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The Bloody Awesome ABC por xoxomcr

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Diccionario

 

Rayos. Maldición. Mierda.

Ese y muchos otros insultos resonaban en su mente mientras estaba acostado en el sofá de su sala (porque obviamente todo lo de West también era suyo, ¿verdad?). Pensaba en lo sucedido hace poco en la casa del inglés, la peculiar manera de Arthur para dejarlo sin habla y su posterior abandono. ¡Vamos! ¿Qué clase de caballero te abandona en su propia casa de una manera aparentemente tan despreocupada? Muchas cuestiones pasaban por su cabeza... y ninguna de ellas resultaba remotamente agradable. ¿Por qué todo tenía que ser tan desconcertante? Ya de por sí era complicado lidiar con Inglaterra, pero tener que enfrentarse a esa situación en la cual requería pasar horas y horas pensando en un método para intentar aclarar cosas que al final resultan imposibles de descifrar, era demasiado dañino y agotador para su salud mental. Se metió a la boca una de las tantas frituras que tenía como provisiones mientras pensaba en que necesitaba despejar su mente. De pronto sintió como un almohadazo golpeaba de lleno en su rostro.

—Gilbert, llevas ahí tirado, comiendo chatarra y suspirando como por cinco días. Ni siquiera has tomado una ducha, ¿sucede algo malo? —preguntaba Alemania algo preocupado pero con una seriedad muy propia de él. Genial, su plan de despejar su mente se acaba de ir a la mierda; pero bueno, ya que preguntaba, quizás no sería tan malo hablar con su hermano.

—West... creo que tengo un problema.

—Er... eso se nota a leguas, bruder* —suspiró, escogiendo sus palabras antes de hablar. No hacía falta observar tanto para concluir que el de ojos rojos se encontraba en un estado casi deplorable. Sabía que lo que diría a continuación probablemente terminaría frustrando su súper productiva hora para arreglar algunos asuntos burocráticos pendientes, y de paso, también de ir a ordenar el ático; pero tenía que hacerlo, no podía dejar que Gilbert siguiera pudriendo literalmente la sala (porque sabía que al final él tendría que limpiar el chiquero); inspiró hondo y se aventuró a preguntar—. ¿Quieres hablar de ello?

—Yo... es que... ¡agh! —soltó casi al instante, reaccionando automáticamente—. No sé lo que me sucede, últimamente ando muy pensativo y ni siquiera tengo ganas de ir a levantarme algunas "pollitas", si sabes a lo que me refiero —comentó afligido—. ¡Todo por la culpa del estúpido de Inglaterra!

— ¿Inglaterra? —preguntó confundido.

—Exacto, Inglaterra. Ese infeliz que siempre con su lengua mordaz y carácter insoportable hace cosas demasiado impredecibles, su cinismo no tiene escrúpulos y sobre todo: ¡No quiere admitir mi genialidad, que soy un ser superior e inigualable! ¿Puedes creerlo?

—Yo...

—Además, ¿quién se cree que es ese maldito? El otro día me dejó con las palabras en la boca abandonándome en su propia casa. ¿Quién en su sano juicio hace semejante idiotez? ¿Acaso no se da cuenta que pueden robarle objetos preciados? ¡Como el juego de bordado en oro del que tanto presume! Oh cierto, ya lo recuerdo, ¡a nadie le interesaría robar un condenado juego de bordado! Seguro que hasta él mismo sabe que en su casa sólo hay cosas aburridas. Y lo peor de todo es que me dejó tirado luego de responderme que le gusta el té.

— ¿El té? —cuestionó un Ludwig desorientado.

—Sí, lo besé, me besó; dijo que sabía a té, y luego que le gusta —explicó apresuradamente—. No sé a qué rayos se refirió, ¿le gustó el té o el beso? ¿O quizás ambos? Eso último es más probable ya que es imposible que a alguien no le guste un beso mío... —comentaba meditabundo, posando sus dedos en su barbilla— Pero aún así, tal vez sólo le gustó el beso porque sabía a té; en ese caso no importaría la persona que lo estuviese dando porque lo que en realidad disfruta es del sabor. ¿Pero, y si no se refería a eso? —decía contrariado— Aguarda, ¿por qué rayos debería de importarme si le gustó o no? —revolvía sus cabellos en signo de frustración.

—Espera. ¿Lo besaste? —el pobre de Alemania no cabía de la sorpresa. No entendía absolutamente nada.

