que de verdad eres así de inocente –pronunció "inocente" como si en realidad le quisiera decir "estúpido"–. ¿En serio creíste que no tenías fecha de caducidad para él?

A pesar de su boca seca, Zoro logró hablar:

–No le entiendo.

La risueña expresión del pelirrojo se emponzoñaba a cada segundo.

–Yo también fui joven, Zoro, y por aquel entonces era la prioridad de Mihawk. Pero mi físico empezó a ser demasiado adulto para su gusto. De manera que buscó a alguien de una generación más tardía a la mía. Así sucesivamente hasta la fecha.

Era extraño, por un lado, era consciente de que seguía sentado en esa silla, manteniéndole la mirada a ese hombre y recibiendo uno a uno los cuchillos que le lanzaba en un íntimo show de circo.

–Sé que lo convencional hubiese sido terminar con él, me lo planteé. Pero, a pesar de mi problema de vejez, Mihawk ha permanecido conmigo los últimos veinte años. Sé que no hay persona que me conozca, que me entienda, que me quiera más que él, y viceversa. Es cierto que le pido discreción por respeto hacia mí, pero, en cualquier caso, todos tenemos un hobby.

Por otro, en el subconsciente del peliverde, cantidades de agua, más fría que el mismo Ártico, empezaron a inundar ese despacho. Llegaron hasta las suelas de sus zapatos y empezaron a subir; primero los tobillos, luego la tibia, la rodilla...

–No lo entiendes aún –la voz del pelirrojo le atravesó de nuevo. Suspiró por la nariz–. Zoro, cada sábado que iba a verte lo hacía con mi sabor en su boca; y cada domingo no se demoraba ni un segundo en llegar antes del desayuno, ducharse y quitarse tu olor para mí. Puede acostarse con quien quiera, sé de sobra que, pase lo que pase, él solo piensa en volver conmigo.

El agua le llegaba por el pecho, le hacía tiritar de frío. Quería levantarse de la silla, quería dejar de oír, pero su cuerpo no se movía. Shanks recogió la carta de renuncia.

–Puedo firmarla si es lo que quieres. Aunque es una lástima; si contamos las veces que os habéis visto en total no hacen más de un mes, algo ínfimo en comparación con lo que es una carrera laboral –se levantó, rodeó la mesa–. Aunque supongo que es normal que te sientas tan inseguro, quiero decir –soltó el papel, anduvo hasta el peliverde, se colocó a su espalda, bajó su tono hasta casi el susurro–: dando por hecho que, después de ese alboroto con Ace, él ya no te protege bajo su ala.

La gelidez del agua le llegaba por el cuello; subía, subía; le cubrió hasta la cabeza. Shanks, en una caricia le tomó la barbilla, le agarró con fuerza y le hizo mirarle.

–O quizás, esta renuncia no sea más que una llamada de atención y estés buscando otra ala en la que cobijarte –dijo esa frase más suave, más edulcorada, que todas las demás.

Zoro vio como el pelirrojo acercaba sus labios a los suyos. No se podía mover. Shanks avanzaba. No se podía mover. Se hundía, se ahogaba.

La mano que agarraba la barbilla de Zoro fue sujeta por la muñeca y apartada. Shanks se la miró extrañado, luego observó al joven. Se sorprendió. Zoro le atacaba con una mirada fría, indiferente, pero igualmente cargada de furia.

–Firme mi dimisión. O lo próximo que redactaré será una denuncia por acoso.

Shanks observó su muñeca, el joven parecía dispuesto a rompérsela si hacía falta. Soltó una risa agria.

–Está bien –se liberó del agarre, o más bien el peliverde le soltó. Fue hacia la mesa–. Firmaré tu renuncia –recogió la carta–. Pero a cambio quiero algo –se giró hacia el otro–. Que no te vuelvas a acercar a nadie de mi familia. Ni a mi marido, ni a mi hijo.

Intentó no pensar en lo que esa condición significaba, de la misma forma que lo había intentado desde que había tomado la decisión de renunciar.

–No se preocupe –logró hablar con un tono neutro y la mirada aún más fría–. Mañana a las cinco de la tarde cogeré el tren para salir de la ciudad. No me volverán a ver.

 

 

 

Zoro detuvo sus pasos, desde ahí podía ver el bloque de pisos al que había acudido durante tanto tiempo. Se sintió raro al tenerlo tan cerca, más cuando creyó que no lo iba a ver en su vida y no hacían ni cinco días que no se pasaba por allí. Aun así, no pensó en dar media vuelta, ese era el último paso que tenía que dar.

Abrió el portal, usó el ascensor para llegar a la tercera planta. Intentaba relajarse con la idea de que seguía siendo jueves laborable y no tenía por qué encontrárselo; tampoco es que pensara estar mucho tiempo, el necesario para hacer lo que tenía que hacer y volver tan rápido como pudiera a terminar de recoger sus cosas para la mudanza. Estaba todo controlado, esperaba.

Caminó por el rellano, recordando la primera vez que lo hizo; cargado de bolsas de la compra, tras la espalda de Mihawk. Se paró delante de la puerta. Se obligó a inspirar y expirar. Abrió la cerradura con aquellas llaves, empujó un poco la puerta para que quedara entornada. Escudriñó por el hueco. No veía ni oía a nadie dentro del apartamento.

Suspiró por la nariz y abrió del todo. Quedó quieto antes de entrar; toda aquella casa tenía la esencia de Mihawk, hubiese sido un milagro el no sentirse un poco "intimidado".

Tomó fuerzas una vez más, con la puerta cerrada a su espalda, contó los pasos que dio hasta la mesa. Miró entonces su mano, donde seguían las llaves. Las retuvo un segundo contra su pecho, antes de dejarlas con cuidado encima la madera. Estaba hecho.

–Zoro.

Se le abrieron los ojos como platos, se giró hacía el origen de esa voz que le había llamado con esa extrañeza y suavidad. Mihawk le contemplada desde la puerta de la cocina; y Zoro le contempló a él, parecía haber sucedido una eternidad desde la última vez que se vieron.

–Yo... –reaccionó, aturrullado y entre balbuceos, con la mirada en el suelo–. Só... sólo he venido a dejar las llaves. No quería molestarte. Pensé que ahora no estarías y...

No supo por qué se excusaba tanto, por qué no se despidió en ese momento, por qué no se largó al segundo.

–Iba a preparar un poco de café –le dijo el otro con cautela–, ¿quieres un poco?

Zoro le miró a los ojos.

–Sí –contestó después de guardar silencio–. Puede que me siente bien.

Esperó sentado en la mesa, con la vista en el atardecer que veía detrás de la terraza; así mientras oía como el mayor trasteaba en movimientos sutiles. No tardó mucho en abrigarle aquel agradable olor. Mihawk volvió con dos tazas, dejó una delante del peliverde.

–Gracias.

El mayor se sentó a su lado, sin decir nada. Dio un sorbo y, como Zoro, se fijó en el paisaje que se vislumbraba a través de la cristalera. Después otra vez en el peliverde.

–¿Qué te ha pasado en la mano?

El joven se miró sus nudillos vendados.

–Nada. Me cabreé un poco conmigo mismo –se atrevió a bromear.

Mihawk no insistió con más preguntas; bebió otra vez para apartar la mirada. Zoro, por su parte, se llevó los dedos a su oreja izquierda; donde en lugar de los tres aros había una pequeña herida. Se incomodó al pensar que aquel detalle era imposible que pasara desapercibido para el mayor.

Tomó la taza con su mano derecha, sin alzarla, sintió su calidez. Sus comisuras se extendieron. Era irónico, pero dudaba mucho de que pudiese estar así con él de no haber hablado antes con Shanks. Sus palabras le habían derribado, pero gracia a eso por fin podía pensar con los pies en la tierra.

Era cierto que Mihawk y Zoro habían discutido muchas veces, que ambos se había dicho y hecho cosas cuestionables. Pero si analizaba la situación en general, Mihawk no se había portado mal con él; al contrario, había estado para él cuando le había necesitado. Eso era un trato excesivo para lo que era la aventurilla extramatrimonial de turno. Además, estaba seguro de que Mihawk no hubiese tenido ningún problema a la hora de buscarse ese "otro" que decía el pelirrojo, pero escogió a Zoro; que no era complaciente, que le enfrentaba, que era amigo de su hijo, que trabajaba en el mismo sitio que él.

