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El Pozo por Nayen Lemunantu

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XI

 

Desde que empezaba a notarse el calor de los primeros días de primavera, el casino del colegio sacaba decenas de mesas circulares de plástico al patio. Los alumnos se disputaban las mesitas para almorzar, mitigando el calor bajo la sombra de los árboles centenarios. Pero de entre todo el alumnado, los de tercero de Preparatoria tenían la prioridad tácita e incuestionable. Así que a fin de cuentas, las mesas bajo la arboleda eran un monopolio adjudicado por derecho divino a los alumnos de último año.

Esa tarde, sin embargo, el sopor del verano hizo que el privilegio de las mesas fuera una disputa de vida o muerte. Kazunari y Kotaro gozaban de cierta reputación en el colegio, así que no tuvieron escrúpulos en mandar a volar a un grupito de babosas de la mesa que siempre habían ocupado, después de todo, tenían preferencia por uso frecuente. A las dos de la tarde ya estaban disfrutando de la brisa que se colaba por entre los pliegues de sus camisas blancas mientras devoraban el enorme plato de ensalada; al menos es lo que Kotaro hacía.

—No has probado tu comida. —Kotaro fingía indiferencia, pero no dejaba de vigilar por el rabillo del ojo a Kazunari—. Has estado jugando con el tenedor todo el almuerzo… ¿Pasa algo?

—Nada, ¿qué debería pasar?

—No te hagas el idiota conmigo, Kazunari-nii —comentó rodando los ojos y soltando el tenedor. Se cruzó de brazos sobre la mesa y miró fijo a Kazunari. Éste estaba arrellanado sobre su silla plástica, pinchando las verduras una y otra vez, sin haber probado bocado alguno—. Te conozco demasiado bien para saber que aquí hay gato encerrado. ¿Qué ocurre?

Kazunari se negó a hablar. Soltó el tenedor y corrió el plato a un costado de la mesa. Tenía la vista fija en el patio del colegio, para evitar hacer contacto visual con Kotaro, pero la mirada decidida de éste le hizo entender que no podría rehuir de sus preguntas. Soltó un suspiro hondo y se recostó en la mesa, usando sus antebrazos como almohada.

—Es Himuro-san… —reconoció con voz ahogada.

—¿Qué dijiste? No pude escucharte.

—¡Es Himuro! —gritó levantando la cabeza sólo unos segundos para hacerse oír por sobre el bullicio del casino.

—¡No grites! —soltó Kotaro chistando—. Es mejor que nadie se entere de eso —dijo en un susurro mientras ladeaba a cuello hacia todos lados, cerciorándose de que nadie les prestaba atención—. ¿Y? ¿Qué pasa con él?

—¿Cómo que qué pasa? Se va… —Kazunari volvió a sentarse derecho, pero aún se negaba a mirar a Kotaro a la cara—. Se va, y yo ya no podré volver a verlo jamás —dijo para sí mismo.

—Entonces… eso significa que… ¿tú no quieres que se vaya?

—¡Nunca dije eso! —se defendió con voz altanera, como si la insinuación de Kotaro lo hubiera ofendido en demasía—. ¡Es más! Probablemente esto sea lo mejor. ¡El mismo Himuro-san lo dijo!

—Y si esto es lo mejor, ¿entonces por qué tienes esa cara tan larga?

—¡Yo no tengo ninguna cara larga! —Sus ojos, anaranjados con la intensa luz del sol, destellaron de rabia mal disimulada—. Y como sea… Con el tiempo se me va a pasar.

Kotaro soltó un suspiro y se arrellanó en su asiento. Paseó su mirada vivaz por todo el patio. Estaban casi a mitad del año académico y ya se podía ver a los grupitos estudiando y preparándose para las pruebas de ingreso universitario; sobre todo a los de tercero. Pero sintió que estaban tan lejos de todo aquello… como si fueran a quedar por siempre como un par de niños en busca de problemas. ¿Acaso tendrían el síndrome de Peter Pan? Volvió a fijar la vista en Kazunari, su mejor amigo desde siempre, y lo confirmó: probablemente no madurarían nunca.

—¡¿Qué onda tu jugo, Kazunari-nii?! —preguntó Kotaro, torciendo la comisura izquierda en una sonrisa traviesa—. Está como demasiado concentrado.