—West, no repitas todo lo que digo; pareces mi conciencia —Gilbert parecía demasiado ensimismado en lo que iba encaminado más hacia un monólogo—. Como iba diciendo, ahora por su culpa pienso en todas esas idioteces y busco una manera para distraerme, créeme que probé con diferentes métodos, ni siquiera los trucos de magia de Gilbird me distraen lo suficiente. ¡Últimamente hasta molestar al señorito dejó de parecerme tan divertido! —decía tomando aire luego de esa acelerada verborrea.

Ludwig se quedó estático, eso último hizo que su cerebro maquinara a velocidades sobrehumanas. Así que después de todo existía algo —o alguien— que hiciera que molestar a Austria quedara en segundo plano dentro de las prioridades de su hermano. Se imaginó miles de razones por las que Gilbert estuviera tan preocupado, pero luego llegó a una conclusión —a su parecer— más factible.

— ¿Entonces estás... enamorado de Inglaterra? —cuestionó dudoso, pensando si fue prudente haberlo dicho de golpe. El de cabellos platinados parpadeó un par de veces, antes de fruncir levemente el seño y reprochar con incierta seguridad.

— ¡P-Pero qué tonterías dices!

—Bueno, sólo digo lo que me parece —carraspeó algo incómodo con la situación.

—Por supuesto que no estoy... eso que dijiste, ¿acaso no me ves? Soy demasiado genial para esas tonterías. ¡Y no te atrevas a discutir a tu inigualable hermano mayor!

—Como digas —suspiró resignado—. Bueno, si me necesitas para algo más, estaré en el ático buscando algunas cosas —fue lo último que Alemania dijo antes de retirarse. Se quedó solo de nuevo.

¿De dónde sacaba semejantes incoherencias ese West? Juntarse demasiado con Veneciano definitivamente ya lo estaba afectando. Dios quiera que un día de estos no lo encuentre rindiendo culto a la pasta o ayudando en la confección de banderas blancas.

Como sea, ¿él, enamorado? No le agradaba demasiado la palabra. Para empezar, ¿cuál se supone que era la definición exacta para ese vocablo?

La duda empezó a carcomerlo por completo, entonces empezó buscando —dentro de su no muy extenso conocimiento sobre el tema— una respuesta. Minutos después, harto de romperse la cabeza tratando de descifrar algo que creía no estaba dentro de sus posibilidades, decidió buscar un diccionario. Sí, ese libro que solía disipar sus dudas, como aquella vez que Inglaterra le dijo que cuando muriera definitivamente iba a parar al báratro. Al principio se vio algo impactado luego de consultar en el íntegro glosario, pero nada que no haya podido superar con el tiempo y unas cuantas visitas a la iglesia. Después de todo, era de esperar ese tipo de reacción por parte del inglés luego de haberle jugado una de sus muchas —pesadas— bromas. Además, se consideraba demasiado maravilloso como para ir a parar al inframundo, seguramente ese temido sitio no podría contra su majestuosidad.

Rió quedamente al recordar aquello, encontrando poco después el libro deseado. Abrió en una página al azar, probando suerte, mostrando una sagaz sonrisa al ver que había abierto en la letra E, no así en la palabra aspirada. De ahí, pasó hoja por hoja observando de manera analítica cada palabra. Enajenar. Enálage. Enaltecer. Enamoradizo... ¡Enamorado! Bien, sólo quedaba descubrir su significado.

«Del verbo enamorar»

...

¡Por supuesto que viene del verbo "enamorar", eso es más que obvio! Mejor probaba suerte con su siguiente significado.

«Que tiene amor»

¿Qué maldita clase de eficiente mata-dudas era ese? Esperaba una definición más completa y detallada. ¿Por qué no existía un diccionario que definiera mejor los participios? ¿Qué diantres hacían esos expertos de la academia de lenguas en su tiempo libre?

Bah… Quizás su repentina exigencia era un poco exagerada porque bueno, hay que admitir que esas tres palabras lo impactaron un poco. Amor... ¿cómo se define, qué es estrictamente el amor? Según recordaba, algunos científicos lo relacionan con la feniletilamina*, pero necesitaba aclararlo desde otro punto de vista.

«Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser»

Inmediatamente se dijo que aquello no podía ser más que una patética e insulsa cursilería escrita por una persona demasiado idealista.

«Sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear»

Esa fue la siguiente opción para la palabra, la cual equivalía a más blablabla, pero al menos le resultó algo más convincente que lo anterior. Ahí mencionaba algo acerca de la atracción. Por supuesto, para haber amor primero debe haber atracción. ¿Eso quería decir que sentía atracción hacia Inglaterra?

Como si estuviera inhalando un montón de gas hilarante, la risa que soltó en ese instante no tuvo precio.

¿Atraerle Inglaterra? Esas dos palabras ni siquiera podían ser empleadas en una oración.

Porque, ¿cuán atractivo podría tener ese carácter podrido pero extrañamente cómico que el inglés poseía a veces? ¿Cuán atractivo podrían tener esas muecas de disgusto que muchas veces le resultaban tan simpáticas y hasta cierto punto encantadoras? ¿Cuán atractivo podría tener ese aire inocente que despedía en ocasiones a pesar de tener un lado hostil, cínico y manipulador?

Oh mierda, esa última combinación le resultaba demasiado sugerente.

Er... replanteémonos la pregunta nuevamente. ¿Cuán atractivo podrían tener esos desordenados cabellos que le daban un toque de salvajismo que, paradójicamente contrastaban a la perfección con sus aires de elegancia? ¿Cuán atractivo podrían tener esas... delicadas y perfectamente definidas facciones de su rostro que al mirarlas no hacían otra cosa que cautivarlo? ¿Cuán atractivo podrían tener... esos provocativos labios que al hacer contacto con los suyos le hacían perder la noción del tiempo?

De acuerdo, eso no iba encaminado hacia donde él pretendía. ¡Cielos, Inglaterra le atraía naturalmente!

Ya que lo pensaba, ahora le encontraba sentido a esa repentina taquicardia que sufrió al momento en que Arthur había dicho esa frase con un tono descomunalmente atrayente antes de abandonarlo en su propia casa, y también comprendió por qué siempre le resultaba tan agradable su compañía, aunque parte de ese tiempo se la pasaran discutiendo por nimiedades.

Aunque...

Todo ese fenómeno acontecido y los pensamientos que últimamente estuvo teniendo, pudo haberse debido no porque se sintiera atraído hacia Inglaterra, sino por el excesivo alcohol que en ese momento nublaba por completo su raciocinio; sus facultades mentales, éticas y... Aguarden. Rayos. ¡Él no estaba tomado en el momento en que quiso apoderarse de los labios ingleses! Entonces, pudo haber sido por un capricho suyo. Sí, eso. El capricho de hacer lo que quisiera cuando quisiera. Probablemente sentiría lo mismo si hiciera eso con cualquiera. Es más, era prácticamente obvio que sería igual, e iría a comprobarlo ya mismo.

Bueno, quizás sería conveniente tomar una ducha primero.

— —
— —

La magia que existía en hacer sonar armoniosamente una melodía, tocando con precisión cada tecla y haciendo parecer fácil hasta la partitura más elaboraba, era una hazaña que Roderich Edelstein podía lograr extraordinariamente con cada dedo pulsado sobre las teclas del impecable piano. La exquisitez de cada sonido era un gran deleite para todo aquel que poseyera buen oído musical... exquisitez que se estaba yendo por el traste gracias al molesto ruido de una voz bien conocida, voz que probablemente debería estar catalogada en el rango de contaminación sonora.

—Oye, aristócrata pretencioso y avaro con tendencias al uso de trapos remendados. Llevo aquí hablándote como por... diecisiete segundos. ¡Pon atención, que me estoy rebajando a desperdiciar mi invaluable saliva con gente no tan genial como tú!

Luego de rodar disimuladamente los ojos, acomodarse adecuadamente en su asiento frente al piano y carraspear con delicadeza sin perder en ningún momento la elegancia que lo caracterizaba, el austriaco se dispuso a hablar.

—Veo que la desfachatez siempre va de la mano contigo, no es de sorpre-

—Escucha —interrumpió impaciente—. Sólo calla y disfruta porque te haré conocer lo que significa estar en el paraíso por unos segundos, austriaco remilgado. Y no te acostumbres —sentenció agachándose hasta donde se encontraba sentado Austria.

— ¿Qué quieres decir con...? —la respuesta a todo lo que pudiera preguntar le llegó con una repentina invasión a su boca, una invasión que impedían a las palabras salir de sus labios coherentemente. ¿Acaso Gilbert lo estaba besando?

El contacto fue realmente corto, el albino se separó inmediatamente al comprobar que no existió ni una mísera chispa que lo hiciera sentir diferente. Rayos, su primer intento había fallado.