No trataba de hacerse ilusiones; para bien o para mal, habían entendido todo lo que le había dicho Shanks, competir contra él o la relación que habían forjado en esos veinte años era una batalla estúpidamente perdida; pero no podía dejar de pensar que aquellos pequeños detalles significaban algo.

Observó los ojos del mayor que en ese instante seguían absortos en el cielo. Recordó cuando se conocieron, con un deje de cariño y nostalgia. Aquella noche tan rara... Si Mihawk la vivió la mitad de intensa que él no le extrañaría que también hubiese quedado, aunque fuera un poco, trastocado emocionalmente. Tal vez por ello, Mihawk, sí sintiera algo por él, por eso se movió hacia el peliverde y no a cualquier chavalito anónimo que hubiese estado encantado de recibir de sus atenciones y privilegios de empresario de éxito. Tal vez... aunque no fuese suficiente.

Quizás, Zoro, sólo quisiese contarse una mentira amable, para no llevarse esos últimos seis meses infectados de ponzoña, para seguir adelante con menos peso y que su marcha le fuese un poquito más fácil. Sabía que esa mentira era peligrosa, que le podía hacer recaer. ¿Pero qué más daba, si era el final? ¿Qué más daba aquella mentira si cuando saliera por la puerta no volvería verle?

El mayor se percató de que era observado.

–¿Ocurre algo?

Zoro tardó en contestar, agachó la cabeza y encontró su propio reflejo en su café. Sonrió, aunque los últimos días su sonrisa se habían transformado en una especie de mueca.

–Creo que jamás podré arrepentirme de esa noche. La que nos conocimos, si pasara otra vez dejaría que sucediera de la misma manera. Y me alegro de haberla vivido contigo –sus ojos se entristecieron, los fijó en Mihawk–. Pero ya sabes lo que se dice por ahí –se encogió de hombros–: "las segundas partes nunca son buenas".

En el dorado de sus iris se pudo apreciar un brillo extraño. Mihawk apartó la mirada, se quedó quieto un par de segundos. Se sujetó el tabique de la nariz a la vez que apretaba los párpados. Después, le miró, amable y cansado:

–Al final sí que has podido decirme que no quieres.

No sonó a reproche, ni a sorna. Sonó a despedida. Zoro se esforzó por mantenerse. Inclinó su cuerpo hacia el del mayor y besó su mejilla.

–Será mejor que me vaya.

Reunió las últimas fuerzas que le quedaban para levantarse y fue hacia el pasillo donde le esperaba la puerta de salida. De nuevo, contó sus pasos. Su mano se apoyó en el manillar; lo hizo girar y una tenue brisa del exterior le rozó la cara.

La puerta se cerró de golpe, con la mano abierta de Mihawk sobre ella.

El bombeo de su pecho hizo de segundero en el tiempo en que permanecieron estáticos. La voz del mayor arrastró las palabras con un quiebro.

–No tendrás que hacer nada para apartarme, me mantendré lejos de ti sin que tú tengas que hacer un esfuerzo por ello pero, por favor, quédate una última noche conmigo.

Se le formó un nudo en la garganta, su mano sobre el manillar empezó a temblar. Una noche más, una sola noche por toda una vida de indiferencia; una sola noche y aquellos meses no habrían sucedido ni volverían a suceder; era una buena oferta, tan buena que hasta parecía una trampa. Enfrentó los ojos de Mihawk.

–Vale.

Mihawk le sonrió con tristeza. Llevó su otra mano al rostro del peliverde. Zoro lo temió, todavía le quedaba un amargo regusto de la última vez. Sin embargo, las yemas de los dedos del mayor rozaron su mejilla, le provocaron un escalofrió que le hizo cerrar los ojos; su palma terminó de acomodarse en su cara, era tan cálida como lo había sido siempre. Mihawk tomó sus nudillos vendados, con cuidado, incluso con mimo. Con el pulgar dio una caricia sobre sus moratones; los tocó con sus labios.

"Le miro, es lo único que sé hacer en este momento."

"Quiero decir algo, pero no puedo."

"Las palabras no salen de mi boca. A esta distancia sus ojos brillan."

"Estamos muy cerca el uno del otro."

"El muchacho demasiado cerca de mí."

"¿En qué está pensando?"

"Quiero que me diga que piensa."

"Siento que me falta el aire."

"Sus labios entreabiertos me están volviendo loco."

"No puedo moverme."

"Le beso."

"Me besa."

Juntaron sus labios en un contacto tierno. Sin pretender más que sentir la presión de sus bocas. Se separaron, se reflejaron en los ojos del otro. El dolor en el pecho del peliverde creció. Abrazó al mayor con fuerza; arrugando la espalda de su camisa entre sus dedos, envolviéndose en la consistencia de su cuerpo, en su olor y calor; fue abrazado con más fuerza aún. No quería perderle, no quería, no quería...

Volvieron a besarse, con más agresividad, más desesperados. La estela de ropa marcó su ruta hasta la habitación. Cayeron desnudos sobre la cama, Zoro bocabajo y Mihawk sobre él. Llenaron todo con sus jadeos. Los labios de Mihawk bajaron de su nuca por su cuerpo, recorriendo la piel del joven acompañados de las caricias de sus manos. Zoro descansó la cabeza sobre el colchón y cerró los ojos, se dejó llevar como tantas otras veces, se dedicó a sentirlo, a memorizarlo, a decirle adiós...

Entrecerró los párpados cuando el mayor llegó a la altura de su omóplato. Algo había ocurrido. Las manos de Mihawk temblaban sobre su piel y sus movimientos se habían tornado torpes, tímidos. El joven expiró una desapercibida risa. Se giró, se incorporó hasta quedar sentado, y tomó el rostro del mayor. Le besó en los labios, luego su nariz, su mejilla, la comisura de su ceja; le susurró:

–Tranquilo...

De nuevo se produjo aquel brillo extraño en los ojos del mayor. Intentó fingirlo; seguir con las caricias, atacar la boca del peliverde; pero en breve se detuvo. Zoro notó como los temblores de Mihawk se propagaban alrededor de su cuerpo, le oyó exhalar una especie de sollozo. El mayor le aferró entre sus brazos, escondió su cara en el hombro. Quedaron así, otra vez, tumbados. El joven correspondió de igual manera el abrazo, acarició y besó su cabello oscuro, con aire de consuelo. Una parte de él también quiso llorar, pero por alguna razón sus lágrimas no aparecieron.

 

 

 

Despertó, con la frente pegada a la espalda de Mihawk y su brazo rodeando su cintura. Levantó un poco la cabeza. por encima de su cuerpo. Nadie se había preocupado de bajar las persianas, pronto entrarían los primeros rayos del amanecer. Suspiró y contempló al mayor. No tenía mucho tiempo antes de que abriera los ojos. Acarició su barba con la yema de los dedos, su nuez, su clavícula. Con cuidado, posó la nariz en la curva de su cuello, le abrazó y memorizó su olor y calidez. Hubiese estado bien esperar, fingir que le había sorprendido la mañana, verle recién levantado y preparar juntos el desayuno. Sin embargo, el trato era de una noche, no era conveniente extenderlo. Se apartó de él para vestirse.

A la orilla de la cama se ató los zapatos. Una vez listo el último cordón, le observó de nuevo. Le había visto varias veces dormido, pero no era algo muy usual, menos con esa profundidad, calma y defensas bajadas. Qué guapo estaba.

Se arriesgó a acercarse y besar por última vez su rostro. Hasta en su cabeza sonaba patético, pero, ojalá, hubiese nacido veinte años antes, así ahora podría ocupar el lugar de Shanks y estar con él incondicionalmente.

Salió de la habitación. Observó aquella casa, queriendo guardar hasta el más mínimo detalle. Se fijó en las llaves, aún sobre la mesa; estaban en el mismo sitio donde en aquella ocasión dejó el alfiler que le regaló. Mihawk nunca le dijo nada al respecto, tal vez no acertó con su gusto. Suspiró. Caminó por el pasillo hacia la puerta, esta vez, nadie le detuvo, y en cierta manera, lo agradeció.

