Parte 12: El cazador cazado
Once de la noche.
Aioria se encontraba en algún claro a orillas del Nilo, no demasiado alejado de una villa en la que se hospedaba, a unos cinco días de distancia de la capital del treceavo nomo (1) del Bajo Egipto, Heliópolis. Se lamentaba internamente por su mala suerte, pues a catorce días de su búsqueda aún no lograba dar con la cantora del velo azul. Catorce días antes Aioros había tomado el Camino de los Reyes para ir a Qadesh a cumplir con la encomienda del faraón, por ello no le acompañaba. Ambos acordaron reencontrase en la capital cuando concluyeran sus respectivas misiones. No obstante catorce días de búsqueda en los alrededores, aún con la colaboración de la policía, no dieron siquiera un indicio de alguna actividad sospechosa que se relacionara con el rapto de una mujer y dos niños. Además, él mismo no sabía cómo era ella físicamente, ya que no pudo observar su cara y mucho menos recordar cualquier rasgo que la distinguiera de las tantas personas que habitaban una ciudad tan grande y poblada.
—Señor Aioria —la voz de un conocido le sacaba de sus pensamientos— Con todo respeto ¿No cree que es muy tarde para seguir aquí afuera?
—Voy en un momento.
Un breve silencio se instaló entre los dos, dejando apreciar la brisa nocturna que mecía los juncos y los papiros.
—Si no es mucha molestia, señor Aioria ¿puedo hacerle una pregunta un poco personal? —inquirió aquél.
—Estás en tu derecho de preguntar, Dio (2) —respondió el castaño—, así como yo lo tengo a reservarme de responder si es necesario.
—Está bien. Dicho esto mi pregunta es: ¿Por qué busca con tanto ahínco a una muchacha que apenas conoce?
Un sudor frío le recorrió la sien. Si bien en su momento su conjetura del rapto fue muy apresurada, la forma tan escandalosa en que ocurrió el siniestro no le dejó demasiadas opciones. Asimismo, cuando los dueños de la villa en Heliópolis mencionaron que la cantora mostraba tener algunos conocimientos de medicina egipcia, muy raros de encontrar en una mujer extranjera, inevitablemente afloró la teoría de que pudiera aprenderlo de un médico de palacio (3)... o, mejor dicho, de cierto ex Médico Real. A su vez esto trajo otra teoría aún más osada: sus captores ya sabían de esto y pretendían obligarla a revelar el paradero del cuentista. Por otro lado, si bien aquel joven que le acompañaba desde Heliópolis demostraba tenerle buena voluntad, los rumores sobre una recompensa a quien entregara a un médico prófugo de la justicia reforzaban sus sospechas y acrecentaban su desconfianza, pues dicha paga era lo suficientemente grande (4) como para convertir en traidor al más leal y humilde de todos los habitantes del Alto y Bajo Egipto. No, definitivamente no podía fiarse de nadie, ni de su propia sombra.
—Mi hermano insiste en que debo sentar cabeza pronto, y ciertamente ella ha llamado mi atención, así que pretendo cortejarla y hacerla mi esposa.
En realidad aquello no era del todo mentira, pues Aioros siempre aprovechaba sus misiones para conocer gente y presentarle a alguna muchacha de buena cuna. Sin embargo siempre las rechazaba, ya que se consideraba un espíritu libre que no debía someterse a las ataduras del matrimonio. Además no conocía otra clase de amor más que el fraternal por su hermano y a su misma reina.
La noche transcurrió sin novedad, y parte de la mañana se le fue en empacar sus pocas pertenencias para antes del mediodía. Más tarde, y mientras él conseguía algunos alimentos en algún mercadillo, una conversación se llevaba a cabo.
—Ya tenemos al halcón y a los dos polluelos —decía un hombre joven, mostrando una tela azul índigo.
—¡¿Sólo dos?! ¡¿Dónde está el tercero?! —exclamó un segundo hombre.
—¡Estúpido! ¡Yo tengo al tercero! —gruñó una mujer— En fin, ¿Dónde los encontraron?
—En una villa en Heliópolis —habló una segunda mujer, más joven que la primera.
—¿Ahora qué sigue? —inquirió un tercer hombre.
—Debemos separarnos para no levantar sospechas. Dos de nosotros nos llevaremos al halcón, el resto se llevará a las crías. Nos reuniremos en Letópolis (5) en cinco días.
Los cinco susodichos, camuflados entre la gente gracias a sus pelucas negras y vestimentas comunes, tomaron diferentes caminos. Uno de ellos, sin embargo, chocó contra Aioria.
—Lo lamento mucho —espetó aquél, raudo, y se fue.
—¿Qué rayos pasa con ese sujeto? —farfulló el castaño de ojos verdes, un poco mosqueado— ¿Uh? —soltó, en cuanto divisó algo tirado en el suelo— Seguro se le cayó por andar papando moscas.
Levantó el objeto y le limpió un poco la tierra. No obstante notó algo familiar en él: estaba repleto de diminutas y muy finas placas de fayenza (6), y además era de un color azul muy llamativo. Entonces cayó en cuenta de que tenía entre sus manos el mismo velo que usó la cantora la noche de su desaparición. Sin pensarlo demasiado se dispuso a seguir el mismo camino, preguntándose cómo lo obtuvo aquél sujeto, llegando a la conclusión de que él era uno de los involucrados en el rapto de aquella mujer.
Cinco días después.
Su acompañante y él se escabullían entre los altos papiros, juncos y otras plantas acuáticas del Nilo. Sus pasos eran rápidos pero no demasiado fuertes, de tal forma que poco perturbaban la atmósfera creada por el zumbido de los mosquitos, el croar de las ranas, el graznido de las grullas, el olor del fango, la humedad del mismo aire y el calor vespertino.
Agradecía de sobremanera su memoria visual y la compañía de Dio, pues unos días antes, mientras cruzaban la frontera del nomo, éste reconoció a uno de los polluelos siendo llevado en un bote por nadie más ni nadie menos que el sujeto con el que Aioria chocó. Gracias a ello emprendieron una silenciosa persecución que resultó ser toda una proeza, pues debían cruzar el río sin ser detectados por la policía o aquél. Cinco días más tarde, empero, ya estaban en tierra siguiendo de cerca al polluelo y su captor.
—¡Señor Aioria, miré! —Dio señaló algún punto— ¡Ahí están!
En efecto, a unos metros delante de su escondite, en alguna entrada, el secuestrador entregaba su presa inconsciente a un hombre y una mujer. Enseguida, ambos introducían al pequeño en una gran litera cargada por ocho hombres, y luego todos ellos entraban a lo que parecía ser el palacio del nomarca (7).
—¿Qué haremos ahora, señor Aioria?
—Simple: deshacernos de esos dos, ahora que ya no hay nadie, y tomar su lugar —respondió, señalando a dos guardias de la entrada.
Tomó el arco y flecha que llevaba consigo, y apuntó con gran precisión a su objetivo, pero algo lo obligó a detenerse.
—Baja el arco, y nadie saldrá herido.
"¡Maldición!"
CONTINUARÁ...