— ¿Q-Qué... qué...? —pronunciaba Austria aturdido, con un imperceptible sonrojo por la sorpresa, totalmente confundido y alterado. Eso definitivamente no había sido normal.

—Como dije antes: no te acostumbres. Los perdedores sólo pueden sentir la gloria una vez —decía Gilbert riendo con soberbia, tratando de quitarle importancia a lo acontecido.

— ¡Roderich querido, aquí está el CD de Paganini* que me prestaste el otro día! —se escuchaba de pronto la voz de una entusiasmada Hungría, que entraba con gracia al salón en donde se encontraba el mencionado, luego reparó en la presencia que se encontraba a su lado y extrañada, comenzó a caminar hacia ellos— ¿Eh, Gilbert? ¿Qué haces a...?

¡Y zaz! Antes que pudiera terminar la frase, Hungría también fue invadida por los labios de Prusia, sus ojos se abrieron desmesuradamente hasta el punto en que se asemejaban a dos platos. Austria no estaba en una situación demasiado diferente.

Gilbert se separó en cuanto sintió un fortísimo golpe en la cabeza. Maldición y mil veces maldición. Había sido una sartén, la maldita sartén que Hungría había estado llevando en su mano todo ese tiempo. Cuando apenas reaccionó, Elizabeta ya se había armado con su juego de sartenes, cacerolas y el equipo completo de cocina, sumándole a todo, esa pose de "maestra del Kung-fu" que había adoptado. En conjunto eso era, ciertamente espeluznante.

— ¿Qué creías que hacías? Eres un pervertido —gritaba avergonzada—. ¡Atrevido, depravado, aprovechado! ¿Qué crees que le hacías a una dama desprevenida?—voceaba mientras le lanzaba los peligrosos tenedores y grandes cucharas.

— ¡Cuando controles tu síndrome premenstrual quizás pueda explicarlo! —decía mientras corría por el salón esquivando los letales utensilios.

—Gilbert... —susurraba con aura oscura— ¿Acaso quieres que también te muestre cómo funciona la espátula? —perseguía al albino con una mirada asesina mientras Austria se empezaba a estresar.

— ¡Tío Roderich, tía Eli, he venido a visitarlos! Ve~ —decía Veneciano en voz alta mientras se acercaba al salón más ruidoso. Cuando llegó al lugar, se detuvo en el marco de la puerta al observar que adentro todo estaba sumergido en un completo caos, había cubiertos por todas partes, Elizabeta corría -a su parecer- molesta detrás de Prusia y Austria interpretaba una dramática composición de Chopin, seguramente materializando su enojo. Entre todo el desorden, vio un disco compacto y leyó el título de la portada. Se alarmó— Eh, ¿por qué un CD de mio caro Paganini* está en el suelo? —chillaba asustado.

Hungría al percatarse de la presencia de Feliciano, detuvo su persecución. Austria dejó de tocar.

— ¡Fe-Feliciano! No es lo que parece, cielo —decía exaltada Elizabeta levantando rápidamente el CD—. Es que me temblaron las manos de la emoción al saber que se trataba de Paganini —mentía con una falsa y nerviosa sonrisa esperando que el italiano le creyera y parara de lloriquear. Hubo un silencio ensordecedor.

— ¡Ve~! —profirió de pronto Veneciano— ¡Qué bueno que te guste, ya que todas sus composiciones son muy bonitas! —exclamó entusiasmadísimo.

— ¡Feli~! No te muevas, quédate quietecito allí mismo —Gilbert decía emocionado con una sonrisa llena de dudosas intenciones mientras corría hacia Feliciano.

— ¡Gilbert, no te atrevas! —gritaba Hungría tratando de detener al albino.

Antes de que Feliciano alcanzara a percatarse de lo acontecido, Gilbert lo sostenía posesionando los labios encima de los suyos. El de los ojos bermejos esperó atento alguna reacción que pudiera producir su cerebro, hormonas... ¡lo que sea! Uno... Dos... Tres... Nada.

Mierda.


La nación angloparlante se encontraba disfrutando de una de sus amadas cesiones de lectura. Leer se le antojaba una de las mayores satisfacciones, era tan deleitante como escuchar buena música rock o disfrutar de sus sabrosos scones; aunque idiotas como Estados Unidos opinaran que habían cosas más interesantes, como hacer insulsas películas con sobredosis de cliché, probar que los extraterrestres existen o... comer. Dejó de discutir esa afirmación la quincuagésima novena vez, cuando se dio cuenta de que, entre hablar con Alfred o una hamburguesa, ésta última resultaba más sabia. Además no le gustaba estar metido en embrollos, e-enserio no le gustaba. Era como si los rumbos de la vida se empeñaran en hacerle la contra, siempre terminaba metido en uno de esos indeseados líos.