Salió del piso, cerrando la puerta tras de sí. De repente, sintió como si hubiese enterrado todos esos meses que había pasado juntos, meses que con toda seguridad no se repetirían en la vida. Les guardó un minuto de silencio.

El cielo empezó a clarear una vez fuera del bloque de pisos. Sonó su móvil, tenía un mensaje de Johnny: "Acabamos de subir al tren. Llegaremos para las 12 o poco más". Tuvo que reírse, el mismo viernes se iban a plantar para ayudarle a hacer y cargar las maletas, el mismo viernes le guiarían de vuelta a casa. No los merecía.

 

 

 

Despertó cuando la claridad iba muy avanzada, sin rodear a nadie entre sus brazos. Alzó la cabeza para observar la cama, nadie le acompañaba.

Se tiró bocarriba. Con una mano se frotó los ojos, Soltó un suspiro de aprensión por la nariz y quedó como un peso muerto; hacía décadas que no se permitía estar tanto tiempo en la cama sin hacer nada; sólo por esa vez...

Pasada la media mañana se levantó, se duchó, se aseó, se vistió, desayunó. Cada cosa con movimientos ralentizados, perdiendo más de media hora en una; rodeado de esa aura extraña, de ese silencio no absoluto sino insípido. Si era por poner un final a aquello, agradeció que fuese ese día y no lo que había sido el sábado; no obstante, ahora era definitivo y había que encararlo, igual que un sablazo en la yugular.

Dejó la taza de café sobre la mesa, sacó un paquete de tabaco y un mechero; con la primera calada, observó la terraza. Le vino una imagen. Se trataba de una noche, en la que él recién salía de la ducha. Encontró al peliverde medio tirado en una silla de la terraza, bien abrigado, con la cabeza agachada y los parpados cerrados.

–¿Qué haces ahí? –le había preguntado.

Zoro le miró, se encogió de hombros.

–Se está a gusto –contestó, como si todo estuviese correcto en su lugar–. Vente –le animó con un giro de cabeza.

Dudó un poco, pero al final se abrigó y sacó otra silla. Oyó como el peliverde se reía.

–¿Nunca te relajas? Cualquiera diría que estamos en tu casa.

Tenía razón, mientras Zoro estaba repantigado, con las manos en los bolsillos y a punto de dormirse, Mihawk se había sentado con la espalda recta, cruzado de brazos y piernas luciendo su rígido porte. Además, había procurado una distancia preventiva de por medio. No era la primera vez que le pasaba algo así, era parte de su patrón de conducta; no obstante, se enrojeció y miró para otro lado.

Por le rabillo del ojo vio como Zoro se levantaba, cogía la silla y la colocaba pegada a la suya, se sentó codo con codo. Apoyó su cabeza en el hombro del mayor, cerró los ojos otra vez. Mihawk sonrió.

–Con esa fachada de tipo duro que llevas a todos lados, se me olvida que puedes ser así de dulce.

–Cállate –se molestó como un niño. Ahora el enrojecido era él–. Tengo sueño.

Jamás había odiado la época en que nació; se había quejado de su intolerancia e incomprensión, de que eso hubiese condicionado su vida hasta determinado punto; pero nunca había deseado nacer en otro lugar o tiempo. Hasta que le conoció. Entonces anheló con toda su alma haber nacido veinte años después, ser un chico joven, como Ace o como cualquier otro, con el que Zoro no tendría ningún reparo mantener una relación más convencional; vivir todo lo que había vivido, pero con él.

Condujo de vuelta al "hogar". Pensó que todavía quedaba lo más difícil, el día a día con el peliverde en Grand Line. A saber cuánto tendría que pasar para que normalizaran la situación. El único consuelo que le quedaba era que Bellemere era bastante joven para jubilarse, con lo cual no había oportunidad a la vista para que Zoro se convirtiera en jefe de Competiciones tan rápido como había escalado los anteriores puestos, entonces si tendría que tratar laboralmente con él, y mucho.

Recordó la oreja izquierda de Zoro, sin los pendientes y con una herida, debía de habérselos quitado con ganas para dejársela así; y sus nudillos reventados. ¿Tanto había contenido su odio y asco hacia él como para estallar de esa manera? "Asco", lo que le había dicho aquel novio de Luffy; aún no tenía claro si aquello fue un mensaje explicito de Zoro o el resultado de las cosas que le habría contado al tal Law; aun con esas, se evidenciaba que el peliverde no hubiese aguantado con Mihawk hasta que le ascendieran a jefe.

Al llegar al apartamento, las cristaleras estaban abiertas y un viento, contundente pero suave, se colaba por todo el salón. Entre las cortinas mecidas acertó a ver la figura del pelirrojo, apoyado de brazos en la balaustrada. Resopló, también debía solucionar las cosas con él.

Dejó el maletín con su portátil en el suelo y su abrigo en el respaldo del sofá. Salió a la terraza. Al venir el viento de cara, Shanks no escuchó sus pasos.

–¿Hoy no has ido a trabajar?

El pelirrojo se giró un poco, Mihawk se fijó en que una de sus manos sostenía un vaso de whisky con hielo.

–Tu tampoco –le sonrió. No estaba borracho, aunque lucía unas ojeras propias de resaca–. No te preocupes, llamé a Marco hace unas horas, le dije que estábamos malos los dos. Se ha echado las manos a la cabeza, pero sobrevivirá.

Se rió y dio una tragó. El moreno tomó fuerzas, se puso en la balaustrada con él. ¿Por dónde debía empezar? Quizás lo mejor era admitir que había tenido una aventura, decirle que ya terminó y aguantar hasta que la tormenta trajera una conclusión para ambos. Se concentró, separó los labios para hablar:

–¿Te has despedido ya de Zoro? –pero no fue su voz la que hizo esa pregunta.

Se le bajó el color de la cara, el calor cayó de su cuerpo dando paso al frío. Incrédulo, miró a Shanks. Éste se volvió a reír, entre dientes.

–Te he sorprendido, eh. Si te preguntas desde cuándo lo sé pues tampoco estoy muy seguro. Puede que desde el día que os presenté. Se te iluminaron los ojos nada más verle –teatralizó. Se encogió de hombros–. Aunque incluso después de Londres intenté achacarlo a mis propias inseguridades. Al final el asunto se hizo tan evidente que quise comprobarlo por mi cuenta y fui a tu piso.

Esa vez, la pausa fue aún más larga, junto con el trago. Exhaló.

–Con sinceridad, cuando vi el traje de policía con esposas y porra incluidas creí que me había equivocado de domicilio –rebufó con sarcasmo–. Jamás te hubiese asociado por ese tipo de hombres mayores a los que les gusta los jovencitos disfrazados –mantuvo su sonrisa, pero sus ojos se enturbiaron, más que nunca; se llenaban de demonios–. Pero entonces entró ese crío estúpido; como si la casa fuera suya, con sus propias llaves después de que yo me pasara años rogándote para que me hicieras una copia. Eso... de verdad me dolió.

Las manos del moreno temblaban, estaba empezando a sudar en frío. Shanks se dio cuenta de su estado y profirió otra risa, profunda, desde su garganta.

–No me mires con esa preocupación, no estoy enfadado. El niño te encandiló, es peor para tu orgullo que para el mío. Además, sabes que no soy de armar jaleos que no merecen la pena.

La calma y madurez del pelirrojo no era normal, no después su estado de ánimo en las últimas semanas, de la convivencia deteriorada y de que hubiese intentado usar a Perona de chivo expiatorio. Temió por Zoro.

–¿Por qué sabes que me he despedido de él?

Shanks le ofreció una sonrisa sádicamente satisfecha.

–Ah, ¿no te lo ha dicho? Ayer a primera hora entregó una carta de renuncia. Yo mismo se la firmé.

En un solo instante, el mundo de Mihawk se hizo añicos, sin saber ni entender el porqué. Y como no lo pudo entender, perdió el Norte y arremetió con lo que tenía delante. De esa forma, agarró a Shanks del cuello de la camisa, de un tironazo tan violento que el vaso de whiskey se hizo trizas contra el suelo.

