Parte 11: La cantora del velo azul
Su embarcación navegaba sobre las aguas del Nilo como loto en un estanque, en una calma cuyo silencio rayaba en lo ensordecedor. Transcurrió un breve tiempo desde que la clarividente le revelara sobre su futuro. Si bien no proporcionó detalles, intuía que en este viaje a las lejanas tierras de Qadesh (1), encomendado a su hermano por el faraón, conocería a aquella mujer que podría darle pistas del paradero del Cuentista de Asiria. Por supuesto ambos hermanos guardaron silencio al respecto para no desatar la ira del faraón, pero él tenía un motivo más poderoso —a su parecer— para ello: devolverle a los preciosos ojos verdes de su reina el brillo que perdieron cuando llegó la noticia de la muerte de Shaka. A decir verdad él nunca se tragó aquella mentira, pues no creía que el asirio hubiera sido capturado tan rápido, mucho menos si le perseguían en un territorio tan lejano y hostil como el Sahara. Además no había más pruebas que la palabra del faraón, que pesaba mucho más que la suya, empero era pronunciada bajo la ignorancia de una verdad aún peor: él mismo, Aioria, había ayudado al cuentista a escapar aquella noche de hace casi siete meses.
En esos pensamientos estaba cuando el capitán del navío les informó a él y a su hermano que ya estaban pisando el suelo de Heliópolis (2), sede del culto al dios solar Ra. Ahí comenzaba el Camino de los Reyes (3), una ruta que debían tomar para llegar a territorio hitita y cumplir con la misión encomendada al Ministro de Asuntos Exteriores: evitar otra guerra entre egipcios e hititas (4). Bufó con pesadez. Si bien la diplomacia no era lo suyo, siempre acompañaba a su hermano en este tipo de misiones, pues quería aprovechar el tiempo que durante trece años no pudo pasar junto a él debido a sus estudios en el Kap (5), así fuera entre esas soporíferas audiencias que duraban horas.
Algunos minutos más tarde ya se encontraban en la villa que frecuentaban como punto de descanso, antes de tomar el Camino de los Reyes. A decir verdad no era la primera vez que pisaban las tierras de Heliópolis, y de hecho los anfitriones, unos notables ricos que dirigían algunos talleres de tejido de lino, ya los conocían. Como casi siempre, degustaban de un gran banquete en compañía de varios invitados. De momentos sentía algo de envidia por su hermano, pues Aioros acaparaba la atención con su conversación un tanto jovial pero no menos parsimoniosa y refinada. Empero, algún tiempo después, el banquete se interrumpía para dar paso a un espectáculo para deleite de los invitados.
Al borde de un gran espejo de agua, embellecido con plantas acuáticas e iluminado por antorchas estratégicamente distribuidas sobre largos mástiles, un conjunto de muchachas mostraba sus dotes mediante la danza. Ataviadas con largas túnicas drapeadas y semi-transparentes, provistas de pelucas negras tejidas en abundantes trenzas decoradas con piedras preciosas, entre otros tantos accesorios, realizaban movimientos lentos y lascivos que abstraían a los presentes. Las instrumentistas hacían gala de sus habilidades, primero con suaves tintineos y sencillos acordes. En cuanto entró la percusión, las muchachas se deshicieron de sus túnicas, dejando ver una redecilla de perlas sobre sus pechos y una faldilla corta que poco dejaba a la imaginación. A continuación vino una serie de saltos sencillos pero perfectamente sincronizados. Al ritmo de los tambores y los cascabeles, los sencillos saltos se transformaban en acrobacias que adquirían mayor complejidad, y que robaban cada suspiro y exclamación de los invitados. Unos últimos cascabeleos, con una desaparición gradual de las cuerdas y la percusión, daban fin al primer acto.
Los aplausos del público mostraban lo fascinados que quedaron no sólo con el espectáculo, sino con la belleza de las bailarinas y las instrumentistas. Sin embargo nada de esto llamó la atención de Aioria, quien estaba más inmerso en la angustia, pues ninguna de estas mujeres, instruidas desde pequeñas en las artes de la música y la danza, podría estar ni un poquito relacionada con el Cuentista de Asiria. A juzgar por la alegría en sus agraciadas y maquilladas facciones, la pasión que imprimían en sus movimientos, y la finura de sus ropajes, era evidente que ellas no tenían más preocupaciones además de perfeccionar su arte y vivir una vida cómoda sin salir de su morada. Apostaba a que ni siquiera estaban enteradas de la existencia del ex–Médico de la Gran Esposa Real.
—¡Quita esa cara, hermano! —Aioros le revolvía el cabello con una mano y le sonreía— Aún nos falta medio camino, y todavía el de vuelta. No pierdas la esperanza.
Eso lo dejó desencajado. No era un secreto para él que la sola mención del nombre del cuentista, tanto por los visires gemelos como por el Ministro de Asuntos Exteriores y otros funcionarios de élite —al menos en presencia del faraón—, era motivo suficiente para ser enviado a prisión. Por ello le resultaba extraño que su hermano le alentara. Sin embargo el mayor tenía razón, no podía desanimarse tan rápido, no cuando estaba de por medio la felicidad de su reina, a quien quería, respetaba e incluso idolatraba.