Y hablando de líos, no se podía sacar de la cabeza del peor en el que estaba envuelto: ese que involucraba a Prusia.

Cerró su libro y lo guardó en el estante correspondiente. Sus ganas de leer se habían ido de vacaciones.

Era perturbador recordar la última vez que se vieron, todavía no se explicaba el motivo por el cual un beso con Gilbert le hizo experimentar un montón de sensaciones de las que no estaba acostumbrado a sentir y ese extraño vuelco que dio su estómago al profundizar el ósculo. Luego de eso no supo cómo reaccionar, y lo primero que sintió fue el impulso de salir del lugar, así que lo hizo de manera en la que no quedara como un tonto, por supuesto. Aún recordaba la expresión anonadada que puso el albino antes de abandonarlo. Suerte que la actuación se le daba bien, debía agradecerlo a sus dotes de ex pirata y también a que, en su tiempo, iba a clases de teatro con Shakespeare.

Después de dejar la mansión, caminó sin rumbo alguno. Miró hacia arriba, estaba nublado, sonrió. Ese día le agradaba especialmente el ambiente, tenía un aire misterioso y envolvente que lo invitaba a seguir perdiéndose por las calles de Londres. Pensó en la frase con doble sentido que le dirigió al albino y concluyó en que ni él mismo sabía lo que en realidad quiso decir.

Descifrar la razón por la cuál había actuado de esa manera no era una de sus mayores habilidades. Está bien, sabía que eso iba destinado como un absurdo pero tentativo juego que extrañamente terminó en un sutil coqueteo; pero si era un juego, ¿por qué entonces le daba tantas vueltas al asunto? ¡Rayos, que era Gilbert! ¿Qué podría tener de bueno ese... presumido?

Eh... De acuerdo, no era del todo malo, también tenía sus puntos a favor. A veces lo hacía reír (p-por supuesto, se reía del albino, no con él, ¡se reía de él! N-No es que disfrutara de su compañía ni de sus retorcidamente graciosos comentarios, en serio), y a veces lo hacía pensar que tal vez (y sólo tal vez, que valga la redundancia) era el único que podía entender como se sentía en ocasiones.

Porque Arthur Kirkland y Gilbert Beilschmidt tenían muchas cosas en común, y no sólo el hecho de ingerir con arrebato aquel líquido con alto contenido etílico, en cantidades industriales. Arthur encontraba en Gilbert algo que lo hacía sentir, de alguna manera, identificado.

Y es que esa soledad que experimentaba el albino se parecía tanto a la suya propia. No es que estuviera absolutamente olvidado en el mundo y nadie lloraría por él si muriera, porque de alguna singular manera, tenía a Estados Unidos, Canadá, Japón, Portugal, Noruega, Dinamarca de vez en cuando, a algunas de sus ex colonias y hasta a sus hermanos que si bien no eran los más amorosos del universo, no los llegaba a odiar (sólo detestar con demasía, ese sería el término correcto). Por otra parte, Gilbert tenía a su hermano, a Austria, Hungría, a Francia —que llegaba a ser una especie amigo en común, por más que costara aceptarlo—, España y algunos otros que lo apreciaban.

Pero esa compañía no lograba llenarlos del todo, porque aunque estuviesen rodeados de todos los demás, se sentían inevitablemente incomprendidos. Arthur sostenía que lo que experimentaba era una soledad arraigada desde lo profundo de su ser, su manera de ver la soledad sobrepasaba la primitiva y superflua visión de los demás, esa que decía que estar solo era no estar acompañado. Acompañado por una presencia que en términos numéricos contabiliza a dos o más personas reunidas en un mismo sitio. En parte compartía esa idea, pero para él, una presencia netamente física no lograba hacerlo sentir menos solitario, tal vez porque no tenía una relación estrecha con nadie ni demasiada confianza como para iniciar una.

Y es que Francia no imaginaría lo que se siente estar aislado por cuestiones que no estaban en sus manos: maldita geografía. Estados Unidos no llegaría a medir la decepción que sintió en su momento cuando se éste se independizó, ya lo había superado casi por completo, pero fue una de las causas (no la única) por las que dejó de confiar demasiado. Japón entendería lo que conlleva ser una isla, pero no lo que implica tener una mala relación hasta con sus propios hermanos.