 

 

 

Con un bostezo de hipopótamo, Luffy giró en la cama, quedó de costado. Se había pasado toda la noche jugando videojuegos y, tal y como saltaba a la vista, se había saltado las clases con motivo de recuperar el sueño perdido. Se rascó el trasero y alcanzó de la mesilla el móvil para mirar la hora; por lo visto, eran las dos de la tarde. Descubrió también tres llamadas perdidas de Nami. Ahora la llamaría, pero primero al desayuno-almuerzo. O esa fue su intención, puesto que, al entrar en la cocina, la chica le llamó por cuarta vez.

–Hola, Nami, ¿qué tal? –le dijo con voz de dormido aún.

–¿¡Cómo que "qué tal", pedazo de imbécil!? –arrasó con sus tímpanos y con los últimos resquicios de somnolencias que le llegaban–. ¡Solo tú podrías estar tan relajado en una situación como esta!

–¿Qué? Espera ¿Qué quieres decir? –se cambió el móvil de oído y se masajeó el otro malherido–. No te entiendo, ¿qué he hecho ahora?

–¿No has hablado con Ace?

–Desde el miércoles no.

Se produjo un silencio al otro lado de la línea.

–Ayer Ace y Zoro se pelearon a voces en medio de Recursos Humanos.

–¿¡Qué!? ¡Eso es imposible! ¡Ace me lo hubiese dicho! ¿Por qué se iban a pelear?

–Según le ha llegado a Bellemere, Zoro entregó una carta de dimisión. Ella misma no hizo mucho caso, pero me acaba de mandar un mensaje, Zoro no se ha presentado esta mañana en su puesto.

–¡Eso no tiene sentido! ¡Voy a llamarle ahora mismo! ¡Te cuelgo!

Ni se despidió de ella. Buscó a Zoro entre sus números guardados, pero antes de efectuar la llamada se lo pensó. Lo más seguro es que no le contestara, perdería tiempo. Llamó a su hermano.

–¿Luffy?

–¡Ace! ¿¡Qué pasa con Zoro!? ¡Nami me dice noséqué de que os habéis gritado y él ha renunciado!

Al igual que la chica, Ace hizo una pausa, mucho más larga, mucho más densa.

–Lo siento, no quería decirte nada porque de verdad creí que se le pasaría cuando entrara a Competiciones. Yo mismo no esperaba que renunciara.

–¿Pero por qué ha hecho eso?

–Por que rompió con su novio.

–¿Qué dices?

–Sé que no tiene pies ni cabeza, Luffy, pero a veces pasa, crees que conoces a alguien y de repente se comporta como si fuese otro. Intenté detenerle, intenté hacerle entrar en razón, pero no me hizo caso. Cuando discutíamos apareció Shansk y se lo llevó a su despacho, ¿Él no te ha dicho nada?

Un vaso se estrelló en algún lugar provocando un estruendo. En aquel estallido melódico, perdió el móvil de las manos y se quebró al colisionar con las baldosas del suelo, finiquitando así la llamada. No le dio tiempo a ocuparse del cacharro. Se giró hacia el estropicio; desde la cocina, pudo ver a Shanks en la terraza, agarrado por el cuello de parte de Mihawk.

Con el corazón en un vuelco, corrió hacia allá. Sin embargo, para llegar tenía que atravesar el salón; al atravesar el salón pasó cerca del respaldo del sofá; y al pasar cerca del respaldo se clavó algo en el pie, poco protegido por el calcetín. Se tragó el grito, se agarró la planta y reprimió las lágrimas.

–La madre que...

Miró entonces con lo que se había pinchado. Los ojos se le abrieron como platos.

Cuando Mihawk llegó, dejó su abrigo en el respaldo del asiento, de manera que el bolsillo del pecho quedara bocabajo sobre el suelo. Este bolsillo no estaba bien abotonado del todo, por lo que acabó por abrirse, y de él salió un pequeño alfiler oscuro con forma de espada.

Luffy, nervioso, lo recogió. Se parecía al de aquella tienda, cerca del campo de bateo.

–¿Qué le has hecho? –el viento transportó las voces de la terraza–. Es uno de los mejores periodistas que hemos tenido y ha derramado hasta la sangre por llegar a Competiciones. No tenía ningún motivo para renunciar.

–No me pongas la broma fácil a tiro. Está claro que no es sangre lo que ha derramado –le liberó del agarre de un golpe–. Si Zoro ha llegado tan lejos es porque tú; que siempre tienes la primera y última palabra en todo; te has dedicado a babear por él y darle unos tratos de favor que a nadie en Grand Line le hubiese dado. Pregunta a Bellemere, a Yasopp o a Marco. Ninguno le hubiesen pasado la mano si no llega a ser por ti.

La mandíbula del moreno se apretó, le tembló la mirada.

–Si tan claro lo tenías, ¿Por qué no dijiste nada?

–Porque Competiciones me parecía un pago pequeño en comparación –le observó con pena–. Pensé que, una vez lo consiguiera, él se alejaría de ti y tú recuperarías la cordura para volver conmigo. Yo no he hecho nada, Mihawk, tan sólo esperar a que pasara y... ¿Luffy? –el chico había cruzado la frontera marcada por la cristalera–. ¿Qué haces aquí? Creía que estabas en el instituto.

Luffy no le hizo caso, su atención fue directa a Mihawk. Abrió su mano, le mostró el alfiler. Al verlo, el mayor se puso más pálido.

–¿Esto es tuyo?

–Sí –dijo, después de pensárselo.

–¿Fue Zoro el que te lo regaló? ¿Es por ti por lo que ha renunciado?

–Luffy –intervino Shanks–. Escúchame, Zoro ha ido con segundas intenciones desde un principio. Fue a por Mihawk y le engañó. No ha renunciado por él, sino porque ha conseguido lo que quería.

–Su objetivo era Competiciones –le espetó Mihawk–, ¿por qué se ha largado nada más conseguirlo?

Shanks le miró serio.

–Tal vez eso nos ha hecho creer, que ese era su objetivo. Ayer me amenazó con una demanda de acosos si no firmaba su renuncia. Puede tener cualquier plan fuera de Grand Line con toda la información de la empresa o nosotros. Aunque ya es tarde para hace nada. Es muy probable que haya desaparecido de nuestras vidas hasta nuevo aviso.

Una flecha acertó en el pecho de Luffy.

–¿Desaparecer? Pero si yo no sabía nada, él no me ha dicho nada.

Shanks mostró un gesto comprensivo y conciliador.

–Sé que lo apreciabas mucho, Luffy. Pero el mismo me confesó ayer que a las cinco de tarde de hoy subiría a un tren.

Se hizo silencio. Luffy no quería creer lo que oía de Zoro. Pero era Shanks; su padre, la persona a quien más admiraba; el que le decía que no era su amigo, sino un simple trepa. También Ace; su hermano, que siempre le había protegido; el que le decía que Zoro no era como habían creído. Y Law; aquel en el que debía confiar; el que le decía que peliverde estaba bien, como siempre.

Para colmo, Zoro parecía más interesado en gastar su tiempo para escapar que para rebatir nada.

Agachó la cabeza hacia el alfiler. Se acordó del peliverde, embobado frente al escaparate; en ese momento pensó que debería querer mucho a la persona a la que pretendía regalarle aquel alfiler, ¿eso también era fingido? ¿se inventó todo? ¿Por qué? ¿Por qué le mentiría con lo de ese hombre casado con alguna mujer?

Su cerebro recibió una descarga. Le retransmitió la información completa y, de repente, lo vio todo mucho más claro. De nuevo miró a Mihawk.

–¿Tú le dijiste a Zoro que estabas casado con una mujer?

El otro no respondió, pero su no-respuesta fue la verdadera afirmación.

–Entonces, fuiste tú el que le engañaste a él, no al revés –su cabeza siguió funcionando, uniendo piezas–. Por... Por eso se va. Porque él te quería y tú le engañaste. Por eso va a dejar su sueño.