Kazunari miró el vaso de jugo de mango que aún no había probado, vio su espesor y la oscura coloración naranja y entendió al instante: su mejor amigo estaba buscando la manera de animarlo. Finalmente, debía reconocer que no tenía tanta mala suerte después de todo, porque contar con el apoyo de un amigo como Kotaro Hayama, no era una suerte que tenía cualquiera. Era un amigo genial.

—¡Sí! Está como para pasarle un libro y que se lo estudie —dijo, siguiéndole el juego.

Kotaro soltó una carcajada tan fuerte que estuvo apunto de escupirle el dichoso jugo encima a Kazunari. Sólo pudo seguir con la broma una vez que recuperó la capacidad de respirar.

—Está como para pasarle mi informe y que me lo haga.

—Está como para que dé el examen por mí, y saque sobresaliente.

—Está como para que dé el examen de ingreso y quede en la Todai.

Kazunari no aguantó más y estalló en una carcajada alegre que lo hizo respirar aliviado por primera vez. Literalmente sintió cómo la tensión acumulada en su cuello disminuía y sus pulmones se llenaban de aire nuevo. Realmente Kotaro era un amigo genial.

—Kazunari-nii… Déjame darte un consejo —dijo Kotaro con voz suave, con el mayor tacto que era capaz de tener—. No trates de fingir indiferencia con algo que obviamente te importa. No trates de sacarte de la cabeza algo que no puedes dejar de pensar ni un segundo. ¿Por qué quieres sacarte de la mente lo que no puedes sacarte del corazón?

—¿De dónde te salió ese lado tan poético?

—En mi clase me hicieron hacer un ensayo sobre Benedetti —respondió mientras le sacaba la lengua—. Ya… No te hagas el tonto y mejor hazme caso, Kazunari-nii.

—¿Caso con qué?

—¿Qué no es obvio? —preguntó Kotaro lanzándole unas hojas de lechuga—. ¡Ve por él!

—¿Por quién? —preguntó como un idiota—. ¿Por Himuro-san?

—¡Claro! Dijiste que había dicho que se quedaría si tu se lo pedías.

—¡Pero es imposible! Ni siquiera es legal.

—¡Ve por él! —le gritó a la vez que le lanzaba unos tomates cherry. Esta vez sin importarle que todo el colegio le oyera.

—No puedo… —admitió Kazunari en un susurro, cabizbajo y ceñudo—. Entre él y yo las cosas jamás funcionarían. Él es un hombre mayor con su vida formada y sus ideas claras. Yo soy un adolescente idiota que no tiene idea de lo que quiere en la vida… Nosotros no tenemos ninguna esperanza para estar juntos.

—A veces sólo basta con intentarlo.

Kazunari negó con la cabeza, pero sonreía. Levantó la mirada y sus ojos anaranjados de halcón al ataque mostraban fuerza y decisión. Sostuvo la mirada verde que su amigo le lanzaba por sobre la mesa y le tiró un beso.

—No sabes cuánto te quiero, Ko-chan.

—Kazunari-nii… Me vas a hacer sonrojar. —Kotaro se cubrió el rostro con las manos en un fingido gesto de timidez antes de agregar con voz fuerte—: Mejor levanta el culo, yo te cubro en el escape. No debería ser un problema, después de todo, tú eres un experto.

Kazunari le guiñó el ojo y le lanzó una sonrisa antes de tomar su mochila y desaparecer a la carrera. En serio, Kotaro Hayama era un amigo genial. No lo cambiaría ni por ser el puto emperador del Japón. 

 

XII

 

El aeropuerto de Narita era el lugar más atestado de gente en todo Tokio. Los pasajeros iban y venían en todas direcciones, creando un verdadero caos para quien no tuviera experiencia previa guiándose por grandes espacios públicos. Por suerte, Kazunari había pisado el suelo del aeropuerto una infinidad de veces, gracias a los constantes viajes de negocio de su papá cuando aún vivía con ellos; prácticamente se conocía el aeropuerto al revés y al derecho.

Corrió a toda la capacidad que le permitieron sus pulmones de fumador permanente hacia la salida de los vuelos internacionales. Había chequeado con la secretaria de la Academia de baile la hora y el vuelo exacto que tomaría Himuro, así que en esos momentos lo único que rogaba al cielo era que aún no haya cruzado la zona de abordaje; que aún no se haya ido.

Esquivó a un montón de pasajeros en medio de su loca carrera, hasta que pudo ver sin duda alguna a Himuro, sentado con una maleta negra en los pies, un libro en la mano y su pasaje en la otra. Estaba cruzado de piernas, leyendo concentrado lo que parecía ser una novela, indiferente del ajetreo a su alrededor.