Pero Prusia...

Ése sujeto sí que había pasado malos momentos, tuvo que soportar la disolución de su nación, de lo que él mismo representaba y era en esencia. Tuvo que aislarse (a pesar de no ser una isla) de todo y todos involuntariamente, y vivir en carne propia el verdadero significado de la soledad. Recordaba que un tiempo estuvo totalmente desaparecido de todos los lugares que solía frecuentar. Se sumió en una depresión tan grande que sólo el tiempo y las terapias lo pudieron sanar medianamente (luego de ello, volvió Gilbert "con toda su grandeza". Puaj, maldito ego suyo).

Despecho... impotencia... rabia... traición... sufrimiento... aislamiento...

Todos esos crudos sentimientos habían experimentado a lo largo de su existencia. Y no era para menos, con los siglos que llevaban encima...

No obstante, también tuvieron momentos de grandeza, batallas ganadas y un poderío envidiable; digamos que fueron los más grandes y geniales imperios que alguna vez el mundo tuvo la dicha (o algunos no tanto) de conocer. Cosas gratificantes que quedarían en sus memorias.

Eran cosas como esas las que hacían a Inglaterra creer que el cerebro de Gilbert no sólo estaba constituido por un montón de aire... aire enfermamente ególatra por cierto.

.

Salió de sus pensamientos con el estruendoso sonido del timbre. ¿Quién osaba a molestarlo en medio de sus infructuosos desvaríos?

Caminó hasta la puerta y lo abrió. Genial, lo único que faltaba.

— ¿Qué quieres, Estados Unidos? —preguntó con aire cansino.

— ¡Hey Iggy! —saludaba enérgicamente entrando a la casa sin esperar invitación— ¿Por qué tan amargado? —preguntaba con un tono demasiado alto para los pobres tímpanos del inglés— ¿Sabes? Hace poco estaba mirando ese deporte... ¿cómo se llama? —hizo una pausa tratando de acordarse— Ah, sí. Soccer*.

—No es soccer, se llama fútbol. Te lo he dicho millones de veces —respondía rodando los ojos mientras se adentraban a la sala.

—Como sea, la cuestión es que esos países de África están comenzando a mejorar su juego, especialmente Trinidad y Tobago —comentaba algo emocionado.

—Trinidad y Tobago está en América, Alfred. ¿Qué acaso no sabes los países de tu propio continente? Eres una vergüenza. ¡Yo no te eduqué así, maldita sea!

— ¡Te engañé! Era obvio que sólo te estaba probando. Ja, ja, ja~ —decía riéndose estruendosamente mientras se rascaba la cabeza—. Caíste por completo ante mi inigualable y perfectamente realista actuación —comentaba en un fallido intento por excusar su ignorancia geográfica—. Todos mis trucos los aprendí en Hollywood, asombroso, ¿verdad? —presumía en pose heroica.

Y como siempre, hablar con Estados Unidos le resultaba tan insulso como anodino.

—Idiota, si quieres usar un pretexto tan barato como ese para ocultar tu estupidez, por lo menos hazlo más creíble. Tu intento de diálogo es demasiado sobreactuado, además- —se detuvo súbitamente.

—Eh, ¿por qué callaste de pronto? —cuestionaba confundido el norteamericano.

"Arthur".

— ¿Escuchaste eso?

— ¿Qué cosa? Yo no escuché nada, ¿no será que estás alucinando? Creo que los años no te vienen bien, ya sabes, te estás volviendo viejo~ —reía.

—"¡Inglaterra, abre la puerta ahora!" —se escuchó más alto sumado a unos fuertes e incesantes golpeteos en la puerta.

—Oh, eso —decía Alfred casi avergonzado por no haberlo escuchado antes, sólo casi. Se percató cómo Inglaterra se apresuraba hacia donde provenía el tumulto y decidió seguirlo.

.

Tan pronto Arthur abrió la puerta, vio cómo el sujeto que aún se hacía llamar Prusia entraba rápidamente. El de ojos carmesíes lo miró, le dijo algo parecido a "tú mocoso, vete a tu casa que tengo asuntos que arreglar", lo agarró de la chaqueta, lo arrastró fuera de la casa y cerró la puerta. Todo eso a unos 299.792.458 m/s según sus precisos cálculos (o a la velocidad de la luz, como prefieran decirlo).