A excepción de la severidad y recelo, Mihawk siempre había sido un profesional en no dejar que nadie adivinara sus emociones. No obstante, esas emociones le estaban traspasando, el chico se estaba dando cuenta. Y si no le conociera desde hacía tanto, hubiese dicho que estaba aterrado.

–Luffy –interrumpió el pelirrojo una vez más–. Lo que le dijera o dejara de decir Mihawk no cuenta, Zoro tenía que saberlo.

–¿¡Y cómo va a saberlo si nadie se lo dice!? –cargó contra él–. ¡Es un tío tan lerdo que se pierde hasta en línea recta! ¡Era de cajón que no se iba a dar cuenta! ¡Par de capullos! ¡Si tenéis problemas de pareja meteos a terapia y dejad a los demás en paz!

Alzó el puño y estrelló el alfiler en las baldosas de la terraza. Salió corriendo de la casa, con un portazo que podría haber derrumbado el edifico entero.

–Su etapa rebelde dura demasiado –comentó Shanks, miró a Mihawk–. ¿Por qué no vas con él? Saldrías de dudas.

El otro le devolvió la mirada, parecía estar a un punto de desplomarse, en cuerpo y alma. Caminó hasta donde había rebotado el alfiler. Se arrodilló y lo recogió con cuidado, pasó su dedo pulgar por el en una caricia.

–Si lo que dices es cierto, ¿de qué serviría? Sólo corroboraría que me ha utilizado.

–¿Y si no lo fuese?

Una risa, amargada y entre dientes, se escapó de la garganta de Mihawk. Se levantó y dejó caer sobre una de las hamacas. Se llevó la mano a los ojos.

–¿De verdad he hecho que le pongan en Competiciones a dedo? –le tembló la voz.

–Sólo hay que rascar un poco para darse cuenta que no ha sido de otra forma.

La gravedad que rodeaba a Mihawk se hacía más densa. "Solo pensé que querrías saberlo". Vio la placa colgada en el cuello de Zoro, escuchó su historia con aquella chica por la que se había prometido llegar más lejos que nadie. "¿Por qué mierda creías que estaba contigo?" Revivió aquel momento de quiebre; la herida en su oreja, su puño vendado; ataques de odio efectuados contra sí mismo, por él, por su culpa. "Tranquilo...". Escuchó la manera en que se había despedido de él, tan llena de afecto y delicadeza, tan resignada y definitiva. "Él te quería y tú le engañaste".

–Entonces es demasiado tarde –sollozó–. Me he cargado su sueño con mis propias manos.

Shanks le observó en silencio como se desmoronaba. Resopló por la nariz.

–Sí que debes quererle. A mí nunca intentaste liberarme de ti.

 

 

 

Había una parada de taxi a la entrada del edifico, pero cuando Luffy se plantó en calcetines allí, estaba absolutamente vacía.

–¡Aah, mierda! ¡Siempre en el peor momento!

Miró a ambos lados de la calle, no tenía pinta de que fuese a aparecer alguno. El tren salía a las cinco, Zoro tendría que salir hora y media antes; tenía poco más de una para llegar a su casa vía metro, en un trayecto de cuarenta y cinco minutos, más otros veinte desde la parada hasta el piso. ¡El contador está a menos cero!

Se adecuó a la postura de un corredor. Se inventó en su cabeza el pistoletazo de salida y se lanzó a la carrera como si estuviera poseído. Con el impulso y la adrenalina de su parte, corrió a la boca de metro más cercana y de un salto olímpico sobrevoló los tornos verificadores de billetes. Oyó los gritos pisándole los talones, pero por todos sus muertos que no le iban a atrapar. ¡Saltaría a través del espacio-tiempo si hacía falta!

 

 

 

Law cerró la caja con cinta adhesiva. Costaba creerlo, pero era la última. Puede que no lo hubiesen conseguido de no ser por la escasez total de efectos personales; y de no ser tampoco por Zoro que, entre la noche del miércoles y la madrugada del jueves, se había desvelado organizándolo todo.

–No tenías porqué quedarte a ayudar –le dijo el peliverde.

–Estás de coña –se puso en pie–. Si no os echaba un mano más de la mitad de las cosas estarían sin empaquetar.

–Gracias, en cualquier caso. El lunes llamaré a la empresa de mudanza, no creo que tarde más de una semana en venir y desalojar la habitación.

–¿Sabes ya qué vas a hacer cuando te instales allí?

–Me entrevistaré con el jefe de Johnny y Yosaku. Tal vez le sobre un puesto para un principiante.

–¿Principiante? ¿Con el curriculun que has hecho en Grand Line?

Zoro agachó la cabeza, se rascó el cogote.

–No me sentiría cómodo haciendo uso de él. Prefiero empezar desde cero.

El medicó difuminó su gesto de preocupación con otro de molestia.

–Yo también tendré que ponerme a hacer entrevistas para buscar un nuevo compañero.

–Luffy está a punto de graduarse, ¿por qué no se lo pides a él?

Observó al peliverde como si fuese un extraterrestre.

–¿Me lo estás diciendo en serio? ¿Has visto sus notas? Está para repetir por segunda vez.

–Sí, pero también está harto de la vida de instituto, capaz es de recuperarlas todas en verano.

–Ya, tampoco creo que quiera verme después de saber que te has ido y no le he dicho nada.

Zoro se tuvo que reír.

–Luffy no es tan idiota. Sabrá que no era tu asunto –se encogió de hombros–. Desde que empezasteis a salir os he envidiado. Tanto que me convencí de que Mihawk y yo éramos iguales. Estoy seguro de que salís adelante.

Law se mordió los labios. Sentía que tenía que decir algo más, ¿pero el qué?

–Eh, Zoro –apareció Johnny por la puerta–. Yosaku y yo ya hemos conseguido cerrar los tres maletones. ¿Tú estás listo?

–Sí, ¿queréis iros ya? Todavía tenemos tiempo de sobra.

–Yosaku quiere gastarse su sueldo en un Starbuck de esos que hay tantos por aquí.

–¡Mentira! –gritó el aludido desde el salón–. ¡Eres tú el que no para de hablar de frappuccinos!

 

 

 

Tenía que decirle a Zoro que no se podía marchar, tenía que decirle que Mihawk y Shanks eran unos imbéciles que lo habían colocado en medio de su fuego cruzado, tenía que decirle que debía entrar en Competiciones y callarle a todo el mundo la boca de una patada. Pero...

–¡Por qué mierda este metro es tan lento! –traqueteó de rabia la barra de metal a la que estaba agarrado, con tanta fuerza que ésta acabó por desprenderse–. ¡Uaah!

 

 

 

–El taxi estará en cinco minutos –avisó Yosaku.

–Pues vamos bajando, ¿no? –sugirió Johnny–. ¿Cabremos con las maletas?

–Sí, creo que sí –opinó Zoro–. El ascensor es viejo pero grande.

 

 

 

Antes de que terminaran de abrirse las puertas de la cabina, Luffy ya estaba embistiendo contra ellas para salir. Incluso se hizo un raspón en el brazo. Pero no le importo, siguió corriendo. Lo más deprisa que podía, aun con flato y falta de aliento. Salió de la boca del metro, cruzó la calle; no obstante, tan empecinado iba, que no se percató de que el semáforo estaba en rojo.

Rodó sobre el capó del coche que le arroyó y acabó en el suelo. Hubo unos instantes de contención.

–¡Mira por dónde vas, chiflado! –gritó a la vez que se incorporaba y dio una patada a la delantera del coche, importando poco que el conductor fuera cierta ancianita adorable que a ese paso acabaría por acostumbrase a ese tipo de escenas.

Continuó corriendo como un loco. Tenía que llegar a tiempo.

 

 

 

Johnny y Yosaku salieron del piso y llamaron al ascensor. Zoro, antes de cruzar el vano, se giró al médico. Le tendió la mano. Law formalizó el apretón.

–Si te sirve de algo –empezó el médico–: has sido un buen compañero de piso. No muy limpio, ni muy organizado, tampoco demasiado formal. Pero se puede tratar contigo.

–Gracias, supongo. Tú también has sido un buen compañero, a pesar de tus neurosis.

Se pararon las manos.