Ahora comenzaba el segundo acto. Algunas antorchas habían sido apagadas para atenuar la luz del lugar, y únicamente se encontraban las instrumentistas. El recinto se llenó de cuchicheos por algunos segundos, para luego ser callados por un conjunto de instrumentos de viento. Los espectadores observaban con atención cómo unos haces de luz, provenientes de algunos espejos manipulados desde lo alto, convergían de diferentes puntos en uno sólo, dejando ver una figura envuelta en telas azules. Algunos murmullos más se dejaron escuchar, pues a decir verdad era muy raro en tierras egipcias que alguien estuviera cubierto de la cabeza a los pies con un color tan llamativo. En cuanto comenzaron a sonar algunos acordes, aquella silueta se despojó de una pesada túnica azul de cuerpo completo, quedando con un vestido más corto y ligero, y un velo semi-transparente del mismo color. Se introdujo lentamente al estanque y, en cuanto estuvo en medio, entonó un canto. Si la belleza y el encanto de las bailarinas habían deslumbrado a todos, la melodiosa voz femenina que brotaba de aquellos labios bajo el velo azul deleitaba los oídos y estremecía los corazones de los oyentes. Ella realizaba pocos pero gráciles movimientos con los brazos, como si estuviera emulando a los papiros y los juncos que danzaban al compás del viento en las orillas del Nilo. Si bien la cantante no mostraba la exuberancia y el erotismo de las bailarinas, Aioria encontró algo en ella que en las otras no: sentimiento.
—Si no es mucha molestia —farfulló Aioria en voz baja—, me gustaría preguntar ¿Por qué se cubre tanto?
—No sabría decírselo con certeza —respondía la esposa de su anfitrión—, pero supongo que así se acostumbra vestir en su lugar de origen.
—¿Es extranjera?
—Así es. Apenas hace un mes y medio llegó aquí, con dos pequeños niños.
—Es casada, entonces.
—No podría afirmar eso. A decir verdad casi no habla nuestra lengua y con trabajos pudimos saber su nombre.
No hubo más palabras después de ello. Los dos hermanos se dejaban llevar, al igual que los demás, por el canto de la misteriosa mujer, quien seguía dentro del estanque, bajo la luz de los espejos en lo alto. Cuando la música se volvió más difusa y su canto fue perdiendo fuerza, los espejos reflectores dejaron de enfocarla y el recinto se sumergió en un solemne silencio, dando así fin al espectáculo. Sin embargo, cuando todo mundo esperaba a que se encendieran todas las luces y la mujer agradeciera con una reverencia, todo se sumergió en oscuridad y unos gritos ahogados se dejaron oír.
—¿Qué ocurre? —inquirió el ministro con preocupación— ¿Es parte de la muestra?
—¡No realmente, seguro fue un error! ¡Ordenaré que se enciendan las antorchas de inmediato!
Dicho y hecho, las luces volvieron a iluminar el lugar pero, para sorpresa de todos, la cantora del velo azul ya no estaba.
—¡Por los dioses! ¡¿Dónde está?! —gritó la anfitriona.
—Cálmate, mujer —espetó su marido—. Seguro aprovechó el caos para ir a despejarse. Sabes que se engenta.
—¡Pero si bien claro se le ordenó que se quedara aquí! —ella sonaba indignada— ¡¿Cómo voy a presentarla ante los señores Aioros y Aioria?!
—Tranquilízate ya, estás armando un drama por nada. Ordenaré a alguien que vaya por ella.
Dicho y hecho, algunos sirvientes se dedicaron a buscar a la cantora, pero los minutos transcurrían y no lograban dar con ella. No estaba en su dormitorio, ni en la cocina, ni en el cuarto de baño, ni en los miradores o los jardines. Era como si se la hubiera tragado la tierra.
—¡Mi señora! —un trío de sirvientes corrían como ánimas que se lleva Anubis— ¡No está en ningún lado!
—¡Sus hermanitos tampoco están!
Esto último llamó la atención de ambos hermanos, pues era la primera vez que sucedía esto en medio de uno de los tantos banquetes a los que ya estaban acostumbrados. El menor de los dos tenía un mal presentimiento.
—¡Dioses, no! ¡No puede desaparecer así como así! ¡Cualquiera lo hubiera notado!
—Tiene razón, no pudo haberse ido. Sus pies mojados debieron dejar su huella, pero en su lugar sólo hay una banda, como si hubiesen arrastrado algo. Sin temor a equivocarme, probablemente alguien sí lo notó, pero no dijo nada porque… —bufó con pesar, pues venía lo peor— probablemente es cómplice de quien quiera que la haya raptado a ella y a sus hermanos.
Los murmullos de impresión no tardaron en escucharse, y con ello vino un sentimiento de incertidumbre y temor.
—¡Cálmense, por favor! ¡Yo personalmente me encargaré de buscarla!
—¡Pero, joven Aioria, eso tomará días! ¡Usted debe acompañar a su hermano al Camino de los Reyes mañana mismo!
—¡Pues no pienso quedarme de brazos cruzados! —replicó enérgicamente— ¡Buscaré a esa mujer y la encontraré, así sea lo último que haga!
CONTINUARÁ…