.

Ya con Estados Unidos fuera de su casa, el inglés se fijó en Gilbert que se veía alterado, algo sudado y con la respiración agitada, como si hubiera estado corriendo una maratón.

Se percató que estaba bajo la fija mirada escarlata, decidió también sostenerle la mirada. Cuando llevó a cabo su plan, se arrepintió al instante. Un espeso aire de incomodidad fue lo que le llenó por completo. ¿Qué se supone que le diría? Um... Cierto, cierto. Sí tenía unas cuantas cosas que decirle.

—Tú, imbécil. ¡¿Qué carajo haces llegando tan repentinamente aquí de esa manera? Acabas de sacar a Alfred a rastras. Aunque se trate de ese tonto, fuiste un endemoniado desconsiderado —exclamó indignado.

—Es... es que... —decía todavía un poco agitado tratando de acompasar su respiración.

¿Cómo iba a explicarle que estaba huyendo de una furiosa turba que lo perseguía porque besó —literalmente— a medio planeta? Es que él sólo quería comprobarse a sí mismo que un beso con cualquiera sería igual a uno con Arthur. Su plan había fallado categóricamente. Lo había intentado todo: Canadá, Rusia, Lituania, Grecia, Suiza, Holanda, Noruega, Dinamarca, Islandia y una larga lista de etcéteras... en todos los casos fue como besar a una pared o una almohada, no sintió absolutamente nada. Bueno, con Finlandia sí que sintió algo: la tremenda paliza de Suecia...

— ¿Y bien? —exigió Inglaterra elevando una ceja tras un prolongado silencio por parte del germano.

...Por otra parte, tenía que hablar ya acerca de lo que estaba sucediendo, además había una cuestión que lo molestaba más de lo que estaba dispuesto a admitir...

—Oye tú, ¿estás escuchando...? —habló otra vez el inglés, extrañado y confundido por el letargo del otro europeo. Pasaron unos largos segundos más antes de que el albino se dignara a abrir la boca.

— ¿Qué hacía aquí Estados Unidos? —articuló apretando fuertemente sus puños. Para Inglaterra fue una pregunta inesperada, tan inconexa a su previo cuestionamiento que prácticamente lo descolocó; entonces, todo lo que pudo expresar de sus cuerdas vocales fue un inteligente y amplio...

— ¿Eh? —...sí, tan inteligente y amplio como el cerebro de una cucaracha. Pero en su defensa: ¿cómo se supone que debería reaccionar? — ¿A... a qué te refieres? —preguntó titubeante.

— ¿Por qué estaba aquí? —interrogó a medida que se acercaba a su receptor— Ese mocoso se aparece por aquí con frecuencia, demasiada diría yo. ¿Qué es lo que tanto busca? —manifestaba mientras lo mecía levemente por los hombros.

—E-Ese no es asunto tuyo, idiota —decía tratando de salir del agarre—. No es nada de tu interés —aunque Alfred y él llevaran una relación casi fraternal, no tenía por qué darle explicaciones, ¿verdad? ¿Quién se creía que era?

—Yo... —articuló agachando su cabeza— Sí me interesa —soltó derrotado en un leve susurro que pudo escuchar el rubio.

Arthur no podía creer lo que oía, después de pensar un momento y recobrar un poco su estabilidad mental, sonrió.

—Así que... ¿debo entender que estás celoso? —bromeó para relajar el ambiente y alejar el estado tenso en el que aún se encontraba.

— ¡Qué dices! —se sobresaltó— ¡Alguien genial como yo jamás sentiría celos! —se apresuró a decir, luego meditó un poco lo siguiente que diría — ¿Pero qué dirías tú si te dijera que besé a Austria? —preguntó estratégicamente.

Ante esto último, el de ojos jade no pudo evitar sentirse extrañamente incómodo.

—No me importa —pronunció evadiendo la mirada carmesí.

—Ahora mírame a los ojos y vuelve a repetir lo que dijiste —dijo con pasmosa seriedad.

—No —negaba orgullosamente.

—Arthur... —lo sujetó de la barbilla y lentamente lo obligó a mirarlo fijamente— Ahora dí que no te importa absolutamente nada que tenga que ver conmigo ni te concierne el hecho de que me involucre con cualquiera —sentenció con una mirada intensa.