–Bueno, hasta otra. Vigila bien a Luffy por mí.

–No te preocupes. Pero cuida tu también de ti mismo, aunque sea un poco.

–Haré lo que se pueda –bromeó.

 

 

 

¡Ahí estaba! ¡El portal! ¡Había llegado! Metió el último sprint, y atravesó el portón abierto de madera. Se estrelló contra el ascensor y pulsó tres veces seguidas al botón.

–¿Qué? ¡Mierda!

Pero estaba ocupado. Ya no le quedaba tiempo. Subió por las escaleras. No se dio cuenta de que el ascensor se estaba abriendo en la planta baja.

–Oh, mirad que bien –comentó Johnny–. El taxi ya está en la puerta.

Le dolía respirar, estaba bañado en sudor, el flato era el peor de su vida. No obstante, siguió subiendo pisos. Hasta el cuarto, hasta aquella puerta sobre la que, como antes con el ascensor, se estrelló. De manera tan fuerte que, Law, dentro del apartamento, pegó un bote y, sin mucho tiempo a recapacitar en que había sido eso, empezó a oír el timbre, pulsado reiteradas veces a una velocidad que casi rozaba la del sonido. El médico reconoció esa forma de llamar al instante.

–¡Luffy! –le abrió.

No pudo fijarse en su desahogo debido a la carrera, en su camiseta sudada, en el raspón de su brazo o en sus calcetines manchados de la mugre de la calle. Nada más abrió, Luffy le pegó un puñetazo que le tiró al suelo.

–¡Dime dónde está Zoro –le agarró del cuello y le gritó a la cara–, ahora!

–¿Zoro? ¿¡Pero qué dices!? ¡Acaba de salir por la puerta!

–¿¡Qué!?

–¡Os habéis tenido que cruzar! ¡Iba a coger un taxi!

Luffy miró la ventana rota. Y el balcón, abierto de par en par. Corrió hacia él, no cayéndose gracias a la barandilla. No vio a Zoro en la calle; vio un taxi, arrancado, que se alejaba.

Por una milésima, pensó que había llegado tarde, que era el final. Sólo por una milésima. A la siguiente, abrió su boca a la mayor capacidad, llenó sus pulmones de aire, tanto que de poco no le explotan. Rugió:

–¡ZOROOOOOOOO!

Y su rugido retumbó en las cuatro calles a la redonda, vibró en los cristales de las casas, hizo saltar las alarmas de cinco coches y sobresaltó a todo ser viviente que se encontrara dentro del radio. A los abuelos que dormían la siesta, a los jóvenes que corrían para hacer deporte, a los pájaros de los árboles que huyeron en bandadas y a un pobre taxista que del susto dio un tremendo frenazo.

–¿Pero qué mierda ha sido eso? –preguntó Yosaku temiendo una catástrofe natural.

Zoro se volteó y miró por el cristal del maletero. Desde ahí no veía nada. Abrió la puerta del vehículo.

–¿Luffy?

–¡Sube aquí ahora mismo! –le gritó.

–¿¡Pero que mierda haces ahí?

–¡Que subas te he dicho! ¡Que subas ahora mismo o me tiro! ¡Te juro que me tiro! ¡Aah!

Para demostrar que no iba de farol, el chico se agarró bien de la barandilla y se colgó de ella, con el cuerpo fuera del balcón y los pies apuntando hacia el cielo. Era una brabuconada alterada. Pero Law salió enseguida a agarrarle de la cintura, lo que hizo que Luffy se alterara más y empezara a patalear peligrosamente.

–¿¡A qué coño esperas!? –ahora el que le gritaba era el médico–. ¡Sube! ¡Sube antes de que se mate!

–¡Joder!

Zoro salió del taxi y entró en el portal.

–¡Suéltame, Torao, suelta, suelta, suelta!

De un tizonazo, Law recuperó el cuerpo de Luffy dentro del apartamento, a cambio de una buena costalada en el suelo. Nadie perdió el tiempo en agradecérselo. El chico atravesó la puerta y bajó las escaleras del edificio tan rápido como Zoro las subía. Ambos escuchaban los pasos sobre los escalones del otro. Cada vez más cerca. Cada vez más cerca. Cada vez más cerca...

Pararon en seco a la mitad del segundo y tercer piso, nada más verse, cada uno en un rellano a quince escalones de distancia; ambos con la respiración angustiada.

Luffy se quedó de piedra al ver al peliverde. A penas había pasado una semana, pero su aspecto había cambiado como si hubiesen sucedido años. Y no para bien. La herida de su oreja, sus nudillos, el cetrino de su piel o el morado bajo sus párpados eran sólo detalles. Lo peor era su aura. El chico le había visto en otras ocasiones muy cansado, reventado a trabajar, pero no con esta mirada; como si su interior se estuviese descomponiéndose y llenándose de miasma. Nadie habría dudado en decir que era un enfermo grave.

Entonces supo que nada de lo que había querido decirle podía ser dicho; que no podía quedarse, que tenía que marcharse lejos de todo lo que le estaba matando por dentro. Aún tenía flato, pero no era eso lo que le dolía, era algo peor. Se mordió los labios.

–Era Mihawk, ¿verdad? El hombre casado con el que estabas.

Se hizo silencio. La mala cara del pelirverde se remarcó, de dolor, de miedo.

–Sí.

–¿Es por él por lo que te vas?

–No. O al menos no sólo por él.

Luffy, con resistencia a ese pinchazo que tenía en el pecho, bajó catorce de los quince escalones. Zoro le aguardó serio, firme, resignado; puede que lo último que se esperara de Luffy, era que le abrazara a la altura de la cabeza.

–Perdóname. Debí haber venido antes.

Zoro se quitó de encima los brazos del chico, retrocedió en el rellano.

–¿¡Pero que cojones te pasa!? ¡Grítame, destrózame los dientes o párteme las piernas! ¡Pero no me abraces, no me pidas perdón después de lo que te he hecho!

–Tú a mí no me has hecho nada. Además, no lo sabías.

–¡Debí saberlo! Era muy fácil saberlo, pero no quise... –se llevó la mano a la frente, apartó su rostro enmarcado de culpa–. Me negué.

El labio del peliverde tembló, agachó la cabeza, apretó la mandíbula, los ojos y los puños. Luffy le agarró el brazo antes de que golpeara la pared con esa mano vendada, no iba a permitir que se hiciera más daño. Zoro se revolvió y volvió a apartarse; su espalda quedó pegada a la pared, sin escapatoria. El chico vio como se le humedecían los ojos. El peliverde volvió a apartarle el rostro; temblaba, se deshacía. Al final, exhaló con angustia. Se sentó en el escalón del rellano, abrazado a sí mismo y la frente pegada a la pared.

–Imbécil, soy yo el que te debo pedir perdón –su tono terminó de quebrarse.

Luffy esperó un momento, se sentó a su lado.

–Sólo si te rindes –le dijo amable–. Y sé que no vas a hacerlo. Es tu sueño. Da igual donde lo cumplas, en Grand Line o en cualquier otro sitio. Serás el mejor.

Zoro no le contestó, no le miró. Dejó que pasar el silencio; como si sólo pretendiera que el chico se hartara y se fuera. Al menos, eso pareció en un prologando instante.

–Idiota, lo dices sin ni siquiera haberte leído nada de lo que escribo.

–¡Ni que me hiciese falta! –puso los brazos en jarra–. Yo lo sé y punto –se golpeó el pecho con dignidad.

El peliverde tardó de nuevo en volver a pronunciarse, pero cuando lo hizo, fue con una risa, cansada, afligida; más relajada, quizás. Giró el gesto hacia Luffy, con los ojos aun humedecidos.

–Tienes aire en el cerebro, lo pienso desde el día en que te conocí.

–Bueno –se encogió de hombros–, yo desde que te conocí pienso que algún día una vaca pastará en tu cabeza.

–Eh, no te pases –le entrecerró los ojos.

Compartieron esa última risa, corta, cohibida, casi obligada. Luffy le acarició el cabello, por primera vez, Zoro no evitó el contacto. Había un millón de cosas que quería decirle; lo importante que era para él, su amigo, su compañero, su mano derecha; las concentró todas, cerró los ojos, y las transformó en un beso. El peliverde hizo un gesto de retirarse, o tal vez fue sólo la sorpresa. El también cerró los ojos. Sintieron la calidez del otro durante un par de segundos, antes de separase y mirarse a los ojos.