—¡Tatsuya! —gritó al tiempo que saltaba uno de los asientos vacíos y aterrizaba justo frente a él.

Himuro levantó la mirada del libro y se quedó mirándolo perplejo; la sorpresa estaba tatuada en sus ojos grises, abiertos más de lo acostumbrado. Parpadeó un poco y luego lo recorrió con la mirada de arriba abajo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó maquinalmente—. ¿No deberías estar en clases? —dijo después de detallarlo y darse cuenta que estaba usando el uniforme y eran apenas diez para las cuatro de la tarde.

—Me escapé del colegio.

Himuro volvió a parpadear sorprendido. Esa reacción no estaba dentro de sus planes. Kazunari era impredecible y eso era lo que le hacía imposible apartarlo de su mente.

—¿Y a qué viniste? —volvió a preguntar. Guardó el libro dentro de su bolso y se puso de pie con lentitud, con los movimientos sueltos y elegantes que lo caracterizaban.

—Vine… —Kazunari se detuvo unos segundos a tomar aire, estaba agotado, con el sudor pegándosele a la camisa en la espalda—. Vine a… ¿detenerte?

—¿Detenerme?

—¡No! Yo… —Kazunari sacudió la cabeza; las palabras se negaban a salir de forma coherente de su boca. Nunca había creído que confesarse fuera una tarea tan difícil; había subestimado la situación—. Dime algo, Tatsuya.

—¿Algo como qué?

—Algo que no deberías.

—Te amo. —La seguridad de su declaración impactó a Kazunari.

—¿Por qué?

—Porque tú le diste un nuevo sentido a mi vida —reconoció Himuro, una sonrisa mínima le curvaba los labios—. Tu extravagancia, tu altanería, tu alegría, tu espontaneidad… ¡Me atrapaste! Nunca supe cómo pasó, ni por qué, pero un día me di cuenta que no podía dejar de pensar en ti.

Sus miradas chocaron y Kazunari sintió que una corriente eléctrica le recorrió la espina dorsal y le erizó los vellos de la nuca. Tenía las manos húmedas de sudor apretadas a los costados de su cuerpo, y un nudo de nervios le apretaba la boca del estómago. Nunca en su vida —llena de una interminable lista de travesuras—, había hecho algo tan arriesgado como eso. Enamorarse era la locura más grande que había hecho hasta ahora.

—¿Y? —preguntó Himuro, divertido al notar su nerviosismo—. ¿Me vas a decir a qué viniste?

—No soy el tarado que tú crees que soy —soltó de sopetón. No le iba a dar más vueltas; si se iba a declarar, tenía que hacerlo ya, no le quedaban más opciones—. Es sólo que tardo un poco en asimilar las cosas.

—¿Eso qué significa?

—Que me demoré un poco en aceptar lo que siento por ti, pero al menos lo hice antes de que te fueras.

—¿Y qué sientes por mí?

—Te amo. Incluso ese lado sádico, retorcido y cruel que tienes —admitió—. Te amo y quiero ser la persona a la que acudes en todo momento, lo bueno y lo malo.

—Quiero ser el único —exigió Himuro con tono demandante.

—Ya lo eres… —dijo con voz débil, pero segura; tal vez nunca había estado tan seguro de nada en su vida—. Yo no am…

No pudo terminar de hablar. Sus palabras fueron cortadas por un beso.

Himuro no necesitó de nada más, esa era la única confirmación que pedía. Le sostuvo el rostro con ambas manos y le mordió la boca de una forma tan fuerte y demandante, que le provocó ardor y placer al mismo tiempo. Su espalda se curvó en un arco perfecto, apegándose al cuerpo de Himuro, mientras le pasaba los brazos por el cuello, enredando los dedos entre las suaves hebras de su pelo negro.

Kazunari Takao era un rebelde sin causa, un verdadero chico problema. Si había algo que no soportaba era ser controlado. Tatsuya Himuro tenía una personalidad serena, todo estaba bajo su control. Pero su vida se volvía de cabeza cada vez que irrumpía en ella ese problemático chico.

Ambos eran completos opuestos, o tal vez demasiado parecidos… Se desequilibraban mutuamente y las peleas parecían no tener fin. Juntos eran un desastre, pero separados, eran aún peor. Después de todo, tal parece que esa era la forma que ambos tenían de amarse. 

—Por primera vez en mi vida, siento algo que se asemeja peligrosamente a la felicidad —le susurró Himuro sin despegarse de su boca. 


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