Magnificencia:
— ¡Arthur, Arthur~!
— ¡No!
—Vamos —en el sótano, en la sala de estar, en el baño, en la cocina. En donde fuera que intentase rehuir, un albino seguía insistentemente a un exasperado inglés—. ¡Yo sé que tú lo quieres!
—Gilbert... —contar hasta diez, sí. Eso disminuye el estrés... o eso fue lo que le dijeron alguna vez.
—No seas tan tímido, ven y hazte uno con el grandioso Prusia —canturreaba imitando a cierto ruso—. Kesesesese~
—Gilbert... —bien, comencemos...
—La última vez caíste rendido a mis pies, tan tierno, suspirando y gimiendo sólo para mí —uno... dos... tres...—. Pero, ¿sabes? No te culpo, no existe alguien o algo en todo el globo terráqueo que pueda resistirse a mis encantos —cuatro... cinco... seis...
—Cállate, idiota —pronunciaba lentamente el inglés respirando profundamente, pero el prusiano lo ignoraba olímpicamente, concentrado en su desquiciante perorata.
—Y aquí entre nosotros, soy demasiado impresionante como para volver a permitirte ser invadido por mi asombrosa persona. Vamos, Artie, ¡aprovéchalo! Que aquí hay cinco metros esperando por ti~ —siete... ocho... nueve... —Además…
Al demonio.
— ¡Ya bastaaaa! —gritó un irritado inglés prolongando el sonido de las aes— ¡Gilbert, bastardo inútil! Dios sabe que intenté contenerme pero eres tan jodidamente insoportable —continuó, fuera de sus cabales, haciendo callar por fin al de ojos escarlatas—. Lo único que intenté hacer todo este tiempo fue ignorarte, ¡pero es imposible, maldita sea! ¡No puedo cocinar algo condenadamente decente contigo aquí diciendo estupideces!
—Pero Arthur —rió estruendosamente, el de las cejas pronunciadas no entendía por qué rayos lo hacía—. Tú… —intentaba decir el albino tratando de recobrar el aliento y la compostura— Tú —y otro ataque de risa le siguió—. ¿No te das cuenta que antes de que puedas cocinar algo decente Sealand será más grande que el Pacífico* y dominará el mundo? —finalizó tratando de contenerse ante otro cruel y despiadado ataque.
Arthur se volteó, reanudando su trabajo. Pasaron los segundos, no hubo respuesta, entonces Gilbert dejó de reír. Para ése punto el de cabellos plateados se empezaba a preocupar. Lentamente fue acercando su brazo derecho al hombro de Inglaterra pero antes de siquiera rozarlo, Arthur volteó su rostro mirándolo dulcemente.
—Gilbert, cariño —comenzó.
— ¿Sí, amor? —contestó el prusiano algo sorprendido pero contento. Tal vez Arthur no haya tomado tan mal su pequeña broma. ¡Tal vez hasta haya cambiado de opinión y decidió que era hora de divertiste un poco! Si era así, él no desaprovecharía esa fantástica oportunidad porque… — ¿Qué sucede, caramelito? —preguntó, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos al ver cómo el rostro de Inglaterra cambiaba a una expresión desquiciada y su sonrisa se transformaba adquiriendo tintes maléficos.
— ¡Sal de mi cocina en este instante si no quieres perder cinco metros de magnificencia!
Y, en menos que lo que un ejército italiano tarda en escapar, Gilbert salió disparado hacia quién-sabe-dónde dispuesto a estar lo más lejos posible de Inglaterra.
Porque ese cuchillo que Arthur exhibió tan insanamente al voltearse por completo, le decía que definitivamente no estaba bromeando.
¡Y qué sería de la humanidad sin sus cinco metros de magnificencia!