El chico le abrazó una vez más.

–Te quiero mucho.

Luffy no lo pudo saber pero, él solo, había conseguido que aquel arpón que atravesaba el pecho de su amigo se hiciera un poco más pequeño. Dos lágrimas se desprendieron de los iris del peliverde, correspondió el abrazo.

–Y yo a ti.

No habían arreglado nada. Todo estaba roto, echo pedazos, no se sabía que pieza iba con cual y algunas hasta se habían extraviado. Eran conscientes de ello, pero había que seguir adelante y, por lo menos, podían guardar aquel trozo.

–¡Zoro! –le llamó Johnny desde el portal–. ¿Va todo bien? ¡Date prisa o nos quedamos en tierra!

–¡Ya lo sé! –se secó las mejillas y tomó al chico de los hombros para deshacer el abrazo–. Tengo que irme.

Luffy asintió y él comenzó a bajar escalones.

–Zoro –se puso en pie, el otro se volteó–. Ahora no soy gran cosa, un repetidor de instituto. Pero ya verán esos dos. ¡Tú y yo vamos a darles una paliza! –golpeó el aire con su puño.

El peliverde mostró una media sonrisa que todavía no dejaba de ser una mueca, pero por algo se empezaba. Luffy le despidió con otra más amplia, hasta las encías. Luego se marchó, y el chico se quedó quieto hasta que los pasos del peliverde se apagaron. Suspiró, le iba a echar de menos, pero no era para siempre. Tenía que esforzarse mucho a partir de ahora.

Un carraspeo a su espalda le puso los huevos de corbata. Se giró. Law se sostenía un pañuelo manchado de sangre debajo de la nariz.

–¿Se puede saber porque a él le besas y a mí me endiñas?

Luffy se planteó disculparse, al menos hasta que se acordó porqué le había endiñado.

–¡Me dijiste que Zoro estaba "como siempre"! ¿Dónde te dieron el título de médico, en la tómbola? ¡Si parecía un zombi!

Law apartó la mirada.

–Pensé que si no sabías nada podrías salvarte de que te afectara.

–¡Pues vaya idea! Por poco no me creo que Zoro me odia, que soy tan estúpido que no me di cuenta de que le hice algo horrible como te hice a ti.

–¿A mí? Un momento, ¿Qué me hiciste a mí?

–¡Yo que sé! ¡Nunca me lo dijiste! Me planté un día en el metro y de repente "no quiero ni que me hable ni me llames" –le imitó en una caricatura de voz grave y mosqueada–. ¡Y hala! ¡Si vernos una semana entera por la cara!

–¿Todavía seguías preocupado por eso?

–¿¡Cómo no lo voy a estar si no me cuentas que pasa!? ¡Ni eso ni nada! ¡Nunca me cuentas nada! Y eso que me dijiste que me lo contarías todo.

–¿Pero qué quieres? –saltó irritado–. Que te vaya soltando cada cosa que se me pasa por la cabeza. No soy así, si me preguntas no te mentiré, pero yo no soy de los que cuentan cosas.

Luffy le observó con enfatizado mosqueo.

–Pues con lo de Zoro bien que me mentiste.

–Sólo te dije que estaba bien.

–Pero no lo estaba.

–...

–...

–De acuerdo, tienes razón, te mentí, no lo volveré a hacer.

–Eso no me vale.

–¿Entonces qué quiere que haga?

Luffy le dio la espalda, cruzado de brazos y con la barbilla alzada a la altura de su indignación

–Cuéntame cosas de ti. Cosas que sean verdad, tres bastará por hoy, así estaremos en paz.

La ceja de Law sufrió un tic nervioso. Trató de escapar de esa situación, pero su mente no daba con la estúpida tecla. Evidentemente, Zoro le había puesto todo de color de rosa cuando le dijo que Luffy y él saldrían adelante. Resopló resignado, se sentó en la escalera. Prefería que le metiera otro puñetazo. Se limpió un poco más con el pañuelo y se lo alejó para hablar con más claridad.

–Está bien, primera cosa –alzó el dedo índice. Luffy le vigió de reojo–: mi nombre completo, Water Law D. Trafalgar.

Luffy se sorprendió. No por el apellido en el que coincidían; ya que dicho apellido era como llamarse Pérez, lo tenía todo el mundo; sino por el nombre.

–¿Water? Como Be...

–Si me vienes con el cachondeo del anuncio de Bruce Lee no sigo –le cortó, el chico cerró bien cerrado sus labios. Law alzó otro dedo–. Segunda cosa: Aquella semana que no nos vimos, no fue culpa tuya, de hecho, ni tenía que ver contigo –se detuvo, contar aquello no le era fácil–. Por esas fechas es el aniversario de muerte de Cora.

Luffy sintió un pinchazo de preocupación.

–No suelo estar muy bien esos días –confesó el médico–. Por eso te pedí que no me hablaras, porque no quería que te salpicara.

–Pero si a mí no me hubiese importado.

–Lo sé –sonrió–. Sé que te hubieses metido de lleno y me hubieses sacado todo con sacacorchos. Pero yo no estaba preparado para ello.

Luffy recordó que por aquella época había rechazado a Law. Hubiese sido muy duro para él medico estar con él, apoyarse, y pensar que aun así... Bajó la cabeza arrepentido.

–Lo siento. Supongo que siempre te hago más daño que ayudarte.

–Eso no es verdad, yo no he dicho eso –dijo tan tajante que el chico volvió a mirarle. Alzó el último dedo–. Tercera cosa: Nosotros no... –se enrojeció, apartó la mirada un momento, volvió a limpiarse la sangre de la nariz–. Nosotros no nos conocimos la primera vez que fuiste al piso.

El chico le miró sin entender. Law quería dar marcha atrás, pero ya era tarde. Tragó saliva. Bajó su atención a sus rodillas.

–Yo ya te conocía del metro, desde que empezaste a usar la misma línea que yo. Me fijé en ti. Aunque eso no fue muy difícil, siempre salías con alguna payasa que llamaba la atención de todo el vagón. El caso es que, sin darme cuenta, acabé esperándote. Eras soló un crío de instituto, supongo que me hacías gracia. Me divertía contigo aunque no te conociera. Sé que parece una tontería pero yo, después de que Cora se fuera, no era capaz de verle nada bueno a nada y eso cambió gracias a ti. Porque hasta que tú no apareciste no pensé que mi vida mereciera... una segunda parte, por así decirlo.

Luffy parecía haber enmudecido, la escalera se llenó de silencio. Law, nervioso, se atrevió a levantar la mirada. Le tuvo que dar un repullo. El chico le miraba con una cara que podría haber sido un emoticono con la boca abierta, muy abierta.

–¿Y ahora a qué te pasa?

–¡Ah, perdona! –reaccionó–. Es que... no sé –explicó aturrullado, incómodo–. Es como si por un lado quisiera espachurrate entre mis brazos y por otro ponerte una orden de alejamiento.

Eso sí que fue una coincidencia, porque Law no supo si enrojecerse o palidecer.

–Me voy arriba –se levantó, le dio la espalda y empezó a subir escalones, bastante cabreado.

–¡Espera, Torao! –le siguió–. No te enfades, ¡si no te iba a poner ninguna orden! ¡Me alegra que te hubieses puesto todos los días desde una esquina del vagón, escondido entre la gente a ver lo que yo hacía o dejaba de hacer!

–¡No lo digas así! ¡Suena como si te estuviese acosando!

–¡Claro que no! Bueno, un poco sí que sí. Pero solo fueron unas semanas antes de conocernos, ¿no? No es para tanto.

–Fueron tres años.

–¡Tres años! ¿¡Te pasaste tres años en plan tío raro detrás de mí!? –se abrazó a si mismo con un escalofrío.

Law se detuvo, se volvió hacia el chico con una vena marcada en la frente. Boqueó para decir algo. Al instante se dio cuenta de que no tenía manera de defenderse. Resopló ofuscado a la vez que retomaba su ascenso por los escalones.

