Parte 1: Los marineros azules del Sahara.
Los rayos del sol vespertino morían lentamente en el firmamento, en una fusión de tonos anaranjados, morados y azulados. Las sombras dibujadas sobre la caliente arena danzaban en cadencia con el viento que soplaba cada grano, cada hoja de cada hierba, y cada pliegue de sus blancas ropas. El rugir del viento, así como los retumbantes latidos de su corazón, y los ásperos jadeos que brotaban de su garganta, rompía con aquel silencio ensordecedor. Las dunas se levantaban con gran temple ante sus ojos, como amenazando con dejarse caer con todo su peso y darle una muerte segura. Sin embargo sus pies seguían pisando con fuerza, como muestra de que no se dejaría amedrentar.
Segundo tras segundo, minuto tras minuto, hora tras hora, y día tras día llevó ese peregrinar. Eventualmente sus piernas comenzaron a tambalear, su garganta a llenarse de polvo, sus ojos a nublarse por la falta de sueño, su piel a resquebrajarse por los estragos del sol y la arena, e incluso su mente a jugarle malas pasadas al mostrarle frente a sus ojos al objeto de su adoración. Se talló los ojos ante esto último e inmediatamente aquella visión desapareció. Recordaba a la perfección que dejó a su amor ya bastante lejos, por lo que un simple espejismo no lo iba a engañar. No obstante no pudo evitar sentir cierto remordimiento al irse sin aquella persona a la que le entregó su corazón y su alma, pero no podía arriesgarla a las inclemencias del hostil desierto. Además ésta misma fue quien le dio las expresas órdenes de irse y no volver hasta que las aguas se calmaran.
Las primeras estrellas de la noche comenzaron a brillar en lo alto, y el furioso viento del día se volvió calmo pero más frío. Asimismo la escasa vegetación desaparecía de su campo de visión. No resistiendo más, se dejó caer en un sueño profundo, uno en el que él y su adoración se entregaban al amor. No supo cuánto tiempo estuvo así, pero cuando una luz intensa se filtró bajo sus doradas pestañas, el corazón se le aceleró y eventualmente abrió los ojos de forma abrupta, hiriéndose la vista con la luz cegadora del sol de mediodía.
—¡Al fin despiertas! —una sombra se interpuso entre él y el sol— Creímos que morirías.
—Corriste con suerte —habló una segunda— Ya íbamos a echarte a los perros... bueno, sí los hubiera.
—¡Milo! —le reprendió el primero.
—¿Quiénes son ustedes? —inquirió con voz rasposa, a causa del polvo en su garganta— ¿Dónde estamos? ¿Por qué estoy...?
En ese momento se dio cuenta de que colgaba sobre la espalda de lo que podría ser un camello o un dromedario. Asimismo sobre sus ropas blancas, consistentes en un shenti (1) que le llegaba a la rodilla, y una saya (2) sin mangas, traía una larga túnica y un turbante, ambos de color azul índigo.
—Antes de que te exaltes deja que te expliquemos —habló con parsimonia la primera presencia—. Verás, mi compañero y yo te encontramos en medio de la nada hace poco. Veníamos de vuelta de un viaje cuando te vimos. Como no había nadie en los alrededores creímos que te perdiste y por eso decidimos ayudarte.
—Ya veo, pero... ¿En dónde estamos?
—En todas y en ninguna parte —respondió el llamado Milo—, somos un pueblo libre.
—En otras palabras, somos kel tamahak (3), mejor conocidos como hombres azules.
Sus ojos se abrieron de sobremanera al escuchar aquella declaración. Como anteriormente los tenía entrecerrados, tuvo que abrirlos un poco más para enfocar a aquellas dos presencias. La primera, que hablaba de forma apacible y seria, tenía los ojos de color azul, y algunos cabellos aguamarina se asomaban bajo su turbante azul índigo. La segunda, que respondía al nombre de Milo, tenía los ojos de un color azul más claro y su cabello era azul eléctrico. La razón de su asombro, sin embargo, se debía a que sus salvadores formaban parte de aquellas tribus semi-nómadas famosas por interceptar a los viajeros y despojarlos de sus posesiones. Dichos hombres eran reconocibles precisamente por sus vestimentas azules. Asimismo ellos entendían su lengua, aumentando así su asombro. Su instinto de supervivencia le gritó que se alejara de ellos, pero su raciocinio le recordó que no le habían despojado aún de su escasa pero valiosa joyería, por lo que intuyó que sus intenciones eran buenas. En cuanto espabiló, se bajó de la bestia y se paró frente a aquellos.
—Gracias por sus atenciones —murmuró, bajando un poco la guardia—. Como pago les doy esto —se despojó de una pulsera de oro y plata que traía en el brazo izquierdo.
—¡Vamos, no fue nada! —espetó Milo— Mejor dinos qué hacías ahí en medio de la nada…
—¡Milo! Deja de atosigarlo con tus preguntas y llevémoslo al campamento. Se aproxima una tormenta.
—¡Camus, qué aburrido eres!
—¡Tú! —el nombrado se dirigió a él— Vendrás con nosotros.
Iba a negarse, pero la mirada de advertencia de Milo le indicó que nada bueno pasaría si contradecía a su compañero. Lanzando un suspiro resignado, se dispuso a seguir a aquellos dos hombres, que se notaba que conocían ese mar de arena como la palma de su mano.
—Por cierto… ¿Cómo te llamas?
—Shaka —respondió sin más.
CONTINUARÁ.