—N-No... No me importa que te vayas con la primera persona que te venga en gana, ¿sí? Por mí puedes hacer cualquier maldita mierda que se te ocurra. Vete y vive un hermoso idilio con Austria —estalló por fin quitando las manos de Prusia de sus hombros—. Haz lo que quieras pero déjame en paz, ¿entiendes?

Tan pronto pronunció esas amargas palabras, se dispuso a dejarlo solo nuevamente como ya lo había hecho una vez, pero esta vez el de cabellos platas no lo permitió; lo agarró fuertemente de su muñeca y lo estiró atrayéndolo hasta rodearlo en un apretado abrazo.

— ¿Acaso eres tonto? Entre ese aristócrata y yo no hay ni hubo nada, además de ese insípido beso —comenzó—, tan insípido como lo fue uno con Hungría o casi todos en este planeta. Todo eso hizo que me diera cuenta que lo mío contigo tal vez no es un simple juego —continuaba—. Y también me di cuenta de que eres alguien muy perjudicial —susurró en el oído del británico, ante esto Arthur se estremeció, pero esa última declaración se le antojó algo insolente y confusa.

— ¿Perjudicial? —pronunció con el seño fruncido.

—Y es que me vuelves loco, un obsesivo; me desquicias, me confundes y haces que a veces piense que soy un asqueroso enfermo con problemas mentales por no tener claro todo lo que siento —decía, haciendo que el detestable carmín tiñera una porción de las mejillas del inglés— ¿Te das cuenta de todo lo que causas? Por tu culpa hago estupideces que me cuestan caro... —continuaba aprensándolo más a su pecho— y es que en este momento el mundo me busca para hacerme pagar el hecho de que haya ido por ahí acosando a todos. Sí, todo eso sucedió por tu culpa, por intentar demostrarme que lo que me pasaba contigo no era algo especial —comentaba afligido.

Arthur no concebía todo lo que escuchaba pero no lo hizo pensar que tal vez a él también le pasara lo mismo...

— ¿Y qué es lo que te demostraste al final? —no pudo evitar preguntar correspondiendo por fin el abrazo del albino y haciendo que sus frentes quedaran pegadas una contra otra.

— ¿En verdad quieres saberlo? —preguntó con una sonrisa ladina y, con el asentimiento del inglés, lo besó tan intensamente que Arthur no pudo evitar corresponderlo con pasión, sin rastro de dudas existenciales o algún tipo de culpabilidad.

Se besaron, y esta vez fue diferente a todas las anteriores compartidas, y por supuesto, la total antítesis de las experiencias compartidas de Gilbert con las otras naciones. El albino agarró al de ojos verdes de una de sus manos y lo llevó hasta su pecho; su corazón latía enloquecido y desvergonzado. Esa respuesta fue todo lo que necesitó Arthur para convencerse de que lo dicho por la persona que ahora lo sostenía posesivamente, probablemente había sido lo más sincero que alguna vez haya descubierto.

Luego de ese beso, vinieron muchos otros, de diferentes formas, tintes y sabores, y Gilbert no pudo evitar sonreír al pensar que todo eso fue producido gracias a un diccionario, ese glosario que lo había llevado más cuestionamientos que soluciones.

Todavía faltaba mucho para saber con certeza si lo que experimentaban era amor, pero digamos que iban por buen camino.

— ¿En qué piensas, Gilbert? —preguntó Arthur al albino, al notar que estaba algo desconectado del mundo.

—En que todo esto es como un homosexual cuento de hadas —fue su peculiar respuesta.

— ¿Estás drogado, verdad? —cuestionó con un tono más parecido a una afirmación, con una burlona sonrisa impregnada en sus labios.

—Tal vez.

Y se besaron de nuevo.

Notas finales:

Aclaraciones:
*Feniletilamina: es un estimulante natural que produce nuestro cerebro y a la cual se le asocia con el sentimiento del amor. Teóricamente, en muchos casos se produce a partir de interacciones como intercambio de miradas, apretón de manos, etc. Se dice que una persona enamorada contiene grandes cantidades de feniletilamina.

*Niccolò Paganini: fue un famoso violinista, guitarrista y compositor italiano (proveniente de Génova (Norte de Italia), por lo tanto, corresponde a Feliciano); también tocaba el piano.

*Soccer: aquí haciendo alusión a la palabra por la típica discusión que mantienen los ingleses (y gran parte del mundo) contra los estadounidenses sobre de qué forma llamar al Balompié, si Fútbol (Football) o Soccer. En Estados Unidos llaman Football a otro deporte (similar al Rugby).


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