Luffy le agarró de la sudadera para detenerle.

–¿Por qué nunca me dijiste nada?

Law le miró.

–Fueron muchos trayectos. Demasiados –le apartó el pelo de la frente en una caricia, dejando la mano en la cabeza del chico–. Pero nunca tuve algún indicio de que me reconocieras de una vez para otra. Pensé, que yo no era alguien en quién te fijarías.

Luffy frunció el ceño y curvó su boca con las comisuras hacia abajo.

–Pues vaya tontería.

–Pues era lo que había –le reprochó.

El médico se giró una vez más para terminar de subir al cuarto piso. Luffy le agarró de la mano, le sonrió con timidez; Law le correspondió y siguieron juntos.

–Oye, Torao, lo del beso a Zoro...

–No te preocupes, sé el porqué se lo has dado, no tengo nada que objetar –hizo una pausa. Se enrojeció–. Además, aunque me pusiera celoso no tendría nada que hacer. Soy tuyo.

Luffy sintió como su corazón casi se le escapa por la boca. Contempló al médico. "Soy tuyo". ¿Esas palabras eran...?

Llegaron al rellano del cuarto piso y, nada más pusieron un pie en él, Luffy abrazó del cuello a Law, que perdió el pañuelo ensangrentado, y le acorraló contra la pared. Se besaron, agarrándose el pelo y la ropa, robándose el aliento. Hasta que necesitaron respirar.

–Yo también soy tuyo, Torao.

Law, con el rubor ganando terreno en su cara, sonrió. Ese chico que estaba abrazado a él, besándolo queriéndole; sudado, en calcetines, sin dos dedos de frente; hacía que cada momento que pasara juntos se volviera perfecto. No lo entendía, pero tampoco le importaba.

–Aunque no sea celoso tampoco te creas que no voy a buscar una forma de que me compenses.

–¿Con sexo? –sugirió.

–Con sexo soy yo el que te compensa a ti –le regañó con un golpecito frente con frente.

 

 

 

El viento continuaba su baile por la terraza, solitaria salvo por una persona. Mihawk, de brazos cruzados sobre la balaustrada, contemplaba la selva de edificios con sus ojos extrañamente enrojecidos. Tenía un cigarrillo encendido entre los dedos.

Su móvil sonó en su bolsillo. Era Perona.

–Hola papá, ¿cómo estás?

–Estoy bien. ¿Y tú? ¿Qué tal por Transilvania?

–Bien. Aunque siento haberme ido y dejarte ahí solo –hizo una pausa–. ¿Cómo va la cosa con Shanks?

–Hemos hablado –se llevó el cigarrillo a la boca. Dio una calada–. Ya no tienes de qué preocuparte. No volverá a decirte nada más.

–Pero... ¿no os vais a divorciar?

–Los dos somos muy mayores para eso –contestó con una risa entre dientes.

–Habla por él. Está teniendo un envejecimiento de lo más feo.

Mihawk sonrió. Cómo agradecía tenerla a ella.

–Perona, estoy pensando que ya es hora de vender el piso, si conoces a alguien que lo quiera...

–Vivís en el ático de un rascacielos con piscina, ¿cómo voy a encontrar alguien que pueda permitírselo? –le espetó. Después cayó en la cuenta de que no se refería a ese piso–. Un momento, papá. ¿Hablas del tuyo, donde guardas tus libros?

–Sí, lo he mantenido demasiado tiempo, incluso en épocas que era contraproducente. Es hora de que me despida de él –y de los recuerdos de los que se había impregnado, desde que lo habitó por primera vez, hasta esos seis meses.

–Pero si es muy importante para ti. ¿Es de eso de lo que habéis hablado? –se estaba poniendo nerviosa–. ¿Tanto le quieres como para hacer eso?

Sabía que la pregunta iba referida a otra persona, pero cuando contestó, Mihawk no pensó en él, pensó en el alfiler que guardaba con cariño en el bolsillo de su camisa.

–Sí, me di cuenta demasiado tarde.

Incluso antes de conocer a Shanks, se había sentido como un viejo, un estorbo sentado en una silla de ruedas con una sonda clavada en la nariz, alguien demasiado decrépito de mente para cualquier persona; excepto para Zoro. El peliverde se había acercado a él sin reparos, le había ayudado a quitarse aquel molesto tubo, a levantarse de aquella silla, y a caminar. Y con forme más pasos había dado con él, más joven y más fuerte ante todo se había hecho.

 

 

 

El taxi avanzaba de camino a la estación de tren. Yosaku analizó de reojo a Zoro. El peliverde salió antes del portal con unas gafas de sol puestas y la voz rara. Porque se trataba de él, si no diría que pretendía ocultar que se había puesto a llorar a moco tendido. Se fijó su cuello, se preocupó más.

–Oye, Zoro –el aludido despegó su frente del cristal–. ¿Dónde está tu colgante?

Johnny, en el asiento del copiloto, viró hacia atrás. A él tampoco le había pasado desapercibido ese detalle.

Zoro llevó la atención a su pecho, donde la ausencia de la placa se le hizo rara, como el no sentir el peso y roce de la cadena. Se le formó una media sonrisa.

–No me he deshecho de él, si es lo que piensas. Pero le estaba dando un mal uso. Es una espada, las espadas sólo se deben usar en combate.

–¿Eso que quiere decir? –preguntó Johnny.

–Que a partir de ahora lo usaré como amuleto.

–Pues entonces póntelo para cuando te presentemos a nuestro jefe, lo vas a necesitar –se carcajeó.

Zoro devolvió su vista al cristal, bajó la ventanilla y sintió el aire. Había algo más, no era la placa lo único que había guardado, con ella estaban también aquellos pendientes.

No era capaz de imaginar cómo serían las cosas a partir del día siguiente. Desde que Kuina se fue, se había sentido como un niño abandonado en mitad de la calle y al que nadie hacía caso porque no era más que una molestia; menos Mihawk, el sí se había acercado a él, le había ayudado a caminar, y con forme más pasos había dado con él más maduro y adulto se había hecho.

 

 

 

"Ahora no lo tengo a mi lado"

"Debo aprender a caminar yo solo"

"Como la primera vez..."

"...que se aprende a montar en bici"

"No sé si podre con este silencio"

"Siento demasiado vértigo"

"Le voy a echar de menos"

"Ya le estoy echando de menos"

"Pero..."

"Pero..."

Mihawk cerró los ojos al inspirar, al mismo tiempo que lo hizo Zoro. El viento les rozó la cara, con él dejaron ir la última atadura que les unía.

"Tengo que seguir viviendo"

"Voy a seguir luchando".

Y sus miradas fueron al frente.

 

Fin

Notas finales:

Y ya está ¡^¡ Confieso que yo quería un final happy, de hecho, cuando empecé la historia había un cincuenta por ciento de que acabara happy, pero en el transcurso y desarrollo ese porcentaje se fue menguando hasta morir U_u

Por otro lado, al final he agradecido mucho haber escrito el punto de vista de Mihawk en aquellos anteriores capítulos; una parte de mi quería escribir la escena de Zoro y Shanks sin que se supiera que había pasado realmente, pero hubiese sido un pegote enorme explicarlo todo después en la escena de Shanks y Mihawk X_x y el capítulo se hubiese alargado hasta el infinito.

Siento lo que respecta a Law y Luffy, no por como han acabado, ellos sí que no se tienen de que quejar, pero es verdad que su protagonismo en este capitulo ha quedado bastante reducido. Quise añadir escenas, pero se veían demasiado forzadas.

Todavía queda el epílogo. Normalmente siempre lo subo junto con el último capitulo, pero en esta ocasión ha sido muy largo e intenso (han pasado muchas cosas), y mi mente necesita reposar un poco xD Pero llegará en breve (digo yo que llegará en breve).

Muchas gracias por leer hasta aquí y por apoyarme tanto, ha sido una historia bastante dificil que me ha consumido (para bien) todo lo que ha querido y más, espero que lo hayáis disfrutado y sufrido aunque sea una cuarta parte de lo que lo he hecho yo. Un abrazo ;)


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